Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Me encontraba en Hanói y no podía parar de llorar. Lloraba a mares, como ese cielo plomizo, gris congestionado, que escupía contaminación y agua a borbotones. Lloré y lloré durante no-sé-cuántas-horas. La cama del hostal me engullía entera y no me quería levantar. Como un niño que se tapa los ojos y cree desaparecer porque él no ve a nadie a través de sus manos rechonchas. Ese fue el primer golpe de realidad de mi recién inaugurada vida: un viaje de duración indeterminada que me llevaría a recorrer un número también indeterminado de países del Sudeste Asiático. Sola. Premeditadamente sola, con mi mochila a cuestas. Hasta que el cuerpo aguante… La capital de Vietnam era solo mi primera parada. 

Hanói frenética, ciudad de locos; mi primera impresión una vez superado el trance y la llorera. De locos motorizados. Un vasto océano de asfalto y motos, motos, mooootos por todas partes. Cinco millones de motos para una población de ocho millones. Calculen. Locos que circulan en estampida, enardecidos, con una lógica que es una bofetada a la educación vial occidental, la mía. El dueño de mi hostal, Lee, me contaba que el proceder de sus conciudadanos cuando conducen -del suyo propio- responde a un principio elemental: “Sé previsible al conducir”. 


Una estampa típica del centro de Hanói: decenas, cientos de motos, transitan erráticas entre los transeúntes o viceversa. 


-Y no te estampes contra el resto de locos mientras te afianzas en ese objetivo suicida, le contesté. Él se río confuso sin entender por qué me asombraba tanto. 

Los locos se mueven siguiendo el sentido de la vía y en dirección contraria a la vía; sobre las aceras y por fuera de ellas. Probablemente circularían sobre las copas de los árboles si fuera una opción viable. Los semáforos, se los saltan; los pasos de cebra, se los saltan, y el peatón es puro trámite que hay que sortear. De nada sirve apuntalarte en el metro cuadrado que pisas porque van a pasar por ahí quieras o no. Lo intenté un par de veces, apuntalarme, con el mismo exacto desenlace: mi soberbia y yo saliendo despavoridas al ver a la marabunta motorizada rozar nuestra integridad. “Donde fueres, haz lo que vieres”, dice el refrán, y eso hice tras varias intentonas frustradas: comportarme como un insecto entre tanto elefante con ruedas. 


Los locos se mueven siguiendo el sentido de la vía y en dirección contraria a la vía; sobre las aceras y por fuera de ellas. Probablemente circularían sobre las copas de los árboles si fuera una opción viable.


Las calles de Hanói desprenden un ruido ensordecedor. Un ‘piiiiiii’ incesante, y se te incrusta en el cerebro, como si un taladro te agujereara desde las entrañas. Los locos utilizan el claxon como en otras latitudes utilizamos el intermitente. Pitan para señalizar el próximo viraje; pitan si quieren atravesar una intersección; pitan si quieren meterse en el carril contrario; pitan si están a punto de atropellarte… Incomprensiblemente, en todo ese caos sonoro, hay un orden: un acuerdo tácito entre las partes que jamás recogerá ningún código de seguridad vial. Ellos lo entienden y ellos se entienden. De hecho, durante los días que estuve en la ciudad, no presencié un solo accidente, ni una mínima riña entre motoristas, motoristas y peatones, motoristas y autobuses, ni motoristas con coches, ni nadie con nadie. 


La catedral de San José, una réplica en miniatura de la Catedral de Notre Dame en Paris, construida por los franceses en 1886.


Se viaja para caminar, y yo me caminé esa ciudad hasta desgastarme los ojos y las plantas de los pies. Anduve y anduve a través de amplias avenidas regulares y arboladas levantadas cuando Vietnam era propiedad y no nación soberana. Rebasé decenas de casonas afrancesadas, como las parisinas, pero en versión mordisqueada y ahora sin la presencia de tanto colono en su interior, aunque algún vástago o nieto debe quedar. Los franceses se esforzaron por hacer de Hanói una ciudad a su medida y reproducir símbolos tan patrios como la catedral de Notre Dame, encarnada en la de San José, una réplica mini ennegrecida por la dejadez y la humedad. Caminé y caminé mientras seguía la maraña de cables que traza en el aire la red laberíntica de arterias y recovecos de las profundidades de Hanói. Como si fuera el sistema nervioso de un ente superior, el cableado sobrevuela amenazante las cabelleras de los transeúntes y roza las de aquellos que despuntan en esta tierra de bajitos. 

  

Una mujer vietnamita entrada en años mira un estanque repleto de nenúfares sin florecer en los alrededores del Templo de la Literatura, construido en el año 1070.


Por la noche, los restaurantes insignificantes multiplicaban sus dimensiones en amplias terrazas improvisadas sobre las aceras. En varias ocasiones me encontré compartiendo con jóvenes vietnamitas en estos antros, donde se come apiñado, mano a mano con el vecino, sentados todos a ras de suelo sobre taburetes minúsculos, como orinales infantiles portátiles, y mesas de proporciones ajustadas a esa realidad pequeña de estas gentes menudas. Nunca sabía que pedir ni sabía cómo hacerlo, porque el lenguaje es una barrera infranqueable. Entonces se me acercaba alguien y trataba de ayudarme mientras señalaba con el dedo los cuencos de arroz, brotes de bambú, tofu frito, fideos y demás alimentos ininteligibles de las mesas aledañas. Luego se quedaban ahí conmigo, en silencio, y me veían comer entre miradas fugaces. Les hacía gracia mi cara de absoluto asombro cada vez que me embutía un trozo de algo y el sabor inédito me explotaba en la boca. 


Da igual la hora del día y la noche, las calles de Hanói se llenan de puestos callejeros donde pararse y tomarse un tentempié. Los hay más salubres y menos, a gusto del consumidor y la capacidad de aguante de su estómago.


En mi última noche en la ciudad, Lee y su mujer me invitaron a cenar con ellos. Son una pareja jovencísima. Ella no abría la boca si no era para dejar entrar un trozo de comida a la velocidad del Concorde que sujetaba hábil con los palillos. Fijaba compulsivamente la mirada en su tazón para esquivar cualquier contacto visual conmigo. Él, en cambio, sufre de incontinencia verbal y buscaba mis ojos con la misma persistencia con la que su compañera hacía todo lo contrario. Son la encarnación de la hospitalidad más noble: esa que te empuja a compartir tus alimentos con un extraño sin pedir nada a cambio. Un gesto tremendo la de este hombrecillo y su silenciosa mujer. 


Además, yo estoy agradecido de haber estudiado en Estados Unidos. ¿De qué me sirve ser rencoroso? En mi país acogemos a los extranjeros, no importa de dónde sean”.


Lee es un hombre poco voluminoso, de complexión flaca y apariencia inofensiva. Llevaba puesta una camiseta con la bandera de Estados Unidos. Bien grande. Bien visible. La compró en San Diego, donde aterrizó hace unos años para estudiar hostelería en una de las universidades de la ciudad con un programa del gobierno vietnamita. Lee es un experimento del sueño americano con billete de vuelta a su país de origen. 

- ¿Alguna vez te han dicho algo por vestir esa camiseta?, le pregunté.

- No, nunca. La guerra pasó hace mucho tiempo. Yo no la viví. Solo sé historias que me cuenta mi familia. Pero los vietnamitas no somos rencorosos. Además, yo estoy agradecido de haber estudiado en Estados Unidos. ¿De qué me sirve ser rencoroso? En mi país acogemos a los extranjeros, no importa de dónde sean.

- Aun así, fue un periodo terrible de vuestra historia. Veinte años de guerra. Las personas conservan rencores y odios. Yo sentiría rencor, supongo. 

- Sí, pero a mí no me interesa quedarme anclado en el pasado ni me interesa la política, porque aquí los políticos son muy corruptos. Yo solo quiero que a mi negocio le vaya bien, que más turistas vengan a Vietnam y se alojen en mi hostal. Estoy desarrollando una aplicación con un socio para ofrecer una atención personalizada a los extranjeros que visitan Hanói. Si a mí me va bien, a mi familia y amigos les irá bien, porque les puedo dar trabajo.

En la televisión transmitían la noticia de la última escalada de tensión entre Vietnam y China en el marco del conflicto territorial del mar de la China Meridional que enfrenta a estos dos países y a otros de la región en menor medida (Filipinas, Taiwán, Malasia y Brunei) por la soberanía de pequeñas islas e islotes y de sus aguas limítrofes. El 30 por ciento del comercio global transita por ahí. Lee me contó que esos pedazos diminutos de tierra albergan yacimientos de gas y petróleo, una chuchería para los especuladores. Paradójicamente, el gran aliado de Vietnam en esta disputa es Estados Unidos, con buques militares y juguetes similares desplegados en la zona con el beneplácito del gobierno de la República socialista. Los gringos también proporcionan navíos y cooperación en materia de defensa a sus homólogos vietnamitas con el objetivo de forzar a China a claudicar en sus pretensiones. Esto después de que en 2016 el presidente Barack Obama levantara el embargo de venta de armas al país asiático impuesto desde el final de la guerra de Vietnam, en 1975.

Lee observaba atento el aparato mientras engullía voraz el arroz de su cuenco, como si alguien se lo fuera a robar. Viéndole a él y a su mujer, mi torpeza con los palillos era más que evidente. 


El dueño de mi hostal, Lee, nunca se desprendía del sombrero cónico, un emblema vietnamita que visten mujeres y hombres como indumentaria cotidiana tanto en el ámbito rural como en las grandes ciudades.


-Me gusta que vengan extranjeros a mi país, pero no los chinos. No me gustan los chinos. Esos jodidos chinos siempre quieren lo que es nuestro, soltó Lee en un arrebato de sinceridad o exorcismo espontáneo. Entonces se encogió de hombros como diciendo: “¿Querías rencor? Ahí tienes tu rencor. Y yo me lo embuto como el arroz, a trompicones, hasta explotar o sufrir de indigestión”. 

Para Lee, un joven en absoluto resentido o empachado de resentimiento, según se vea, los límites de lo humanamente tolerable terminan donde comienza la frontera con China. En silencio retomé mi lucha personal reconvertida en cruzada épica con los malditos palillos. Palillos chinos.


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