Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Llovía, y la ciudad de piedra estaba cubierta nuevamente por la niebla. Al amanecer, a las cinco de la mañana, llegaron hombres grandotes, musculosos y vestidos de negro, y tomaron el control del lugar. Mick Jagger iba a llegar a las cinco y veinte. Un Rolling Stone con un permiso especial para caminar solo en Machupicchu. El resto de los turistas debía esperar hasta las seis para ingresar. La guardia de Mick Jagger no permitía acercarse a menos de doscientos metros. Los fotógrafos usaban teleobjetivos y los vídeorreporteros llevaban el zoom al máximo. “Wonderful”, dice que dijo Jagger, según el guía que lo acompañó.

Cuando un famoso llegaba, el celular sonaba de día, de noche o de madrugada y había que seguirlo. “Fulanito de tal está en Cusco y mañana estará en Machupicchu”, avisaban las fuentes. Agarraba la credencial de prensa, el documento de identidad, el celular y la billetera. Un taxi me llevaba a la parada de minivanes para Ollantaytambo. Dos horas después, hacía cola para comprar el boleto de tren que me llevaría a la estación del pueblo de Machupicchu. Más tarde, trepado en un bus, iba camino a la ciudad de piedra. Así era siempre, una y otra vez, año tras año.

Mick Jagger, junto a su hijo Lucas Maurice, caminan, en plena lluvia, en la ciudad inka de Machupicchu. Foto/Percy Hurtado.

Viajé al lugar unas veinte veces. Llegué cruzando ríos, caminando por los caminos inkas y sus escalones de piedra, y trepado en tren o en bus. A veces llegaba y se mostraba reluciente con el baño dorado del dios Inti; otras veces, la encontraba gris y deprimida, cubierta por el manto envidioso de la neblina. La primera vez en la ciudad de piedra sabía poco de su historia y todo me parecía magnífico. Esas rocas enormes, apiladas unas sobre otras con prolijidad; sus tumbas, su pasado. Lo verde de sus alrededores con bosques amazónicos, pajonales andinos y montañas nevadas. El vuelo de los gallitos de las rocas y otras aves, el paseo de las lagartijas y otros reptiles, la mirada temerosa de los osos de anteojos, el revoloteo de las mariposas, los colores de las orquídeas y otras flores. El paseo de gringos, chinos, coreanos, árabes, franceses, italianos, brasileños, españoles… La confusión del inglés con el mandarín, el portugués, el ruso, el francés, el italiano, el español de España y el de Latinoamérica con sus variados acentos…

Viajé por trabajo y por mi interés en este lugar de enormes construcciones e historias fantásticas. El antropólogo Fernando Astete Victoria me contó que una noche entró a la ciudad de piedra cuando no había nadie. Fernando trabajaba allí hacía veinte años, y había escuchado historias fantásticas en boca de los guardianes más viejos. No les había creído. Pero aquella noche, asustado e incrédulo, empezó a oír sonidos en las calles vacías. Voces difusas y difíciles de distinguir primero y nítidas después. Llegaban de todas partes, como si los inkas, que habían abandonado la ciudad para esconderla de los españoles, quisieran enviar algún mensaje. ¿Eran quizás voces del pasado o del más allá? Machu en quechua es viejo; picchu, montaña. Pero la montaña vieja también podría ser la ciudad de los inkas indóciles o el Comala de los Andes.

Viajé para tener frente a mí los vestigios de los tiempos viejos, de un mundo que solo conocemos por los libros. La patria antigua que existió antes de los Pizarros y los Almagros. Caminé por sus escalinatas y sus calles angostas y empedradas que siglos antes había pisado la nobleza inka. Mientras lo hacía, pensaba en aquellos hombres que construyeron una ciudad en la cima de una montaña, con rocas de hasta cuatro toneladas. Una construcción que todavía hoy desafía la ingeniería y deja fascinados a sus visitantes. No olvido aquella mañana soleada cuando aprecié las orquídeas en flor recibiendo el Sol con los pétalos abiertos y los pájaros entonando sus cantos. El uank uank del gallito de las rocas, el cric cric agudo de los grillos y el hmmm incesante de los colibríes entrelazados a la hora en que se despiertan los bosques.

La ciudad inka se construyó en cien años, y su arquitectura todavía causa fascinación. Foto/ MIRAVIENTO/Miguel Gutiérrez.

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Antes de subir a la ciudad de piedra, hay que pasar por el pueblo de Machupicchu. Llegar al pueblo en tren turístico cuesta desde 60 hasta 560 dólares. Una bebida gaseosa de un litro cuesta más de cinco dólares, como si literalmente fuera la última Coca Cola en el desierto. Los edificios son flacuchos, pegados unos con otros en una sucesión caótica que contrasta con el orden y la calidad arquitectónica de la ciudad de piedra. De vez en cuando un obrero muere al caer de una construcción. 

Las riberas de los ríos también han sido invadidas con edificios. De diciembre a marzo, periodo de lluvias, estas construcciones podrían ser destruidas por huaicos (avalancha de lodo) e inundaciones. Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) advirtió los peligros e hizo observaciones que las autoridades no han tomado en cuenta. En 2010, el desborde del río Vilcanota y un huaico destruyeron los rieles y algunas casas. Los turistas estuvieron atrapados y fueron rescatados poco a poco en helicópteros. La mayoría abandonó el pueblo en diez días; y algunos decidieron quedarse. La Babel contemporánea parecía por momentos un lugar del far west. Ningún turista llegó en los tres meses siguientes. Ni chinos, ni gringos, ni franceses, ni alemanes, ni italianos. Dicen los pobladores que los sonidos volvieron a resonar en el silencio. Antes, cualquier ruido desaparecía en el bullicio sinfín del pueblo. La escena de vacío se repitió una década después, con la llegada del coronavirus.

El inka Pachakuteq, personificado en 2011 por el actor Nivardo Carrillo, en la ceremonia de la coca y la chicha. Foto/ MIRAVIENTO/Miguel Gutiérrez.

La calle que parece ser la principal tiene escalinatas inacabables. Subo los peldaños con calma, mientras fotografío los letreros. Voces jóvenes ofrecen comida, masajes, tours, bebidas, ropa, adornos. Cerca de la estación de trenes hay un mercado de artesanos con vendedores de souvenirs, mujeres tejiendo prendas con hilos de lana de alpaca baby, jaladores para hoteles, restaurantes o masajes, puestos de alhajas, cerámicas y pintura, turistas peruanos y funcionarios del Estado apurados por llegar al tren barato de doce soles, cargadores con bolsas de sesenta o setenta kilos en carretas o changos, hoteles de uno y cinco estrellas y de todos los precios, restaurantes con una carta repetitiva y costosa, cafés donde el café no siempre sabe rico, el tren-sardina de doce soles con vagones llenos de hombres-sardina, los buses camino a la ciudad de piedra, grupos de turistas con sus guías, el murmullo del río de los inkas —el Vilcanota—. El pueblo atrapado en una escena diaria y repetitiva.

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El campesino conoce cada camino, cada río, cada quebrada, cada piedra. Melchor Arteaga, un campesino quechua, es uno de ellos. Melchor conoce al gringo Hiram Bingham y le cuenta de un pueblo de piedra en la cima de una montaña. El gringo quiere encontrarlo. Melchor ordena a Pablo Recharte, niño de once años, que lo acompañe. Llegan a la ciudad de piedra el lunes 24 de julio de 1911, con lluvia y neblina. Entre árboles y arbustos encuentra las construcciones de piedra de paredes mohosas. Después, el gringo escribe en un libro: “Pero en la sombra del bambú y trepando los arbustos estaban las paredes visibles hechas de bloques de granito blanco cortados con la más alta precisión. Encontré brillantes templos, casas reales, una gran plaza y miles de casas. Parecía estar en un sueño”.

En un inicio, el gringo piensa que ha llegado a Vilcabamba, el último bastión de la resistencia inka. Toma su Kodak y empieza a tomar fotos. Aparece en dos fotos en blanco y negro: en una se le ve entrando a la ciudad a pie, a su lado un burro cargado del equipaje; en otra, apoyado en el soporte del campamento, con los ojos claros y vivos, mirando el lugar. Todavía no sabe que los árboles y arbustos ocultaron la ciudad durante 461 años. Sí sabe que nueve años antes, el cholo Agustín Lizárraga descubrió el lugar. Como prueba de su hallazgo, escribió con carbón en el Templo de las Tres Ventanas: “Agustín Lizárraga 14 de julio – 1902”. El gringo publica las fotos del hallazgo, cosa que no hizo el cholo. En la primera versión de su libro Inkas land, Bingham reconoce al cholo como el descubridor, pero años después, en La ciudad perdida de los inkas, borra ese apunte. Pequeños detalles que engrandecen a uno y eclipsan al otro.

Este es el Templo de las Tres Ventanas, donde Agustín Lizárraga escribió que había llegado al lugar en 1902. Foto/ MIRAVIENTO/Miguel Gutiérrez.

El gringo hace la expedición a caballo y a pie, con el auspicio de la Universidad de Yale (Estados Unidos) y la National Geographic Society. El joven rector de la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, Antonio Gieseke, entrega información clave a Bingham para hacer el recorrido. En la ciudad de piedra encuentran 174 cuerpos en cuevas debajo de las rocas. Desentierran tumbas y encuentran momias, cerámicas, objetos de oro y bronce. El gringo las lleva a Estados Unidos y las entrega a Yale. Casi un siglo después, en 2010, la universidad devuelve al Perú, a regañadientes, 46.000 piezas. El día en que los bienes llegan a Cusco hay fiesta y son exhibidos en el museo de la Casa Concha. Después de Bingham, los investigadores solo han encontrado un brazalete inka de oro y dos tupus con un poco de oro.

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Muchos años después de la llegada del gringo la ciudad de piedra se convirtió en uno de los sitios más visitados por los turistas del mundo. Neruda y Jagger no son los únicos famosos que llegaron la ciudad de piedra. Lo hicieron, uno tras otro, escritores y políticos, estrellas de cine y cantantes. Una lista corta podría mencionar también a Ernesto Che Guevara, Oprah Winfrey, Harrison Ford, Richard Gere, Owen Wilson, Bono, Leonardo DiCaprio y Robert de Niro. Una más amplia añadiría a Olivia Newton-John, Cindy Crawford, Susan Sarandon, Zac Efron, la princesa japonesa Kako, el rey Abdullah de Jordania, Kate Perry, Jim Carrey, Cameron Díaz, Cindy Crawford, Beyoncé, Kim Kardashian, Alejandra Guzmán, Antonio Banderas, Jules Hough, One Directión, Ricky Martín, Demi Moore, Gloria Trevi, Cole Porter, Juanes…

Casi todas las construcciones de Machupicchu pueblo son negocios y tienen nombres en quechua e inglés. Foto/ José Salcedo.

La ciudad de piedra también ha sido locación de películas, series televisivas y documentales. Desde El secreto de los inkas (1954), de Paramount Picture, con Charlton Heston, antes de Ben Hur, buscando un tesoro inka, pasando por Diarios de motocicleta (2004), sobre el joven Ernesto Che Guevara, hasta la reciente entrega hollywoodense Transformers: el despertar de las bestias (2023), donde los monstruos metálicos se enfrentan en la ciudad de piedra. O los documentales de Discovery Channel, National Geographic, History Channel y NOTV, y la serie narco La Reina del sur 3 (2022), de Telemundo.

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Anochece. Subo y bajo las calles empinadas del Machupicchu pueblo. El pueblo parece un lugar gringo. No hay inmueble que no sea un restaurante, un bar, un café, un quiosco, un hotel, un minimarket, una heladería, una farmacia, una tienda de souvenirs, un negocio cualquiera. Un pueblo insomne. Los negocios funcionan casi toda la noche, y sus nombres combinan el inglés y el quechua. Encuentro en el camino letreros en colores fosforescentes: Quechua’s House, Nina’s Mistic, Inka Flavors Grill, Spá Muña, Inti House, The Tayta, Quinua Restaurant. Quechua es el idioma inka; nina, fuego; inka, la cultura ancestral; muña, una planta aromática y digestiva; Inti, el dios sol; tayta, padre; quinua, un cereal nutritivo.

En el café Quechua’s House, hablo con un turista. Antes me disculpo por mi inglés básico. No problem, me calma él.

—What do you think about Machupicchu?

—Wow, she is beautiful, very, very pretty. I like it a lot and I have enjoyed getting to know this place.

—What do you like of the inka's city?

—I like that it's on top of a mountain and I wonder how they used huge rocks in the construction.

—And what do you think of the Incas, of those men who built Machupicchu?

—I think they were geniuses, I don't know what else I could say. Some geniuses.

Es curioso, pero el inglés está más presente en Machupicchu que el quechua. Nadie pregunta, por ejemplo: Do you speak quechua?

No importa. Isn't important. The really important are business. Y el inglés en Machupicchu es el idioma de los bisnes.

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Es 24 de julio de 2011. Se celebra los cien años del descubrimiento de Machupicchu por el gringo Hiram Bingham. En la noche, la construcción se ilumina con la luz natural de la Luna y las luces artificiales ponen los tonos rojos, azules y magentas. La mezcla de luces desvanece la noche y el Inka aparece por las calles empedradas y angostas. Su ejército lo sigue de cerca, paso a paso. Ha vuelto después de haber derrotado y conquistado otros pueblos. El Inka habla en quechua con su pueblo. La escena es como aquella que cuenta Fernando Astete de voces que salen de las calles y recintos. La representación es única y por única vez, y termina en treinta minutos o algo así.

El grupo Los Jaivas toca su versión musical del poema Alturas de Machupicchu, de Pablo Neruda. Foto/ MIRAVIENTO/Miguel Gutiérrez.

En el día, al costado de la Casa del Guardián, Los Jaivas tocan la versión musicalizada del poema Alturas de Machupicchu de Pablo Neruda. Los versos del poeta resuenan en la sinfonía de flautas, quenas, zampoñas, guitarras y percusión. Al escuchar el poema recuerdo que Neruda estuvo en Machupicchu en 1943. Dos años después, escribió el poema. Sus versos hablan por él.

Alta ciudad de piedras escalares,

por fin morada del que lo terrestre

no escondió en las dormidas vestiduras.

Madre de piedra, espuma de los cóndores.

Alto arrecife de la aurora humana.

Pala perdida en la primera arena.

A propósito de Neruda, un pintor cusqueño me cuenta que su padre le cuenta que Neruda llega al mítico —ahora desaparecido— café Extra, en la calle Espaderos, a unos pasos de la plaza Mayor de Cusco. Es de noche y la policía hace una redada, una acción rutinaria. La policía detiene a los asistentes al café y los lleva a una comisaría. En el grupo hay un hombre de boina. Un policía identifica a los detenidos en la carceleta. Cada uno dice su nombre.

—Su nombre —pregunta el agente.

—Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto —responde el hombre de boina.

La detención de Neruda llega rápidamente a oídos de las autoridades. El poeta se había reunido una semana antes con el presidente peruano Manuel Prado. Un prefecto o un alcalde o un diputado o un funcionario del gobierno llama al jefe policial. Ordena a gritos que liberen y pidan disculpas al poeta. El jefe policial llama al comisario.

—¿Cómo me dice que se llama el poeta, mi general? —pregunta el comisario.

—Pablo Neruda.

El comisario revisa el registro de detenidos y no encuentra el nombre.

—Aquí no hay ningún Pablo Neruda, mi general, debe haber una equivocación.

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De Machupicchu se sabe que está sobre un batolito en la cima de una montaña de la cordillera de Vilcabamba, en los Andes del Perú. Una roca compacta y antisísmica que, mirada de costado, parece la cara de un inka. En el centro se encuentra el Intiwatana, o reloj solar, una roca conectada con el cosmos para calcular los meses. Alrededor del reloj solar se construyó la ciudad por orden del inka Pachakuteq. La edificación concluyó en cien años, a mediados de 1400, y fue habitada solamente un siglo. Usaron enormes y pesadas piedras para construir templos, santuarios, wacas, adoratorios, casas, escalinatas, andenes y terrazas.

La ciudad era un centro religioso, político y administrativo. El Inka solo iba al lugar de vez en cuando. No tenía más de 1000 habitantes, la mayoría sirvientes y mujeres escogidas del Inka. Según el investigador Luis Salazar, la mitad eran collas y lupacas del lago Titicaca; otra fracción, indios chimús y cañaris, y unos pocos, del Cusco. Se alimentaban sobre todo de maíz, papa y coca.

Por entonces a la ciudad se llegaba por uno de los tramos del Qhapaq Ñan, el gran camino inka, de 30 mil kilómetros. Una red vial que unía los cuatro suyos del Tawantinsuyo, desde el Cusco hasta Pasto (Colombia), Tucumán (Argentina), río Maule (Chile) y el océano Pacífico.

Mucho tiempo después del descubrimiento, la ciudad se volvió famosa. Fue usada con fines comerciales y para recibir y hacer encuentros con personalidades de la realeza y la política continental. Si la memoria no me falla, en 1978, en la dictadura de Francisco Morales Bermúdez, removieron la wanca, un monolito de la plaza principal, para que aterricen los reyes de España, Juan Carlos I y Sofía. El monolito fue removido por segunda vez en 1989, primer gobierno de Alan García Pérez, para recibir a los presidentes del Pacto Andino. La piedra se rompió y lo enterraron.

Unos años después, durante la grabación de un spot para Cerveza Cusqueña, una grúa cayó sobre el Intiwatana y rompió una esquina. No hubo sanciones penales, solo una amonestación con multa. A pesar de todo, Machupicchu es Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1983 y una de las siete maravillas del mundo contemporáneo desde 2007. Desde entonces aumentó la llegada de turistas. Hay quienes aseguran que por el peso de los visitantes la ciudad se hunde un milímetro por año. Pero el antropólogo José Bastante, exdirector del Parque Arqueológico de Machupicchu, dice que no es cierto, porque el batolito de Vilcabamba no se hunde.

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En un bar, con pizza, cerveza y Coca Cola, vuelvo a recordar la noche de 2011. Pienso que nada parecido volverá a ocurrir. No solamente porque el tiempo pasado no vuelve, sino porque es improbable que Machupicchu resista la presión del turismo por otros cien años. ¿Si resistiera otro siglo, será posible disfrutar de un espectáculo en la ciudad? ¿En cien años o más todo seguirá igual? Las preguntas abren otras preguntas y ensayo respuestas. Llegarán turistas de todo el mundo en ascensores y mirarán la ciudad desde pequeñas cabinas. No podrán tocar las piedras ni caminar por sus callecitas. No conocerán todos sus rincones, porque algunos espacios colapsarán o estarán por colapsar. No tendrán el privilegio de caminar las cuatro hectáreas y disfrutar de la obra de Pachakuteq, encontrada por el cholo y el gringo. Nadie o pocos piensan en lo que pasará con Machupicchu. Los cuatro mil seiscientos turistas que pasean en la ciudad de piedra solo disfrutan el momento y hablan de ella con asombro. Un joven italiano sube a la Casa del Guardián, toma fotos y bautiza a Machupicchu como La bella ragazza, mientras una brasileña llora de la emoción.

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