En momentos en que 71 conscriptos del Ejército de Chile se alistaban para salir a una marcha de entrenamiento en la que la mayoría morirá de frío, Isabel Cristina preparaba, a más de 400 kilómetros de distancia, su cumpleaños número 50.
Es mediados de mayo de 2005 y un puñado de jóvenes que hace su servicio militar obligatorio está a punto de salir a realizar un ejercicio de entrenamiento por la ladera norte del volcán Antuco, en el gélido sur chileno. Ninguno supera los 25 años y hasta ese momento nadie ha recibido instrucción alguna sobre montañismo. La gran mayoría viene desde los barrios más pobres de la zona, buscando hacer una carrera dentro de la institución y torcer su destino. Los acompaña un sargento, quien además es el cocinero, siguiendo una orden que no consideró ni la tormenta que se venía ni la geografía del lugar. Nadie lleva ropa de nieve y sus aparatos de comunicación —se supo después— casi no funcionan.
Luego de tres horas y media de caminata y casi 27 kilómetros recorridos, el clima empeora de manera abrupta. Una tormenta de viento blanco atrapa a los reclutas en un infierno a 25 grados bajo cero. El grupo se divide entre el blanco infinito y ruidoso que los desorienta. Los jóvenes caminan en todas las direcciones mientras los granizos y el viento los golpea y los conduce a la muerte. Así, 44 reclutas y el sargento fueron cayendo, uno a uno, entre el cansancio y la hipotermia. Es hasta hoy la mayor tragedia del Ejército chileno en tiempos de paz.
En momentos en que 71 conscriptos del Ejército de Chile se alistaban para salir a una marcha de entrenamiento en la que la mayoría morirá de frío, Isabel Cristina preparaba, a más de 400 kilómetros de distancia, su cumpleaños número 50.
Los cuerpos aparecen con el correr de los días, algunos enterrados hasta 4 metros bajo la nieve. El Ejército es acusado de guardar información y no decirle la verdad a los familiares, que rápidamente saben que esos jóvenes fueron obligados a realizar ese ejercicio, desoyendo las advertencias de la tormenta. El país se paraliza en torno a la noticia, el comandante en jefe del Ejército, aunque no fue destituido, fue escupido por las familias de las víctimas y acusado de mandar a esos reclutas a una muerte evitable. Y a pesar de todos los recursos que se destinaron para la búsqueda y los días que llevan rastrillando la zona, todavía hay cinco cuerpos perdidos.
Por eso, y viendo que el tiempo jugaba en su contra, el coronel a cargo de la búsqueda decidió mandar un helicóptero al lejano e improbable pueblo de Chimbarongo, en pleno campo chileno. Pidió autorización para aterrizar de madrugada en el estadio municipal y recoger a Isabel Cristina, bajo el más estricto silencio.
Los cuerpos aparecen con el correr de los días, algunos enterrados hasta 4 metros bajo la nieve. / Natalia de Boever /Pexels.
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Es un frío viernes en la comuna de Chimbarongo, 16 años más tarde del accidente. Chimbarongo es un pueblo rural a poco más de dos horas de la capital Santiago y cuyo nombre en lengua nativa significa “lugar entre nieblas”, por la espesa bruma con la que amanece casi los 365 días del año, y hoy no es la excepción. Es un lugar de gente tranquila, de perros en las calles, de grandes viñedos y artesanías en mimbre. Y es aquí, en una de sus dos calles principales, donde vive Isabel Cristina Ávila, la psíquica de Chimbarongo.
Su casa es pequeña pero acogedora. Sofía, una de sus hijas/asistente abre la puerta. “¿Eres tú el que habló con mi madre?”, pregunta en voz baja, disimulada, como quien controla el acceso a un clandestino. “Pasa, toma asiento, mi mamá viene ahora”, dice antes de desaparecer por una puerta que da hacia la cocina. En la mesa de centro hay un candelabro con varias velas consumidas, una arriba de otra; un crucifijo, una libreta de notas dada vuelta y un cenicero vacío que está a punto de llenarse. La luz es blanca y se multiplica en la cerámica del mismo color que cubre todo el piso. Luego de 20 minutos, Isabel Cristina aparece caminando con dificultad y con ayuda de un par de muletas producto de su artritis reumatoide. Viste un chaleco blanco albo y unas calzas médicas de color negro, que la ayudan con la circulación de la sangre de sus piernas; cabello largo y oscuro, labios recién pintados y sonrisa tierna. No parece una psíquica o una vidente. Su chasquilla choca con sus pestañas y sus ojos brillan en todo momento por un constante lagrimeo. Da la sensación de que en cualquier instante se puede poner a llorar.
sabel Cristina Ávila (al centro), psíquica de Chimbarongo.
Isabel Cristina se sienta, prende su primer cigarro y empieza a contar sus historias como una abuela se las cuenta a su nieto. Aunque no lleva la cuenta, dice que ha encontrado más de 100 cuerpos y que tiene un 95% de efectividad, encontrando cuerpos en geografías que ni ella conoce. Rápidamente, eso sí, habla del caso de los soldados de Antuco, el que, según ella, más lecciones le ha dado en su vida. “Vinieron a tocarme la puerta a las dos de la mañana, eran militares que necesitaban de mi ayuda. Hice un bolso lo más rápido posible y me subí a un helicóptero. En poco tiempo estaba en el sur, vestida de militar para que no me reconocieran. El ambiente estaba intratable. Al día siguiente que llegué, me subieron en la parte delantera de una oruga gigante que atravesaba la nieve, buscando el rastro de los últimos cinco cuerpos que quedaban por recuperarse. Era un abismo blanco. Yo me acordaba de mi abuelita, que me decía que la nieve era la barba de dios, y en eso, cuando llegamos a un sector llamado Valle de la Luna, sentí un miedo terrible, una angustia inexplicable y les dije que tenía que volver, que no podía seguir más allá”, recuerda.
“Volvimos y me preguntaron dónde estaban. Les dije que en el Valle de la Luna. ‘¡Imposible! Ya hemos rastreado ese lugar incontables veces’, me gritaban. Yo les decía que si no me creían que me fueran a dejar a mi casa. Al día siguiente, a primera hora en la mañana, me confirman que encontraron los cinco cuerpos que faltaban en el Valle de la Luna”. Nunca apareció en la prensa y su colaboración en el caso pasó casi inadvertida. Eso sí, el Ejército la premió por su ayuda y le hizo entrega de una medalla al mérito. “Pienso que esta tragedia pudo ser un karma de sufrimiento para la institución, para humanizar a los militares. Eran puros niños y esto sirvió para sensibilizar la profesión, no tengo otra respuesta”.
Volvimos y me preguntaron dónde estaban. Les dije que en el Valle de la Luna. ‘¡Imposible! Ya hemos rastreado ese lugar incontables veces’, me gritaban. Yo les decía que si no me creían que me fueran a dejar a mi casa.
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Isabel Cristina dice que nació en el paraíso, en el campo, rodeada de árboles y flores. Fue en 1956, en Graneros, otra localidad rural un poco más al norte de Chimbarongo. Tuvo una educación cristiana y muy estricta, con una abuela que todos los días le hacía rezar el rosario de rodillas. Pero esa misma abuela también le enseñaba cosas místicas, santiguaba los objetos, hacía sahumerios para eliminar malas energías y daba hierbas para cualquier tipo de dolencia. “Ella tenía una respuesta para todo. Decía que si miraba las estrellas podía ver cuándo iba a temblar o que la luna tiene una fase muy especial, y que ahí es cuando ocurren los crímenes más horrendos. También decía que los ríos estaban más turbulentos cuando había muertos en el agua”. Su abuela era además irióloga, una disciplina de la parapsicología que ve las enfermedades o sentimientos a través de los ojos y que Isabel Cristina también perfeccionó con el tiempo.
Isabel Cristina con sus hijas.
Se casó a los 15 años con un policía que murió joven por una enfermedad del corazón, y comenzó de a poco a ayudar, a guiar a las personas con sus problemas, cualquiera que fueran. Primero abrió su consulta y después condujo —y hasta el día de hoy lo hace— su propio programa de radio, donde lleva más de 30 años al aire recibiendo llamados de personas de todo el país que buscan algún consejo místico o encontrar a algún desaparecido. Hasta ese momento llevaba una activa vida religiosa como catequista y tres pequeños hijos.
Pero en diciembre de 1982, Isabel Cristina tuvo un episodio que derrumbó su fe por completo y que dio inicio a esta peculiar sensibilidad. “Era una tarde de verano, mi hijo Jacob, de seis años, estaba en la casa de sus tíos, en Pomaire, a dos horas de acá. Estaba jugando en el campo, con un tractor, moviendo las palancas y el tractor se soltó”, dice. Sus ojos brillan. Jacob había tenido tres paros cardíacos cuando nació, pero sobrevivió sin problemas. “El tractor bajó por una pendiente y lo atropelló, lo aplastó contra una estructura de madera y murió, solo, sin su madre que lo protegiera”. Isabel Cristina dice que cuando la llamaron no lo creyó, que siempre pensó que era mentira o un error. “Cuando lo trajeron del Servicio Médico Legal y comprobé que era él, lancé un grito que nunca me lo voy a olvidar, porque es el mismo grito que he escuchado una y mil veces cuando encontramos un cuerpo y la madre se entera de que su hijo está muerto. Es el mismo grito en todas las madres. Mi abuelita siempre decía que con la muerte de un hijo duelen las entrañas y yo no sabía lo que era eso. En ese momento boté todos los santos, todo lo que encontré a mi paso. ‘¡Es mentira que Dios existe, es mentira!’, gritaba; no creía en nada. Pero el tiempo es el mejor aliado para combatir la pena, y por muy doloroso que sea, para una madre un hijo nunca muere. Tuve que salir adelante por mis hijas, que eran chicas y recobrar mi fe”.
El tractor bajó por una pendiente y lo atropelló, lo aplastó contra una estructura de madera y murió, solo, sin su madre que lo protegiera”.
A partir de ahí, Isabel Cristina dice que se conecta con las madres a través del dolor, que usa el dolor para canalizar sus visiones. Se lo dijo un doctor y ella también lo cree así. La primera vez que supo que podía localizar un cuerpo fue con el caso del niño Rodrigo Anfruns, de 6 años, quien fue secuestrado y asesinado en 1979, en plena dictadura militar, un caso que hasta hoy confunde a la justicia y sobre el que nunca se conoció la verdad —aunque todo apunta a la policía de Pinochet—. Isabel Cristina se conmovió con la noticia y vio una foto de la madre del niño, llorando desconsolada. Posó su mano sobre ella y comenzó a recibir conceptos que luego traspasó a un croquis. Solo comentó para su familia en dónde estaba el niño, quien finalmente fue encontrado muerto en un sitio cercano a la casa de su abuela, desde donde había sido secuestrado.
Lo hizo más seguido y para su sorpresa no se equivocaba. El rumor de la psíquica de Chimbarongo crecía y cada vez había más gente interesada en contactarla. “Han venido de todo, fiscales, policías, detectives, todos en silencio. Los ayudo gratis, nunca he cobrado un peso por ayudar a encontrar un desaparecido”.
Comenzaron a salir entrevistas en los diarios, las radios y los estudios de televisión se peleaban por una nota. Discovery Channel viajó hasta Chimabrongo para hacerle una entrevista y la gente hacía fila fuera de su casa para conversar con ella. Todos le preguntaban qué hacía para obtener esas imágenes y siempre respondió lo mismo: que no lo sabe. “No sé. Yo tengo una hija que es sicóloga y ella podría explicarte qué es lo que me pasa, qué pasa con mi mente. Lo único que te puedo decir es que a mi mente llega algo que no lo puedo explicar, una energía distinta, tal vez; y después lo plasmo en el croquis, y nada más. Yo no veo nada, sería fácil decir que veo las cosas, pero no veo nada. Es una energía que trabaja para ti, una energía grande que me ocupa y me hace dar señales, yo percibo pero no veo nada. ¿Que por qué lo tengo? No me lo pregunto mucho, pero creo que Dios lo quiere así”.
La primera vez que supo que podía localizar un cuerpo fue con el caso del niño Rodrigo Anfruns, de 6 años, quien fue secuestrado y asesinado en 1979, en plena dictadura militar, un caso que hasta hoy confunde a la justicia y sobre el que nunca se conoció la verdad —aunque todo apunta a la policía de Pinochet—.
Las señales que recibe, dice, pueden ser de todas las formas y da el ejemplo de cuando caminaba por la orilla de un río buscando un cuerpo y tropezó con una rama. Esa señal fue suficiente para darse cuenta de que el cuerpo estaba allí, a pesar de que se había rastreado el lugar durante cinco días. O cuando fue a la casa del empresario Francisco Yuraszek, asesinado y enterrado en su casa. Mientras Isabel recorría el patio, un ave exótica (el empresario las coleccionaba), rompió el silencio con un estruendo que casi los voltea del miedo. Llevaba dos años desaparecido y luego de esa visita pudo ser finalmente encontrado: siempre estuvo en su patio. “Son energías, uno simplemente sabe”.
Comenzaron a salir entrevistas en los diarios, las radios y los estudios de televisión se peleaban por una nota.
“Es un don de Dios. Creo que me conecto con el dolor de las madres y llego a recibir información. La gente que me conoce me dice que he aguantado mucho dolor, mucha desesperación y que voy acumulando esa energía. Por eso estoy enferma, he entregado mucho y he sufrido mucho con las familias, es un dolor que tomo personal porque sé lo que es pasar por esto. A lo mejor yo estoy en esta búsqueda eterna porque me siento culpable por mi hijo. ¿Por qué no lo cuidé, por qué no evité el riesgo? El dolor es muy grande”.
“Sí, aunque me iría a Estados Unidos o Rusia para que me perfeccionen. Aprendería otras técnicas, otros idiomas, me habrían pulido. Yo soy media bruta, yo miro y capto, pero con preparación hubiera sido otra cosa. Soy como un diamante en bruto, pero me perdieron ya, estoy muy vieja, ¡ja!”.
Empieza a llover e Isabel Cristina apaga el último de la docena de cigarros que fumó durante la entrevista. Dice que en todo este tiempo ha sido feliz, que a pesar de su pena y su enfermedad, ha disfrutado cada momento de su vida y que la muerte será su descanso eterno. Pero antes, quiere escribir un libro. Incluso ya tiene el título, “Mi búsqueda eterna”, donde podrá contar su historia y los detalles de los casos en los que participó. “Hasta que yo dé mi último suspiro voy a ayudar a la gente a encontrar a sus familiares. Creo que todos venimos a este mundo con un don y este es el mío. Y si no lo hacemos ahora, ¿cuándo lo vamos a hacer?”.