Relatto | El cuento de la realidad
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La primera vez que Luis Eduardo alcanzó un producto del mostrador para dárselo a un cliente tenía poco más de cinco años y, por mucho que quiera, no puede recordar qué era. Hoy, tiene sesenta y ocho y sigue atendiendo la misma tienda que lo vio crecer y que lo ha tenido como administrador durante medio siglo. 

Luis Eduardo Romero Marroquín es su nombre completo y así se presenta ante los desconocidos. Sin él resulta difícil imaginar las últimas décadas del barrio bogotano de La Macarena, ubicado en el centro de la ciudad, a pasos de la célebre Plaza de Toros de Santamaría; aunque, oficialmente, su tienda ‘La Sultana’ está en el barrio San Diego, una pequeña franja ubicada entre La Macarena y La Perseverancia, dato que no todos tienen claro. Si acaso lo sabrán los habitantes más antiguos del sector, entre los que se encuentra él, por supuesto. ¿Cómo no va a saberlo si nació en 1953 y ha pasado allí casi todos los días de su vida? 

La Sultana, ubicada en la esquina de la carrera Quinta con calle 27 de Bogotá.

Parqueada en toda la esquina de la carrera Quinta con 27, apenas cruzando la calle del famoso conjunto Las Torres del Parque, en ‘La Sultana’ el surtido se renueva a diario, pero todo en ella respira historia. Sus padres, Epifanio y Rosa, se conocieron en Bogotá en la década de los cuarenta. Él venía de Une, un pueblo de Cundinamarca que incluso hoy no llega a diez mil habitantes, y ella de Tello, departamento del Huila. El primer empleo de Epifanio en la capital fue en una fama vendiendo carne, por allá en 1947, pero un día de 1951 decidió renunciar y montar una tienda sin saber que se convertiría en el inicio de un negocio que lleva ya setenta años, y contando. 

En ese entonces, La Sultana no era La Sultana, simplemente no tenía nombre y estaba sobre la calle 27 entre carreras Quinta y Sexta, a media cuadra de su ubicación actual. La pareja Romero Marroquín trabajaba y vivía en el mismo lugar; al frente, la tienda, detrás, el hogar, todo en un pequeño local dividido en dos. En el resto del inmueble funcionaba la fábrica de los famosos pasabocas Piquitos, empresa que hoy opera en Madrid, Cundinamarca. Allí nació Luis Eduardo en 1953, y tres años después los tres se mudaron al local actual, donde mantuvieron la figura de negocio en la parte de adelante y vivienda en la trasera. 

La pareja Romero Marroquín trabajaba y vivía en el mismo lugar; al frente, la tienda, detrás, el hogar, todo en un pequeño local dividido en dos.

Por aquel tiempo, La Macarena apenas se estaba formando como la conocemos hoy. Fue en la mitad del siglo XX, entre los cincuenta y los sesenta, que el barrio comenzó su evolución hasta convertirse en lo que es hoy: un lugar de vanguardia donde conviven habitantes de toda la vida con extranjeros, artistas y gente que llegó allí buscando un lugar nuevo, apartado de los barrios de siempre, y terminó haciendo del lugar su hogar definitivo. Colindando con La Macarena, La Perseverancia, que conserva más su esencia, a medio camino entre pueblo pequeño donde todos los vecinos se conocen y barrio de gran ciudad. Y en toda la mitad, La Sultana, atendiendo a clientes de un lado y otro y haciendo las veces de puente entre un universo y otro. Los habitantes de ambas zonas ven la tienda como suya y no imaginan sus barrios sin su existencia. 

La primera vez que Luis Eduardo alcanzó un producto del mostrador para dárselo a un cliente tenía cinco años. Hoy, tiene sesenta y ocho y sigue atendiendo la misma tienda que lo vio crecer y que lo ha tenido como administrador durante medio siglo. 

Gracias a la dedicación de sus padres, el negoció siempre fue próspero. Luis Eduardo recuerda que algunas de las mercancías llegaban a lomo de burro y que la tienda era además una especie de centro social del barrio, a tal punto que el nombre de La Sultana se debe a un vecino que había nacido en Cali (ciudad a la que los colombianos apodan “La Sultana del Valle”) y que llegó a ser muy cercano a don Epifanio. Amigo, mas no socio, porque la tienda siempre ha sido una empresa familiar.  

 1971 fue un año duro para todos; acababa de entrar Luis Eduardo a la mayoría de edad cuando su padre murió repentinamente por una peritonitis; tenía 54 años. Sea grande o pequeño, un negocio puede entrar en crisis cuando la cabeza de la familia falta, pero en el caso de los Romero Marroquín, más allá del dolor por el fallecimiento de Epifanio, su partida no representó un trauma para la rutina de La Sultana y al día siguiente la tienda estaba funcionando como si nada. Las cuentas claras y el inventario al día, la vida tenía que seguir pese a todo. 

 Luis Eduardo recuerda que algunas de las mercancías llegaban a lomo de burro y que la tienda era además una especie de centro social del barrio, a tal punto que el nombre de La Sultana se debe a un vecino que había nacido en Cali (ciudad a la que los colombianos apodan “La Sultana del Valle”) y que llegó a ser muy cercano a don Epifanio.

Sin hermanos ni otros familiares de por medio, su madre Rosa se puso al frente del negocio, pero con él cada vez más involucrado. Solo se tenían el uno al otro y sabían que ser conscientes de eso era la clave para seguir adelante. Tan bien les fue con esa mentalidad que nueve años después, en 1980, y ya con Luis Eduardo a cargo del lugar, dieron un paso adelante: dejaron de pagar arriendo y compraron la casa esquinera de dos pisos donde sigue atendiendo La Sultana. Aunque cada vez lo hacía menos, Doña Rosa trabajó casi hasta el último día de su vida y murió a los 86, en el año dos mil, pero para entonces Luis Eduardo no estaba solo, lo acompañaban su esposa y sus tres hijos, una mujer y dos hombres. 

 Algunas cosas han cambiado para la familia a lo largo de los años; otras, en cambio, se han mantenido exactamente igual, como la forma de sacar las cuentas. Pese a la existencia de avanzadas cajas registradoras, Luis Eduardo sigue cobrándoles a los comensales haciendo sumas mentales y solo en raras ocasiones, si la compra es muy grande, saca papel y lápiz para no enredarse. Por si acaso, hay una calculadora sobre el mostrador, pero nunca la usa. Eso sí, la mercancía ya no llega en burro, ahora la llevan modernos camiones o ágiles furgonetas, y La Sultana ya no vende papa, arroz, verduras y legumbres como antes, ahora los productos con más demanda son la leche y el pan, además de las gaseosas y los refrescos en general. Pasa también que cada vez se fía menos: por ser un lugar fijo dentro de la comunidad y contar con vecinos de toda la vida que más que clientes eran amigos, era común dejarlos pagar a mes vencido. Con los nuevos tiempos y luego de que varios desaparecieran sin cancelar sus deudas, hoy el privilegio se ha reducido a unos pocos, no más de cinco, según asegura Luis Eduardo. 

 Aunque cada vez lo hacía menos, Doña Rosa trabajó casi hasta el último día de su vida y murió a los 86, en el año dos mil, pero para entonces Luis Eduardo no estaba solo, lo acompañaban su esposa y sus tres hijos, una mujer y dos hombres. 

También ha cambiado el modelo de negocio. Curiosamente, lo que ha afectado a La Sultana y comercios similares de la zona no es la pandemia, ya que la gente tiene que comer sí o sí, sino la aparición de supermercados de bajo costo. Es imposible competir por precios y surtido, pero les queda el recurso de la confianza, la tradición y la responsabilidad, factores que les ha permitido seguir adelante pese a la situación. 

 Hace ya tiempo que Luis Eduardo y su familia no viven en la parte trasera del local, que ahora hace las veces de bodega, y aunque se ve al frente de la tienda durante varios años más, reconoce que mantenerla es desgastante. Antes la atendía personalmente durante dieciséis horas al día, de lunes a domingo, sin parar; hoy, las jornadas se han reducido a doce horas y descansa además uno o dos días a la semana gracias a que cuenta con dos ayudantes y con su propio hijo, llamado Luis Eduardo también, para que le den una mano. Él, el mayor, es el único de sus tres descendientes que ha mostrado interés en continuar con la tienda. Por esa y otras razones, más de una vez ha pensado en venderla, pero es difícil desprenderse de algo que ha sido no solo un miembro más de la familia, sino el sustento de la misma. Y aunque hoy tiene otros negocios que no tienen nada que ver con la venta de abarrotes, con La Sultana empezó todo y ella sigue siendo el centro de todo, no solo de la vida de los Romero, sino de buena parte del barrio. 

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