Relatto | El cuento de la realidad
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Me gustan las ciudades pequeñas. No sé si para vivir eternamente, pero me gustan. Las del acelere pausado que se dejan recorrer en bicicleta sin el chirrido constante del claxon acribillándote la nuca. Donde las imposiciones parecen un invento de mal gusto y el día a día se disfruta más porque se corre menos. Nunca he vivido en una ciudad pequeña; quizá acabaría desquiciada de tanta monotonía. Battambang es una ciudad pequeña y me he imaginado ahí viviendo: yo, mi bicicleta, mi batido de aguacate (manjar de dioses si existieran) y los imperativos sociales bien lejos, junto con los “deberías”, todos de camino al destierro. 

Localizada en el noroeste de Camboya, Battambang es centro económico por su cercanía con Tailandia, y comercial por su comunicación directa vía fluvial con Nom Pen, río Sangkae abajo. Apenas tiene ciento treinta y pico mil habitantes. La provincia homónima fue uno de los territorios más golpeados por la dictadura de los Jemeres Rojos: más de 20.000 personas fueron arrojadas ladera abajo desde los cerros pedregosos que encierran la ciudad o asesinadas en las cuevas de sus entrañas. ¿Por qué matan los hombres? Porque pueden. Entre 1975 y 1979, el país entero se transformó en un campo de exterminio, como una reminiscencia moderna de la Edad Media, y un saldo de una tercera parte de la población aniquilada: 1,7 millones de personas en apenas 44 meses. 

En los alrededores de Battambang se levantan numerosos cerros pedregosos con cuevas majestuosas en su interior usadas durante la dictadura de los Jemeres Rojos para asesinar a la población. 

El autobús que me trajo hasta Battambang me dejó a las afueras de la ciudad, en medio de la cuneta y la arena metiéndose en las narices. Era una noche cerrada, con el reloj marcando las 10 y pico, y en esa explanada desértica no había más que un pequeño negocio con lugareños bebiendo cerveza por litros. “Mal empezamos”, pensé. Al cabo de unos minutos, se me presentó un muchacho camboyano, con la suficiente astucia para distinguir entre la penumbra a un turista en apuros y chapurrear el suficiente inglés para ofrecer sus servicios. La picaresca ajena a veces juega a tu favor: me llevó a un hostal por tres dólares el trayecto de 10 minutos. 

¿Por qué matan los hombres? Porque pueden. Entre 1975 y 1979, el país entero se transformó en un campo de exterminio, como una reminiscencia moderna de la Edad Media, y un saldo de una tercera parte de la población aniquilada: 1,7 millones de personas en apenas 44 meses. 

Me monto sobre la moto, instala el niño obeso que es mi mochila entre sus piernas, me aferro a sus caderas y me pregunta de dónde soy. Le digo “España”. Encoge como puede los hombros, aplastados por el casco, en un claro signo de no tener ni idea. Me deja en el hostal y se marcha. Esa noche cené un plato a rebosar de noodles secos y popurrí de vegetales con un huevo frito encima. Pagué un dólar por todo aquello. No, definitivamente no entiendo el principio lógico que rige en este país para tasar cosas y servicios.

Battambang es la ciudad de las pagodas y los templos. Algunos de estos edificios son escuelas dogmáticas, rodeados de barracas modestas donde viven monjes residentes y cementerios donde acuden los indigentes sin rumbo a pasar entre nichos la noche. Estos centros budistas asoman por todas partes: adornando esquinas, calles y callejuelas. Donde se disipan las trochas de gravilla, los caminos de tierra y las avenidas asfaltadas. En barrios modestos y escondidos entre edificios de altura razonable. Son como un enjambre, como sucede con las iglesias en los países de tradición cristiana. 

Retirada del centro urbano, se conserva una estación del tren de bambú, reflejo del instinto de supervivencia de los camboyanos. El ‘norry’, como se le conoce, consta de una tabla independiente, fabricada a partir de madera de bambú, donde caben unas seis personas sentadas. Para que nos entendamos: es un listón de madera y como tal no cuenta con paredes ni ventanas ni asientos ni nada. En su parte inferior, lleva endosados unos ejes que permiten a la tabla surfear sobre las vías del antiguo ferrocarril, construido durante la Indochina francesa. Se impulsa por medio de un motor lacónico, quizá de motocicleta. A principios de los años ochenta, los residentes comenzaron a utilizar este artilugio ingenioso y rudimentario como medio de transporte informal de personas y mercancías, con un trayecto sabana adentro de hasta 40 kilómetros y velocidades de hasta 50 kilómetros hora. Hoy se mantiene como atracción turística a cinco dólares el itinerario de apenas unos cuantos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Si los operadores de estos vehículos logran captar 40 turistas en una semana, se ingresan unos 200 dólares. Es el equivalente, por unos cuantos dólares más, al salario mínimo mensual del país. Un negocio redondo. 

Los camboyanos se inventaron el norry, un ingenioso medio de transporte que utiliza las antiguas vías del tren para moverse. 

Una mañana salí a fumarme mi cigarrillo de buenos días, como acostumbro desde mis tiernos 17, a la entrada del hostal. Erick, que todavía carecía de nombre, apareció de golpe y se sentó en la mesa, perpendicular a mí, empuñando un vaso inmenso de café con hielo que más bien parecía un bebedero para caballos. Yo me moría por un café y le pregunté de dónde lo había sacado. Nos delató nuestro inglés con deje hispano: el suyo danzarín del fascinante D. F. y el mío brusco de la tierra del chotis y los claveles. Erick parece un Jesucristo de la era moderna, aunque con tres años más a sus espaldas. Tiene la cabellera ondulada con caída hasta los hombros a juego con la barba tupida, y va vestido con pantalones holgados y guayabera en los que cabrían embutidos dos como él. Es filósofo, como el de Nazaret, aunque ha cambiado la Biblia del antiguo testamento por la tablet de la revolución tecnológica. 

El Imperio Jemer, entre los siglos IX y XIII, dejó en todo Camboya un sinfín de construcciones y monumentos, el más famoso es el complejo arquitectónico de Angkor.

Juntos, sin tablet ni libro canónico, nos fuimos a recorrer los alrededores de Battambang. Cerca del mercado central encontramos a un ‘tuktukero’, regateamos precio y nos pusimos en marcha. Nuestro conductor nos deja en la entrada de lugares estratégicos, apartados entre sí, y nosotros dedicamos gran parte del día a subir y bajar escalinatas imposibles con final en templos hindúes que se caen a pedazos y te emplazan en la grandeza del Imperio Jemer. Nada tiene que ver este periodo, entre los siglos IX y XIII, con los Jemeres Rojos; salvando las distancias, los pobladores de la extinta civilización comparten la misma etnia con los genocidas, la jemer, pero como el noventa por ciento de la población en Camboya. Y hasta ahí llegan las comparaciones odiosas. Por la tarde visitamos construcciones más recientes, estas en honor a Buda, apuntaladas en cuevas laberínticas de final inalcanzable donde los comunistas chiflados asesinaron a miles de compatriotas. Había monos pelirrojos paseando entre las ruinas, con la altanería de los grandes terratenientes. Miran a los ojos, desafiantes, y extienden la zarpa peluda, como los niños de Non Pen, para que les des de comer. Andaba por ahí una barriada de monjes budistas y les ofrecen plátanos que estos descartan decepcionados y vuelven a alargar el brazo. Primera lección del mono de feria tras años recibiendo agasajos del turista: existen manjares más apetecibles que un mísero plátano.

Los monjes, que en realidad son púberes con pelusilla en los mentones, también han aprendido que hay cosas más apetecibles que el dogma y te miran con el descaro de los monos: 

Are you hot? (tienes calor), me pregunta uno.

No, you are hot (no, estás caliente), se responde él mismo, en un monólogo que es más un gatillazo en la entrepierna. El resto de amigotes le ríe la gracia mientras se alejan por donde han venido.

He aquí el grupo de monjes adolescentes con las hormonas desatadas. 

Empieza a oscurecer y nuestro conductor nos lleva a la última atracción del día y desconozco qué nos falta por ver. Nos apea a un lado de una carretera secundaria y debemos subir una colina, “ahí arriba, subid ahí arriba, rápido”. Subimos ahí arriba, a una altura considerable —si das un traspié te caes rodando ahí abajo—, donde están apostados ya muchos turistas de nacionalidades diversas. La bola del sol comienza su descenso magnético y se ve nítida y rolliza en el horizonte. De repente, a nuestro costado izquierdo, en un punto de la montaña donde parece haber una cueva, salen en fila india millones y millones y millones de murciélagos. Forman una especie de masa opaca y el torrente se desliza como haciendo surf por el cielo, como un río entre barrancos inexistentes. Cada murciélago ocupa su lugar y vuelan coordinados dentro de esa especie de agujero negro que forman ellos mismos. Ya no se percibe el inicio del cortejo porque no dejan de salir más y más murciélagos de la cueva, aun cuando el sol ha cedido a la noche. Volverán al alba y al anochecer ejecutarán de nuevo la misma salida perfecta y ordenada. Así cada día, puntualísimos. 


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