Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

"Ya sea en el pie, el busto o la cabeza,

observaréis que siempre existe un progreso social,

una reacción conservadora

o una lucha encarnizada alrededor

del pro o contra de alguna

de las partes del indumento".

Honorato de Balzac - De la Vida Elegante

La primera referencia al vestido se encuentra en la Biblia, Génesis 3. Después de que comieron de la fruta prohibida, a Adán y Eva "se les abrieron los ojos y los dos se dieron cuenta de que estaban desnudos. Entonces cosieron hojas de higuera y se cubrieron con ellas". Y más adelante: “El Señor hizo ropa de pieles de animales para que el hombre y su mujer se vistieran". 

Estas y otras enseñanzas del cristianismo desembarcaron junto con la bandera de la corona española, el 12 de octubre de 1492, en las costas del Nuevo Continente. Ese día, además de las tres carabelas, del puñado de aventureros y de los estandartes reales, llegó un nuevo orden cultural al continente recién ‘descubierto’ por Cristóbal Colón. Y si bien el genovés se limitó a anotar, cuatro días después de su desembarco, que las mujeres "traen por delante [de] su cuerpo una cosita de algodón que escasamente les cobija su naturaleza", —anota Ricardo Herrén en La conquista erótica de las Indias— muy pronto dejó ver algo más de sus intenciones con los indios de Guanahaní: "son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes... Y así son buenos para mandarlos y hacerles trabajar, sembrar y hacer todo lo otro que fuera menester y que hagan villas y sean enseñados a andar vestidos y [según] nuestras costumbres". 

Adán y Eva, por Rubens. Colección Museo El Prado, España.

Por eso no es extraño que una de las principales preocupaciones de los misioneros fuera cubrir "las vergüenzas" de los indios. Tanto influyeron los religiosos, que a partir de los primeros años del siglo XVI el mayor cargamento de las carabelas era tela para tapar los pecados de los aborígenes. 

El historiador Antonio Montaña relata en su libro Cultura del Vestuario en Colombia, que en la primera mitad del siglo XVIII un misionero de la zona del Atrato pedía: "Se expidan órdenes que castiguen gravemente a los indios que se despojen de las guruperas y no vistan por lo menos calzoncillos y no se cubran las indias los pechos(...) es menester darle a estos infelices telas para cubrir deshonestidades y tenerlas es más cabal que darles ayudas otras de medicina, porque cubiertos tendrán acceso al señor en la iglesia y su perdón". Tanto se empecinaron los religiosos españoles en cubrir a los indios que ahora se los acusa de haber causado más muertes entre estos, "que cualquier tropa armada de mosquete", como señala Antonio Montaña. Esto se debía a que los indios no eran dotados de una segunda 'muda' de ropa y ante el temor de ser castigados no se quitaban el vestido y acumulaban piojos, chinches y pulgas (regalos de los españoles) y graves enfermedades de la piel. 

Por eso no es extraño que una de las principales preocupaciones de los misioneros fuera cubrir "las vergüenzas" de los indios. Tanto influyeron los religiosos, que a partir de los primeros años del siglo XVI el mayor cargamento de las carabelas era tela para tapar los pecados de los aborígenes.

La erradicación de cualquier vestigio de impureza fue la principal consigna de los clérigos españoles durante su campaña evangelizadora, basada en el desconocimiento de cualquier otra posibilidad de salvación espiritual. En Nabusimake, el poblado ritual de los arhuacos de la Sierra Nevada, en el caribe colombiano, donde existió un monasterio de la orden capuchina hasta los años 70, los indígenas cuentan que a los jóvenes allí internos les era prohibido usar su vestido tradicional, y más aún seguir las costumbres religiosas de su comunidad.

Pero este aparente sistema de igualación de dos culturas creado por la Iglesia tenía sus límites, pues pretendía que los indios se cubrieran para salvar su alma, pero guardaran distancia con los trajes de sus amos españoles. Estos, por su parte, se mantuvieron rígidos en su manera de vestir. El español Oviedo y Valdez, citado por Antonio Montaña, se queja de la incomodidad de la moda de España en tierras americanas: "Porque con estos jubones y calzas muy cortados e aquellos papos, no hay provecho ni cosa que pueda ser al propósito de tierras tan cerradas de arboledas y bosques". Y luego añade: "mejor atavío son alpargates y antiparas que estos zapatos de seda y carmesí que veo usar a hombres que no tienen qué comer".

Empecinados, los españoles se negaron a adaptar los materiales americanos a su vestimenta, y prefirieron soportar el clima del trópico embutidos en la ropa que traían de Europa. Tan sólo cuando los años habían borrado de la memoria el origen 'inferior' de estos materiales, los españoles decidieron incluir el algodón, los tejidos de palma, paja y diseños y cortes de origen nativo, relata Antonio Montaña. 

Mejor atavío son alpargates y antiparas que estos zapatos de seda y carmesí que veo usar a hombres que no tienen qué comer".

Es posible que esto obedeciera a que los españoles venían de una cultura donde ya regía la moda como un patrón cultural. En El imperio de lo efímero, de Gilles Lipovetsky, encontramos que la moda, en el sentido estricto, había salido a la luz a mediados del siglo XIV, casi 150 años antes de que Colón pisara tierra americana. “Durante docenas de milenios la vida de los pueblos se desarrolló sin culto a las fantasías y a las novedades, sin la inestabilidad y la temporalidad efímera de la moda, sin la permanente metamorfosis, sacudidas y extravagancias”. 

Cien azotes a negras y mulatas por usar seda 

Este primer momento de la moda como sistema está marcado por la aparición de un vestido totalmente diferenciado en razón del sexo: corto y ajustado para el hombre y largo y envolviendo el cuerpo para la mujer. Esta, en opinión de Lipovetsky, es la revolución que determinó las bases de la actual vestimenta. A partir de entonces, los cambios permanentes en la ropa dejan de ser accidentales y obedecen al afán de una regla constante de placer de las clases altas. Los cambios, sin embargo, afectan más los accesorios y ornamentos, mientras que la estructura del vestido se mantiene intacta. El jubón que usaron los primeros españoles en América, por ejemplo, perduró por unos sesenta años. Ante un sistema de moda que ya llevaba varias generaciones en Europa, es explicable que los españoles que desembarcaron en América no quisieran despojarse de los elementos que les daban identidad y que les entregaban estatus ante la desnudez o precariedad de la ropa de los derrotados. 

Detalle del vestuario 1825-1841.

Cuando los españoles presintieron que el uso de la ropa y de otros accesorios por parte de quienes consideraban inferiores, podía poner en duda su estatus social, su jerarquía, acudieron a las leyes para reglamentar el uso de ciertas prendas, según la ubicación en la escala social de entonces. El historiador Raúl Alberto Domínguez Rendón recoge en su tesis de grado de la Universidad Nacional de Colombia, un fragmento de la Cédula Real de Felipe II del 11 de febrero de 1571: Ninguna negra libre, o esclava, ni mulata trayga oro, perlas, ni seda; pero si la negra o mulata fuese casada con español, puede traer zarcillos de oro con perlas y gargantilla, y en la saya un ribete de terciopelo, y [no] puede traer ni traigan mantas de burato, ni otras telas, salvo mantelinas que lleguen un poco más abajo de la cintura, pena de que se la quiten, y pierdan las joyas de oro, vestidos de seda, y mantos que traxeren.

El mismo autor anota que en 1665, "el Virrey del Perú prohibió a las negras y mulatas que vistieran cualquier tipo de seda, bajo la pena de confiscación de la ropa; la segunda vez les correspondían cien azotes y la expulsión de la ciudad de Lima". 

En Santa Fe, actual Bogotá, a los indios plebeyos tampoco se les permitía usar indumentaria española y el porte de armas. Según el historiador Alfredo Iriarte, de estos privilegios solo podían disfrutar los caciques, a quienes, además, se les permitía poseer una casa en la ciudad. Por esta época, 1688, existían en Santa Fe unos tres mil blancos y diez mil indios. La ropa que circulaba entonces por las estrechas y empobrecidas calles de Santa Fe era igual a un letrero luminoso que revelaba ante los demás quién era quién en la naciente ciudad.

El mismo autor anota que en 1665, "el Virrey del Perú prohibió a las negras y mulatas que vistieran cualquier tipo de seda, bajo la pena de confiscación de la ropa; la segunda vez les correspondían cien azotes y la expulsión de la ciudad de Lima".

La historiadora Aída Martínez Carreño anota que, en la América española, más que en ninguna otra época y lugar, el vestido hablaba. El vestido ayudaba a señalar o borrar diferencias y para los mestizos interesados en destacar su componente español, el traje era una ayuda invaluable cuando lograban acceder a él. Las restricciones en el uso de la ropa no sólo contribuían a mantener las diferencias sociales, sino la conducta sexual dentro de los cánones de la sociedad española de la época. En Breve historia de Bogotá, Alfredo Iriarte señala que, en 1794, cuando se llevaron a cabo los primeros bailes de disfraces en Santa Fe, el gobierno prohibió a los hombres vestirse de mujeres. 

No hay que olvidar que Vasco Núñez de Balboa, durante la expedición hacia el Pacífico, ordenó la muerte del hermano del cacique Torecha, y de otros dos indígenas de alto rango, al descubrirlos vestidos "con enaguas de mujer", según cuenta el historiador argentino Ricardo Herren en La conquista erótica de las Indias. El mismo libro narra que el conquistador Francisco López de Gomara afirmó del hermano de Torecha: "no solamente en el traje, sino en todo, salvo en parir, era hembra". Y enseguida cuenta que Balboa "aperreó... a cincuenta putos que halló allí, y después los quemó, informando primero de su abominable y sucio pecado".

La moda es solo para los nobles

Las diferencias de clase social determinadas por el vestido no solamente sucedieron patrocinadas por los 'chapetones', (españoles) sino por una sociedad criolla, jerarquizada, enriquecida durante el periodo de colonización y que veía en el vestido una forma de marcar distancias. Lipovetsky encontró esa misma práctica al esculcar la historia de Inglaterra durante el siglo XIV, cuando el parlamento promulgó leyes que determinaban los ropajes correspondientes a cada clase social, y señalaba castigos para los que, siendo de baja extracción social, usaran lo correspondiente a la nobleza. En Francia, durante siglos, el vestido respetó globalmente la jerarquía y cada quien llevaba el traje que le correspondía, según su ubicación social. El vestido de moda estaba reservado para las clases nobles. 

Sin embargo, esto comenzó a romperse con la aparición del nuevo rico, que acumuló grandes fortunas en la actividad comercial y bancaria, y siempre se las ingenió para burlar las restricciones y vestirse de forma muy similar a la nobleza. Al respecto, anota Lipovetsky: "La confusión de atavíos y los intereses de la monarquía absolutista, hicieron que alrededor de la década de 1620, bajo el ministerio de Richelieu, las leyes suntuarias dejaran de ser explícitamente segregativas; los despilfarros suntuosos en materia de vestuario seguían siendo objeto de prohibiciones, pero en lo sucesivo se refirieron a todos los individuos sin mencionar condiciones". 

Camilo Torres Tenorio, abogado, político y mártir. Fusilado por los españoles en 1816.

Esto fue reconocido en 1793, cuando se consagró el principio democrático de la libertad indumentaria, y que no hizo sino ratificar una situación que, de hecho, ya ocurría entre las capas superiores y medias de la sociedad. Este acercamiento en la apariencia exterior de las capas sociales altas ocurrió, en opinión de Lipovetsky, debido a la ascensión de la burguesía, que llegó a tener un gran poder adquisitivo, y al desarrollo del Estado Moderno. Estos elementos —agrega el filósofo y sociólogo francés— facilitaron la legitimación de los deseos de promoción social de las clases sometidas al trabajo. Por un lado, la moda —reservada inicialmente a la nobleza— guarda su condición de diferenciador social, pero también es considerada un agente particular de revolución democrática, pues permite el acercamiento de las categorías. 

En América las restricciones de la corona española sobre el uso de trajes lujosos, seda y brocados, entre otros, terminaron por ser inoperantes a medida que algunas personas lograban cazar fortuna. Para ilustrar esto, Antonio Montaña cita un escrito de la época:

(...) Y como ya bullía la moneda

veríades mil damas y galanes

con ropas costosísimas de seda

granas, veinte y cuatrenes

no se halla soldado que no pueda

comprar ricas holandas ruanes

pues antes la coleta y el anjeo

solía ser el principal arreo(...)

En la Santa Fe del siglo XVI, algunos funcionarios obtenían permisos para esquivar las disposiciones reales y se vestían con telas y trajes importados de Europa. Los criollos (hijos de español y nacidos en América) comenzaban a dominar lentamente el comercio y a ganar espacio en el nuevo orden económico, político y cultural. A la par, los mestizos también iban ganando algún terreno en las actividades comerciales. Para 1793 más de la mitad de la población (57%) era mestiza. Los blancos sumaban el 34 por ciento, según Julián Vargas, en Historia de Bogotá, conquista y colonia. 

Durante la Colonia, los criollos blancos lograron establecer notables diferencias frente a otras clases sociales. Una de ellas era el vestuario. Y manifestaban su molestia por el uso generalizado de ciertas prendas. La historiadora Aída Martínez Carreño cuenta que Camilo Torres, "El verbo de la revolución" se quejaba en una carta enviada a su paisano payanés, Santiago Arroyo: "Aquí las señoras y aun la gente de medio pelo, están ya usando mantillas de paño azul, inglés". 

Antonio Montaña descubre un comportamiento similar un año después del grito de Independencia de la Nueva Granada (hoy Colombia). Don Alfonso Ricaurte escribe: “(...) Todos en mi círculo creemos que debe reglamentarse el uso de la ropa, pues no resulta conveniente que ciertas gentes de procedencia no clara, se den el lujo de vestirse como lo hacen las gentes de bien y se den ínfulas de magistrados (...).”

Detalle de la Reyerta en el juego de bola.1840.

Sin embargo, los esfuerzos de la burguesía criolla para mantenerse al día con la moda europea nunca fueron suficientes, pues la velocidad de las innovaciones, especialmente en los accesorios, aventajaba en mucho al ritmo de los barcos, champanes y recuas de mulas que requerían hasta siete u ocho meses para entregar su mercancía en Santa Fe, después de atravesar el mar, remontar el río Magdalena y enfrentar el acechante camino desde la ciudad de Honda. Tal vez debido a ese aislamiento, las modas en Santa Fe realmente no variaron demasiado hasta principios del siglo XIX cuando comenzaron a darse cambios y transiciones que se hicieron más notables después de la Independencia. 

(...) Todos en mi círculo creemos que debe reglamentarse el uso de la ropa, pues no resulta conveniente que ciertas gentes de procedencia no clara, se den el lujo de vestirse como lo hacen las gentes de bien y se den ínfulas de magistrados (...).”

Daniel Ortega Ricaurte señala en Cosas de Santa Fe que don Manuel Benito de Castro vestía en 1812 lo mismo que en 1767; don Felipe Vergara murió en 1819 con el traje colonial y el general José Miguel Pey llevó los atavíos coloniales hasta que murió en 1838. Ortega Ricaurte, sin embargo, logra confeccionar un vestido 'tipo' de los señores encopetados de finales del siglo XVIII: 

“... larga casaca azul o grana, de pana, con cuello empinado de 'cordero pascual' y ancha solapa galoneada; las faldas de casacón bajaban hasta cerca del talón y tenían abotonadura de metal; camisa con cuello de elevadas puntas y pechera de encajes de batista almidonada, chaleco de raso de color que cubría el vientre y bajaba hasta la parte anterior de los muslos, prenda en cuyos bolsillos guardaban el reloj con pendientes de complicados dijes y miriñaques; pantalón rodillero de casimir con charnelas de oro, medias de seda, que dibujaban el perfil de la pierna, zapatos puntiagudos con plateadas hebillas o botas con vueltas de cuero; capa de grueso paño de San Fernando con aleta también galoneada, bajo la cual asoma el espadín o la tizona y sobre la peluca con varias onzas de polvos blancos llevaba el chambergo que luego fue trocado por el sombrero de tres picos, o tricornio, con vistosa escarapela roja”. No están incluidos aquí los virreyes y oidores. 

Merienda con chocolate. 1825-1841.

El acucioso historiador hace el mismo retrato de la señoras y señoritas de la época:

“... usaban camisón de seda de talle muy alto y escotado, con aros de ballena que ahuecaban la ropa, elegantes monjiles con mangas corridas de punto blanco y falda larga o ricas basquiñas que apenas dejaban ver la punta del pie con sus zapatillas de raso o de cordobán; después redujeron el peinado y ancho de las faldas; en las casas usaban un gran pañuelo o jubón, de algodón o seda, y en la calle ancha mantilla, también de seda o paño, que en los días solemnes cambiaban por una de hermoso encaje negro cuya transparencia dejaba ver la cabellera y los grandes zarcillos de oro. 

Las señoritas usaban entre casa traje de zaraza escotado con manga corta y pañolón coquetamente cruzado de la espalda al pecho y para sus escasísimas salidas a la calle se ponían un camisón de talle bajo los hombros, basquiña de fino olán, chaquetón adornado con florecitas de sedas de colores, mangas con ahuecadores, zapatos de raso, largos zarcillos y muchas sortijas”. 

Por esta misma época, los hombres de la clase pobre no llevaban más que una camisa, calzón de tela muy gruesa de algodón, una ruana de lana y sombrero de paja, señala Alfredo Gutiérrez Cely en La historia de Bogotá. La ruana, sin embargo, empezó a sustituir la capa entre los varones de la alta sociedad, pero únicamente en largos viajes a caballo o para salir al campo. En cuanto a los esclavos, usaban calzones, camisas y ruanas listadas. Los indios vestían con marcada preferencia de algodón, tal como los halló Jiménez de Quesada en 1537, y andaban descalzos o en alpargatas. 

Tipo de notables de la Nueva Granada. 1850.

Quieren parecer europeos 

El historiador Augusto Montenegro, de la escuela de diseño Arturo Tejada, de Bogotá, afirma que después de la independencia se acentuó la influencia francesa e inglesa en el vestuario, debido, entre otras cosas, a los mercaderes que aprovecharon el apoyo de esos países durante la campaña libertadora para establecer rutas de comercio. Además, durante el siglo XIX las familias adineradas de Santa Fe realizaron continuos viajes a Europa, especialmente a Francia, de donde trajeron costumbres que luego integraron a su entorno social y cultural. Esto provocó una negación de la identidad americana entre la burguesía criolla, afirma Juana María Álvarez Rey en su tesis de grado del Programa de textiles y artes plásticas de la Universidad de los Andes. 

La posesión de objetos europeos les daba prestigio a sus dueños, de modo que el dinero obtenido por las primeras exportaciones, especialmente quina, tabaco y sombreros, regresó convertido en artículos ornamentales. En esta época, según Aída Martínez Carreño, las mercancías de Estados Unidos no eran muy apreciadas. La burguesía nacional prefería los artículos ingleses, alemanes, suizos y franceses. 

La diferencia de clases que se marcaba en los vestidos alcanzó, incluso, para darle un nombre coloquial a los conflictos sociales que ocurrieron a partir de 1854. Se decía comúnmente: "los de levita y los de ruana". 

Limosnero (con ropa usada) y beata de Bogotá. 1825-1841.

Una anotación del cronista Cordovez Moure permite establecer que entre 1825 y 1860 se comenzaron a dar algunas normas protocolarias para la vida pública: “Por primera vez se estableció en este país que los hombres asistieran a una reunión pública vestidos de frac, corbata y guante blanco; las señoras elegantes, pero modestamente adornadas, sin ostentar aquel lujo que en ningún tiempo se ha compadecido con nuestra situación pecuniaria. Como los músicos carecían de recursos, se hacía una bolsa para proporcionarles modo de que se presentaran vestidos convenientemente”. 

Augusto Montenegro sostiene que la influencia francesa e inglesa se mantuvo, con algunos cambios, hasta principios del siglo XX, cuando lo 'americano', entendido como lo estadounidense, empezó a llegar al país y se impuso, definitivamente, con el triunfo de ese país en la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, a través del cine, que difundió nuevas maneras de vestir y de actuar en lo público. 

A finales del siglo XIX, el oficio de comerciante estaba entre los de más alto rango y de mejores ingresos. Las familias adineradas, de donde salían presidentes y otros altos funcionarios, se dedicaban a la industria y el comercio en gran escala. Nicolás Camargo, tío del presidente Alberto Lleras, por ejemplo, era gerente de la Industria Harinera, 'un gran molino en la calle 13, a pocos metros de la Plaza de San Victorino', según relata Alberto Lleras en sus memorias. 

Los plazos polacos 

A principios del siglo XX —agrega Lleras—, Nicolás Camargo vendió todos sus negocios y se fue a vivir a París, a un hotel de los Campos Elíseos, mientras sus hijos estudiaban en Suiza e Inglaterra. A su regreso, cuando la crisis de 1929, fue uno de los primeros en tener un automóvil Ford en las calles de la capital colombiana. Otro ejemplo de la prosperidad del comercio era el Almacén del Gallo, propiedad de la familia Samper Uribe. El presidente Concha tenía una librería y los Mallarino, descendientes del presidente del mismo apellido, eran dueños de un almacén de artículos para caballero. Los hijos de estas familias se educaban en Oxford, Cambridge, Harvard, Princeton. “La oligarquía mercantil —concluye Alberto Lleras en Mi gente— se asentaba vigorosa sobre las demás capas sociales”. 

El mismo Lleras relata que los comerciantes criollos mantuvieron la hegemonía de esa actividad hasta los años veinte o treinta. En esta época, llegaron centenares de judíos que hicieron una revolución en los métodos comerciales —cuenta Lleras—, comenzando por dar crédito a los pobres, mediante un sistema denominado 'Plazos polacos'. El nombre se debía a que la mayor parte de los comerciantes provenía de Polonia o de Rusia. Lleras retrata así la repercusión de los 'Plazos polacos' en la sociedad capitalina: 

A principios del siglo XX —agrega Lleras—, Nicolás Camargo vendió todos sus negocios y se fue a vivir a París, a un hotel de los Campos Elíseos, mientras sus hijos estudiaban en Suiza e Inglaterra.

“Poco a poco la ciudad, hasta entonces descalza, comenzó a calzarse. Las sirvientas, la inmensa y dispersa clase ancilar, cuya situación no se diferenciaba mucho de la esclavitud anterior, de origen indígena, pudo vestirse con algo más que los trapos abandonados por las señoras. La alpargata fue desapareciendo. Los polacos era acreedores exigentes, y algunos ejercían la usura con buen éxito. Pero dudo mucho que se haya alterado y mejorado la fisonomía de una ciudad, de un país más radicalmente que como lo fue con la aparición de los polacos”. 

Los comerciantes nacionales adoptaron luego estos sistemas de pagos a plazos, y aún los mantienen, especialmente en almacenes de ropa y electrodomésticos. 

El historiador Augusto Montenegro afirma que el triunfo de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial desató una fiebre en Colombia por algunos símbolos de ese país, sobre todo por las chaquetas de los aviadores. Hacia 1910 la moda entregó mayor libertad, sobre todo, a la mujer. Desapareció el corsé, los tacones eran más bajos y apareció el traje sastre. La falda subía lentamente, anota Antonio Montaña. 

Portada de la revista Vogue de la época.

Para 1913 —añade— la Compañía Colombiana de Tejidos ya operaba en Medellín con 200 telares eléctricos y 350 operarios. Producía telas en algodón y tejidos de punto, y la Compañía Industrial de Calzado confeccionaba 150 pares al día. En total, el país ya contaba con nueve empresas de tejidos y 153 inscritos en el registro de confección. En Bogotá, por razones del clima, por la concentración de oficinas estatales y, quizá, debido a la influencia de quienes viajaban a Londres, terminó por imponerse el paño de colores oscuros, especialmente en las clases altas y en funcionarios del gobierno. 

Una de las conclusiones de Antonio Montaña es que la moda de principios del siglo XX no solo liberó a la mujer de incomodas prendas, sino que puso en vitrina una novedad: los atuendos deportivos masculinos. El traje informal extendió su dominio de época de vacaciones a los fines de semana, como complemento de la actividad deportiva que había llegado a las ciudades. Anota Montaña que "cannottier, tejidos en paja de Italia y sombreros de Panamá reemplazan al bombín que, a su vez, destronó a la chistera y al cubilete. El frac y la levita se reservaban para oportunidades especiales". Los clubes ingleses imponían el smoking, que más tarde terminó como una costumbre nocturna señorial, y que los estadounidenses utilizaron luego para vestir criados y mayordomos. 

Portada revista de moda masculina de la época.

A partir de estos años la moda caminó hacia la uniformidad. Los modistos copiaban los diseños de fotografías y del cine. La moda ya no la dictaban los nobles sino los diseñadores, dice Antonio Montaña. Augusto Montenegro afirma que el cine ayudó a imponer la moda que usaban las estrellas estadounidenses del séptimo arte y, en tiempos más recientes, la televisión y las estrellas del deporte norteamericano impusieron sus estilos informales. Pero sin lugar a dudas, la prenda que le ha dado mayor uniformidad al atuendo informal es el jean. Y bien vale la pena leer la historia que el periodista Daniel Samper Pizano cuenta sobre esta democrática parte del vestuario:

“Los orígenes genoveses de la prenda han dejado su huella en el nombre. Esa tela burda que se fabricaba en Italia fue conocida en Francia como "genes" (yenes... yines). Era prima hermana de la lona, y los que lograron fabricar un material algo menos rudo, pero de resistencia parecida, fueron los textileros de la ciudad de Nimes. El género era conocido como serge de Nimes. La denominación denim, con la que se conoce en inglés al textil que sirve para fabricar bluyínes, recuerda esta cuna.

Un alemán nacido en 1829, que se marchó a Estados Unidos a mediados de siglo, iba a ser el hombre que diera su forma contemporánea al bluyín. Entre otras cosas, su característico color azul. El joven inmigrante bávaro Levi Strauss halló en San Francisco que el comercio de la lona estaba en auge gracias a la "fiebre del oro", que demandaba carpas y coches cubiertos. Durante un tiempo, Levi Strauss se dedicó a proveer a los mineros de estos géneros.

Pero después se dio cuenta de que el trabajo de minería también exigía ropas fuertes. Fue así como empezó a fabricar pantalones de lona que llevaban remaches metálicos en los bolsillos. Diez años después descubrió que, importando tela de Nimes, podía fabricar pantalones más suaves, pero casi tan resistentes como los de lona. El siguiente paso era buscar un color que ocultara la suciedad y permitiera el uso reiterado de la prenda. Ese color fue el azul índigo o añil.

Cuando murió Strauss, en 1902, los bluyínes era una prenda respetada y extendida entre mineros ríspidos y apestosos. Las muchachas de sociedad jamás habrían pensado en usarla. Cuatro sobrinos heredaron el negocio y, por desidia y enfrentamientos, lo dejaron caer. Quince años después, la compañía de Levi Strauss estaba al borde de la quiebra.

El joven inmigrante bávaro Levi Strauss halló en San Francisco que el comercio de la lona estaba en auge gracias a la "fiebre del oro", que demandaba carpas y coches cubiertos.

En ese punto y momento la rescató Walter Haas, casado con una de las sobrinas del fundador. Haas sacó los bluyínes de minas y establos, y los llevó a escuelas y hogares; en 1935 vistió por primera vez mujeres con este atuendo; e inició en 1946 el mercadeo de jeans al público general, lo que trajo su interminable boom. A los pocos años, Calvin Klein y otros modistos famosos habían incorporado el diseño de jeans a su guardarropa”. 

En estos casos, marca y moda caminaban de la mano, hasta el punto de que, en algunos casos, la primera logra sustituir el nombre de la prenda. Levi’s, por ejemplo, es sinónimo de jeans. Levi’s y otras marcas han logrado un estatus tal, que ofrecen una forma de vida, informal, ruda, juvenil, libre, llena de aventuras y riesgos. 

Libre ya de las leyes que prohibían el uso de ciertas prendas a los plebeyos, el vestido ingresa en una etapa de democratización. Cualquier persona se puede vestir como le dé la gana, siempre y cuando pueda pagar por ello... o se dé sus mañas para hacerlo.

Levi Strauss, un alemán nacido en 1829, que se marchó a Estados Unidos a mediados de siglo, iba a ser el hombre que diera su forma contemporánea al bluyín./ Foto: Pixabay / Pexels.

Los cambios de mediados del siglo XX hicieron más tenues algunas fronteras. La mujer levanta la mirada del piso, abandona su aspecto contrito, aprendido durante generaciones de las imágenes religiosas femeninas, e irrumpe con furia en los cuadriláteros de boxeo, en las jefaturas de ministerios, en las juntas de gerencia, en las canchas de fútbol y en las bancas universitarias. El hombre —apunta Carlos Monsivais—se hace tratamientos para el cabello, asiste al salón de belleza, se hace manicure, cambia pañales, barre y tiende camas si no quiere precipitar el divorcio. 

La mujer también se viste de jean y usa camisas masculinas. Esos límites tan difusos entre lo masculino y lo femenino tenían que notarlo los diseñadores, que no demoraron en lanzar productos unisexo. Chaquetas, tenis, gorras y camisetas sin género inundaron el mercado. Mayor democracia en el vestir y más uniformidad.

Libre ya de las leyes que prohibían el uso de ciertas prendas a los plebeyos, el vestido ingresa en una etapa de democratización. Cualquier persona se puede vestir como le dé la gana, siempre y cuando pueda pagar por ello... o se dé sus mañas para hacerlo.

El traje para dominguear 

La uniformidad del vestido, la informalidad y la llegada del deporte a la vida urbana diluyó también el antiguo contenido de la palabra dominguear. "En los días feriados se eclipsaban el capote y la demás ropa de cuartel, para sacar a lucir el vestido hecho por sastre", cuenta José María Cordovez Moure, en sus Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá, refiriéndose a los estudiantes de mediados del siglo XIX. En algunas regiones, sobre todo las andinas, dominguear significaba baño obligatorio, traje de ocasión y misa matutina. El ritual era complementado por un helado y la foto agüita (con cámara antigua) en el parque. En las fotografías dominicales de principios del siglo XX se advierte a hombres y mujeres vestidos con incómodos y pesados trajes de paño en parques y paseos campestres. 

Pero lentamente, en forma casi imperceptible y para horror del buen vestir, la ropa informal fue ganando adeptos en diferentes clases sociales. Para los años 80, una de las prendas que encabezaba la informalidad extrema era la sudadera, considerada por muchos como la perversión total del guardarropa. Amplia, liviana, de diseños regidos por la moda deportiva llegó a través de la televisión y se promocionó, especialmente, durante los Juegos Olímpicos y otros torneos. Su nombre explica el objeto para el cual fue diseñada. Era una prenda hecha exclusivamente para quienes practicaban deporte a nivel competitivo, pero más tarde los conceptos de recreación y de cuidado del cuerpo mediante el ejercicio físico la trasladaron a gimnasios, parques y clubes deportivos y, finalmente, se instaló —campante y sin discriminar obesidades— en la franja de los adultos mayores. 

En los días feriados se eclipsaban el capote y la demás ropa de cuartel, para sacar a lucir el vestido hecho por sastre", cuenta José María Cordovez Moure.

Otro fenómeno que le ha agregado informalidad al atuendo es el denominado Friday look. La moda se impuso en Estados Unidos a finales de los años 80, cuando el auge de Internet revolucionó el trabajo empresarial tradicional y les permitió a los ejecutivos trabajar en forma virtual desde su casa. Años más tarde, la moda informal del viernes llegó a Colombia y contagió a tantos, que algunas empresas dictaron normas para contrarrestarla. El periódico El Tiempo cita, en 1996, a una indignada Ana Eloísa Zúñiga, fundadora de la Asociación Colombiana de Protocolo: "Yo no entiendo por qué el viernes tiene que ser diferente. Uno no se viste por el día que es; uno se viste por el sitio al que va. Al trabajo no deben llevarse ni bluyines, ni blusas apretadas, de colores fuertes o transparentes, simplemente porque el día siguiente es sábado". 

La uniformidad del vestido, la informalidad y la llegada del deporte a la vida urbana diluyó también el antiguo contenido de la palabra dominguear. /Foto:David Owaga / Pexels.

Una amalgama de vestuarios colma los parques, plazas, iglesias, clubes, escenarios deportivos y centros comerciales de Bogotá cada domingo. Fiesta de la informalidad y de las fachas deportivas en algunos sectores. Ese es —para muchos— el nuevo concepto de dominguear, contrario a aquel impuesto desde la colonia y que obligaba socialmente a utilizar prendas elegantes para circular por la ciudad. 

Al analizar algunos manuales de comportamiento, la antropóloga Zandra Pedraza Gómez encontró recomendaciones relacionadas con la presentación personal, como aquella según la cual "vestir apropiadamente entraña ventajas para la consecución de empleo y la remuneración". La misma autora resalta que, según estos manuales, el vestido expresa la posición social de la persona y es obligación vestirse de acuerdo con ella y con las posibilidades económicas o incluso algo mejor. Esto también es válido "para personas humildes ya que da testimonio de instintos delicados y del empeño por hacerse agradable". 

Yo no entiendo por qué el viernes tiene que ser diferente. Uno no se viste por el día que es; uno se viste por el sitio al que va. Al trabajo no deben llevarse ni bluyines, ni blusas apretadas, de colores fuertes o transparentes, simplemente porque el día siguiente es sábado". 

Lo anterior se enlaza con uno de los conceptos que guía este texto: mirar el vestido como un elemento de significación, como un discurso que camina, que circula, que fluye por la ciudad y con la ciudad para que los demás lo lean, lo interpreten y den un veredicto sobre la persona que lo lleva. "Es chévere porque todos lo miran. Uno se siente el duro del paseo", dice Marcos, un ayudante de ebanistería del barrio Tunjuelito, un sector pobre del sur de Bogotá. Marcos gasta sus quincenas en chaquetas, pantalones y zapatos de marca. 

La ropa habla en las calles de Santa Fe 

El hábito de los religiosos, la toga de un juez, un uniforme policial son indumentarias portadoras socialmente de un mensaje específico que determina la relación entre emisor y receptor, señala Nicola Squicciarino. 

Los compradores de ropa usada también manipulan de cierta forma su discurso, alteran el proceso de comunicación mediante un truco que les permite emitir un mensaje deformado para obtener una respuesta de quienes leen el traje que llevan puesto. 

En últimas, para los sectores de escasos ingresos, la intención es responder al estereotipo reinante. Es la búsqueda de la inclusión en el grupo, el afán por responder al patrón cultural, salvo que existan motivos muy claros para lucir diferente al resto. Hay razones ideológicas que pueden determinar este comportamiento, como ocurrió con los hippies, y actualmente con los punks y los artesanos, no aquellos tradicionales, sino los nómadas que recorren las ciudades fabricando objetos en cuero, alambre y madera. A los indigentes tampoco les interesa responder a los patrones culturales aceptados socialmente, pues sin sus harapos grasientos y las capas de mugre maloliente —según decía alguno de ellos en el sector de Los Mártires— nadie les creería y perderían la capacidad de intimidación o de presión para pedir limosna. 

Es la búsqueda de la inclusión en el grupo, el afán por responder al patrón cultural, salvo que existan motivos muy claros para lucir diferente al resto. / Foto: Cottonbro / Pexels.

Las prostitutas que trabajan en las aceras de los barrios Alameda, Santa Fe y Chapinero tampoco dejan dudas. Se visten para vender. Su ropa escasa y ceñida y sus poses insinuantes son un mensaje directo para sus posibles clientes, como lo fueron las delgadas cadenas en los tobillos y los anillos en los dedos de los pies de sus antecesoras durante la Colonia y la República, cuando les decían 'guarichas', vocablo que sobrevive como un insulto clasista. El mensaje de su ropa es tan claro que en determinadas calles del centro y del barrio de Chapinero, en Bogotá, los hombres se les acercan y les preguntan —sin temor a equivocarse— por el precio del 'ratico' y las invitan a las residencias vecinas. Sin embargo, cuando no están laborando, todas ellas, se cambian de ropa y frecuentan supermercados, almacenes, parques y transitan por la ciudad sin que a algún vecino se le ocurra siquiera una insinuación similar. Sus atuendos hablan únicamente en su sitio de trabajo, en el territorio que la ciudad reconoce como lugar de compra de favores sexuales. 

Su ropa escasa y ceñida y sus poses insinuantes son un mensaje directo para sus posibles clientes, como lo fueron las delgadas cadenas en los tobillos y los anillos en los dedos de los pies de sus antecesoras durante la Colonia y la República, cuando les decían 'guarichas', vocablo que sobrevive como un insulto clasista.

Los oficinistas de Bogotá también hacen su esfuerzo por parecer oficinistas, para distanciarse de quienes deben usar blusas de dril y ropa informal debido la rudeza de sus actividades. La búsqueda de identidad a través del vestido entre quienes trabajan en bancos y oficinas es tal que, vistos en la calle, resulta a veces imposible distinguir a un profesional de un mensajero o de un auxiliar de archivo. La ropa de segunda y los sistemas de crédito anunciados en las vitrinas de los almacenes explican en parte este fenómeno. Para conocer quién es quién habría que seguirlos durante un trayecto y ver entrar a unos a restaurantes para ejecutivos, mientras otros buscan un almuerzo corriente, o acompañar a unos al estacionamiento, mientras los demás se dispersan hacia las rutas de buses que van para los sectores medios y bajos. 

Edición digital, eLibros Editorial (www.elibros.com.co)

Para los porteros de tabernas y discotecas es obligación laboral vestirse de manera distintiva, generalmente de traje, igual que los meseros, mariachis y serenateros. Cada uno de estos grupos, así vestido, funciona igual que un aviso publicitario y entrega lecturas diferentes del uso de la ciudad a quienes caminan por ella. 

 Sobre este aspecto, Squicciarino cita la Psicología del vestire, de Humberto Eco: "Lleva minifalda: es una chica ligera (en Catania, Sicilia). Lleva minifalda: es una chica moderna (en Milán). Lleva minifalda: es una chica (en París). En Hamburgo, en el Eros: lleva minifalda, quizá sea un chico".

Cada quién porta un mensaje en su traje y en sus gestos, cada quien se viste, se prepara para el encuentro y el desencuentro con los otros. En Bogotá, los Comandos Azules, hinchas del equipo de fútbol Millonarios, acudirán al estadio con sus camisetas azules para reunirse con los de su grupo. Pero también para diferenciarse de la Guardia Albi Roja Sur del equipo Independiente Santa Fe. 

Sobre este aspecto, Squicciarino cita la Psicología del vestire, de Humberto Eco: "Lleva minifalda: es una chica ligera (en Catania, Sicilia). Lleva minifalda: es una chica moderna (en Milán). Lleva minifalda: es una chica (en París). En Hamburgo, en el Eros: lleva minifalda, quizá sea un chico".

La mayoría de manuales de comportamiento escritos en América Latina —en opinión de la antropóloga Zandra Pedraza Gómez— tenían como objetivo crear y fortalecer la burguesía, pues fueron redactados en una época en la que se buscaban "modelos e ideales para la consolidación de una identidad nacional forjada sobre lo que se consideraban los fundamentos de la vida civilizada". 

En sectores de clase alta del norte de Bogotá, por ejemplo, una prenda es moda hasta que la ven en el cuerpo de alguien del sur. Los muchachos del norte no quieren parecerse a los del sur y los del sur buscan la manera de alcanzar la apariencia de los del norte que es, en últimas, la que imponen los modelos extranjeros a través de la televisión. 

Es una carrera en la que ganan, en primer lugar, quienes imponen y comercializan la moda y, de carambola, los ropavejeros y esa gran industria ilegal de los falsificadores de ropa. Estos últimos, ropavejeros y falsificadores, son quienes proporcionan el truco; son los fabricantes del artificio para que un joven de pocos ingresos pueda lucir en sus nalgas una marquilla usada o 'chiviada'. "Lo importante no es ser, sino parecer", repetían a menudo los animadores de una emisora juvenil de FM en Bogotá. 

Ya desde la época Colonial, relata Ricardo Herrén, las indias de la isla de La Española (República Dominicana), envidiosas de las blancas, utilizaban las raíces del guao para desteñirse la piel. Otras buscaban tener descendencia de españoles porque intuían que sus hijos mestizos podían ser aceptados más fácilmente en el nuevo orden cultural que se comenzaba a formar y que sigue imperando en el siglo XXI. 


*Las imágenes que ilustran el vestuario en la zona andina de la Nueva Granada, en el siglo XVIII, fueron tomadas de los libros Historia de la Independencia de Colombia, tomo I y II (2010), de la Alta Consejería Presidencial para el Bicentenario de la Independencia.


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