“¿Por qué putas no dijeron que era la policía?”. Luis Valentine gritó, pero era muy tarde porque ya las balas habían volado y los oficiales ya estaban en el suelo.
Era de madrugada. En su apartamento, ubicado en la ciudad de Limón en el caribe costarricense, solo escuchó una bulla que advertía un portón derribado. No se equivocaba; creyó que pudo ser lo peor, algún viejo enemigo o un oportunista que quería ser más listo que él. Unas botas sonaron contra el pavimento de su casa y los ojos de Valentine se abrieron como platos.
Corrió por su arma, disparó y, cuando vio que se trataba de la Policía Nacional de Costa Rica, empalideció. Al salir de su apartamento y ver que había más de 120 policías rodeándolo a lo largo de cuatro cuadras para evitar su escape, supo que ese sería su último día de libertad.
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La primera imagen que tuve de Luis Valentine fue hace unos tres años, cuando unos cuatro policías lo custodiaban hasta una sala de entrevistas ubicada en el corazón del Centro de Atención Integral Jorge Arturo Montero, la prisión más grande de Costa Rica.
Valentine, esposado, hacía malabares para enseñarme una serie de reconocimientos que había obtenido en los últimos años por su vida artística. Era el líder de la banda de música de la cárcel, había escrito canciones y, para esas fechas, estaba publicando su libro de poesía titulado Entre Rejas.
Fue en esa tertulia cuando me convenció de que en esa cárcel gris se topó con una sed y un hambre que nunca antes había conocido: la de crear.
Valentine es un hombre fornido de 59 años, con espalda ancha, visibles tatuajes negros en ambos brazos, pero con un brillo en los ojos que transmite algo “distinto”. En aquel momento, llevaba trece años privado de libertad de los 45 que le fueron impuestos.
Luis Valentine era el líder de la banda de música de la cárcel, había escrito canciones y, escribe poemas.
En esa oportunidad comenzó a contarme una historia que después retomaríamos hace poco más de un mes; la suya. Un relato tan frenético y con tantos giros que parece sacado de la última serie de Netflix.
Pero más allá de su vida, lo que más importa ahora está en este centro penitenciario, en la confesión que hace Valentine al decir que la poesía puede retorcer la lengua más dura para así olvidar los años en que su mundo fue sacudido por el caos.
Al salir de su apartamento y ver que había más de 120 policías rodeándolo a lo largo de cuatro cuadras para evitar su escape, supo que ese sería su último día de libertad.
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Hablar con Luis Valentine implica transportarse hasta hace más de cuatro décadas, cuando no sabía nada del mundo.
El viaje a sus memorias comienza cuando era un niño “sonriente”, según recuerda, que nació en la capital San José, pero que se fue hasta Limón, la provincia caribeña, donde habitaba el resto de su familia.
Caminaba por las líneas del tren, jugaba entre gallinas… Su niñez iba en un rumbo tranquilo hasta que tomó la decisión que lo cambiaría todo.
A los 14 años, se escabulló en un barco pesquero filipino. Era un muchacho, pero no uno cualquiera, sino uno con la astucia suficiente como para que, una vez descubierto en mar abierto, se le confiaran labores de pesca en el buque. Era 1977.
Tirar las líneas de pesca todos los días por largas horas hizo que los músculos aparecieran en su cuerpo. Meses de meses de trabajo fuerte lo hicieron, justamente, un tipo duro del mar, que no arrugaba la cara ante cualquier cosa que le sucediese.
Al llegar a Lion, Francia, sabía que su aventura tenía que ir más allá de capturar peces. Volvió a escabullirse, ahora siendo mayor de edad, y se coló en un nuevo barco. Serpenteó una escalera de embarque en la madrugada y encontró un rincón para anidarse en la punta de un bote salvavidas. Se durmió allí mismo y, al despertar, supo que ya no estaba en tierra firme, sino que había un nuevo horizonte después de muchas, pero muchas horas de solo ver agua a los cuatro costados.
Luis Valentine cumple su condena en el Centro de Atención Integral Jorge Arturo Montero, la prisión más grande de Costa Rica.
Así llegó a Tailandia, el llamado paraíso en tierra, donde tantos filósofos, profetas y toda clase de eruditos han encontrado la paz y la armonía. Eso sí: A Valentine le esperaba otra cosa.
En sus primeros días en Oriente, Valentine se asombró de todo lo que vio y escuchó: los tantras, los mantras, Buda, el hinduismo, la meditación, de todo… Pero esa mega dosis espiritual no sería la protagonista en su estadía.
En una de esas jornadas de exploración, vio a una señora que vendía pinchos de carne. Se le acercó, sacó de su dinero ahorrado y, repentinamente, vio como tres hombres preparaban sus puños y sus cuchillos para asaltarlo.
Valentine, recio y astuto, los hizo añicos. El trío criminal quedó tendido en el húmedo suelo tailandés y todos a su alrededor quedaron asombrados. En medio del furor y de las cabezas que se asomaban por allí cerca, apareció un hombre de insospechado poder: un promotor de luchas locales.
Pensando en que su aventura marítima había acabado, Valentine se dijo: ¿por qué no? y, por primera vez, se dio cuenta de lo que era capaz. Su promotor le enseñó técnicas de resistencia, aprendió a ser golpeado todos los días en los muslos, en el abdomen y en los antebrazos para ser aún más fuerte. Valentine, por supuesto, lo logró y con gran suceso.
Por ser tan bueno, su promotor le confió una propuesta más grande: una pelea a muerte a cambio de diez mil dólares, una verdadera fortuna.
El trío criminal quedó tendido en el húmedo suelo tailandés y todos a su alrededor quedaron asombrados.
Hoy Valentine piensa que la estupidez de su juventud lo llevó a decir que sí. “Hoy lo pienso y sé que nunca haría algo así”, dice, pero su mente de aquella época lo llevó a una fosa de pelea, donde dejó a su oponente tendido en la lona.
Pero cuando vio a su rival desvalido en el suelo, no pudo asesinarlo en ese instante. Simplemente no pudo. Ni siquiera fue porque su mente se llenó de recuerdos. No. Sencillamente sus brazos no podían levantarse para quitarle la vida.
“El problema es que eso es una deshonra”, le dijo su mentor. El rival, que pertenecía a una mafia tailandesa, debía ser asesinado, si no el propio grupo criminal iría tras Valentine. Así entendió que no le quedaba otra opción más que liquidarlo.
Aunque la gente aplaudía y le palmeaba la espalda, Valentine solo recuerda el sonido del diafragma de su rival fracturado y cómo le salía el alma del cuerpo. Nada importaba, ya no había paz para él: solo quería salir de ahí, de ese combate y de ese país.
Por ser tan bueno, su promotor le confió una propuesta más grande: una pelea a muerte a cambio de diez mil dólares, una verdadera fortuna.
Los motivos sobraban para regresar a Costa Rica y, tras esa aventura lejos de casa, volvió al país que lo vio nacer, pero con un bebé en brazos. De regreso a casa, Valentine conoció a una mujer que le daría su primogénito. Los sentimientos fueron muchos: él volvía con un bebé a una nación que extrañaba, pero ese país también lo esperaba con las manos vacías.
No parecía haber demasiado futuro en el país centroamericano para darle una buena vida a su pequeño hijo. Valentine recuerda las dificultades para conseguir trabajo y lo mucho que comenzaba a resonar la posibilidad de embarcarse en una nueva aventura. ¿Habría que recurrir a la carta cliché, al tan quemado sueño americano?
“El camino parecía abrirse por cuenta propia”, recuerda. Su hermano se había ido muchos años antes a Estados Unidos y le abriría las puertas de su casa en Nueva York, esa mítica selva de concreto que se explayaba ante Valentine.
Luis Valentine lee apartes de su libro de poesía "Entre rejas".
Tras unos meses en tierra estadounidense, la desgracia lo topó: su hermano fue asesinado en un restaurante cercano. El torrente de venganza empezó a vertirse en todo su cuerpo, en cada fibra, en cada insomnio que lo dejaba inquieto por las noches. Aunque sabía quién había sido el homicida, Valentine se mudó hasta el otro lado del país: a San Diego, en California.
Y fue allí donde un letrero lo hipnotizó. “Join the Army”, se leía en la publicidad que el presidente George W. Bush había colocado en la ciudad. La valla parecía haber activado algo dentro de él.
Con la pancarta, un trato aparecía: quienes se enlistaran para ir a pelear a Irak en pro del país de las barras y las estrellas, conseguirían la ciudadanía. Sonaba como un negocio tentador para Valentine, quien no le temía a nada.
Nada importaba, ya no había paz para él: solo quería salir de ahí, de ese combate y de ese país.
Tras tres años de aprendizaje, Valentine se hizo artillero y volvió al mar, pero ahora en un acorazado. Fue herido en una pierna y en la cadera (aún quedan vestigios de los impactos en su cuerpo) y fue dado de baja con honores.
Sobre aquella época, Valentine me habla sin florituras: “no vale la pena recordar. No quiero que la mía sea una historia sobre la guerra. De las guerras ya se ha contado mucho”.
En uno de sus poemas publicados, titulado Irak 1990, él escribe:
Me encuentro al lado del mar.
Murmullos,
alfileteos en mi cuerpo
Calambres.
Escucho el barullo de las palmeras
cielo desnudo.
Hombres sobre
la arena -heridos-
Un doctor ebrio atiende,
el sargento grita
mi poema llora entre lunas negras.
Dolor y sangre.
Al volver a Estados Unidos, se dio cuenta que las conmemoraciones no le darían de comer. Tenía la ciudadanía americana, pero no un oficio remunerado. Necesitaba un trabajo y el trabajo lo buscó, aunque no fuera el óptimo. “Apareció lo que apareció”, recuerda Valentine, con la cabeza caída sobre sus hombros.
Portada de "Entre rejas".
Valentine conoció a un grupo de personas que necesitaban a alguien que conociera bien Costa Rica para hacer del país un puente perfecto para trasegar sustancias ilegales. El cómo llegó a conocer a aquella gente Valentine no lo recuerda muy bien porque sus memorias se concentran en todo lo que pasó después, al momento en que lo encomendaron a dirigir el paso de furgones desde la frontera de Nicaragua hasta la frontera con Panamá.
Fueron muchas “operaciones”, recuerda, pero, por supuesto, no olvida una en particular. Su jefe lo mandó a resolver un problema donde se había perdido dinero. Era un trabajo de seguimiento y de “pedir cuentas”.
Y como un ciclo que encuentra su cierre, Valentine descubrió que quien estaba detrás de aquella sucia operación, nada menos, era el tipo que mató a su hermano.
“¿Me recuerdas?”, le preguntó al capturarlo. El tipo le dijo que no, hasta que le mencionó el nombre de su fallecido hermano. El hombre empalideció. Fue aniquilado, pero la venganza no le supo a mucho.
De esas nubes de violencia no podía escaparse ni él mismo. Algún tiempo después, en una de sus propias operaciones, también se perdió dinero, lo que significaba problemas. Valentine, a la fecha, asegura que no fue su culpa, que él no se robó nada, pero por ser responsable de la maniobra lo llamaron a rendir cuentas.
Y esas cuentas no se piden ni “por favor” ni con sutilezas. El interrogatorio lo hizo quedar atado de manos y pies con el resto de compañeros de operación en un sótano de un lugar desconocido, con la compañía de un martillo que quebraba sus dedos y uñas por muchos días.
Necesitaba un trabajo y el trabajo lo buscó, aunque no fuera el óptimo.
Valentine se levanta de su asiento en el centro penitenciario y enseña cómo, décadas después, sus manos guardan cicatrices de aquel momento: le dispararon en las manos y sus dedos fueron electrocutados con 220 voltios. Lo mismo en el recto, el pene y en la boca, donde aún se ven las líneas de la electricidad que provocó que su labio inferior reventara.
Sus manos guardan cicatrices de la tortura: le dispararon en las manos y sus dedos fueron electrocutados con 220 voltios.
En algún instante, durante las torturas, Valentine perdió la consciencia y no supo qué pasó ni cómo pudo soportar tanto dolor. Cuando despertó, no podía ver bien. Sus ojos estaban inflamados por la golpiza, pero aún así, entrecerrando su vista, vio que estaba en una fosa con el resto de sus compañeros. Todos ellos muertos, solo él vivo, por milagro.
“Yo no entendía lo que pasaba, pero oía una brisa, oía unos pájaros. Me di cuenta de que no estaba encerrado. No podía moverme, pero saqué fuerzas y pude hacerme campo entre los cadáveres. Salí desde un montón de arbustos hasta un riachuelo y ahí pasó el tiempo hasta que oí el motor de un carro”.
El sonido de los autos que pasaban por allí cerca fue angelical. Era su salida, su chance de seguir viviendo. Se dio cuenta de que había sido tirado por un puente y que arriba había una carretera. Tardó unas siete horas en subir, como pudo, para rogarle a quien fuese que estuviera por allí que lo ayudara.
Llegó a la carretera, pero el cansancio le nubló la vista. Solo oía un barullo intraducible cuando cayó acostado en la pista. Allí un hombre, un camionero, se le acercó a preguntarle: “¿estás bien, amigo?”.
Sus ojos estaban inflamados por la golpiza, pero aún así, entrecerrando su vista, vio que estaba en una fosa con el resto de sus compañeros.
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En nuestra primera conversación, hace cuatro años, Valentine solo acató a decirme una frase después de contarme su historia: “yo vine a la cárcel para aprender a llorar”.
Sus palabras parecían rebotar entre las paredes. En el piso, habían quedado unos cuantos libros y papeles. Entre esa pila estaba su poemario Entre rejas, que elaboró al ser parte del taller para privados de libertad llamado Casa de Poesía.
Su participación allí logró llevarlo al Festival Internacional de Poesía de Costa Rica, razón por la que nos conocimos.
Don Norberto Salinas, quien dirigió este proyecto y se convirtió en su padrino, recuerda lo mucho que se hablaba de Valentine en aquel entonces; de cómo decían que era “ganado bravo”. “Pero yo me encontré a un hombre que quería reconstruirse”, rememora don Norberto en una de las muchas conversaciones que hemos tenido sobre la vida de Valentine. “Yo sé que tomó las decisiones incorrectas en su vida, pero hoy no es el mismo hombre que entró a la cárcel. Un hombre tan astuto, que hizo tantas cosas, también tiene la astucia para convertirse en poeta”.
Yo vine a la cárcel para aprender a llorar”.
Leer a Valentine es visitar una vida en búsqueda de redención; es entrar en un retrato de una juventud reimaginada y el remordimiento de una adultez nublada.
Recuerdo cómo Valentine tomó su propio poemario, se acomodó con dificultades las esposas y abrió una página para darme a conocer su obra. Empezó a recitar:
En medio de la noche
Lleno mi cama de rostros
Mi conciencia agrieta las tablas
Cuánta arena en mi reloj
Cuán espesos mis recuerdos
¿Quién se querrá vengar?
¡Acaso Dios!
“Yo escribo por catarsis”, me dijo. “A mí me gusta mucho hablar de situaciones que se sienten en la cárcel sin decir la palabra ‘cárcel’, porque esa palabra despierta el morbo. Hay gente que agarra estos poemas para saber cómo es la cárcel. Yo no quiero que agarren un poema y lo lean porque fue escrito desde aquí; quiero que lo lean para que la gente se diga “pucha, yo me he sentido así y nunca he estado preso”.
Acto seguido, Valentine descubrió su pecho para dejar ver un gran tatuaje con el nombre de sus diez hijos, como parte de ese mismo testamento poético, nombres que se fueron sumando en su vida con el paso de los años, con el paso de las mujeres y con el paso de sus andanzas. Las llagas y heridas de guerra acompañan ese paisaje de tinta ubicado en su pectoral.
Revelar el tatuaje parecía haber cometido un hechizo en él. “Yo soy un tipo duro de la calle que vino a pintar mariposas”, me dijo con lágrimas, “pero la poesía me ha hecho entender mis errores y buscar mi redención”.
Tras tragar grueso, Valentine procedió a contar el capítulo “final” del hombre que fue antes.
“Cuando caí preso, una de mis hijas era modelo. Había salido en varios videos en Panamá, estaba haciendo una vida allá”, me dijo con la nariz salpicada en llanto y con las manos en la frente. “Cuando me metieron preso, salí en periódicos, ella se dio cuenta y… Y se suicidó… ¡Fue culpa mía!”.
Yo no quiero que agarren un poema y lo lean porque fue escrito desde aquí; quiero que lo lean para que la gente se diga “pucha, yo me he sentido así y nunca he estado preso”.
Valentine gritó y el alarido rebotó en las paredes. “¿Cómo vivís con eso? Por eso escribí un libro: porque no quería contar un extremo de mi vida, pero a veces la vida es un extremo… Por eso cierro mi libro con este poema".
Trató de recuperar su compostura y, con la voz entrecortada, abrió la última página del libro. La abrió más como un gesto en automático, porque no necesitaba leer lo que estaba allí escrito para recitar:
Mis lágrimas
esgrimieron soledad
Tu sonrisa machaca mi mente
¿Por qué resucitas cada mañana?
Oigo tus pasitos
tus chillidos
Aquellas carcajadas de dulzura
Me siento solo
¿por eso imagino que estás viva?
***
Ahora que hablamos, cuatro años después, las cosas han cambiado. Valentine está en una celda de mayor seguridad tras una pelea con otro recluso que trató de asaltarlo y ahora quiere ir más allá de la poesía: escribe una novela con la que sueña ganar el Premio Magón, el más relevante galardón de artes de Costa Rica que, de hecho, en una ocasión, fue ganado por un escritor que también fue recluso (un autor llamado José León Sánchez).
La novela ha sido escrita en pequeñas dosis porque algunos de sus compañeros le han tratado de quemar sus escritos, que son de su puño y letra. La última parte de la novela fue recogida por un guardia de seguridad que logró recoger del basurero buena parte de los textos. Don Norberto se encarga de editar, tomar los papeles machacados y darle forma para que, pronto, su texto vea la luz.
Valentine es frontal con sus intenciones: escribe para regresar al mundo que abandonó hace quince años, el que le permitió conocer treinta y dos países, aprender seis idiomas, aprender a pescar, a luchar, a soñar.
"Yo sé que voy a salir. No sé cómo, pero sé que voy a salir", repite Valentine, como un mantra. Sueña con abandonar la cárcel y reconectar con una familia que no le ha vuelto a dirigir la palabra. Incluso, sueña con ser diputado.
Mientras el anhelo está en el aire, Valentine sigue escribiendo porque no hay distancias en los recuerdos. Ahora escribe prosa, pero sabe que él mismo es el poema de sus recuerdos.