Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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En mayo de 1953, William S. Burroughs era un hombre invisible, etéreo, que se hospedaba en un cuartucho de la calle José Leal, en Lince, un barrio de clase media en la capital del Perú. Había escapado de Ciudad de México, donde debía afrontar el juicio por el asesinato de su esposa, Joan Vollmer, mientras seguía enamorado de un joven delgado y de lentes, casi transparente, llamado Lewis Marker.

Se encontraba en Lima buscando ayahuasca. Pero antes había planeado asentarse en Ecuador o en cualquier país por debajo de la latitud 0°, buscando el sitio “adonde realmente perteneciera”. Hacia 1952, desde su residencia en México, le escribió a un joven amigo que vivía en Nueva York llamado Allen Ginsberg: “Sé que los rusos están trabajando en eso [el ayahuasca], y pienso que los americanos también”. 

En realidad, para la década de 1950, poco o nada se sabía de esta planta sagrada del Amazonas. La etnobotánica apenas si había posado su mirada en ella y pasaría mucho antes de que se convirtiera en motivo turístico. William Burroughs habría leído por primera vez sobre el tema en “National Geographic o New York Enquirer o algún tonto periódico tabloide”, como recordaría Ginsberg en el volumen Burroughs Live.  

Pero ¿quién era William Seward Burroughs? No un escritor publicado, ciertamente. Había estudiado Antropología en las universidades de Harvard y Columbia. Además, tomado cursos de arqueología y etnología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su primera novela, Junkie, estaba siendo impresa en Estados Unidos mientras él se encontraba buscando el ayahuasca en el Perú. El libro saldría finalmente en julio de 1953, en una edición barata, bajo el seudónimo de William Lee.

Lewis Marker y William Burroughs en un bar en Ciudad de México, en 1951, antes de su viaje a Sudamérica. La historia en clave ficción de esta travesía la podemos encontrar en la novela Queer, publicada tardíamente en 1985.

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Había conocido a Lewis Marker en un bar de la Ciudad de México. Casi de inmediato se enamoró de él y lo convenció de hacer juntos un viaje de dos meses por Sudamérica para buscar la “telepatina”, conocida como ayahuasca, yagé o “vino de los muertos”. La aventura inició en México, siguió por Panamá hasta descender por Colombia, a la selva amazónica. Pero cuando llegaron a Ecuador, la relación se había resquebrajado. Marker no era homosexual, o al menos no se reconocía como tal. Al final, nunca encontraron el ayahuasca y regresaron a México apestando a derrota. 

Pero ¿quién era William Seward Burroughs? No un escritor publicado, ciertamente.

Poco tiempo después, Burroughs asesinaría a su esposa. Joan Vollmer parecía aceptar la homosexualidad de su marido y compartía su adicción a las drogas, en especial a la heroína y la bencedrina, la cual ella consumía casi a diario. Una tarde de septiembre, la pareja asistió a una reunión en casa de unos amigos, a donde Burroughs acudió con un arma que pretendía vender. Entre botellas de ginebra Oso Negro, él le propuso a Joan “hacer nuestro acto de Guillermo Tell”. Colocó el vaso a medio llenar sobre su cabeza y sacó el revólver calibre 38 de su funda. 

“No puedo mirar, no soporto ver sangre”, fueron las últimas palabras de la mujer con la que William Burroughs había compartido una casa y un hijo, el pequeño Billy, así como la custodia de la hija mayor de ella. La bala le pegó en la frente y el vaso quedó tirado sobre el piso del departamento. Marker, que había estado presente en la reunión, declaró en el juicio por homicidio. Varios meses más tarde, luego de que Burroughs lograra su libertad bajo fianza, Marker viajó de regreso a su casa, en Florida, para nunca más volver.  

“Debo ir”, le escribió entonces Burroughs a Ginsberg, “debo encontrar el ayahuasca”. Sabía que se trataba de un brebaje que concedía visiones y que tenía poderes curativos. Además, siempre había sido un escritor obsesionado con la telequinesis y los poderes telepáticos. Así, le escribió a Ginsberg hacia mayo de 1952: “Tengo presentimientos sobre esta expedición a Sudamérica. No sé por qué, excepto que parece una especie de último intento de cambiar los hechos. Bueno, a ver*”.

El asesinato de Joan Vollmer en manos de William Burroughs ocupó espacios en la crónica policial de Estados Unidos y México. Aquí la nota aparecida el 8 de setiembre de 1951 en el Daily Mirrow. Sería solo uno de los asesinatos en la historia de la generation beat.  

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En medio del proceso judicial, en mayo de 1952, uno de sus amigos de Nueva York se dejó caer por el departamento en Ciudad de México. A sus treinta años, Jack Kerouac tenía una novela publicada y ya le había puesto nombre a una generación. Cierta noche de tragos, le dijo a un amigo que se sentía golpeado, abatido, arruinado, porque ese era el espíritu de toda la gente malograda con la que andaban: así nació lo beat.

Kerouac admiraba a Burroughs, había sido para él una suerte de mentor. Ahora este último estaba totalmente beat, lejos de Marker y con un proceso abierto por el homicidio de su esposa. Kerouac, por su parte, venía de escribir su obra cumbre: On The Road. Estimulado por las drogas y utilizando un estilo que él había definido como “prosa jazzística”, sumido en el alcohol y en el desempleo voluntario, Kerouac buscaba la iluminación y un estilo de vida que le permitiera continuar escribiendo. 

Entre botellas de ginebra Oso Negro, él le propuso a Joan “hacer nuestro acto de Guillermo Tell”. Colocó el vaso a medio llenar sobre su cabeza y sacó el revólver calibre 38 de su funda. 

Y para lograrlo, tenía que alejarse lo más posible del “American Way of Life”. Por eso llegó a México, en busca de su viejo maestro. Fumaron cigarros de marihuana y compartieron la misma máquina de escribir, pero la convivencia duró poco.

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Al final de Junkie, el personaje principal anuncia su interés en ir a Sudamérica en busca de la pócima: “El ayahuasca tal vez sea el chute definitivo”, es la última línea de la novela. Lo cierto es que bien podría ser “the final fix”, como narra en Junkie, o una puerta al infierno, lo mismo le daba. Había perdido la custodia de su hijo, asesinado a su esposa y el gran amor de su vida, Lewis Marker, parecía haberlo abandonado para siempre. 

William Burroughs y Jack Kerouac en su época en Nueva York. Fotografía captada por el lente de Allen Ginsberg. Crédito de Allen Ginsberg Estate.

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Emprendió de nuevo un viaje a Sudamérica, esta vez solo. En Pasto, Colombia, conoció al doctor Richard Schultes, contemporáneo de su época en Harvard y uno de los padres de la etnobotánica. Completó un periplo de cinco semanas por el Putumayo, tuvo problemas con el pasaporte y sufrió un cuadro de malaria, antes de convencer al doctor Schultes de que lo incluyera en una expedición oficial, la Anglo-Colombian Cacao Expedition. 

El botánico Paul Holliday, miembro de la expedición, lo describe en su diario como un hombre “alto, flaco, lánguido” a quien “una firma ha comisionado para escribir un libro sobre narcóticos”. Unos días más tarde, Holliday describirá la primera toma de ayahuasca de William Burroughs: “El viejo indio ingano le dio un vaso lleno de la cosa (una mezcla de dos alcaloides de una planta salvaje), y quince minutos después lo envió totalmente fuera de sus cabales: violentos vómitos cada pocos minutos, pies casi entumecidos y manos casi inútiles, incapaz de caminar en línea recta […]. Regresó al hotel alrededor de las siete de la mañana después de una noche bastante horrible”.

No puedo mirar, no soporto ver sangre”, fueron las últimas palabras de la mujer con la que William Burroughs había compartido una casa y un hijo, el pequeño Billy, así como la custodia de la hija mayor de ella.

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Cuando llegó a Lima, la capital del Perú, Burroughs estaba dispuesto a llegar al fondo del asunto. Ya había escrito los primeros borradores de un artículo que nunca llegaría a publicar sobre el tema. Su mirada estaba puesta en la selva peruana, más precisamente en Pucallpa, en donde sabía que podía encontrar una nueva fuente de ayahuasca. Mientras tanto, salió a conocer la ciudad, especialmente el centro de Lima y el Mercado Central.

“Lima es la tierra prometida de los muchachos”, escribió a Ginsberg. “No he visto nada parecido desde Viena en el 36”. Se hospedó en el Hotel Bolívar, frente a la plaza San Martín, y disfrutó de buenos restaurantes, clima agradable y vida barata. Le gustaba el Barrio Chino, en donde veía factible conseguir heroína, y por pocos dólares convencía a chicos del mercado a que fueran a dormir con él. A la mañana siguiente se encontraba con que le habían robado las cosas más absurdas: anteojos, cuchillos, cheques de viajero…

Permaneció en Lima poco más de un mes, esperando que le llegara dinero de Estados Unidos. Escribía de manera desordenada, esperaba publicar su artículo sobre el ayahuasca en la revista Life y mandaba textos a Ginsberg, quien fungía de agente literario. En Lima escribió por primera vez una “rutina”, un recurso literario que adquirirá protagonismo en su obra cumbre, Naked Lunch. El texto se llama “Roosevelt tras la toma de posesión” y lo adjuntó en una de sus cartas a inicios de junio de 1953.  

Escribió que Lima era “una ciudad de espacios abiertos, mierda desparramada en las calles y grandes parques, buitres pululando en el cielo violeta y niños pequeños escupiendo sangre en las calles”. Una semana más tarde, habiendo agotado todas sus posibilidades en la capital, tomó un avión a Pucallpa.

Foto de William Burroughs tomada por el etnobotánico Dr. Richard Schultes en Mocoa, Colombia, en 1953. En ella Burroughs sostiene una liana de ayahuasca.

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Su primera impresión fue la de una ciudad al final del camino. En Pucallpa, a orillas del río Ucayali, fue fácil ponerse en contacto con alguien que lo llevara a una sesión. En una cabaña a las afueras de la ciudad, el chamán juntó unas siete personas a quienes sentó en círculo a los pies de unos árboles. Sirvió la mezcla de una botella de cerveza y susurró cantos ceremoniales a la copa antes de darle de beber a cada uno. 

Nadie se movía ni hacía el más mínimo ruido. Burroughs sintió calma. Luego la sensación se volvió indescifrable. Vislumbró un espíritu azul invadir su cuerpo. Vio un rostro arcaico, como una máscara del Pacífico Sur, y sintió las mandíbulas apretadas, temblores en los brazos y en las piernas. Temiendo un mal viaje, tomó diez gramos de fenobarbital y cinco gramos de codeína. Pocos minutos después los síntomas desaparecieron y se sintió perfectamente normal, pero con ganas de irse.

Se hospedó en el Hotel Bolívar, frente a la plaza San Martín, y disfrutó de buenos restaurantes, clima agradable y vida barata. Le gustaba el Barrio Chino, en donde veía factible conseguir heroína, y por pocos dólares convencía a chicos del mercado a que fueran a dormir con él.

“El señor quiere marcharse”, le dijo el chamán sin que Burroughs hiciera algún gesto o dijera una sola palabra. De hecho, estaba tan oscuro que ni siquiera podían verse. Al día siguiente volvió para comprarle botellas con ayahuasca. El chamán no tuvo ningún reparo en enseñar la preparación de la pócima: hervir ramas frescas de la liana junto a unas hojas que Burroughs identificó como un agente catalizador: la chacruna.

“¡Paren las prensas!”, escribió a Ginsberg al día siguiente. “Todo lo que he escrito sobre el ayahuasca está sujeto a revisión a la luz de esta nueva experiencia”. El hombre invisible por fin estaba dispuesto a aceptar que los brujos guardan secretos.

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Pasó el resto del viaje escribiendo notas que luego se convertirían en el artículo que nunca llegó a publicar. “Es la droga más fuerte que alguna vez he probado”, consignó. Tomó unas cinco veces hasta comprender que la experiencia no podía describirse con palabras, pero sí con pintura,“como un cuadro de Van Gogh”. 

“Ayahuasca es viaje en el espacio tiempo”, escribió a Ginsberg en una de sus últimas cartas enviadas desde el Perú. “Se me ocurre que el malestar preliminar del ayahuasca es el malestar propio al ser transportado al estado del ayahuasca. H. G. Wells, en The Time Machine, habla de un vértigo indescifrable al viajar en el espacio tiempo”.

Tuvo que esperar a que pasaran las lluvias para dejar Pucallpa por tierra. Pasó dos días en Huánuco y regresó a Lima, en donde siguió escribiéndole a Ginsberg, a quien le anunciaba su inminente retorno a Nueva York. Siguió saliendo con muchachos, al punto de que llegó a teorizar en torno a la identidad homosexual del peruano promedio. 

Había previsto volver a México, una escala inevitable antes de llegar a los Estados Unidos. Al final, el ayahuasca no le había permitido arreglar las cosas: salvar a Joan y su relación con Marker, a quien había escrito sin obtener respuesta alguna. Pocos días antes de partir, percibió el dulce olor de la marihuana en los alrededores del Mercado Central. 

Regresó a México a inicios de agosto, desafiando los controles migratorios y la condena que tenía por el asesinato de Joan, para buscar a Marker. “Parece que ha desaparecido bajo extrañas circunstancias”, escribió. Fue ahí donde recibió un ejemplar de su primera novela, Junkie, que marcaría el inicio de una obra tan extraña como experimental. 

Es la droga más fuerte que alguna vez he probado”, consignó. Tomó unas cinco veces hasta comprender que la experiencia no podía describirse con palabras, pero sí con pintura,“como un cuadro de Van Gogh”. 

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En Nueva York, buscó a Ginsberg y se hospedó en su apartamento. El amigo de Burroughs era menor que él y contaba con un historial familiar de locura. Su madre, Naomi, era una mujer que sufría de esquizofrenia paranoide. De hecho, el mismo Ginsberg había estado internado en el Instituto Psiquiátrico de Columbia. Estaba feliz de recibir a su amigo, quien era ya un escritor publicado, pero con los días la convivencia se haría imposible. 

Burroughs fantaseaba con una suerte de “unión total de los cuerpos”, a la que solía llamar “schlupping”. Se había convertido en un hombre necesitado de afecto. Ginsberg quería a su amigo, el “viejo Bill”, pero no tenía ninguna intención de convertirse en su amante. Entonces llegaron los celos y las escenas melodramáticas. Kerouac no hizo más que mirar de lejos la complicada relación que habían desarrollado sus amigos. La situación acabó con Burroughs tomando un avión con dirección a Marruecos.

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Foto tomada durante la convivencia de Burroughs y Ginsberg en Nueva York. De derecha a izquierda: William Burroughs, Lucien Carr y Allen Ginsberg. Crédito de Allen Ginsberg Estate. 

Siete años más tarde, Allen Ginsberg se había convertido en el adalid de la generación beat. Su poema, “Howl”, era una declaración de principios. Había saltado a la fama por su estilo de vida y por sus ideas, y muy pronto se convirtió en el paladín de la revolución sexual y del uso de drogas para expandir la consciencia. A la prensa norteamericana le encantaba hablar de los beatniks, a quienes trataban de comunistas y drogadictos.

En enero de 1960, Ginsberg llegó a Chile invitado por la Universidad de Concepción. Trajo a Sudamérica cierto alboroto mediático, la versión preliminar de uno de sus poemas más importantes, “Kaddish”, y toda la intención de seguir los pasos de William Burroughs en su búsqueda del ayahuasca. Apenas recibió por correo un adelanto de City Lights por su segundo libro, tomó un avión a La Paz, Bolivia, y luego un bus hasta Desaguadero en el Perú. Llegó a Cusco, la antigua capital inca, y le sorprendió su antigüedad. En Machu Picchu se sintió “el Rey de los Muertos”, caminando en las ruinas cubiertas por la bruma.

Después viajó a Lima a donde llegó barbón y con una mochila en la espalda. “Ginsberg, poeta trotamundos”, fue el titular de un diario de la capital. Lima le hacía pensar en Burroughs. Conoció el Mercado Central, el Hotel Bolívar y todos los escenarios que él había descrito en sus cartas. En una pequeña galería de arte dirigida por el escritor y periodista Sebastián Salazar Bondy, una suerte de hombre orquesta de la intelectualidad limeña, Ginsberg hizo su único recital en el Perú. Tras la lectura, un joven se le acercó con un encargo de Peter Matthiesen, escritor y naturalista estadounidense que había estado en la selva hasta hace poco. 

Era una botella con ayahuasca. 

Había saltado a la fama por su estilo de vida y por sus ideas, y muy pronto se convirtió en el paladín de la revolución sexual y del uso de drogas para expandir la consciencia.

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En el cuarto de un hotel destartalado, frente a la estación del tren con vistas al río Rímac y al cerro San Cristóbal, Ginsberg tuvo su primera experiencia con ayahuasca. Su habitación adquirió el aspecto de burdel polinesio. En su cama, con el colchón lleno de huecos y una frazada hecha girones, sintió su alma alejarse de su cuerpo. Una hora después, levantó la vista al cielo gris y reclamó entrar al Paraíso: “Soy el Príncipe de la Eternidad que regresa a su casa luego de un largo viaje en el caos”, escribió. 

Más tarde, abrió la ventana del balcón y contempló el Palacio de Gobierno, centro de poder político peruano, que quedaba justo en la esquina opuesta a la del hotel. Alcanzó a ver un puente con pequeñas figuras cruzando el río y más allá, entre los cerros, el brillo plateado del sol colándose en la niebla. 

Allen Ginsberg tras la publicación de su libro Howl & Other Poems, que marcó el inicio del fenómeno cultural que sería conocido como la generación beat. En la librería City Lights, en San Francisco, muestra algunas de las publicaciones de sus compañeros generacionales. Crédito de Allen Ginsberg Estate. 

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“Por Ayahuasca te recomiendo que vayas a Perú. Primero a Lima y luego a Pucallpa, donde es fácil de hallar”, le había escrito Burroughs. Ginsberg seguía sus recomendaciones al pie de la letra. A fines de mayo, cruzó la calle que separaba el hotel de la estación y tomó un tren con dirección a la selva. Su cumpleaños 34 lo encontraría en Huánuco, herido por la tristeza. “La soledad es buena pese a todo”, escribió a su padre. 

Llegó a Pucallpa en un camión repleto y no perdió el tiempo. Buscó a alguien entendido en el tema y al atardecer ya estaba haciendo su primera sesión con un maestro. Tomó el brebaje y tuvo la visión del Gran Ser, “o algún sentido de eso”, que se aproximaba hacia él con una gran vagina húmeda. Un agujero negro como la Nariz de Dios.

Esa misma noche habló con el maestro, un hombre respetado y querido en el pueblo. “No es mercenario en lo absoluto”, escribió a Burroughs. “Parece muy interesado en las drogas en general. Buen tipo. Mestizo. Hace sanaciones físicas, son su especialidad”. 

En el cuarto de un hotel destartalado, frente a la estación del tren con vistas al río Rímac y al cerro San Cristóbal, Ginsberg tuvo su primera experiencia con ayahuasca. Su habitación adquirió el aspecto de burdel polinesio.

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Otra noche tomó ayahuasca según el ritual. La mezcla se sirvió en ceremonia, con el brujo cantando y soplando humo de cigarrillo. Ginsberg vio una estrella fugaz, la luna llena, y se tumbó a la espera de Dios. Entonces vio el Cosmos estallar. La muerte se posó sobre su cabeza. Sintió una serpiente vomitando el universo. Pensó que se iba a morir, al igual que su madre, fallecida en el psiquiátrico poco tiempo atrás. 

“Apenas tengo valor para volver, temo la verdadera locura”, escribió a Burroughs en una carta desde Pucallpa. Le comentó que tenía planeado subir seis horas río arriba, beber el brebaje con alguna tribu indígena. Le pidió que le escribiera con consejos: “no sé qué soy o quién soy”, se lamentaba. La respuesta que llegó de Burroughs fue más que enigmática: “No hay nada que temer. Vaya adelante*”. 

Otra vez recostado sobre la grama, Ginsberg esperaba visiones. El brujo entonaba una extraña melodía. La selva desbordaba vida y emitía toda clase de sonidos. El croar de las ranas, un millar de langostas, distantes tambores humanos. Ginsberg cayó en la cuenta de que la muerte era Dios y sostuvo una larga conversación con Él. ¿Qué debo hacer con las mujeres?, le preguntó. Haz el amor con ellas, respondió la voz.

Lo invadió la certeza, entonces, de querer tener hijos. Entendió que la única manera de combatir a la muerte era generando vida. Tan simple como eso. Ginsberg, quien había tenía problemas con las mujeres a causa del trastorno de su madre, decidió empezar a mirarlas de manera distinta. Ellas eran capaces ahora de salvarlo de la devastación total.

En esta carta escrita desde Paris, William Burroughs le explica a Ginsberg el camino a seguir: “Primero a Lima, después un avión a Pucallpa sobre el río Ucayali, donde el yage es fácilmente hallable. Es llamada ayuasca [sic] en el área peruana. Pienso que tú puedes ver lo mejor de Sudamérica en Perú. Mejor cruza los Andes en carro a Pucallpa, lo que te dará una visión transversal del paisaje de Sudamérica…”. Crédito de Allen Ginsberg Estate. 

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Subió por el río hasta Iquitos y voló a Lima. Trajo consigo las hojas y las plantas para hacer el brebaje. Repartió botellas con ayahuasca a los amigos que había conocido en la capital. Durante su estadía en Lima, había entablado amistad con artistas y poetas locales como Salazar Bondy, Leslie Lee, Raquel Jodorowsky o la agregada cultural estadounidense en el Perú, Marcia Koth. Así consiguió el permiso para llevar un galón del alucinógeno hacia los Estados Unidos. Sus amigos beat lo tomarían. Puro interés científico.

En Nueva York, volvió a los brazos de su novio, Peter Orlovsky, y se dedicó a trabajar en los poemas escritos a partir de su experiencia con ayahuasca. Nunca llegaría a resolver la imposibilidad de su reproducción. La muerte acabaría con él, tarde o temprano, y aquello lo acosaría por el resto de su vida. Siguió tomando el brebaje y registrando sus visiones en cuadernos, mientras leía el Libro Tibetano de los Muertos. 

En septiembre de 1960, Ginsberg soñaba que el ayahuasca en su congeladora se podría y que tenía que sacar una piel coagulada de la parte superior del recipiente. Un mes después, Jack Kerouac pasó por Nueva York y luego de una maratónica temporada de alcoholismo, consecuencia de su fama como “el Rey de los beatniks”, no tuvo mejor idea que probar el brebaje de los indios del Amazonas. Años más tarde, en una carta a Ginsberg, afirmará que las visiones de ayahuasca habían vuelto de imprevisto. Cada vez que estaba de juerga en la ciudad, tenía que regresar a su casa acosado por las visiones. ¡Ah, lo espantoso de la vida! Jack Kerouac moriría pocos años después, arruinado por el alcohol. 

Durante su estadía en Lima, había entablado amistad con artistas y poetas locales como Salazar Bondy, Leslie Lee, Raquel Jodorowsky o la agregada cultural estadounidense en el Perú, Marcia Koth. Así consiguió el permiso para llevar un galón del alucinógeno hacia los Estados Unidos.

En 1963, Ginsberg publicó junto a Burroughs The Yage Letters, el famoso compendio de sus experiencias en torno al ayahuasca. Como parte de su búsqueda espiritual, viajó a la India y luego a Japón, donde alcanzó la iluminación de forma espontánea. La experiencia, narrada más tarde en el poema “The Change: Kyoto-Tokyo Express”, significó un punto de quiebre para él. Las drogas son un camino artificial para alcanzar aquello que debe ser natural, comprendió. William Burroughs, por su parte, escribió su obra cumbre en Tánger, Marruecos. Naked Lunch está hecha, en gran medida, de cartas dirigidas a Ginsberg.


*En español en el original. 

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