Sus 77 años no se notan. Tengo la teoría de que la gente que pierde el pelo de joven nunca envejece, y el suyo es uno de esos casos. Siempre tuvo la cabeza calva, la cara redonda y cierta ternura en la mirada. No le conozco las piernas, porque nunca lo vi de mi mismo lado del mostrador. Siempre adentro del quiosco, siempre trabajando. Toda mi vida pensé que se llamaba Charly. El cartel enorme que domina la entrada al local lo dice claramente: Kiosko Charly Librería (la forma correcta de escribir el nombre de este tipo de negocios es un tema de arduo debate en Buenos Aires, y no nos interesa nada de lo que la Real Academia Española tenga para decir al respecto; para algunos es “quiosco”, para otros “kiosco” y para otros “kiosko”, y es probable que nunca nos pongamos de acuerdo). Cuando mi mamá me encargaba algo me mandaba a “lo de Charly”. Nadie nunca me avisó que Charly era el nombre del quiosco y no del quiosquero. Me enteré recién ahora, a mis 37 años y ya viviendo en otro barrio, de que el hombre que me vendió los paquetes de figuritas con los que llené los álbumes de Los Simpsons, Thundercats, Caballeros del Zodíaco, el Mundial USA 94 y la liga de fútbol argentino 1995 se llama Raúl.
Kiosko Charly Librería, el lugar emblemático de La Boca que compró Raúl López en 1978, junto con sus socios Nélida y Roberto.
Raúl López compró el quiosco en 1978 junto con sus socios Nélida y Roberto, una pareja que ya era dueña del puesto de diarios de la esquina. Pero lo de Charly existe desde mediados de la década de 1960, cuando su dueño original, un francés de apellido Caraguel, lo bautizó en honor a su hijo Carlos, a quien él llamaba Charles y el resto del mundo llamaba Charly. Por esa época Raúl rondaba los 25 años viviendo y trabajando en La Boca, un vecindario popular fundacional del sur de Buenos Aires, un barrio de inmigrantes que llegó a tener, a fines del siglo XIX, su propia (y breve) gesta independentista de la República Argentina.
Cuando Raúl empezó a atender lo de Charly no había muchos negocios a la vista. Todos los días llegaba un camión de helado para ellos solos y cuando se acercaban Navidad y Año Nuevo había que reservar los postres helados con anticipación porque se vendían como agua en el desierto. En aquel momento todavía no había supermercados en La Boca. Quizás es el momento adecuado para explicar que la palabra “quiosco” no significa lo mismo en todos lados. Los quioscos argentinos son en esencia lugares en los que se puede conseguir cualquier cosa. Nacieron como negocios de golosinas y cigarrillos, pero pueden ser librerías comerciales, casas de cotillón, jugueterías; pueden vender gaseosas, helados, fiambres, preservativos o pirotecnia; pueden vender bebidas alcohólicas, dependiendo de la regulación local vigente, en Buenos Aires, durante mucho tiempo y hasta que una ley se los impidió, los quioscos también ofrecieron medicamentos de venta libre. En los barrios con espíritu de barrio (como La Boca) son además puntos de encuentro y centros de vida social.
Me enteré recién ahora, a mis 37 años y ya viviendo en otro barrio, de que el hombre que me vendió los paquetes de figuritas con los que llené los álbumes de Los Simpsons, Thundercats, Caballeros del Zodíaco, el Mundial USA 94 y la liga de fútbol argentino 1995 se llama Raúl.
Para los turistas que visitan la capital argentina, el barrio de La Boca es una parada obvia: Caminito, La Bombonera, el tango, la Vuelta de Rocha. Para los inmigrantes (principalmente italianos) que poblaron la ciudad en el siglo XIX La Boca fue un hogar, una base desde la que construir una nueva identidad en un nuevo continente. Raúl nació en La Boca en 1943, cuando la zona donde hoy está su negocio todavía era un descampado con potreros y alguna que otra casaquinta. Poco después en esa misma zona se construyó lo que hoy se llama Catalinas Sur, un barrio peatonal con edificios de colores y con sus propias escuelas que, aunque forma parte de La Boca, tiene límites muy claros: son 12 manzanas con un total de 35 edificios de 10 pisos, 84 unidades cada uno, y 36 viviendas individuales. Yo nunca viví ahí, pero recuerdo perfectamente que entrar a Catalinas era como acceder a una tierra donde se podía ser libre, jugar en la calle sin miedo a los autos y, sobre todo, deambular fuera de la vigilancia de los adultos. Cuando nací yo, en 1983, el quiosco ya era de Raúl y sus socios, y Catalinas Sur era quizás la parte más próspera del barrio.
Este es Raúl, el hombre que lleva tras el mostrador más de 40 años. Desde allí ha visto pasar la historia de La Boca, la de Buenos Aires y la de la Argentina misma.
Raúl lleva más de 40 años al frente del quiosco, que terminó siendo al mismo tiempo un comercio y una torre desde la cual se ve pasar la historia. Dictaduras, guerras, crisis económicas, y más crisis económicas, y más crisis económicas, cambios de gobierno y mutaciones demográficas. Lo de Charly sigue ahí, detenido en el tiempo, una foto testaruda que se niega a cambiar sus colores. Su frente de azulejos beige, su mostrador interno en forma de herradura (a la izquierda los cigarrillos, los chocolates, los alfajores y el freezer horizontal con los helados, al fondo la heladera con gaseosas y los artículos de librería, a la derecha las carpetas y juguetes), Nélida -Choly-, Héctor y Raúl (recién hoy sé sus nombres aunque sus caras me acompañaron toda la vida). La nostalgia se ve en los ojos de Raúl. La mirada se le pierde en un horizonte difuso cuando evoca sus tiempos como mozo de cantinas italianas antes de tener el local. Y sonríe con la vista de viaje por algún punto olvidado en el tiempo cuando habla de que antes en La Boca había dos cines, y de que “la gente caminaba por la calle tranquila. La avenida Almirante Brown y Olavarría eran la Florida”. Se refiere a la calle Florida, una peatonal comercial en el centro de Buenos Aires que en sus años de gloria explotaba de vida. Raúl se emociona y lagrimea cuando recuerda los festejos de 1978, cuando la selección argentina de fútbol obtuvo su primera Copa del Mundo: “Lo que era el barrio, mamma mia. Nunca me voy a olvidar del día que Argentina eliminó a Italia del Mundial. Me dan ganas de llorar. Salíamos todos a la calle, nos abrazábamos, parecíamos locos”.
Raúl lleva más de 40 años al frente del quiosco, que terminó siendo al mismo tiempo un comercio y una torre desde la cual se ve pasar la historia. Dictaduras, guerras, crisis económicas, y más crisis económicas, y más crisis económicas, cambios de gobierno y mutaciones demográficas.
En lo de Charly se organizaron cerveceadas cuando se terminó la dictadura militar y volvió la democracia, y choriceadas con cortes de calle para festejar campeonatos de Boca Juniors. En lo de Charly los vecinos compraban chocolates que después arrojaban a los conscriptos que pasaban en tren por las vías que atraviesan Catalinas, dirigidos hacia el sur, hacia las islas Malvinas. Algunos volverían. Por lo de Charly pasaron muchos jugadores de fútbol que luego serían famosos. A uno de ellos Raúl le aconsejó que conservara la humildad, que nunca la perdiera. Poco después lo vio en un auto de alta gama con una vedette y se golpeó la frente con la palma de la mano.
Encuentro de Nicolás con Raúl.
Cuando le pregunto a Raúl por qué piensa que el quiosco todavía sigue ahí después de tantos cambios, tantas crisis, incluso en medio de una pandemia, me habla de la dedicación y el trabajo. Me habla del respeto y la disciplina. Pero también me habla de los chicos. “Hay que tener buena atención con la gente”, dice, “pero a los que mejor tenés que atender es a los chicos, los chicos son los que traen a los padres”. Por su ubicación, al quiosco se puede llegar desde cualquier lugar de Catalinas Sur sin cruzar ninguna calle. La mujer que hoy tiene un negocio de ropa justo enfrente pasó su infancia en una de las viviendas del barrio, de la que se escapaba en pañales con tan solo dos años de edad para ir a buscar caramelos a lo de Charly.
En lo de Charly se organizaron cerveceadas cuando se terminó la dictadura militar y volvió la democracia, y choriceadas con cortes de calle para festejar campeonatos de Boca Juniors.
Las grandes ciudades, y Buenos Aires es una de ellas, viven en constante movimiento. Los barrios mutan, la gente llega y se va, la inmigración aporta diversidad, se hacen y deshacen polos gastronómicos, culturales y comerciales, las distintas zonas se desarrollan o decaen. Los comercios vecinales de tradición son pequeños enclaves testigos, lugares en los que el tiempo no pasa, o pasa más lento. Son las células donde se guarda el ADN del barrio. “La gente nos reconoce, nos saluda. Cuando nos vamos de vacaciones la gente nos extraña. Si estás cerrado van a otro y, cuando abrís de nuevo, vuelven. El cliente es cliente. Acá, de algunos clientes conocemos hasta a los bisnietos”.
La gente nos reconoce, nos saluda. Cuando nos vamos de vacaciones la gente nos extraña. Si estás cerrado van a otro y, cuando abrís de nuevo, vuelven. El cliente es cliente. Acá, de algunos clientes conocemos hasta a los bisnietos”.
Hoy no hay nada en esa cuadra que sea igual a cuando yo era chico. Supermercados chinos, tiendas de tecnología, nada de eso estaba ahí cuando yo juntaba mis monedas para comprar un Naranjú, un turrón, una tira de caramelos Fizz, unas mielcitas o un chocolate Jack. Me sorprendo pensando en eso mientras converso con Raúl y entiendo algo de su nostalgia. Mi conexión con el barrio en el que crecí no es solo que mis padres siguen viviendo en el mismo departamento a solo dos cuadras de Catalinas Sur. Hay algo que es intrínseco a la experiencia de ser un niño que va a quedar ahí para siempre, vagabundeando por las mismas veredas. Y mientras el quiosco de Charly siga en la calle 20 de Septiembre 287, La Boca, Buenos Aires, ese algo va a tener un lugar adonde ir.