Las mesas de la calle del bar están repletas en una noche asfixiante en que el verano de Madrid no da tregua. Los abanicos se agitan con fuerza, pero sólo consiguen arrastrar aire caliente. Puntual a la cita, llega Lidia Muñoz, de 39 años. Tiene tez morena, ojos grandes y negros como uvas y un pelo rizado abundante bien sujeto por una pinza. Me señala la única mesa que queda libre. Camina arrastrando sus chancletas y se sienta en una silla dejando caer sus manos. Ha venido acompañada de su hija, Rubí, de 15 años, que tiene los mismos rasgos de su madre, salvo el pelo. Exhibe una melena castaña que recorre toda su espalda. Lidia dice que el pelo es un símbolo de belleza en la cultura gitana y recuerda la humillación de su abuela cuando la Guardia Civil, cuerpo de seguridad que recogía en su fundación la vigilancia expresa del pueblo gitano al considerar sus formas y estilos de vida peligrosos, le arrancó las coletas en un acto de humillación.
—Si es que es un milagro que yo esté viva. Que ella esté viva—exclama mirando a su “chavorrilla”, la palabra que el idioma caló, variante del romaní, usa para referirse a las chicas adolescentes.
Rubí pocas veces interrumpe a su madre. Pero la palabra “milagro” activa sus manos que se entrelazan con fuerza y levanta la mirada en alerta como despertando su instinto de supervivencia.
—Es una lucha continua —afirma sonriéndome.
—¿Y estás preparada para luchar?
—Sí.
La supervivencia y la lucha son las marcas de dos mujeres gitanas que son herederas del intento de exterminio que sufrió su pueblo en 1749, bajo el gobierno del rey Fernando VI de España, y al que se denominó “La Gran Redada”.
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A las 9 de la mañana Lidia comienza su jornada laboral en el Colegio Manuel Núñez de Arenas, ubicado en el barrio de El Pozo del Tío Raimundo, una zona marginal al sur de Madrid. Invierte diez minutos en los escasos metros que hay de la puerta del centro educativo a su despacho donde ejerce de mediadora como parte del Proyecto Aracné de la Fundación Atenea. En su día a día, concilia en el ámbito escolar para empoderar y promocionar al pueblo gitano, y muy especialmente a las mujeres. A cada paso se detiene. Saluda a los padres que hoy sí han atendido la llamada de la educación. Pregunta por los niños. Por el culto evangélico del domingo. Por el cansancio posterior a la jornada dominical en el mercado ambulante. Conversa con el cuerpo erguido y aprieta los dedos de las manos con una postura en jarras que proyecta una sensación de expansión y de seguridad. No hay rastro de bisutería ni detalle de vanidad en su ropa, tan sólo se asoman unas uñas teñidas de rojo carmesí y una raya seca y oscura debajo de sus párpados.
Rubí Romero Dual, hija de Lidia Muñoz, charla con amigas en la Asociación Sandi, donde dan apoyo a niños adolescentes del barrio. Rubí lleva yendo todas las tardes desde que era pequeña.
Después de revisar la agenda del día, recorre las clases de Parvulario sorteando cajitas de cartón que sirven a los niños de juego imaginario. Quiere saber qué niños gitanos están en el colegio. Falta uno. Otra vez. Se apresura a volver al despacho para llamar a la madre. Da golpes secos en la mesa mientras escucha por teléfono las razones de la mujer para explicar por qué su hijo no ha ido a la escuela. No la convencen y sentencia:
—Al niño lo tienes que traer. Tiene que saber leer y escribir.
Es la primera intervención del día y una de las partes más sensibles de su trabajo que consiste en conectar a las familias gitanas con un mundo educativo que, lejos de una apariencia de inclusión, muestra un hecho aplastante recogido en un estudio de la Fundación del Secretariado Gitano: el 63% de los alumnos gitanos abandona los estudios de forma prematura, una realidad que afecta muy especialmente a las mujeres. Los 15 años, la edad de Rubí, es la etapa más crítica, con un abandono que se cifra en un 80% y las somete a una triple discriminación: no tener formación, ser mujer y gitana.
El 63% de los alumnos gitanos abandona los estudios de forma prematura, una realidad que afecta muy especialmente a las mujeres.
Para las integrantes del Proyecto Aracné, el contexto es un factor que determina este drama. Las mujeres gitanas carecen de referencias a las peculiaridades de su cultura en la escuela. Debido a la falta de apoyo familiar o de profesionales que apuesten por ellas, asumen un rol que no aparece en ninguna de las leyes gitanas, y que está más asociado a la pobreza que a otra cosa. Desistir de la escuela sin formación, las convierte en seres invisibles por las responsabilidades familiares que tienen que asumir dentro de los muros de sus casas y solo visibles cuando acompañan a sus maridos en la furgoneta del mercadillo que cada domingo descarga frutas, verduras o textiles en los mercados que se celebran en diferentes puntos de Madrid.
Ese contexto también representa la acumulación de familias gitanas en zonas deprimidas, lo que a la vez implica que ahí surjan colegios que concentran a esa población en especies de guetos, considerados problemáticos por los profesores. No hay ninguna asignatura en el currículum educativo que incluya la cultura gitana ni su historia. Esa historia que la mayoría de la sociedad española no conoce, y que carga con la huella de aquel intento de exterminio de su etnia, sucedido en 1749.
Lidia Muñoz en el despacho del colegio CEIP Manuel Núñez de Arenas, donde ejerce de mediadora, principalmente con familias y alumnos gitanos.
Lidia lo tiene claro mientras continúa su jornada laboral. Ha debido llamar a una madre para recordarle la necesidad de un antibiótico para una niña que llora en el despacho de la enfermería por su dolor de muelas:
—Llevamos en la escuela cuatro días —dice Lidia, refiriéndose al escaso tiempo que llevan las mediadoras gitanas trabajando en los centros educativos.
A las 10:30 a.m., unos golpes en la puerta la interrumpen. La madre a la que Lidia llamó a las 9.15 ha escuchado a la mediadora. Y tras un beso en la mejilla, se despide de un niño desgarbado, ojos chicos y negros que, acompañado de la mediadora gitana, entra en su aula. Se sienta en el corro con sus compañeros que chapurrean canciones. En su mochila ya tiene el bocadillo que no venía de su casa porque su madre no había reunido dinero el día anterior en el mercadillo ambulante. Es el bocadillo que Lidia aseguró en la primera llamada de la jornada para que no acumulara un día más sin ir a la escuela.
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Cuando niña Lidia asistió al colegio todos los días, aunque estuviera enferma, y finalizó la escolarización obligatoria a los 16 años. Tras tres años de trabajo esporádicos, decidió abandonar Aranda de Duero, un pueblo de poco más de 30.000 habitantes en la provincia de Burgos, al norte de España y que no ofrecía oportunidades. A los 19 años compró un billete de ida a Madrid. Portaba una maleta donde cargaba rímel, secador de pelo, oro y “muchos sueños”. Era algo poco habitual salir de su comunidad, emigrar del sacrosanto hogar de la familia gitana y cruzar la frontera de la vida independiente. Esa frontera tenía el peso de un racismo eterno, por lo que Lidia asumió la clandestinidad de no mostrar las marcas de su gitanidad para no encontrar un cerrojo en la búsqueda de trabajo.
Era algo poco habitual salir de su comunidad, emigrar del sacrosanto hogar de la familia gitana y cruzar la frontera de la vida independiente.
—Si me identificaban como gitana en las entrevistas, te cerraban la puerta—recuerda mientras levanta la mano para pedir una botella de agua fría y matar la sed que un refresco no había aliviado.
—No te cogen—reafirma Rubí sin haber terminado su Aquarius.
— ¿Y qué hacen que te identifiquen como gitana? —es mi pregunta sin querer hacer muy evidente mi desconocimiento sobre una cultura que, hasta esa noche, estaba cargado de prejuicios de ilegalidad, marginalidad y leyes arcaicas.
—Por los apellidos —vuelve a intervenir Lidia—. Es una de las cosas que sacan la rama gitana. Yo soy Muñoz y es un apellido común pero un Trujillo o Barrul en Madrid no encuentra trabajo. O les decía que era extremeña porque soy morenita, que estoy en Madrid sola, que era hija de padres divorciados. Eso ya te desmarca (...) Respondía a preguntas de cuántos hijos tenía, porque si encuentran una familia con muchos hijos ya sacan que eres gitana (...) Trabajaba en gran vía en la recepción de un hotel, me llamaba mi madre y colgaba para no mostrar mi forma de hablar. No me identificaron como gitana, es que no me lo dejé ver. Te tienes que estar cuidando.
El trabajo de Lidia Muñoz no acaba en el colegio. Como vecina del barrio es totalmente participativa. En la calle se encuentran con Avelina, una mujer de avanzada edad, a la que acompaña a hacer gestiones.
Su cuidado le permitió acceder a varios trabajos con la paradoja de tener que encontrar otros espacios para compartir con su pueblo la expresión rabiosa de su gitanidad. El culto evangélico puso en contacto a Lidia con mujeres que no habían tenido las mismas oportunidades. Y en ese espacio de fe conoció a Israel a los 21 años, un gitano viajado y sin dinero maltraído que provenía de una familia de reinserción chabolista.
Para sellar su amor no necesitaron recurrir a la tradicional formalización entre los ancianos de las familias, en una comunidad que mantiene la importancia de la estirpe y donde la existencia de contrariedades entre familias puede anular el amor de una pareja. Tampoco fue necesario confirmar su decisión de llegar virgen al matrimonio, tan asociada al prejuicio del machismo gitano con el rito del pañuelo: una celebración en la que una mujer conocida como la juntaora introduce un pañuelo en la vagina de la mujer, confirmando la rotura del himen y la virginidad que honra a la familia. Sin embargo, es una opción voluntaria y que no define a una buena o mala gitana. Actualmente, un 10% de las parejas toman esta opción. El restante se escapa un fin de semana asumiendo que la unión se consuma con el inicio de las relaciones sexuales. Ni siquiera hizo falta boda civil en un Estado que no reconoce el matrimonio por el culto evangélico que profesa el 80% de los gitanos.
Del amor nació Rubí a quien Lidia mimó para darle una crianza gitana bajo el mantra de las leyes no escritas de su pueblo: el respeto a la familia, la palabra dada, la solidaridad y la veneración suprema a los ancianos. Cumplida la crianza, volvió al trabajo compaginando sus estudios de Trabajo social. En 2015, coronó la lucha por su independencia y aceptó el puesto de mediación. Desde entonces, su palabra es ley.
Tras unos minutos Lidia regresa al despacho y le dice a la directora del colegio: Tenéis que tener cuidado, un día nos matan.
—La palabra es un valor, y tengo la misma palabra entre los dos, pero entre personas gitanas, si le das las manos acuérdate que de aquí en un año (…) El título es para trabajar en la sociedad mayoritaria pero con mi gente el título nos da igual. Me respetan porque soy una gitana que tengo un testimonio y sabe que lo que le digo es por su bien—afirma orgullosa.
Después de 39 años, Lidia ya no se tiene que cuidar de mostrar su gitanidad.
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La jornada escolar pasa entre llamadas y trámites con las familias del colegio. Después de la hora del recreo, Lidia llama a una mujer que tiene cita con el padrón. Ella la acompañará para cumplimentar el impreso, puesto que lee y escribe con dificultad. Su trabajo se interrumpe con un grito seco proveniente del despacho de dirección.
—¡A mí no me hacéis esto! —gritaba una voz masculina mientras sonaban los golpes amenazantes de un puño en la pared.
Lidia emergió del despacho y cogió del brazo a un hombre de unos treinta años, moreno como el carbón, barba recortada y zapatillas de andar por casa. Lo sacó a la calle. Le habían comunicado la apertura de un expediente disciplinario ante las faltas reiteradas sin justificar de su hija.
Tras unos minutos Lidia regresa al despacho y le dice a la directora del colegio.
—Tenéis que tener cuidado, un día nos matan
La apertura de un expediente de absentismo supone la intervención de Servicios Sociales y la reducción de una ayuda que en el imaginario colectivo se piensa que es exclusivamente para familias gitanas. Sin embargo, lo cierto es que se otorga a cualquiera en situación de vulnerabilidad social y bajos ingresos. En el lodo de la pobreza, los gitanos muerden el polvo. En mayo de 2020 el secretario de Estado de Derechos Sociales, Ignacio Álvarez, consideró inaceptable que el 90% de los gitanos ganen menos de 310 euros mensuales y el 52% esté en una situación de desempleo. Dato que también incluye una brecha de género, porque las mujeres son las que más sufren estas carencias agravadas por la falta de estudios, el lastre de las uniones tempranas, que se ha reducido, y por las expectativas familiares y sociales.
Rubí Romero Dual, hija de Lidia Muñoz, hace ejercicios extraescolares en la Asociación Sandi.
Históricamente los gitanos han vivido en las periferias de las ciudades y la falta de oportunidades los ha llevado a ejercer oficios precarios, entre los que destaca la venta ambulante que requiere de una licencia tras largos trámites municipales. El que no la obtiene, se ve abocado a un trabajo en la economía sumergida y es habitual encontrarse a gitanos que, sobre cajas de cartón, venden género de todo tipo. La propia cultura gitana, entiende que un miembro de respeto es el que gana el dinero honradamente y repudia al que tiene una forma de vida en los márgenes de la delincuencia. Pero la pobreza es como una rueda que se hereda y se transmite como una enfermedad. Los gitanos tienen una esperanza de vida diez años menor que la media española.
Lidia ya apura las últimas gotas de su botella de agua cuando advierte que si ella hubiera estado allí, el hombre no hubiera perdido el control.
—No puedes traer padres potentes y te sientas a decirle que le has abierto un expediente si piensan que le van a quitar al niño la paga con la que come. ¡Dímelo a mí! Dímelo que yo estoy para eso. Y luego ya le cuentas toda la teoría. No quiero que ninguna familia gitana se siente en mis centros sin estar yo delante. Las malas noticias a mi pueblo las doy yo.
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Rubí, con su nacimiento, sólo trajo buenas noticias ese 23 de abril de 2007. La familia es un lazo inquebrantable, una ley no escrita que ningún gitano osa romper. Llegó al mundo con el misticismo de las cosas extraordinariamente hermosas. Fue la primera hija, nieta y sobrina. La primera madrileña. Un bebé grande de casi cuatro kilos que borró el recuerdo triste dejado por el divorcio de sus abuelos.
La familia es un lazo inquebrantable, una ley no escrita que ningún gitano osa romper.
Quince años después y con notas de matrículas de honor, Rubí ha llegado al último año de escolaridad obligatoria en la que es la única gitana de su clase. Nunca oculta su gitanidad en la escuela, a pesar de que, cuando pedía una calculadora, tenía que escuchar comentarios insultantes sobre la posibilidad de que se la robara para venderla en la chatarra, u observaba cómo, en ocasiones, familias no gitanas la buscaban para salir del asombro de que una gitana estudiara.
Dando el último trago al Aquarius que había pedido dos horas antes, Rubí emerge como la única voz de la mesa:
—Hay racismo. No me enfada, pero me da pena. Conocer a la cultura es enriquecerse, pero no mucha gente quiere. Una profesora organizó una charla con dos mujeres judías y nos contaron el testimonio de su bisabuelo en el campo de exterminio. Y me quedé alucinada porque no dice nada del pueblo gitano. No podemos contar nuestra historia.
Esa historia tuvo su episodio más infame en un intento de exterminio de todo un pueblo, la Gran Redada del siglo XVIII. El 30 de julio de 1749 más de 10.000 gitanos fueron apresados por orden del marqués de Ensenada, entonces ministro del rey Fernando VI. Las mujeres fueron recluidas en cárceles, sometidas a trabajos forzados y separadas de sus maridos y niños en un intento planificado de exterminio biológico de una raza. Fueron las mujeres las que se rebelaron en una carrera de fondo, de desgaste e insubordinación para no desaparecer. Con maldiciones, destrozando el siniestro mobiliario de las cárceles, tapando pozos con jirones de la ropa de cama, arrojando pan a la cara de los verdugos o con intentos de fuga. La operación no se consumó. De no haber sido por un indulto promulgado por el nuevo rey Carlos III, 14 años después, Lidia y Rubí hoy no estarían vivas.
Esa historia tuvo su episodio más infame en un intento de exterminio de todo un pueblo, la Gran Redada del siglo XVIII.
El 30 de Julio de 2020, Pablo Iglesias, entonces vicepresidente del gobierno español, pidió perdón al pueblo gitano por lo que consideró un intento de genocidio institucional y siglos de racismo continuado.
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Lidia pide la cuenta. Es medianoche y mañana tiene que ayudar a una mujer de menos de treinta años que aún no ha escolarizado a su hijo.
—Al estudiar no se deja de ser gitana. Al compartir con personas no gitanas no se deja de ser gitana. En la lucha por vivir mejor no se deja de ser gitana. ¿Sabes cuándo se deja de ser gitana? Criar a tu hija sin contarle la historia. Criar a tus hijos sin ponerlos en el contexto real que tienes alrededor. Criar y no enseñarles las leyes no legisladas del pueblo gitano. El tener a las personas mayores como lo mejor de nuestras casas. Llamarles tíos con respeto. Mi comunidad sabe que soy gitana.
Turistas y vecinos del barrio de Vallecas, donde se encuentra el colegio Manuel Núñez de Arenas, pasan las tardes para ver la puesta del sol en el parque de Las Tetas. Estas pequeñas montañas son rellenos que se hicieron para tapar las chabolas, o invasiones, borrando así la cara del barrio.
Rubí, asintiendo, confirma con orgullo el alegato de Lidia. Quiere ser abogada para defender a su pueblo de las injusticias. Es la Rubí, que no muestra rabia después de siglos de racismo contra el pueblo gitano. La misma que el dos de julio se sumergió en las aguas de un río para ser la primera de la familia que se bautizaba en la religión evangélica. Una Rubí que emerge con la potencia de una generación que rompe prejuicios racistas. La Rubí que quiere viajar a París para conocer mundo. Ella es la piedra preciosa de generaciones de mujeres que rompieron barreras. Escucha flamenco y lee poemas de la escritora y cantante romaní Papusza y ha elegido, en su colegio, una asignatura de oratoria para aprender a convencer con la palabra.
La libertad para Rubí, lleva la marca del orgullo de ser gitana.