Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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La heroína de esta historia, Paula Geralda Alves, dejó las plantas que estaba regando al ver la expresión en el rostro del técnico de seguridad del vivero. El hombre había salido corriendo de su oficina en el galpón para encender la radio en una de las camionetas de la empresa. Ceño fruncido, pasos apresurados. Algo iba mal. Eran casi las cuatro de la soleada tarde del jueves 5 de noviembre de 2015 y los ruidos que se escuchaban eran una banda sonora extraviada. 

—Parecía avión, helicóptero, tempestad, lluvia, crecida de río. Pero el sol estaba así: lindo y maravilloso... Ese sol, ¿sabe? 

Ese sol. Todos los sobrevivientes recuerdan aquel detalle. Era un día soleado, seco, sin lluvia en las afueras de Bento Rodrigues, un pueblo a 124 kilómetros de Belo Horizonte, la capital del estado de Minas Gerais.

Alguien bromeó: es el pau de arara, las viejas camionetas donde los trabajadores —mineros, campesinos— viajan en la parte de atrás, de pie, apretados y en jolgorio, como en una jaula de papagayos. Pero el pau de arara pasó y el barullo continuó. Parecía avión, helicóptero, tempestad, lluvia, crecida de río.

Paula trabajaba en Brandt Meio Ambiente, una empresa que cultivaba mudas de árboles para que la minera Samarco reforestase la tierra después de aplanar las montañas de la zona al extraer itabirito, un mineral de hierro. Samarco, la décima minera exportadora de Brasil, controlada por dos gigantes globales —la brasileña Vale y la australiana británica BHP Billiton— empleaba directa o indirectamente a catorce mil personas en la zona. Paula, la reforestadora, era una de ellas. Cuando el técnico de seguridad encendió la radio, Paula y sus ocho colegas escucharon una confusión de gritos, llantos y la noticia de que Fundão, la represa de desechos mineros, había reventado. Eran los empleados de Samarco que lloraban ante el espanto.

—Se estaban avisando. Pero a nosotros nadie nos había avisado. 

Parecía avión, helicóptero, tempestad, lluvia, crecida de río. Pero el sol estaba así: lindo y maravilloso... Ese sol, ¿sabe? 

Nadie les había dicho a los trabajadores del vivero que a las tres y media de la tarde se había roto una represa llena de lama y que una ola de ese material tóxico iba hacia ellos. Una represa que debía estar llena de tierra dura y compacta, pero que se había llenado de agua sin que nadie lo notase para convertirse en una masa fétida, mezcla de lodo y metal, que corría a 15 kilómetros por hora. Una pasta líquida de arsénico, plomo y mercurio, con olor a sal, a barro, a ácido, a porquería. Una masa de color terracota, los residuos venenosos de la extracción del hierro, que raspaba la piel y disolvía la ropa de quien era arrastrado por ella. Antes de desbordarse, la lama había ocupado una represa de la superficie del Central Park de Nueva York, repleta de desechos que llenarían diecinueve veces el estadio inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres. 

Así comenzó la mayor tragedia ambiental de la historia brasileña, horas antes de que se contaminase una de las mayores cuencas hidrográficas del país, aniquilando uno de los ríos más importantes de Brasil. Así comenzó la muerte de la cuenca del río Doce, una zona de 86 mil kilómetros cuadrados —algo así como la suma de las áreas de Jamaica y Panamá—, que baña 228 ciudades. Tres millones y medio de personas se quedarían sin agua potable durante meses y terminarían secuestrando a punta de pistola camiones cisterna en las calles.

Cuando Paula escuchó el llanto en la radio habían muerto catorce trabajadores de Samarco ahogados o aplastados por la lama. Cinco personas más morirían en Bento Rodrigues en los siguientes diez minutos: dos niños y tres ancianos. Pero en ese momento, nadie sabía nada. En el pueblo quedaban la mitad de sus seiscientos habitantes. Estaban los abuelos, las costureras, los profesores, los niños en edad escolar. También estaban algunos agricultores, de vuelta a casa tras concluir la jornada en el campo. Nadie les había avisado nada. 

—¡No sé ustedes, pero voy a avisar a mi gente! —gritó Paula, mientras salía corriendo del galpón para subirse a su moto y acelerar hacia Bento Rodrigues. 

Así comenzó la muerte de la cuenca del río Doce, una zona de 86 mil kilómetros cuadrados —algo así como la suma de las áreas de Jamaica y Panamá—, que baña 228 ciudades.

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Bento Rodrigues, el caserío al que se dirigía Paula, no llegaba a trescientas casas. Eran un poco menos de setecientos diez vecinos; la mayoría trabajaba para Samarco o para alguna de las empresas que le brindaban algún servicio, como el vivero. Los otros se dedicaban a cultivar pimentabiquinho, un pequeño ají en forma de gota, de un color rojo brillante. Había un par de riachuelos con sus respectivos puentes, casas blancas con tejados anaranjados, patios grandes, una escuela. Pero también había una amenaza en las montañas que rodeaban a Bento: las represas de Fundão y Santarém. La primera en teoría llena de tierra compacta, y la segunda repleta del drenaje de agua de la minería y de Fundão. 

Bento Rodrigues, Bento para los vecinos, comenzó como un caserío en el siglo XVIII, bautizado con el nombre de un bandeirante, uno de los pioneros de la época colonial brasileña, cuando adentrarse en el país-continente prometía tierra y riquezas. Bento, el bandeirante, encontró su promesa: una mina de oro. 

En Bento, el caserío, quedaba una de las primeras iglesias de Minas Gerais, São Bento, fundada en 1718 cuando este ya era un importante centro minero. Por el centro del pueblo pasaba la Estrada Real, un camino histórico brasileño, ahora una ruta turística que recorre los lugares más importantes del Brasil imperial. Ahí quedaba el Bar da Sandra, un punto que aparecía en las guías turísticas alabando la sazón minera de la dueña. Había un hotel-hacienda a la entrada del pueblo, y también había una cascada de quince metros de altura, la Cachoeira de Ouro Fino. Hasta ahora nadie ha borrado las fiestas patronales de julio de la lista de recomendaciones turísticas en la web del municipio de Mariana. Sobre su mapa se dibujan diez distritos. Cada uno formado por un puñado de pueblos. Eso eran Bento Rodrigues y Paracatú de Baixo antes de que los cubriera la lama. 

Bento Rodrigues comenzó como un caserío en el siglo XVIII, bautizado con el nombre de un bandeirante.En Bento, el caserío, quedaba una de las primeras iglesias de Minas Gerais, São Bento.

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Las peores tragedias en la industria minera se leen como un ensayo sobre la claustrofobia. La mayoría de las veces son historias de hombres enterrados bajo tierra, mineros a los que podemos imaginar en una cueva oscura y húmeda, rogando porque la ayuda llegue antes de que se les acabe el oxígeno o se desplome el túnel. Pero el accidente más grave de la historia de la minería en el planeta ocurrió bajo un sol brillante, con un cielo despejado, cuando una enorme corriente de lama atravesó montañas y, aprovechando los cauces de los ríos, cubrió dos pueblos en menos de tres horas y se derramó días más tarde, en el océano Atlántico, después de arrastrar personas y vacas, cerdos, caballos, perros, gatos, gallinas, patos, peces, sapos, pájaros, larvas y miles de especies vegetales endémicas de dos estados brasileños: Minas Gerais y Espírito Santo. 

La lama también asesinó al río Doce, un río de 853 kilómetros de largo a donde van a desembocar las aguas de los ríos Casca, Guandú, Manhuaçu, Piracicaba, Santo Antônio y Xopotó. La cuenca más importante en el Sureste de Brasil. El Nilo brasileño. El drenaje de dos estados. Las aguas que bañan 40 ciudades. El lugar sagrado de un puñado de tribus. El dulce lugar de juegos de miles de niños. La vía por donde entraron los exploradores europeos desde el siglo XVIII para estudiar a las plantas y a los indios bocotudos, el corredor por donde llegaron los colonizadores durante esos mismos años. En el siglo XX, por el valle del río Doce —o Vale do Rio Doce— pasó el ferrocarril de Vitória a Ouro Preto. En el siglo XXI una de las propiedades de la Vale —la poderosa minera fundada con el nombre de Vale do Rio Doce— acabó con sus aguas. Demoró dos semanas y un día. 

Los desechos químicos también asesinaron a un capítulo de la literatura brasileña. En 1781, el fraile Santa Rita Durão —nacido en un pueblo a pocos kilómetros de Bento Rodrigues— mencionaba al río Doce en el poema épico Caramuru. El epígrafe de este libro, Lira itabirana, fue escrito dos siglos más tarde por el poeta Carlos Drummond de Andrade y anuncia las lágrimas y amargura que la Vale vertió en el Doce. En 1996, el caricaturista Ziraldo publicó O menino do Rio Doce, sobre su niñez a la orilla del Doce. Ziraldo tenía la certeza de que había nacido el día en que vio el río por primera vez. 

En el siglo XXI una de las propiedades de la Vale —la poderosa minera fundada con el nombre de Vale do Rio Doce— acabó con sus aguas. Demoró dos semanas y un día.

Las autoridades ambientales del Ministerio Público de Espírito Santo y del Servicio Autónomo de Agua y Alcantarillado de Minas Gerais lo declararon muerto diez días después del horror. Los ríos perecen en largas agonías, después de décadas de maltrato, como el Ganges, en India, lleno de cadáveres en descomposición o el Salween, en el sudeste asiático, repleto de metales pesados y abandonado por los peces. Cuando llega la noticia de que ahí no hay más peces, más alga, más nada, ha pasado tantos años pudriéndose que hace tiempo es tomado por un cadáver viviente. El río Doce murió de súbito. La burocracia extendió por adelantado el certificado de defunción. El río antes lleno de peces, niños y pescadores apareció oscuro y marchito. Durante una semana, las personas se reunieron en los puentes o en las márgenes del río para ver llegar la lama y llorar mientras los peces saltaban de las aguas, sofocados, y un par de minutos después flotaban, muertos. 

La cuenca más importante en el Sureste de Brasil murió en dos semanas y media. El Nilo brasileño. El drenaje de dos estados. Las aguas que bañan 40 ciudades. El lugar sagrado de un puñado de tribus. El dulce lugar de juegos de miles de niños. / Shutterstock.

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Paula, la señora del vivero, subió a su moto, una Joy Plus roja a la que llama Berenice, y salió gritando por las calles de Bento: 

—¡La represa reventó, corran que la represa reventó, corran que la represa reventó!

Atrás habían quedado sus compañeros y sus gritos. 

—Paula, vuelve, Paula, vuelve, Paula, vuelve –—pero no les había hecho caso a sus colegas. 

Lo que ellos veían, y que Paula no vio, era una catarata de lama que se precipitaba doscientos metros entre las montañas para luego recorrer dos kilómetros y trescientos metros hacia Bento llevándoselo todo. Lo que ellos veían desde el vivero y fuera de peligro, era a Paula en su pequeña moto roja con la lama a pocos metros de las llantas. Ellos, sus compañeros de trabajo, vieron a la pequeña Paula —con su poco más de metro cincuenta de obstinación— cruzar un puente que en unos minutos quedaría arrugado y arrancado como un papel por ese mar espeso y achocolatado. 

—Gracias a Dios resultó. Las personas escucharon, salieron corriendo. Si salvé a una sola persona me siento feliz —dice Paula, a quien ahora llaman heroína. 

En el relato bíblico de Sodoma y Gomorra, un dios castigador está a punto de arrasar con un pueblo de pecadores y envía a que un ángel salve a Lot, un hombre justo, con la condición de que él y su familia se marchen sin mirar atrás. Su mujer vuelve la vista a su antiguo hogar y queda convertida en estatua de sal. Aquel 5 de noviembre de 2015, Paula Geralda Alves fue la mujer que no volteó a mirar atrás mientras gritaba a sus vecinos que huyeran. No fue a buscar a su hijo, no fue a buscar a su madre. Fue a salvar a su pueblo. A todos. Sólo se dio cuenta de lo que había hecho días después. 

Los ríos perecen en largas agonías, después de décadas de maltrato, como el Ganges, en India, lleno de cadáveres en descomposición o el Salween, en el sudeste asiático, repleto de metales pesados y abandonado por los peces.

Sólo cuando llegó a lo alto de la loma y vio que casi todo mundo estaba a salvo, mientras los sobrevivientes subían a camiones y camionetas para intentar salir de allá, Paula miró hacia atrás. Habían pasado sólo seis minutos desde que subiera a Berenice para dar la voz de alarma. Al mirar no vio nada más que barro ácido y apestoso. En seis minutos, a Bento se lo había tragado la lama. 

En seis minutos, a Bento se lo había tragado la lama.

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El lindo sol de aquel 5 de noviembre estaba empezando a ponerse cuando el sonido de un helicóptero rompió la calma de Paracatú de Baixo, un pueblito al este de Bento Rodrigues. Eran las seis de la tarde, habían pasado dos horas y media desde la rotura de la represa, y por aire llegaban las malas noticias. Los niños, curiosos, corrieron hacia el helicóptero que se había posado en su cancha de fútbol. Un bombero bajó y avisó que tenían diez minutos para correr a la parte más alta. Después se alejó por donde vino. 

Valdir Pollack estaba en su finca, a un par de kilómetros de Paracatú de Baixo, revisando unas plantas frente al portal de su casita cuando uno de sus vecinos pasó a caballo avisándole que tenían que evacuar. Valdir, alto y delgado, ojos claros detrás de minúsculos anteojos, con un bigote bien recortado y una desordenada melena ceniza, huyó. 

Había sido un buen día. El cultivo estaba bien, las siembras de agosto, septiembre y octubre habían crecido con fuerza. La siguiente semana empezarían a cosechar lo plantado en agosto. Las abejas seguían produciendo miel. Amarelim y Pretim, sus perros, corrían felices por la parcela. Los trabajadores que lo ayudaban en esa huerta orgánica habían vuelto a sus casas. En minutos, ciento veinte familias lo perderían todo. La escuela estaría sepultada. No quedarían las plazas, el campo de fútbol, la cuadra polideportiva ni el puesto de salud. Sólo quedaría en pie la iglesia. En pie, apenas con los campanarios a salvo de la lama. 

Valdir Pollack, en su finca, a un par de kilómetros de Paracatú de Baixo, revisando unas plantas frente al portal de su casa.

Un año y medio después de aquel día, Valdir Pollack ha vuelto a su finca e intenta recuperar su rutina. Los martes y los sábados viaja a Mariana, a vender sus productos orgánicos en la feria de agricultores que queda al lado del Centro de Convenciones. 

En la feria se refugia del sol bajo una tienda verde. Sobre la mesa, en gavetas de plástico blanco hay cuarenta tipos de productos. Varias clases de lechuga, jiló, espinaca, berro, pitanga. Hay miel de abeja, pero no la que él producía en su finca: las colmenas están en una zona alta de su propiedad a la que no ha podido entrar desde hace más de un año. 

—Las abejas están allá, en medio de los árboles. Yo no las toco. Estoy esperando. La miel es de un amigo que me la trae para atender a mis clientes. 

Sus compradores lo saludan, conversan sobre el clima, le preguntan por la huerta, le preguntan por los precios. Él, camisa blanca con rayas azules, mangas largas, cabello despeinado, sonríe, es simpático y ofrece aquello que sacó de la tierra en la madrugada. 

—De nada. Gracias a usted, ¡buen fin de semana! —le dice a un cliente que se lleva medio kilo de jiló por un real y cincuenta centavos (casi cincuenta centavos de dólar). El jiló, una suerte de berenjena diminuta y verde, es una verdura amarga que se usa en los platos típicos de Minas Gerais. 

En el relato bíblico de Sodoma y Gomorra, un dios castigador está a punto de arrasar con un pueblo de pecadores y envía a que un ángel salve a Lot, un hombre justo, con la condición de que él y su familia se marchen sin mirar atrás.

Valdir Pollack no perdió su casa ni la mitad de su finca, pero la parte baja de su propiedad fue destruida. Un año después, Samarco —que ahora esconde su marca tras Renova, la fundación que creó para compensar los daños— envió a un equipo para remover la lama y plantar leguminosas para recuperar el suelo. Retiraron la capa de desechos que llegaron hasta la puerta de la casa. Demolieron la casa donde se sacaba la miel de las colmenas y se ponía en frascos. Había sido empujada por la corriente y su piso estaba cubierto por varios centímetros de lama. Igual que la casa donde dormían los estudiantes de agricultura orgánica de la escuela agrícola Paulo Freire, que iban a hacer pasantías en su finca. Demolieron todo diciendo que lo iban a reconstruir. No volvieron más. 

Quedaron las leguminosas. Frijoles que crecerán y morirán sin alimentar a nadie. Cuando sean plantas adultas, serán cortados y volverán a la tierra, para oxigenar el suelo y crear materia orgánica. 

—Fui alcanzado, aunque mi casa no cayó. Hoy me siento frustrado con la reacción, no sólo de Samarco, también del ministerio de Medio Ambiente. Perdí mi casa de miel, la casa de apoyo para los pasantes de la escuela y ni siquiera comenzó la reconstrucción.

Hoy, Valdir Pollack tiene setenta y un años y está solo como nunca antes. Hace años quedó viudo. Su hija, enfermera, vive en los Estados Unidos. Su hijo vive más cerca, en Betim, un municipio cercano a Belo Horizonte, y lo visita los fines de semana. Pero se ha quedado sin vecinos. Menos de diez familias —las de las casas más altas— aún viven en la zona. Las personas que trabajaban en su huerta ahora viven en Mariana. Desde febrero de 2016 Samarco contrata a un transporte que los lleva y los trae desde allá. Pollack se quedó sin cosecha ni ventas durante medio año y ahora ajusta sus gastos para pagar los salarios, pero el dinero no le alcanza para ahorrar y reconstruir lo perdido. 

Valdir Pollack tiene setenta y un años y está solo como nunca antes.

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Para llegar a Paracatú de Baixo desde Mariana hay que sortear cuarenta y cinco minutos de vericuetos. Salir hacia un puente y pasar frente a una gasolinera. Luego, a doscientos metros, hay que girar a la izquierda en un cartel que dice Águas Claras y Cláudio Manoel. Cruzar otro apretado puente para entrar a Monsenhor Horta y tener cuidado para no perderse en ese pueblo de callecitas estrechas. Al salir, después de recorrer nueve kilómetros, hay una bifurcación. La de la derecha llega a Paracatú de Baixo. 

Cuesta imaginar un pueblo al pasar por estos hierros retorcidos, maderas arrancadas de cuajo, lama café con un fondo rojizo pintándolo todo. Pero estos hierros, maderas y paredes antes fueron un pueblo a orillas del río Guaxalo do Norte, con calles adoquinadas, casas tejadas, ciento veinte familias y una famosa fiesta popular que se celebró durante medio siglo. Cada Folia de Reis, entre el 26 de diciembre y el 5 de enero, las personas iban de puerta en puerta, de pueblo en pueblo, cantando y contando la historia de los Reyes Magos, guiados por una estrella, hasta llegar al niño Jesús. De Paracatú de Baixo iban a Furquim, a Monsenhor Horta, a Bandeirantes, a Águas Claras y, de vuelta, a Paracatú de Baixo. Con los regalos recibidos en los otros pueblos, la Folia terminaba en una fiesta comunitaria el 6 de enero. Ya no más. 

En minutos, ciento veinte familias lo perderían todo. La escuela estaría sepultada. No quedarían las plazas, el campo de fútbol, la cuadra polideportiva ni el puesto de salud. Sólo quedaría en pie la iglesia. En pie, apenas con los campanarios a salvo de la lama. 

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En medio de las ruinas de Paracatú de Baixo, un poste de cemento, una caja de metal, una enorme bocina elevada. Otra, igual, en el terreno de Valdir Pollack. Son las alarmas sonoras que Samarco instaló meses después del desastre. 

Valdir Pollack dice que no saldrá de su terreno. Algún día, en el 2019 según Samarco, sus antiguos vecinos se mudarán al nuevo Paracatú de Baixo, que quedará a dos kilómetros y medio del antiguo. Mientras tanto tienen que viajar cada día más de treinta y cinco kilómetros desde Mariana. Los poquísimos vecinos que le quedan, las otras casas que no cayeron, tampoco quieren irse. La vida siguió: plantaron yuca, jabuticaba y sandías en las zonas que se libraron de la lama. 

Abajo, en el pueblo, casi todo es café rojizo. Es imposible adivinar el color de las puertas de las casas, cómo fueron los tejados que ya no están, las dimensiones de las tapias que ya no existen. Hay un par de construcciones donde quedó una línea recta, que revela el verde claro de aquel muro, el blanco del otro. En las paredes de la iglesia, a cuatro metros del suelo, esa misma línea que parece trazada con una regla anuncia un antes y un después. Hacia arriba, tabiques blancos, tejas antiguas, dos campanarios. Hacia abajo, la lama.

Meses después varios carteles amarillos fueron colocados en el pueblo: 

Atención: local con riesgo de accidente.

Meses después varios carteles amarillos fueron colocados en el pueblo: Atención: local con riesgo de accidente.

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Los portugueses entraron por el río Doce y mandaron noticias a Rio de Janeiro. En la zona que llamaron Ribeirão do Carmo, instalaron un campamento. Había oro. Mucho oro. Sólo al escarbar la superficie, encontraron pepitas y más pepitas. El 18 de abril de 1711, el gobernador de Rio de Janeiro, Antônio de Alburquerque Coelho de Carvalho firmó la fundación de la Villa de Ribeirão de Nossa Senhora do Carmo. Treinta y cuatro años después, el rey João V de Portugal le hizo un espléndido regalo a su esposa, Maria Ana de Áustria, y rebautizó a su capital minera como Cidade Mariana. 

Mariana fue la primera villa de las Minas Generales. Hasta hoy, en Brasil, sólo el estado de Amazonas responde tan bien a su nombre como Minas Gerais. Si se entra al estado por la frontera con Goiás, se verá primero una enorme mina a cielo abierto, escarbando las paredes blancas de lo que queda de una montaña. Al lado, una ciudad. Luego otra mina, y una ciudad. Una ciudad y a la salida, una mina. A Minas también se la conoce por ser un estado ganadero —queso de Minas es sinónimo en Brasil de queso fresco— y por su influencia política. Hasta los años treinta del siglo XX, en Brasil dominaba la política del café con leche. Los políticos del café, eran los poderosos barones productores de café de São Paulo. Los políticos de la leche, los ricos productores ganaderos de Minas Gerais. 

Los portugueses entraron por el río Doce y mandaron noticias a Rio de Janeiro. En la zona que llamaron Ribeirão do Carmo, instalaron un campamento. Había oro. Mucho oro. Sólo al escarbar la superficie, encontraron pepitas y más pepitas.

Mariana fue la primera ciudad de ese territorio que todavía hoy alimenta al país. En estos tiempos, todos sus habitantes no alcanzan para llenar el estadio Maracaná. Casitas blancas, tejas terracota y naranja, puertas y ventanas azules. Calles empinadas y empedradas. Palmeras. Montañas. Si no fuera por los carteles, parecería que nada ha ocurrido en esta ciudad en los últimos cincuenta años. Carteles que asoman en los hoteles, en las panaderías, en edificios chatos: ‘Volta Samarco’. Vuelve Samarco. ‘Apoiamos a volta de Samarco’. Apoyamos el regreso de Samarco. 

El 6 de noviembre de 2015 empezaron a llegar los refugiados a Mariana. Ese día y las semanas siguientes, la ciudad se volcó sobre ellos con compasión. Con el tiempo, con los problemas de la convivencia con los desconocidos, con la caída del empleo en la ciudad, con la falta que empezó a hacerles la mina, una parte de esa compasión se convirtió en rabia. 

Una ciudad junto a una mina vive en peligro. Es una vecindad que a veces conviene evitar. En Suecia, están llevando a la ciudad de Kiruna a un lugar seguro antes de que el hoyo de la mina de hierro se la trague. Los suecos demoraron catorce años en ejecutar el plan. En Chile, un pueblo fue obligado a mudarse de sitio. Chuquicamata, que comenzó como un campamento minero, fue destruido y sus habitantes tuvieron tres años para recoger sus cosas e irse a Calama, a quince kilómetros de ahí. Ahora hay moradores de Mariana que les dicen a los refugiados que la minera Samarco siempre quiso mudar a Bento Rodrigues. La minera no lo confirma. Y no hay registro conocido de ello. Los vecinos de Paula juran que nunca nadie les habló de algo así. 

Si Bento hubiera cambiado de domicilio, hoy cien alumnos seguirían en su escuela, 225 familias conservarían su patrimonio y cinco vecinos estarían vivos. Pero ello no habría salvado a catorce empleados de la mina ni a quién sabe cuántos habitantes de Paracatú de Baixo, que no tenía un sistema de alarma para avisarles del peligro. Ellos sobrevivieron porque la tragedia en Bento alertó a los bomberos a estudiar el trayecto de la lama. Ellos vieron hacia dónde iba la corriente y salvaron a los vecinos de Paracatú. La lama igual se habría derramado hasta el Atlántico, matando la vida en el río Doce y dejando con sed a más de tres millones y medio de personas que vivían en los municipios de su orilla. La minera, dice el ministerio público de Brasil, alteró la represa sin respaldo técnico. No le hizo mantenimiento. No se dio cuenta de que una sopa de barro y basura tóxica iba filtrándose por la tierra hasta hacerla ceder. 

Ahora hay moradores de Mariana que les dicen a los refugiados que la minera Samarco siempre quiso mudar a Bento Rodrigues. La minera no lo confirma. Y no hay registro conocido de ello. Los vecinos de Paula juran que nunca nadie les habló de algo así.

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Efigênia Pereira Gonçalves cultiva una couve —un repollo de origen portugués y color verde intenso— en un balde para ver si se distrae. Junto a la ventana del departamentito donde la envió la minera, la mujer de 77 años cuida una planta para no morir de nostalgia. Desde el primer piso del edificio en el que vive, Efigênia extraña a sus gallinas. Su huertita. Su ají. Sus tomates. Su jiló y su quiabo, esas verduras indispensables en la gastronomía de Minas Gerais. Extraña salir a su patio a cosechar la siembra. Extraña a sus vecinas, la charla en la ventana, los niños corriendo y gritando a la salida de la escuela. El silencio de las tardes en Bento Rodrigues. 

A la señora Pereira no le gusta Mariana. Le parece una ciudad grande, bulliciosa, insegura. Los niños no corren por la calle. Tiene que acordarse de pasar el picaporte en las noches antes de dormir. Encuentra que hay demasiados carros y que van demasiado rápido. Demasiadas bocinas. También encuentra miradas incómodas cuando sale a comprar en el supermercado y saca la tarjeta que Samarco les da a los damnificados para pagar. Ha escuchado que dicen a sus espaldas: “Me hubiera gustado vivir en Bento, tendría la vida resuelta: nada que hacer y dinero para gastar”. Su hijo, Antônio Pereira Gonçalves, uno de los líderes de los refugiados, le recuerda que es mejor callar. 

Efigênia extraña a sus gallinas. Su huertita. Su ají. Sus tomates. Su jiló y su quiabo, esas verduras indispensables en la gastronomía de Minas Gerais.

Algunos de sus vecinos han vuelto de visita a Bento. Se han sentado en el piso donde antes quedaba su cocina, llevaron un termo para tomar café. Ella no aguanta la idea. Está ansiosa por volver a vivir en Bento pero sabe que no será lo mismo. No serán las mismas casas. Las calles no tendrán el mismo tamaño. Quizás no tenga los mismos vecinos. Y eso también será un perjuicio. 

Otros perjuicios: el fin de la mayor fuente de agua de la región. Los pescadores que se quedaron sin trabajo para siempre. La muerte de un ecosistema. Las muertes de diecinueve personas, cuyo juicio fue suspendido porque el abogado de Samarco alegó que la policía federal había espiado las conversaciones de los ejecutivos mineros sin autorización. Los fiscales brasileños llevan más de un año intentando llevar a la cárcel a los directivos de Samarco. Acumularon las pruebas de que la represa no tenía mantenimiento, que se hicieron obras sin sustento técnico, que no funcionaban los aparatos para medir la humedad. Hasta ahora, los juicios —uno por cada causa— siguen empantanados. O fueron anulados.  

La señora Pererira extraña salir a su patio a cosechar la siembra. Extraña a sus vecinas, la charla en la ventana, los niños corriendo y gritando a la salida de la escuela. El silencio de las tardes en Bento Rodrigues. 

Mauro —otro vecino de Bento— prefiere no dar entrevistas, pero por teléfono me cuenta que hoy está mejor, más tranquilo, porque ha conseguido un trabajo como chofer de un camión que lleva productos agrícolas a otras ciudades. Duerme varias noches fuera de casa, maneja sin parar, pero está contento porque está ganando su dinero. A pesar de las promesas de Samarco —que las fincas volverán a producir, que los comercios volverán a abrir, que ayudarán a que todos consigan trabajo— Mauro no sabe si algún día de verdad tendrá una casa en el nuevo Bento. Es mejor volver a comenzar. 

Duarte Júnior —alto, delgado, vestido de jeans y camisa y siempre listo para una selfie en la calle—, ha tenido años agitados en la política. Era concejal hasta que el antiguo alcalde de Mariana fue destituido por corrupción. Después él tuvo que asumir la alcaldía y empezó un plan de austeridad para ahorrar en el municipio, porque el precio de los minerales había caído a la mitad. Entonces se rompió la represa de desechos tóxicos y él organizó a la ciudad para recibir a los refugiados: dispuso el Centro de Convenciones y reunió colchones, agua y ropa. Cuando empezaba a anochecer el 5 de noviembre y ninguno llegaba, Duarte Júnior temió que hubieran muerto todos. 

Un año y tres meses después de ese día, en enero de 2017, Duarte Júnior estrenaba frente a la ciudadanía un discurso optimista. Había ganado las elecciones de alcalde y las cuentas del municipio estaban al día. 

—En Brasil, más del 75% de las alcaldías están con las cuentas en rojo. Mariana no. Si hay algo que este gobierno tiene que celebrar es que cuidamos el dinero público. No nos preocupamos con ganar la reelección, así que disminuimos los gastos. Ahora pagamos medio millón de reales al mes por recolección de basura. Antes, gastábamos un millón. 

Lejos de los micrófonos, el optimismo del político es más mesurado. El alcalde no sabe hasta cuándo durarán las cuentas en azul, pues sin Samarco de pronto perdieron cuatro millones de reales al mes. De cada 100 reales que la ciudad tenía para gastar, 89 venían de la minería. Mariana, que jamás pasó de un 8% de desocupación, ahora tiene al 26% de su población desempleada. Duarte Júnior reclama que Samarco incluya un presupuesto para Mariana dentro del plan de medidas de reparación. 

Tras la tragedia la minera se marchó y Mariana, tan dependiente de ella, no tenía un Plan B. Un cierre llevó a otro: los desempleados de la mina no tenían dinero para comprar ropa nueva o salir a restaurantes. Los hoteles se quedaron sin los ejecutivos y los técnicos que venían a ocuparse de la producción de Samarco. 

En Brasil, más del 75% de las alcaldías están con las cuentas en rojo. Mariana no. Si hay algo que este gobierno tiene que celebrar es que cuidamos el dinero público. No nos preocupamos con ganar la reelección, así que disminuimos los gastos.

Es viernes y frente a la oficina del Sistema Nacional de Empleo se acumula una fila a lo largo de una cuadra. Duarte Júnior sabe que los carteles que piden la vuelta de Samarco resultan ofensivos y dolorosos para quienes perdieron a sus familias, pero también entiende que la ciudad necesita a la minera. Los jóvenes han estudiado pensando en trabajar para Vale, la dueña de Samarco. Quieren ser ingenieros en minería, técnicos en minería, cobrar salarios de minería: después de todo, los precios de los metales se han recuperado. 

—Es obvio que tenemos que buscar diversificación. Pero esta es nuestra realidad hoy —dice el alcalde. 

Antônio Diniz, gerente del Hotel Providência, no cree en los discursos del alcalde. Ni de ningún político de Mariana. “La ciudad paró y la alcaldía no tomó ni una sola decisión para cambiar la economía de la ciudad. Sólo se la pasan reclamando que Samarco no funciona y que no hay recaudación debido a la tragedia”. Diniz —que dice no tener intenciones de postularse a alcalde— ofrece a quien lo quiera escuchar una lista de alternativas para resolver el problema de la ciudad. 

—Mariana no supo ni usar la tragedia a su favor. 

Cuando Mariana ocupaba los titulares de la prensa brasileña, se tendría que haber pedido la instalación de una planta industrial en la zona, dice el hotelero. Se le ocurre que ahí podía funcionar una fábrica de asientos para los coches de la Fiat. O una línea de fabricación de licuadoras de Brastemp. Ofrecer un polo industrial. Excepción de impuestos durante un par de años. Y reclama algo más: todos los titulares hablaban de la tragedia en Mariana. 

—Nunca salió el alcalde a decir que no era Mariana, que eran Bento Rodrigues y Paracatú de Baixo.

Todos los titulares hablaban de la tragedia en Mariana. Nunca salió el alcalde a decir que no era Mariana, que eran Bento Rodrigues y Paracatú de Baixo.

Así, Diniz vio cómo se caían una tras otra las reservaciones en el hotel. Mariana y Ouro Preto, su vecina, son las capitales del barroco brasileño: iglesias, edificios, arquitectura. El destino favorito de los colegios para las excursiones a propósito de la historia de la colonización portuguesa en Brasil. Llamaban porque habían escuchado las noticias y le decían: no vamos a ir, no podemos hacer que nuestros niños pisen suelo tóxico. ¿Mariana no está cubierta de lama? 

La fachada del Hotel Providência es blanca, con ventanas y puertas de madera pintadas de azul. Dos palmeras flanquean la entrada. Hasta 1969 funcionó ahí el Hospital São Vicente, creado por las Hijas de la Caridad de São Vicente de Paulo. Aún queda una capilla junto a la recepción. Durante meses, varios refugiados vivieron en el hotel y rezaron ahí. 

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En la escuela, a los hijos de los damnificados los llaman pie de lama. Les dicen que si su papá tiene un carro es porque Samarco se lo regaló. Les reclaman que tienen una buena vida, mantenidos por la minera. Samarco paga el alquiler de las casas. Una cesta básica de 300 reales y un salario mínimo —1000 reales— por jefe de familia, más un 20% por dependiente. 

Duarte Júnior, el alcalde, entiende el resentimiento que hubo contra los refugiados cuando la ciudad empezó a sentir la crisis. Cuando las tiendas se quedaron sin clientes y los hoteles sin huéspedes. Una parte de su campaña de reelección la dedicó a hablar sobre el respeto a quienes habían sufrido la tragedia. 

En la calle Bom Jesus, 180, en el centro de Mariana, al lado de la escuela de conducción Sofía, queda la oficina de la Comisión de Damnificados. No hay un cartel que lo señale, pero se la encuentra con facilidad. Allá se reúnen los refugiados de Bento y Paracatú con la Fundación Renova, la cara amable que inventó Samarco para organizar la ayuda y sacar a su marca de los titulares sobre la tragedia. Uno de sus líderes es Antônio Pereira Gonçalves, el hijo de la mujer que cultiva una col en un balde para distraerse. 

—En Bento todos tenían carro o moto. Los domingos eran para juntarse con los vecinos a hacer un churrasco. Cuando hacemos eso aquí, nos juntamos para llevar una carnecita, los vecinos hablan: mira, ellos tienen dinero, todos estamos en la crisis y ellos viviendo de la empresa, vagabundos, vayan a trabajar. 

Cuando Mariana ocupaba los titulares de la prensa brasileña, se tendría que haber pedido la instalación de una planta industrial en la zona, dice el hotelero.

Antônio Pereira Gonçalves intenta ponerse en los zapatos de la gente de Mariana. Sabe que el desempleo frustra y desanima. Entiende que deben sentirse traicionados: ellos los acogieron y ahora los ven como los culpables de la crisis, mientras Samarco les paga a los damnificados un salario cada mes. Pereira sabe que alguien deprimido que pasa los días en un bar no despierta simpatías: es un borracho mantenido. Dice que “un par de manzanas podridas arruina la percepción de toda la caja”. 

—Nadie está aquí porque quiere. Estamos mil trescientas personas porque hubo dos comunidades que desaparecieron por culpa de Samarco… Usted tenía una vida propia, construida, y en diez minutos, no tiene más nada. 

Una de las propiedades de la Vale —la poderosa minera fundada con el nombre de Vale do Rio Doce— acabó con el río.

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A Valdir Pollack le gustaba salir al pórtico de su casita, sentarse en una silla y mirar el río pasar al caer la noche. Desde que su pueblo fue sepultado por la lama, apenas el sol se pone, se refugia en casa huyendo de los mosquitos. 

—Escuche. ¿Escucha? No hay ranas. No hay quien se coma las larvas de los mosquitos. Se fueron todos los bichos, menos ellos. 

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Al salir de las ruinas que un día fueron Paracatú de Baixo, hay que tomar la vía hacia Pedras, la salida izquierda. Subir y bajar una loma y, en la segunda casa a la derecha se encuentra la casa de Valdir Pollack. 

Un poco antes, después de la primera casa, en la primera puerta de potrero, se entra a la huerta de seu Valdir. Hoy no es día de feria, así que está recorriendo la plantación, la camiseta y las botas de caucho de color blanco llenas de manchas oscuras de barro fresco, igual que las manos llenas de tierra. Amarelim y Pretim corriendo atrás del amo de un lado a otro. A la huerta le faltan manos y tiempo para volver a ser lo que él recuerda.

Eran siete trabajadores, mujeres y hombres de Paracatú de Baixo. Y dos o tres pasantes de la escuela agrícola Paulo Freire, que no volverían tras la tragedia. El 3 de febrero de 2016 volvieron cuatro a trabajar. Después fueron cinco. Llegaron a ser seis. Ahora han vuelto a ser cuatro. 

Samarco prometió que la casa de apoyo, donde dormían los pasantes, estaría lista en mayo de 2016. En marzo de 2017, Pollack decidió que pediría un préstamo para construirla. No podía esperar más: necesitaba ayuda con las abejas. El material para recolectar la miel está dentro de su casa. Tenía veinte colmenas; ahora las abejas están en una zona a la cuál él no puede llegar. No sabe cómo están. 

Necesita mano de obra para limpiar las hierbas malas, para cuidar de las lechugas. Se dedicaron a plantar en febrero, marzo y abril. A inicios de mayo comenzó la cosecha. Pero el retorno no fue lo suficiente, porque con el equipo disminuido no consiguió cuidar bien la huerta. 

A seu Valdir le preocupan sus antiguos vecinos, que siguen refugiados en Mariana. Quedarse sin trabajo, sin casa, sin recuerdos para tocar, oler, mirar, le quitó sentido a sus vidas. Muchos tienen depresión. 

—Se están preocupando mucho con el medioambiente y están olvidando a las personas. Pero ni en la reconstrucción del medioambiente parece que están haciendo las cosas bien. Destruyeron una cantera para lanzar piedras en el margen de un río donde nunca hubo piedras. Colocaron una malla de plástico dentro de un río. ¿Eso es recuperar el medioambiente? —dice. 

En algunos casos, intuye seu Valdir, el trabajo es una mejor cura. Ocurrió con sus trabajadores. 

—Cuando volvieron, tenían otras cosas para pensar. Tenían que hacer crecer las plantas. Desde que llegaron, los psiquiatras les quitaron las pastillas a un par. 

Valdir alienta a sus trabajares para seguir adelante.

Y empezaron a ganar dinero. Algo suyo, trabajado, no el bono que les da Samarco. Pollack les paga 40 reales por día de trabajo. Él también recibe el bono de Samarco de mil reales que no cubre sus gastos porque paga 280 reales al día en mano de obra. Pero también hay que comprar mudas y semillas. 

Un año y medio después de la lama, quedan señales de su paso por toda la finca. Un árbol de papaya con las hojas cubiertas de un obstinado polvo rojizo. El techo del invernadero, que fue blanco, también de ese color. La naturaleza resiste, y ahora una trepadora verde sube por ese plástico arruinado. Los troncos de los árboles, pintados con precisión del mismo tono. Sus copas lucen flacas, si no marchitas. El río tiene color de lama y hay más de un metro de desechos tóxicos en cada margen. 

Unos troncos yermos están junto al río, frente a la propiedad de Pollack. Allí se erguían los árboles que él comenzó a plantar en 1987, para reforestar, cuando comenzó a convertir a su tierra en una granja de productos orgánicos. Él siempre había dado importancia a las plantas y a los animales, así que se entusiasmó cuando le hablaron del proyecto. Empezó a adobar con estiércol, reforestó la orilla con árboles frutales. Se instalaron los pájaros de la zona. Llegó el jacu, que en español se conoce como pava. Llegó la paca, un roedor de diez kilos que vive cerca de los ríos. Vino el armadillo. Las frutas alimentaban a los bichos y atrajeron más abejas. 

Un año y medio después de la lama, quedan señales de su paso por toda la finca. Un árbol de papaya con las hojas cubiertas de un obstinado polvo rojizo. El techo del invernadero, que fue blanco, también de ese color.

Ahora casi no hay pájaros. Ni mamíferos. No hay comida. Ni laguna de peces. Ni jardín lleno de flores. Sobrevivieron un guayabo, un mango y un árbol de macadamia. También una jaca. Murieron los árboles que daban ingá, lichía, jenipapo, jabuticaba, graviola y umbú. Si antes se podía enseñar una lección de botánica sobre las frutas brasileñas sin salir del terreno de seu Valdir, hoy aquellos árboles son un recuerdo. Igual que los arbustos de moras, el árbol de anonas, un aguacate y varios mangos. Las plantas de café desaparecieron, arrastradas por la lama. También murió un cedro. 

—Estoy plantando frutas de nuevo, pero no seré yo quien las va a comer. 

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Cuando llega la noche y huye de los mosquitos, seu Valdir recuerda el canto de los sapos. Ellos se comían las larvas y a él no se le llenaba la piel de picaduras. Desde la capital, Minas Gerais, llegan noticias de una epidemia de fiebre amarilla en la región. 

—El medioambiente es eso. Todo eso. Ahora es imposible equilibrar la naturaleza. ¿Cómo van a regresar los sapos?

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Es domingo a la hora del almuerzo y en la calle Lucy de Moraes, en Mariana, se escucha un sertanejo, un ritmo popular que solía contar las gestas de los vaqueros de Brasil y hoy canta cursis historias de amor y traición. En la entrada de la casa amarilla están dos motos. 

Dentro, la casa es modesta, ordenada y los muebles de la sala componen una decoración minimalista. Si no fuera por el cuadro que ocupa casi toda una pared, parecería una mueblería: todo es nuevo. El sertanejo suena más alto. La pintura, una estampa naive de gran formato que recuerda los exvotos populares, muestra a una Paula de camiseta amarilla y pantalones cafés, protegida por una paloma blanca —quizás el Espíritu Santo— mientras recorre las calles de Bento sobre Berenice, su Joy Plus roja. En el dibujo, se ven siluetas de personas, niños y perros huyendo. En el fondo, entre dos montañas verdes, la lama comienza a derramarse. Abajo, en letras grandes, a modo de explicación: “Eu Paula e minha moto Berenice salvamos muitas vidas”.

El cuadro es uno de los premios que Paula ganó por dar la voz de alarma seis minutos antes de que Bento Rodrigues fuera sepultado. En un mueble bajito dentro de las gavetas están los demás reconocimientos. Nada en exhibición. Son once medallas al mérito y una placa. La entrevistaron periodistas de todo el mundo, la homenajearon en Mariana. Hasta se la llevaron a São Paulo para elogiar la hazaña de aquel día en que salió a toda velocidad sobre su moto. 

La pintura muestra a una Paula, protegida por una paloma blanca, mientras recorre las calles de Bento sobre Berenice, su Joy Plus roja. En el dibujo, se ven siluetas de personas, niños y perros huyendo. En el fondo, la lama comienza a derramarse. Abajo, en letras grandes, a modo de explicación: “Eu Paula e minha moto Berenice salvamos muitas vidas”.

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Después de mirar atrás y ver que sólo había lama, Paula encontró a su madre y a su hijo sobre una de las colinas vecinas. La lama volvió, como una marejada, encausada por un estrecho en la geografía, y empezó a subir hacia las lomas en las que los vecinos se habían refugiado. Ella pensó que por lo menos había vuelto a abrazar a los suyos antes de morir. Pero la tierra cedió y la lama siguió su camino, rumbo a Paracatú de Baixo, donde enterraría al pueblo dormido.  

Aquella misma noche, mientras la corriente sepultaba a Paracatú de Baixo, los vecinos de Bento Rodrigues lloraron juntos por aquellas cinco vidas. Para unos eran sus hijos; para otros, sus vecinos, los amigos de sus hijos. Hubo quien perdió a su madre, o a su padre, o a sus tíos. Sus perros. Sus gallinas. También lloraron por sus casas, por sus jardines, por sus parcelas. Por sus matitas de pimenta-biquinho. Por las cortinas escogidas con mimo, por los muebles que compraron después de ahorrar. Por sus platos. Por el televisor cuyas cuotas no habían terminado de pagar. Por los zapatos que usaban para las fiestas. Por el baño que acaban de remodelar. Por las fotografías de sus hijos cuando eran bebés. 

Pasaron frío, se abrazaron y esperaron que los equipos de rescate abrieran un camino para salir de allá. A pesar de todo, estaban vivos. 

—El rescate comenzó a limpiar a las seis y a las diez atravesamos, en fila india, uno atrás de otro. No sabíamos qué sería de nosotros. 

La lama volvió, como una marejada, encausada por un estrecho en la geografía, y empezó a subir hacia las lomas en las que los vecinos se habían refugiado. Ella pensó que por lo menos había vuelto a abrazar a los suyos antes de morir.

Cuando los sobrevivientes llegaron a Mariana, la mañana del 6 de noviembre, los llevaron al Centro de Convenciones, un edificio nuevo diagonal a la alcaldía y en cuyo patio se realiza la feria de los agricultores. Ahí estaban los representantes de Samarco y un equipo de la Secretaría de Salud. Preguntaron por los diabéticos, por los hipertensos, por las embarazadas, por todos quienes tomaban medicación continua. Ahí estaban los remedios. Había un equipo de médicos que revisó a cada vecino: la presión, la glucosa. Como habían estado aislados en varias lomas, recién ahí unos supieron de la muerte de otros. Ahí se enteraron de la historia del padre que soltó la mano de su hija cuando en la huida él se fracturó el pie, pero que no soltó la mano del hijo más pequeño. Supieron que los habían sacado de la lama, desnudos, arañados y temblando, casi ahogados. Supieron que estaban en el hospital. 

De ahí los instalaron en el hotel Providência. Allá los visitó a diario un psicólogo. Se quedaba horas a conversar. Hasta llegó un psiquiatra. Aún no lo sabían, pero varios entrarían en cuadros de depresión. Varios empezarían a tomar drogas. Algunos se volverían alcohólicos. Tres iban a suicidarse. Dos años después de aquel día, hay sobrevivientes que siguen visitando al psicólogo y otros que toman medicinas para no deprimirse. 

—Las personas nos visitaron. Nos llevaron cosas. Recibimos donaciones del mundo entero. El mundo entero nos ayudó. Y Mariana nos acogió con brazos abiertos. 

Después comenzaron las bromas callejeras, el acoso escolar. Las miradas de reprobación. Fue mucho después que aparecieron en los hoteles, los restaurantes y las panaderías carteles pidiendo la vuelta de Samarco. 

Ahí se enteraron de la historia del padre que soltó la mano de su hija cuando en la huida él se fracturó el pie, pero que no soltó la mano del hijo más pequeño. Supieron que los habían sacado de la lama, desnudos, arañados y temblando, casi ahogados. Supieron que estaban en el hospital. 

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Paula está llegando a los cuarenta, pero parece mucho más joven. Lleva el cabello recogido y no hay maquillaje en su cutis liso y moreno. Ya no tiene las uñas sucias y desparejas de aquella mujer que trabaja cultivando mudas de árboles en la Brandt Meio Ambiente. Ahora las lleva medianas, bien pintadas, prolijas: son las uñas de una profesional de belleza. 

Año y medio después del día que Bento acabó, Paula aún no tiene empleo fijo, pero ha vuelto a trabajar. Había sido peluquera antes de que la Brandt la atrajera al galpón de las plantas. Con el dinero del premio al heroísmo que le dieron en São Paulo, Paula adquirió los muebles de la sala de su casa y también compró un lavador de pelo portátil, cepillos, secadora. Creó una página en Facebook: My Life Escovão: você fica em casa, eu levo o salão. Usted se queda en casa y yo llevo el salón. 

Ahora Berenice lleva y trae a la peluquera a domicilio, cualquier día, a cualquier hora. Juntas recorren Mariana. Paula, la heroína de esta historia, hace manicure, pedicura, peinado y hasta progresiva, un tratamiento químico capaz de dejar una melena encaracolada tan lisa como pelo de geisha. Ella cree que el trabajo es su remedio. Su hijo, João Pedro, no ha dejado de ver al psicólogo. 

De color ocre quedó pintada la región, como recordatorio de la tragedia.

El sertanejo suena en el patio de la casa. Allá están el papá y la mamá de Paula, que viven con sus dos hijas solteras y con João Pedro, de seis años. En el patio huele a carne asada. De allá surgen un par de carcajadas cada tanto. Ha llegado uno de los hermanos de Paula con su esposa y dos hijas. Ha llegado el otro hermano. El último no pudo venir, tenía un almuerzo en la casa de los padres de su esposa. Es una reunión de abuelos, primos y hermanos. Ríen, se divierten, disfrutan de estar juntos como antes, cuando habitaban en casas contiguas y pasaban tanto tiempo los unos en el espacio de los otros, que no se sabía muy bien quién vivía en cada casa. Ahora la mitad de la familia vive en la calle Lucy de Moraes. Dos de los hermanos, con sus familias, en los extremos de la calle Bom Jesus. El otro, en Morada do Sol. En el patio, enjaulados para evitar que asalten la parrilla, están los dos perros de la familia, dos animalitos que escaparon del horror porque estaban libres cuando empezó la huida. 

Es la una de la tarde del domingo y Paula me ha citado a esta hora porque recién acabó de atender a su última clienta. Habla de su trabajo y de su vida en Mariana como un momento de tener algo real en medio de la nada y prosigue señalando el techo, las paredes, la ventana: 

—Queremos nuestra casa. Esto es una fantasía. Las cosas no son nuestras. Samarco nos dio algunos muebles, pero en algún momento esa fuente se seca. 

Paula enumera las razones de su optimismo. Ha escuchado que van a entregarles las llaves del nuevo Bento a mitad de 2019. Ella cree que las casas, la iglesia y la escuela van a estar listas antes. Después de todo, razona, si el mineroducto —un megaproyecto para transportar metales por una tubería desde un estado a otro— sólo demoró nueve meses en construirse ¿qué tanto puede demorar Samarco en construir 276 casas? Entonces la sonrisa de Paula desaparece. Baja la vista por un momento y luego habla sobre uno de sus temores, que también es el de sus vecinos: que la minera inunde Bento de agua y lo convierta en un dique.

—Las personas quieren hacer un memorial de visita, para nunca olvidar. Pero ellos —Samarco— quieren hacer una represa. Igual, para ellos es mejor borrar las ruinas, ¿no?


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