Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Mi madre, profesora de inglés y traductora, decía:

—Además del colegio, un idioma y un deporte.

Entonces —cómo no—, inglés. Y fútbol.

Ella consideraba que otra lengua, a la larga, me serviría para la carrera universitaria que eligiera. Estaba en quinto grado, tomé clases unos dos años en el Instituto de Intercambio Cultural Argentino Norteamericano (IICANA) y abandoné. Me iba bien, era buen alumno, pero no quería estudiar un idioma ni nada, me aburría. Únicamente, y cada tanto, leía cuentos de Fontanarrosa como Viejo con árbol y Memorias de un wing derecho, pero también libros de García Márquez como Crónica de una muerte anunciada y Relato de un náufrago, y de George Orwell como 1984. Buscaba el significado de todo lo que no entendía y hacía anotaciones en las páginas. Colmaba los márgenes con aclaraciones sobre cada término y los trasladaba a cuadernos donde, luego, los repasaba y trataba de memorizarlos. No leía tanto para sumirme en otro universo, sino más bien porque me había acostumbrado: mi madre me relataba historias de libros infantiles cuando era niño y disfrutaba escucharlas. Me gustaba ponerle imágenes a eso que oía y quedaba encantado con la música de algunas palabras y frases, como si estuviera escuchando una canción y atendiera a su melodía, su armonía y su ritmo.

No leía tanto para sumirme en otro universo, sino más bien porque me había acostumbrado: mi madre me relataba historias de libros infantiles cuando era niño y disfrutaba escucharlas.

Al fútbol comencé a jugar cuando estaba en segundo grado, dos o tres veces a la semana por la tarde noche, en un galpón al que le decíamos “escuelita”: tenía dos arcos sobre una alfombra de césped sintético demasiado rota, dos baños pequeños con puertas que no cerraban —lo recuerdo porque no podía hacer pis si sentía que me estaban mirando—, una barra donde pagábamos la cuota del mes, algunos pocos lugares para estacionar vehículos y no más. El departamento en el que vivíamos, en Córdoba, quedaba cerca, a menos de diez cuadras, en calle Caseros 985, en barrio Centro, y por eso mi madre dejaba que fuera y regresara caminando. De vez en cuando, sin embargo, debía buscarme: terminaban las prácticas, solía quedarme una hora o más entrenando solo y no le avisaba. Acerca del departamento, también se pueden decir algunas cosas: estaba en un segundo piso, tenía dos habitaciones, baño y cocina separada. Cuando mis padres no estaban, con mi hermano Nicolás, dos años menor, corríamos los muebles del living-comedor, que era amplio, montábamos los arcos con sillones y sillas y pateábamos penales bajo el control de Graciela, la mujer que nos cuidaba. 

Al fútbol comencé a jugar cuando estaba en segundo grado, dos o tres veces a la semana por la tarde noche, en un galpón al que le decíamos “escuelita”.

En la “escuelita” jugué desde los siete hasta los doce porque el profesor me dijo, al igual que a Ezequiel, un amigo, que ya era grande y que si quería continuar con el fútbol tenía que probar en un club. No me gustó la idea porque ahí, en la cancha de ese galpón, sentía una euforia descomunal cuando me aplaudían y felicitaban, cuando me entregaban trofeos y medallas, cuando viajaba a competir con otras escuelas de fútbol infantil y, al volver, relataba a mi familia, con soberbia y exageración, mis gambetas. Mentía, narraba goles que hubiera querido convertir y no me avergonzaba. Necesitaba esa dosis de reconocimiento y no me importaba a costa de qué. Era un chico que no admitía otro futuro: creía que bastaba con tener talento y algo de suerte. Había convertido esas premisas en mis certezas: yo creía que era talentoso, distinto a los demás, y pensaba que la suerte llegaría, inevitable. Pero había que hacer algo y con mi amigo probamos: entramos a Atlético Universitario de Córdoba, club al que le dicen la “U”, que juega en la Primera División de la Liga Cordobesa de Fútbol —es una liga regional— y que está situado en barrio Alto Alberdi.

Necesitaba esa dosis de reconocimiento y no me importaba a costa de qué. Era un chico que no admitía otro futuro: creía que bastaba con tener talento y algo de suerte.

A los trece o catorce era definitivo: para mí no existía mucho más que una pelota. Las armaba con medias o con mucho papel al que encintaba hasta que quedara compacto. Almacenaba pelotas de tenis, tapitas de gaseosas y canicas. Guardaba todo lo que pudiera patearse. No es que no tuviera pelota: tenía porque mi familia me compraba, pero en la escuela no nos dejaban llevarla ni jugar al fútbol en el patio porque el espacio era bastante reducido. Daba igual: nosotros éramos chicos y no nos importaba. Jugábamos con las que habíamos fabricado hasta que el director o algún profesor nos pedía que nos detuviéramos. Al colegio, que estaba a unas quince cuadras de casa, ingresaba a las siete y media de la mañana. Despertaba a mi hermano a las seis, tomábamos un mate cocido y lo apuraba para que llegáramos y yo pudiera jugar al fútbol con mis amigos porque, a esa hora, no había prácticamente autoridades. Organizábamos torneos con los otros cursos y en los recreos disputábamos los partidos hasta que nos frenaban. Alrededor de la una de la tarde, cuando salíamos, algunos nos quedábamos durante horas a seguir jugando. Se había vuelto un vicio. Jugaba, inclusive, los domingos y feriados en una playa de estacionamiento que quedaba en frente del departamento —porque esos días casi no había autos y mi padre era conocido de la encargada— o en La Granja, una localidad ubicada a unos cincuenta kilómetros de la capital, donde solíamos viajar los fines de semana. Para mí tampoco existía mucho más que Diego Armando Maradona, al que descubrí en un VHS no sé cuándo, cómo ni por qué en una visita que hice al videoclub del que eran socios mis padres. En Argentinos Juniors, en Boca Juniors, en Barcelona, en Napoli, me deslumbraba el control que tenía de su cuerpo, el equilibrio de sus movimientos tan precisos como inesperados. Yo pensaba que ese era mi destino.

Para mí tampoco existía mucho más que Diego Armando Maradona, al que descubrí en un VHS no sé cuándo, cómo ni por qué en una visita que hice al videoclub del que eran socios mis padres.

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A los 14 años, armaba pelotas con medias o con mucho papel al que encintaba hasta que quedara compacto. Almacenaba pelotas de tenis, tapitas de gaseosas y canicas.

En Universitario de Córdoba, mi amigo empezó a crecer y yo a envidiarlo. A él lo citaban como titular para los partidos, a él lo felicitaban los compañeros, a él le daban pases. A mí no. Pasaron algunos meses y no acepté quedar a un lado, ser menos. Entonces probé en otros clubes, en los que quedé, pero no sucedió nada. Jugaba poco, no hablaba con nadie. No me registraban. Poco después, con dieciséis, nos mudamos con mi familia a Villa María, porque a mi padre lo habían designado para vender seguros allí. Además, el otro motivo por el que nos fuimos fue mi hermano: lo extrañaba a mi padre y sufría dolores de panza que le duraban hasta dos semanas seguidas. Mi convicción seguía siendo la misma e intenté otra vez en River Plate, un club de esa ciudad que lleva el mismo nombre que el de la primera categoría del fútbol argentino. Una tarde, luego de prepararnos físicamente algunas semanas, me citaron con otros tres o cuatro chicos para jugar un partido con el equipo titular y decidir si quedábamos o no. Perdí todas las pelotas que pude haber perdido. Tras un rebote la toqué con la mano. Me negué a creer lo que había pasado. Terminó el partido y nos reunieron a quienes nos estábamos probando. El director técnico señaló a dos, entre los que yo no estaba, y les dijo:

—Ustedes vuelven.

Perdí todas las pelotas que pude haber perdido. Tras un rebote la toqué con la mano. Me negué a creer lo que había pasado.

Sé que después llamé a mis padres, que llegaron en el auto a buscarme. Sé que lloré porque casi nunca lloro. Sé que por eso no puedo olvidarlo.

Los años posteriores, hasta que terminé el secundario, transcurrieron con cierta inercia. Abandoné mi intento por convertirme en un jugador profesional y me resigné a seguir jugando solamente con conocidos en canchas que alquilábamos por hora: por supuesto, no era lo mismo, aunque en esos partidos intentaba jugar de la mejor manera posible. Me explico: corría todas las pelotas, defendía, atacaba, hasta iba al arco. Soñaba que podía llegar a pasar un cazatalentos y verme. De verdad, creía que era posible que un desconocido se fijara en mí y me convocara para integrar alguno de los planteles de Belgrano, Talleres o Instituto, los clubes más conocidos de la provincia de Córdoba. Después empecé a escribir cuentos y poesía. Aún lo hago. Estudié Comunicación Social en la Universidad Nacional de Villa María (UNVM). Me recibí y recomendaron publicar mi Trabajo Final de Grado. 

Soñaba que podía llegar a pasar un cazatalentos y verme. De verdad, creía que era posible que un desconocido se fijara en mí y me convocara para integrar alguno de los planteles de Belgrano, Talleres o Instituto, los clubes más conocidos de la provincia de Córdoba.

Hice grandes amigos. Uno de ellos murió. Se llamaba Matías. Todavía recuerdo cómo la mañana del viernes cuatro de mayo de 2018 desperté poco antes de las nueve con un audio de WhatsApp de una conocida que me preguntaba por él, porque no le respondía a su madre desde el día previo. Todavía recuerdo cómo intuí que estaba muerto y que la causa de su muerte podía haber sido una convulsión por una enfermedad que le afectaba el cerebro, pero que no era epilepsia. Todavía recuerdo que dijeron que, a raíz del ataque, cayó y se golpeó con algo. Todavía recuerdo que imaginé una muerte agónica. Todavía recuerdo cómo le gustaba salir de fiesta y tomar alcohol y dormir apenas horas sabiendo que no podía. Todavía recuerdo que debí llamar a sus amigos para darles la noticia, que les hablé como si diera, precisamente, una noticia, con una distancia perturbadora. Todavía recuerdo, además, que esa mañana, a pesar de lo que había pasado, fui a cobrar mi segundo sueldo en mi primer trabajo en un diario. Todavía recuerdo el velorio, a la madre de Matías que llegó al anochecer después de un viaje de unos seiscientos kilómetros desde Reconquista, Santa Fe, lugar del que es oriunda. Todavía recuerdo el rostro desconcertado de esa mujer que estaba por ver a su hijo. Todavía recuerdo que evité llorar para no mostrarme frágil y me arrepiento. Todavía lo extraño.

En los clubes hice grandes amigos. Uno de ellos se llamaba Matías. Murió y todavía lo extraño.

También conocí a una mujer en 2018, se llama Itatí, me enamoré, me fui a vivir con ella unos seis meses después de haberla conocido, la engañé cuando hacía días salíamos y me perdonó, hicimos mucho el amor, viajamos poco —a Córdoba capital, a Buenos Aires y a Zenón Pereyra, donde ella nació—, reímos, bailamos a la madrugada en bares, nos emborrachamos, nos leímos a Clarice Lispector, a Camila Sosa Villada, a Leila Guerriero, a Silvina Ocampo, a Fabio Morábito, a Ricardo Piglia, nos regalamos libros, me enseñó sobre cine y miramos películas de Lucrecia Martel, Albertina Carri, Agnès Varda, Gaspar Noé, Krzysztof Kieślowski, Thomas Vinterberg, fumamos marihuana, desayunamos mate con pizza, me hizo preguntas, quiero decir, me hizo hacerme preguntas —preguntas tan engañosamente sencillas que jamás me hacía como, ¿estoy conforme con mi trabajo? ¿Todavía estoy enamorado? ¿Cómo me siento?—, creamos una agencia de comunicación y diseño y la abandonamos porque no nos gustaba hacerlo a pesar de que nos daba dinero, me permitió conocer a su familia como si conociera a la mía, discutimos por celos, ella pensó en abrir la pareja y yo me negué, ella pensó en tener hijos y me volví a negar, me dijo que nunca cedía y no me importó, fui egoísta, empecé a aburrirme y me molestó lo que antes toleraba, quiero decir, su desorden con la ropa, que usara sahumerios, que escuchara música todo el tiempo y a todo volumen; me dejé estar, dejé de hacer cosas que me gustaban —como jugar al fútbol, por ejemplo—, me habitué a la convivencia, como si compartiera departamento con una amiga —que tiene una gata que de vez en cuando quisiera volver a ver—, y dejé de cocinar, de hacer las compras, de hacer regalos, de regar las plantas, de cuidar la casa, de quererla, y no lo admití hasta que a media mañana del doce de enero de este año, luego de casi tres años y medio juntos, nos sinceramos y decidimos separarnos, con dolor, y lloramos casi sin poder mirarnos a la cara porque cuesta aceptar que se termina aquello que durante un principio fue terso, pulcro, como todo lo que es reciente.

Me hizo hacerme preguntas —preguntas tan engañosamente sencillas que jamás me hacía como, ¿estoy conforme con mi trabajo? ¿Todavía estoy enamorado? ¿Cómo me siento?

Trabajé como coconductor en radio Líder y tuve que soportar que mi jefe me corrigiera al aire; en Mirate y Uniteve, canales de televisión, croniqué todo tipo de actividades; y en los diarios Puntal y El Diario del Centro del País escribí sobre lo que fuera. En Puntal, desde el comienzo, dirigí las secciones Policiales y Judiciales durante dos años hasta que renuncié porque me hacían trabajar unas doce horas diarias —o más— cuando la jornada debía ser de seis, y no me pagaban las extras. En El Diario hice suplencias durante diciembre, enero y parte de febrero, y entrevisté a médicos, psicólogos, corredores inmobiliarios, gremialistas, fiscales, directores de teatro, familias sin acceso a vivienda, comerciantes, pacientes con covid. En esos lugares creció mi ansiedad y mis ataques de pánico hasta que me diagnosticaron depresión. Y aprendí mucho —a diagramar, a escribir tres páginas diarias, a hacer una tapa— bajo presión. Porque, en ocasiones, así se aprende. 

En esos lugares creció mi ansiedad y mis ataques de pánico hasta que me diagnosticaron depresión.

Tengo veintisiete años, un título y no sé para qué. Me lo pregunto, porque yo quería ser futbolista y no estudiar una carrera universitaria. A lo sumo, quería escribir, y eso, siento, tampoco lo hice. Siento que perdí el tiempo porque yo creía que ahora iba a estar en una cancha, jugando con los más grandes en las más grandes ligas, que iba a tener dinero para hacer lo que quisiera, que iba a ser famoso. Yo quería todo eso de lo que había intentado persuadirme.

A veces irrumpen aquellos días, los de la infancia, en estos días. Digo: aparecen como ráfagas esas postales en las que estaba en el mundo, mi mundo, convencido no solo de que sería un jugador de fútbol, sino de que sería el mejor.

Qué confianza. Qué egoísmo. Qué ingenuidad.

Qué necesario.

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