Relatto | El cuento de la realidad

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Un viaje a Moscú me hizo recordar una historia. Una historia que en verdad nunca olvidé.

En el 2017 estuve en Rusia, en el verano boreal. Nunca había andado por ahí, pero igual sentí un extraño efecto como de paisajes ya vistos. Mientras el taxi que tomé en el aeropuerto avanzaba por una autopista suburbana, vi bloques de edificios estropeados, hamburgueserías vacías y unos cuantos camiones arrastrándose por el camino. El viaje se alargó (solo en tres ciudades en el mundo hay un tráfico más denso que el de Moscú) y yo me dejé llevar por mis pensamientos hasta que, cansado de observar por la ventanilla, eché mano al mapa en mi teléfono. Antes de cruzar el gran anillo vial de la capital –una ruta circular de varios carriles que bordea la ciudad– descubrí que estábamos en Jimki, un suburbio sin encanto en el que el paisaje deteriorado no había cambiado. 

Jimki: escuché por primera vez este nombre sonoro como una campanilla cuando entrevisté, hace ya algunos años y en Buenos Aires, a Valeri Tchestnykh. Era un hombre pequeño, de facciones resecas. Debía tener más de 50 años, que eran más de 50 años esforzados. Había emigrado desde Jimki hacia Buenos Aires en 1999 junto a su familia y cuando yo lo vi trabajaba como taxista. Un día, en mayo del 2010, Vera, su única hija mujer, salió a andar por los caminos de tierra de la zona bonaerense un poco campestre en la que vivía y desapareció. 

 Un viaje a Moscú me hizo recordar su historia. Su historia, que en verdad nunca había olvidado.

***

Ahora es mayo del año 2010: los caminos de El Ensueño se abren a los pies de Vera Tchestnykh como los senderos del otoño moscovita. Vera extraña el ruido de las hojas quebradizas que caen de las ramas congeladas de los árboles del suburbio de Jimki, pero sabe que algún día volverá a pisarlas. Al menos, eso le gusta pensar cuando sale a caminar por las calles de tierra de un barrio alejado de Buenos Aires en el que ha terminado viviendo con su familia luego de pasar mucho tiempo en una casa antigua en el centro de la ciudad. 

El jueves 6 de mayo del 2010, el día que se la ve por última vez, Vera Tchestnykh cumple 26 años. Pero ni siquiera por el cumpleaños interrumpe su caminata rutinaria. Sale como siempre y no vuelve más, ni tampoco da señales de vida.


Vera Tchestnykh en El Ensueño, en la localidad de Moreno.

Esta chica, que ve con una mirada intensa y que suele guardar un silencio prudente ante los demás, ha nacido en Rusia en 1984. Su padre, Valeri Tchestnykh, es un ingeniero civil. Su madre, Ludmila Kasian, es un ama de casa. Vera tiene tres hermanos varones: Andrei, Ilia y Sergei.

Todo parece perfecto, o al menos común, pero en verdad el mal que corroe a esta familia actúa en lo profundo.

En agosto, tres meses después de la desaparición de Vera, un hombre entra al hogar y cuando es sorprendido por Ilia, uno de los hermanos de Vera, toma un arma de fuego. Es uno de esos momentos en los que el destino se tensa: el hombre gatilla ocho veces, pero el arma escupe una sola bala, que da en la pierna del hermano de Vera. 

En noviembre, seis meses después de la desaparición de Vera, la madre es ejecutada con tres disparos –dos en la cabeza y uno en el estómago– en su propio hogar y sin testigos a la vista. El cuerpo de la mujer, grande y redondeado por el paso de los años, queda en el piso, en ropa de dormir, cubierto con unas mantas y rodeado de almohadones. Ilia y Sergei dicen haber encontrado la escena luego de entrar a la casa, regresando de noche muy tarde. En la habitación, los peritos después encuentran una bala incrustada en el suelo, pero ningún rastro del asesino. Por la forma de los hoyos y el escaso fogonazo de pólvora, deducen que a la señora le apoyaron un almohadón en la cara antes de gatillar. “Está descartado totalmente que se haya tratado de un robo; sin dudas fue una ejecución”, dice a la prensa un funcionario judicial. En la casa no falta nada más que una pistola 9 milímetros que es propiedad de Ilia. Quizás fue la que se usó para disparar.

Ludmila Kasian retratada posiblemente en la ciudad rusa de Kazan.

Esta sucesión de incidentes desconcierta a los tres fiscales que investigan los tres hechos por separado en los tribunales de Mercedes, una localidad, mitad pueblecito mitad suburbio, a un centenar de kilómetros de la capital. Sus expedientes flacos no dan en la tecla. El probable hilo conductor de la maldición que ha caído sobre la familia no se deja ver. Por eso deciden enviarle todo a otro fiscal, el de delitos complejos, un hombretón que cada día lleva barba de dos días y el nudo de la corbata un poco flojo: evidentemente con más calle y polvareda que escritorio, dos años atrás este funcionario investigó por completo el triple crimen de tres empresarios farmacéuticos que importaban efedrina desde México, comprándosela a narcos mexicanos, y que habían contribuido con la campaña política de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Este fiscal se llama Juan Ignacio Bidone. Toma el caso Tchestnykh, pero no encuentra ninguna pista firme y entonces dice que los matices familiares deben ser investigados a fondo. “Es una causa muy complicada”, asegura a la prensa, “es posible que la hayan secuestrado a Vera, y que la muerte de la madre y el incidente con el hermano estén relacionados”. Mientras tanto, el nuevo expediente unificado comienza a llenarse de papeles. Algunos, en ruso. 

Sergei (a la izquierda), su madre y su hermano Ilia, en su casa de El Ensueño, en la localidad de Moreno.

Y aparecen algunos personajes raros. No quiero decir dudosos, sino solamente raros. María Esther Cohen-Rua, por ejemplo: una mujer de unos 55 años con el aspecto de una secretaria ejecutiva o una contadora, pero que se ha pasado los últimos 17 años buscando personas desaparecidas con una organización que ella misma fundó, la Comisión Esperanza. 

–La familia Tchestnykh tenía un buen pasar en Rusia –me dice cuando la entrevisto–. Vivían en una casa con cinco habitaciones y tenían otra, de fin de semana. La madre, que nunca se adaptó a Argentina, volvió en el 2003 a Rusia para vender una de las propiedades y terminó quedándose hasta el 2009. Se separaron. El padre se casó con otra. Después ella volvió. Esa larga ausencia podría estar relacionada con todo esto, pero no lo podemos asegurar.

Cohen-Rua es una señora que lee a Haruki Murakami y que lleva algunas medallitas cristianas en el cuello. De acuerdo con su semblante, nadie esperaría que al abrir su carpeta aparecieran fotos de jóvenes desaparecidos, de posibles víctimas de crímenes y de secuestros, de gente cuya suerte se ha transformado en un misterio silencioso. Pero ahí está ella, abriendo su carpeta, buscando entre sus papales y mostrando una foto en la que Vera Tchestnykh aparece como una muñeca de rostro redondo, con expresión distendida pero seria, y ojos cautivantes. Dos resplandores verdes.

–En los últimos tiempos, Vera inició un viaje hacia adentro de sí misma –me dice Cohen-Rua–. Vera es una muñeca matrioska que podría guardar en su interior la llave que abre todas las puertas del misterio que rodea a la familia Tchestnykh. 

Había emigrado desde Jimki hacia Buenos Aires en 1999 junto a su familia y cuando yo lo vi trabajaba como taxista. Un día, en mayo del 2010, Vera, su única hija mujer, salió a andar por los caminos de tierra de la zona bonaerense un poco campestre en la que vivía y desapareció.

En su adolescencia, Vera era vegetariana y predicaba la vida sana; luego todo eso adquirió la forma de un ecologismo radical. No era el mismo ecologismo radical que había poseído a Soledad Rosas –la niña bien de Argentina que terminó como ecoterrorista okupa en Turín y que en 1998 murió en situación dudosa en prisión–, sino uno desconocido en Occidente, de raíz eslava: Vera se entusiasmaba con el movimiento Anastasia, construido sobre los cimientos literarios escritos en diez novelas por Vladimir Megre, un best seller ruso que desde 1996 viene desarrollando la historia de Anastasia, una mujer a la que dice haber conocido a la orilla del Río Ob, de Siberia, y que le reveló el secreto del hombre en relación a la naturaleza, al universo y a Dios. Puesto así, parece interesante.

Tal vez en busca de alguno de esos libros de Anastasia, Vera se acercó a la biblioteca de la Casa de Rusia, en la ciudad de Buenos Aires. Su padre y su hermano se enterarían más tarde del asunto, cuando tuvieran que cancelar una deuda que ella había contraído con un tal Mikhail, un habitué del lugar que le había prestado unos 1.000 pesos tomando su pasaporte como garantía. La chica desapareció antes de pagar. Su familia recuperó el pasaporte buscando al tal Mikhail y cancelando la deuda. No sabemos si hicieron lo que cualquiera hubiera hecho en una situación así: preguntar al prestamista por Vera. Pero cuando los investigadores fueron a buscarlo ya no lo encontraron. Y nadie puede explicar, ahora que Vera desapareció, lo más importante: para qué había pedido el dinero.

Más sobre Vera: en su adolescencia vestía con ropa blanca y sobria, y desde los 12 años tocaba el arpa. Su nivel musical era superlativo para el conservatorio en el que se había iniciado pocas semanas después de llegar a la Argentina. Escuchaba a Mozart, moldeaba arcilla, tallaba madera y leía la historia de Rusia de Nikolai Karamzin, un escritor famoso de principios del siglo XIX.


Vera Tchestnykh había estudiado el arpa en el conservatorio.

Luego, en sus últimos tiempos, se había transformado en una mujer de cabello rapado que salía a caminar o a correr descalza para tomar contacto directo con la tierra. 

–La Vera de la adolescencia y la Vera de los últimos tiempos parecen dos personas distintas –me dice Cohen-Rua. 

Las amigas de Vera arman un grupo en Facebook (“Buscando a Vera Tchestnykh”) y las fotos que suben confirman lo que me dice Cohen-Rua. 

–Su casa del centro de Buenos Aires era una casa típicamente rusa en todo, incluso en los olores –me cuenta luego Judith Turner, la creadora del grupo de Facebook. 

Judith y Vera se conocieron en el conservatorio, adonde la joven inmigrante llegó con un vocabulario de una sola frase: “Hola, me llamo Vera”. Con Judith, su primera amiga en Argentina, ella aprendió el español cotidiano y comenzó a despegarse de un diccionario que siempre llevaba encima. 

Seis meses después de la desaparición de Vera, la madre es ejecutada con tres disparos –dos en la cabeza y uno en el estómago– en su propio hogar y sin testigos a la vista. El cuerpo de la mujer, grande y redondeado por el paso de los años, queda en el piso, en ropa de dormir, cubierto con unas mantas y rodeado de almohadones.

–Vera era una chica culta, como todos los de su familia –me dice Turner–. En su habitación, que era muy prolija, tenía sus perfumes, sus adornitos y sus libros. Hace unos años nos fuimos alejando por esas cosas de la vida, pero la última vez que fui a su casa todo en su cuarto había cambiado: tenía alfombras, tules de colores y cortinas alrededor de la cama. Vera se había vuelto más… liberal. 

La evolución continuó: luego de la mudanza al barrio agreste El Ensueño, en los márgenes de la ciudad, Vera solía detenerse en sus paseos para contemplar los pájaros o los árboles. Y entonces los guardianes de un barrio cerrado llamado San Diego, que estaba ahí cerca, se sentían perturbados por su mirada extraña y su silencio, y llamaban a la policía para que la alejara. Como si fuera una loca. 

Luego de su desaparición, un llamado anónimo a la Comisión Esperanza, la organización de Cohen-Rua, trae una pista: un hombre dice haber visto a una joven similar a Vera en una fecha cercana a su desvanecimiento. La chica se mostraba asustada, parecía estar escapando de algo y mencionaba un problema con un barrio cerrado. 

–La persona que llamó me dijo: “La chica parecía escapada de un manicomio” –me cuenta Cohen-Rua–. La vio llegar corriendo, estaba sucia y decía que una camioneta la seguía. La persona que nos llamó estaba muy asustada y no dejó ningún teléfono, pero prometió volver a llamar. Es el primer dato que aparece desde la desaparición de Vera, hace ya más de seis meses.

***

La familia Tchestnykh había llegado a Argentina el 13 de abril de 1999, dejando atrás la guerra entre Rusia y Chechenia, una guerra de batallas que se habían librado sin cuartel durante los ocho años anteriores y que enviaban a todo el Este imágenes televisivas de jóvenes soldados que parecían mendigos debido a la escasez de recursos que había en el frente. Esos menesterosos eran, en realidad, los reclutas del mismo ejército que en 1945 había tomado Berlín y que ahora, lejos del auge soviético, no podía sostener a sus tropas en el osario checheno. Valeri Tchestnykh, el padre, había servido durante la conscripción en Baikonur, la base espacial más vieja y más grande del mundo, y no quería esas condiciones para sus tres hijos varones. 

Más sobre Vera: en su adolescencia vestía con ropa blanca y sobria, y desde los 12 años tocaba el arpa. Su nivel musical era superlativo para el conservatorio en el que se había iniciado pocas semanas después de llegar a la Argentina. Escuchaba a Mozart, moldeaba arcilla, tallaba madera y leía la historia de Rusia de Nikolai Karamzin, un escritor famoso de principios del siglo XIX.

Como los viejos inmigrantes rusos del siglo XIX, los Tchestnykh habían pensado que podían emigrar a tres posibles destinos, muy en boga para sus ancestros de cien años atrás: Canadá, Australia y Argentina. Descartaron los dos primeros porque les resultaban caros y les exigían un examen de inglés y muchísimos otros requisitos. Argentina, en cambio, no les pedía demasiado y por eso mismo muchos rusos emigraron hacia Buenos Aires en la década del noventa, mientras su país se descomponía en el caos y en la crisis económica que siguió a la caída de la Unión Soviética. En realidad, a los Tchestnykh el nombre de Argentina no les decía demasiado. En Rusia nunca se habían fijado en el juego de Maradona ni en la música de Gardel, ni tampoco habían admirado la gesta del Che Guevara. Valeri, el padre, no sabía que estaba viajando al país que en la década de 1970 era conocido como el país de los desaparecidos. Simplemente, tenía un amigo en Moscú cuyo cuñado vivía en Buenos Aires y trabajaba en un lavadero de autos. Valeri y su mujer habían estado de vacaciones en los países del sur de la ex Unión Soviética: Kazajistán y Turkmenistán; y también en Turquía y en Emiratos Árabes Unidos. En esos países las frutas eran baratas, y pensaban que en Argentina, un país sudamericano, las frutas también iban a ser baratas, y que la carne iba a ser abundante. Y eso les gustó. Pero cuando llegaron se sorprendieron: la banana era más cara que en Moscú.

Los años pasaron. La mujer de Valeri regresó a Rusia. Se separaron. Valeri se volvió a casar con otra mujer rusa. Y un amigo de su hijo Andrei convenció a los hermanos de que la vida entre los árboles era mejor que la que llevaban en una casa oscura en el centro de la ciudad. Los hermanos se mudaron y levantaron su propia vivienda en una calle de tierra que miraba al campo, al borde del verde infinito, donde el silencio cada tanto era interrumpido por los ladridos de una jauría de perros nómades. Durante algunos meses trabajaron duro, se llenaron las manos de barro y de cemento, apilaron los ladrillos. El chalet no estaba terminado para el cumpleaños número 26 de Vera, pero ya era digno de habitar. Andrei, el pionero, vivía junto a un amigo, a una cuadra.


La casa en El Ensueño, en la localidad de Moreno, fue levantada por la propia familia Tchestnykh.

Ese día decidieron reunirse ahí, en la casa del amigo, y brindar, pero algo opacó la fiesta. Reproches y gritos. Una mano en alto y un cachetazo. Alguien sacudió a Vera. Alguien la arrastró de los pelos. ¿Fue uno de sus hermanos? Vera gimoteó y caminó enredándose en sus pasos torpes. Desde lejos, algunos vecinos vieron el espectáculo. 

O tal vez no. Tal vez los Tchestnykh celebraron someramente en la casa que habían levantado ellos mismos, le desearon a Vera un feliz cumpleaños, se abrazaron y comieron delicias del Este. Así lo contaron ellos después. Dijeron que ese día, antes de la caída del sol, se dispersaron todos. Todos, menos la madre de Vera, que no había asistido al cumpleaños porque estaba peleada con su hija. 

¿Cuál de las dos celebraciones fue la real? ¿Se pelearon o no? ¿Qué pasó aquel día de cumpleaños antes de que Vera se desvaneciera en el aire?

***

Me encuentro con Valeri Tchestnykh en una cafetería del centro de la ciudad. En los últimos seis años se ha ganado la vida conduciendo un taxi de siete de la mañana a once de la noche, de lunes a lunes. De noche, le presta el auto a su hijo Ilia para que también él trabaje un poco. Antes, a poco de llegar, Valeri fue un guardia de seguridad privada en un supermercado y un albañil en algunas construcciones. Mira con ojos saltones y habla mucho en un castellano torcido con un fuerte acento eslavo. Cuando comenzó a vivir en Argentina no sabía ni una sola palabra castellana. Todavía le faltan, de vez en cuando, algunas expresiones, y por eso las dice en ruso. Ha traído un diccionario que ahora reposa al lado de la taza de café, pero casi no lo va a tocar. Solo lo necesitará para decir “casualmente” y “aburrirse”: para alguien que aprendió a hablar en castellano a la fuerza, es notable. Conversamos acerca de la guerra de Chechenia. También me dice que no tiene ganas de volver a Rusia: le gusta el clima y la gente de este nuevo país adoptivo. 

–En Rusia tenemos una historia muy triste –me explica–. Guerra, guerra, muchísimo

Cuando le pregunto por lo que he venido a preguntarle, se convierte en un hombre ensombrecido y su rostro se ahueca. Me cuenta la historia de su familia. No relaciona la desaparición de su hija con el supuesto asalto que hubo en la casa y el crimen de su ex esposa, Ludmila Kasian.

–En estos últimos días estoy muy desesperanzado –me dice–. Con Vera tengo solo dos opciones. La peor es que ya la mataron. La otra, que le da calor a mi alma, es que está secuestrada. Pienso en ella, la extraño… Cuando hicimos la denuncia en la policía, me dijeron que se habría ido con unos amigos y que ya iba a volver. Pero yo no pensé lo mismo… Este es un drama que cambió mi vida, que destruyó todo. Fue una masacre, no hay otra palabra para describirlo.

Vera, adolescente, junto a su padre Valeri.

***

Algunos aseguran que en la realidad no hay hechos, sino interpretaciones. Eso, en esta historia, parece lo más adecuado. 

En el 2010 (el mismo año en el que Vera desaparece, un ladrón entra a la casa de los Tchestnykh y la madre es asesinada), el fiscal de delitos complejos Bidone interpreta que todo esto se trata de un drama intrafamiliar y no, como muchos piensan, de una venganza de la mafia rusa por algún asunto que no está a la vista. 

Luego, un día a fines de ese mismo año, ocurre algo que cambia todo. El fiscal Bidone ordena un allanamiento en la casa de El Ensueño donde viven los hermanos. La policía llega, los hermanos se resisten. Hay gritos y forcejeos, un verdadero escándalo. Pero el fiscal se lleva las dos computadoras de Ilia (una portátil y una de escritorio) y algunas cosas más. Al día siguiente, ordena una pericia informática para ver qué hay en esas máquinas: un técnico abre la caja del CPU siguiendo el protocolo y de casualidad descubre, guardados ahí adentro, un revólver calibre .38 con numeración suprimida y una pistola 9 milímetros de la que, luego se sabrá, han salido las balas que mataron a Ludmila Kasian. “Doctor, no sabe lo que encontramos acá adentro de la CPU”, le dijo el perito al fiscal cuando lo llamó, todavía sorprendido. Bidone pensó que se refería a algún archivo interesante. 

El fiscal de delitos complejos Bidone interpreta que todo esto se trata de un drama intrafamiliar y no, como muchos piensan, de una venganza de la mafia rusa por algún asunto que no está a la vista.

–Había dos testigos formales y peritos informáticos, y es más, también estaba Valeri Tchestnykh, el padre de ellos, que en un momento se fue, no sé bien cuándo –me dijo el fiscal Bidone cuando lo entrevisté en su pequeña oficina, en esos días–. Sus hijos Ilia y Sergei estaban abajo, esperándolo en el taxi, y entonces ellos dos se fugaron. 

El fiscal ordenó la captura de los dos: los acusó del homicidio de su propia madre, que a la vez habría sido en una supuesta venganza porque la madre habría hecho desaparecer a Vera, esa hija rebelde con la que se peleaba todos los días. 

Esa era la hipótesis del fiscal Bidone, pero ellos fueron más rápidos y recorrieron, en el taxi de su padre, los 1.574 kilómetros hasta la frontera con Bolivia.

Ilia y Sergei. Sus nombres ocuparon lugar en la prensa argentina en esos días: eran muy jóvenes (Ilia tenía 29 años y Sergei, 19) y eran muy raros. El que mandaba era Ilia, naturalmente. Era un muchacho alto y flaco, fibroso. Con el cabello al ras y una mirada fría. Tenía cuatro armas de fuego registradas a su nombre: un fusil Mauser y tres pistolas 9 milímetros. También tenía un manual con consejos para dar una declaración engañosa ante la autoridad. Y en su computadora tenía un montón de videos de rifles, de ametralladoras AK-47 y de armas de puño. El fiscal Bidone sospechaba que Ilia había reportado en un servicio de inteligencia ruso, pero cuando se lo preguntó a Sergei, el otro hermano, que era un chico tímido y un poco relegado, este le dijo que no y se echó a reír.

Ilia Tchestnykh duerme una siesta en su casa de la localidad de Moreno, con la cara llena de barro y una pistola 9 milímetros.

El fiscal Bidone desconfió de Ilia desde antes del allanamiento porque cuando mataron a Ludmila Kasian, Ilia declaró que un ladrón había entrado a la casa y había disparado a su madre con una de las armas del propio Ilia. Y dijo que luego el ladrón se llevó consigo el arma. Eso, para el fiscal, era una historieta.

Cuando la policía llegó a la casa para investigar ese homicidio, las otras armas fueron secuestradas. Así que unos días después, Ilia llamó al fiscal Bidone para pedirle que se las devolvieran. “Mire, quizás lo debamos hablar personalmente”, le respondió el fiscal. “Yo quiero hablar con usted sobre estos temas”. 

Se encontraron en una oficina de los tribunales. El fiscal le preguntó por la relación con sus padres. Me dijo que Ilia le mintió. “Mire, señor Ilia, ¿qué le parece si vamos a su casa y seguimos conversando ahí?”, le dijo. “A mí me gustaría ver el escenario del crimen porque nunca estuve ahí y, ¿vio?, mi forma de trabajar es así: yo arranco con todo de nuevo, aunque otros fiscales ya hayan investigado”. “Sí, no hay problema –dijo Ilia–, usted me llama un día, coordinamos y yo lo espero ahí”. “Mire, la verdad que me gustaría ir ahora”. El muchacho ruso se sorprendió, pero no pudo negarse. “Bueno, vamos”. Y salieron. Un rato después, cuando llegaron, apareció un camión de la Gendarmería que el fiscal había convocado sin avisarle a Ilia: peritos y guardias.

En la casa hubo un momento de nervios cuando Sergei, el hermano menor de Ilia, tardó en abrir la puerta. El fiscal Bidone se impacientó. Llegó a pensar que Sergei podía disparar o agredirlo desde adentro, pero cuando por fin la puerta se abrió, Sergei apareció con los labios morados y los dedos negros. Dijo que le gustaban mucho las moras y que había estado comiendo algunas.


Sergei Tchestnykh en su casa de la localidad de Moreno.

El fiscal, los gendarmes y los peritos entraron. Era un ambiente amplio en el que había una cama para el padre, dos para ellos, una laptop sobre una mesa, bolsas de mandados en el piso: desorden general. El fiscal Bidone me dijo que le preguntó a Ilia si les permitía echar un vistazo e Ilia le dijo que sí, que miraran tranquilos. Entonces, a un gendarme imprudente se le rompió una lámpara que estaba arriba de un armario. Sergei se quejó y siguió quejándose un buen rato. Mientras tanto, el fiscal encontró en un maletín los pasaportes de la familia. Cuando Ilia volvió, la situación comenzó a ponerse tensa. “Yo les di permiso para que ustedes revisaran, pero ¿por qué no me preguntan y yo les muestro?”, les dijo Ilia. “¡Mire el desorden que me hicieron! ¡Y me rompieron esa lámpara, que era un recuerdo de mi madre!”. Continuó: “Usted me engañó: dijo que quería venir a ver, pero está haciendo un allanamiento, y para allanar, yo ya me asesoré con un abogado, usted necesita una orden de un juez”. “Mire, usted tiene razón”, le respondió el fiscal Bidone. “Yo necesito una orden judicial, pero tengo facultades suficientes para disponer un allanamiento sin esa orden ante una situación de emergencia como esta. Así que a partir de ahora esto es un allanamiento”. Ilia se enfureció. Y ahí comenzó el escándalo. 

Esa noche los hermanos fueron llevados a declarar. Al día siguiente, fue que ellos también se hicieron humo. 

***

Ahora es febrero del año 2011. Vera Tchestnykh lleva nueve meses desaparecida; su madre, cuatro meses enterrada; sus hermanos Ilia y Sergei, tres meses prófugos. El fiscal ha cursado una orden de arresto a través de Interpol. Los medios también los buscan. Nadie sabe a dónde están: solo es certero que llegaron a cruzar la frontera entre Argentina y Bolivia en el taxi que le quitaron a su padre. 

El fiscal ordenó la captura de los dos hermanos: los acusó del homicidio de su propia madre, que a la vez habría sido en una supuesta venganza porque la madre habría hecho desaparecer a Vera, esa hija rebelde con la que se peleaba todos los días. Esa era la hipótesis del fiscal Bidone, pero ellos fueron más rápidos y recorrieron, en el taxi de su padre, los 1.574 kilómetros hasta la frontera con Bolivia.

Pero Ilia está en Facebook. Su cuenta se llama “Buscado por Interpol” y tiene como foto de perfil, cínicamente, una del fiscal Bidone. Yo lo contacto, y sé que ahora juego con fuego. Luego de una semana de idas y vueltas, Ilia me envía un documento de 7.851 palabras que ha titulado “Versión de los hechos por ILIA y SERGUEI TCHESTNYKH – Es una versión nuestra de los hechos que conmocionaron a todo el país”.

Allí, no sé desde dónde o en qué condiciones, me escribe esto que ahora resumo en diez puntos:

  1. “Desafortunadamente, [este] es el único medio de comunicación que tenemos y en muchos casos, como lo pudimos comprobar, no es el más confiable debido a todas las mentiras que fueron publicadas. Mi opinión personal es que los medios, buscando la primicia o una gran noticia, siempre se olvidan del lado humano y se meten en la vida privada de las personas de tal manera que perjudican muchísimo a uno haciendo un show de una tragedia”.
  2. “[Esto] comenzó el viernes 12 de noviembre [de 2010]. Ese día tipo a las 11 de la mañana mi madre me pidió que la llevara al centro de [la localidad de] Moreno ya que quería ir a una peluquería. Yo la llevé con el taxi y le di 300 pesos para que hiciera compras. Esa fue la última vez que la vi con vida. De la estación de Moreno me fui a trabajar, estuve trabajando desde las 13:00 hasta las 22:35 […] [Cuando volví] la puerta estaba abierta, lo que me pareció raro, porque casi siempre la cerramos con un pasador. Cuando me acerqué a la heladera, vi a mi madre en su cuarto, tirada en el piso, tapada con una frazada, en un charco de sangre. Salí de su cuarto y fui corriendo a buscar a mi hermano Andrei. Estuve tocándole el timbre hasta que apareció, entonces le dije lo que vi y los dos volvimos a la casa. Ahí es cuando mi hermano Sergei estaba bajando del primer piso y es cuando yo le grité que no entrara a la planta baja. Entramos los dos y mi hermano se fue a ver a mi mamá. Como su cuarto estaba revuelto y las frazadas estaban en el piso, noté que faltaba una pistola marca Taurus que estaba registrada a mi nombre. Siempre la tenía guardada debajo del colchón. Cuando salimos con mi hermano, empecé a sentirme mal y me desmayé”. 
  3. “No fue como lo decía el fiscal, [él] miente todo el tiempo. Primero: nunca le mencioné nada de mis armas, segundo: nunca opuse resistencia ni tampoco me puse nervioso como él lo quiere mostrar. Lo que pasa es que fue un allanamiento ilegal. Está tratando de salvar su podrido trasero el desgraciado”. 
  4. “En fin, de mi casa [los gendarmes] habían robado muchas cosas. Digo ‘robado’ porque era un robo, no un allanamiento, la documentación secuestrada por los gendarmes fue: el pasaporte mío vigente, mi partida de nacimiento original, mi título del colegio secundario, mis equivalencias en castellano, todo esto fue secuestrado con el pretexto de que estaba escrito en ruso y no entendían nada. Lo que había ‘olvidado’ el fiscal es que esta documentación no es ni mía ni de él –le pertenece al Estado ruso y la había quitado ilegalmente–. […] Nos fotografiaron a mí y a mi hermano como si fuéramos delincuentes y dijeron que van a llevar a mi hermano a declarar, y si se niega a ir lo van a llevar por fuerza”. 
  5. Sergei escribe que el fiscal Bidone le dijo, sobre el crimen de su madre: “Nosotros descartamos el robo y tenemos tres versiones. O fue tu padre. O fue tu hermano. O fueron los dos juntos”.
  6. “Todas mis armas eran legales y registradas a mi nombre, no violé ninguna ley, pero esto ya no importa. Ahora me pregunto ¿por qué [a Bidone] le gustaron tanto estos videos, o mejor dicho la idea de que soy un tipo frío y calculador que estudia como actúan los forenses? Si fuese así, mejor me hubiera bajado los videos de CSI, que son mucho más explicativos. Pero yo tenía los videos de grandes criminales, o mejor dicho sus historias, no videos forenses que me hubieran ayudado mucho más si fuese un criminal, ¿no?”.
  7. “Si quería esconder algo [las dos armas] lo hubiera escondido mucho mejor: tenemos un terreno de 20 por 30, al lado hay un terreno baldío que está en venta, al lado tengo la casa de un vecino que viene solo los fines de semana y tiene un terreno aproximadamente de 40 por 60 metros, y pasando el terreno baldío hay otro lote con una piscina y una casita cuyos dueños vienen solo los fines de semana en verano, o sea lugar para esconder me sobra, ¿por qué elegiría la computadora que tenía en casa? ¿Por qué, si según el fiscal yo soy una persona fría y calculadora y estudié cómo trabajan los forenses, elegí el peor lugar para esconder el arma homicida y al final entregué mi escondite al fiscal? Al principio el fiscal me presenta como una persona razonable, fría y calculadora, pero los hechos que me imputa me muestran como un idiota”. 
  8. “… Porque la versión de él es la siguiente: mi madre mató a mi hermana, tuvimos una discusión familiar que terminó en tiros, y el tiro que me pegaron a mí [en el supuesto asalto de agosto de 2010] salió de mi arma y lo hizo mi madre. Ahora yo me pregunto, señor Bidone: ¿Qué va a hacer usted con los testigos que vieron al tipo que me estaba disparando? ¿Los hará callar? Yo maté a mi madre, según el fiscal, cuando me enteré de que mató a mi hermana, pero fui tan estúpido que hice todo esto con mi arma y ahora el fiscal tiene todas las pruebas de mi culpa. Pero señor Bidone!!!!!!!! Por favor, si usted decía que yo era frío y calculador…”.
  9. “Ese famoso lunes, antes de ir a la Gendarmería, fuimos al consulado pero se encontraba cerrado. Mi padre llamó al cónsul, pero no le respondió. En la Gendarmería teníamos que habernos presentado a las 9 de la mañana. Llegamos a las 9:30, yo me negué a ir y mi hermano también. Mi padre fue solo, después me llamó y me dijo que cuando subió nos estaban esperando a nosotros dos. Luego le mostraron las dos computadoras a mi padre y le dijeron que vuelva en 3/4 días para retirarlas. Se fue de la Gendarmería y tomó un autobús para ir a casa. Pero hay dos cosas que faltan mencionar: una es que antes de que él bajara del auto discutimos y estaba muy enojado, así que decidí alejarme de todo por un tiempo, y se lo dije cuando me llamó, así que esta discusión me salvó. Estaba tan cansado y estresado que quería mandar a todos a la m*****. “Y la otra: el domingo por la noche pasó una moto por nuestra casa y un muchacho me preguntó cómo llegar a una calle que estaba a dos cuadras, yo le expliqué, él sacó una guía y me pidió que se lo mostrará en la guía. Yo se lo mostré. Él guardó la guía y me dijo que nos vayamos porque en la semana entrante nos iban a ir a buscar. No dijo ni quién ni cuándo. Además se fue en dirección totalmente contraria a la que me estaba preguntando”. 
  10. “Con todo lo que nos había pasado, decidí alejarme por un rato de este manicomio. Entonces después de discutir con mi padre, dije: ‘Basta, me voy, estoy podrido, me voy a descansar’. Y tipo a la 1 de la tarde del mismo lunes, después de pasar por un supermercado, tomé la Panamericana”. 

Ilia iba con Sergei en el taxi, habían elegido unas termas en la provincia de Entre Ríos para el descanso, y en el camino se enteró de que había un pedido de captura sobre ellos dos. Por eso ya no se detuvo y condujo cientos de kilómetros hasta cruzar la frontera con Bolivia.


Ilia Tchestnykh adentro del taxi de su padre, Valeri, que ocasionalmente él también conducía en las noches en la ciudad de Buenos Aires.

***

Vuelvo a ver a Valeri Tchestnykh, el padre. Es el final del año 2010. Lo he visto tan solo tres meses atrás –cuando su hija había desaparecido y el fiscal aún no había acusado a sus dos hijos–; ahora luce más reseco y abatido, es un hombre vencido. No tiene ninguna hipótesis sobre lo que está pasando: no se trata de la mafia rusa, no se trata de una cadena de episodios intrafamiliares. Solo son hechos trágicos y aislados, dice. Me muestra fotos de su hija: Vera tocando el arpa, Vera sonriendo con su madre, Vera sosteniendo un ramo de flores amarillas, Vera de gala y posando con un amigo, y, de nuevo, Vera con el arpa. 

Luego de hablar un rato, Valeri comienza a soltarse y dice que sí, que quizás Ilia esté ocultando algo. Escribe un mensaje para su hijo en un bloc de notas: “Ilia, svazis so mnoy kak ygodno. Zachem ti tianesh za soboy cerezy. Yo quiero hablar con Sergei. Papá”. 

Valeri Tchestnykh posa sosteniendo su mensaje en las manos y yo le tomo una fotografía que luego publicaré en un artículo en Internet. Se lee, en ruso: “Ilia, contáctame como quieras. ¿Por qué arrastras a Sergei detrás de ti?”. 

No sé si Ilia finalmente lo contactó.

Año 2010 en un bar del centro de Buenos Aires, Valeri sostiene una foto de su hija Vera, ya desaparecida, durante una conversación con el autor de esta nota.

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Ahora es septiembre del año 2011. Faltan dos meses para que se cumpla un año del escape de los dos hermanos y es Sergei el que aparece. Pero está muerto. 

Lo encuentran en un hotel de La Paz, Bolivia, echado sobre la cama. No ha cumplido ni 20 años. El día anterior debía presentarse en una entrevista en el consulado ruso, pero como no se presentó, fueron a buscarlo. La autopsia encuentra restos de comida y jugos gástricos en el interior de los pulmones: es una asfixia con su propio vómito. No hay violencia, pero quizás haya veneno. “No es un crimen. No hay mafia rusa, esto es solo una familia. Fue una muerte absurda”, dice a la prensa en esos días Tatyana, la segunda esposa de Valeri Tchestnykh.

Y así es como de veneno nunca se vuelve a hablar.

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Seis meses más tarde, el 30 de marzo del 2012, por fin llegan noticias de Ilia. Pero no son buenas: él también está muerto. 

Fue hallado en la playa del Gramadal, en la localidad de Salaverry, en Perú. Ilia lucía un agujero en la sien izquierda y dos decenas de cartuchos de bala se desparramaban a su alrededor, junto a una bolsa de cocaína y a una pistola automática Bersa, de fabricación argentina, que lo habría acompañado durante los trece meses en los que permaneció prófugo de la justicia. Llevaba documentos falsos a nombre de Elias Besov. Rumores: algunos dicen que se quitó la vida, otros dicen que estaba ahí intentando conseguir un viaje en barco hacia Rusia. 

Faltan dos meses para que se cumpla un año del escape de los dos hermanos y es Sergei el que aparece. Pero está muerto. Lo encuentran en un hotel de La Paz, Bolivia, echado sobre la cama. No ha cumplido ni 20 años.

Ilia no se suicidó. Fue asesinado”, me dice vía Facebook su mujer, la joven Svetlana Khlebushkina, que lo acompañó en su raid por Bolivia y Perú. Durante algunos meses, ella fue la voz misteriosa que se dio a conocer como “Cyber-x-Gangxter” en el grupo de Facebook “Buscando a Vera Tchestnykh”, donde aportó noticias más o menos precisas sobre la suerte de la familia Tchestnykh. 

Ahora me explica: “Salió de noche con el fin de dar un paseo. Me había invitado a ir con él, pero me quedé dormida y fue por eso que se llevó la llave del cuarto, como para no despertarme”. Ilia nunca volvió, y a la mañana siguiente, Svetlana se preocupó. Recorrió entonces hospitales y comisarías, y al borde de las lágrimas trepó un cerro junto a dos vecinas que habían escuchado algo del asunto. Caminaron allí tres kilómetros hasta que dieron con el cadáver del chico ruso. 

“Según mis teorías, subió para observar el mar desde arriba”, continúa Svetlana en su mensaje. “Rodeó el puerto y lo confundieron con un ladrón ya que llevaba ropa oscura. Allí lo balearon y luego lo llevaron en camioneta hasta la playa del Gramadal, donde fue hallado. Jamás en la vida tenía la intención de ir tan lejos. Lo sé porque vivía con él. Era mi marido”.

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–Cada una de las actitudes que demostró Ilia Tchestnykh parecían hacerlo pensar que nos iba a superar a todos –me dice el fiscal Juan Ignacio Bidone, en su oficina de la Fiscalía de delitos complejos.

Bidone habla aspirando las eses. En su despacho, que es pequeño y está plagado de papeles, resalta la iconografía católica barata. Más allá, el sol calienta y se cuela por la ventana: trae silencio la paz del mediodía en la pequeña ciudad de Mercedes, en la que se concentran varias de las investigaciones más calientes del oeste bonaerense. Las palabras del fiscal son directas. 

–Sí, en definitiva, Ilia nos superó a todos.

El 30 de marzo del 2012, por fin llegan noticias de Ilia. Pero no son buenas: él también está muerto. Fue hallado en la playa del Gramadal, en la localidad de Salaverry, en Perú. Ilia lucía un agujero en la sien izquierda y dos decenas de cartuchos de bala se desparramaban a su alrededor, junto a una bolsa de cocaína y a una pistola.

No parecía normal que una familia de Jimki, Moscú, con una casa de cinco habitaciones y otra de fin de semana, dejara todo y se fuera a vivir a un confín del mundo. Los Tchestnykh no parecían la típica gente inmigrante que se iba de Rusia en los noventa. Tampoco parecía normal todo lo que les había pasado después. Pero sí había sido normal, más o menos normal, el comportamiento de Ilia. Hay cierto tipo de ruso joven que actúa así: es listo y áspero. Le gustan las armas, el alcohol, las peleas, los osos de los bosques siberianos. No teme. Y con todo ese combo, seas o no seas el asesino de tu propia madre, cómo no vas a desafiar a la autoridad.

La muerte de Ilia es la tercera en la serie Tchestnykh, luego del crimen de Ludmila Kasian y del hallazgo del cadáver de Sergei, y parece haber sorprendido incluso al fiscal Bidone, que es un investigador experto. Aunque sigue guiándose con la hipótesis de un drama intrafamiliar, admite que debe replantearse el caso. 

–Ahora tengo que pensar en alguna otra cuestión de fondo –sigue–. Es difícil encontrar una familia con una patología tal. Me tomo entonces el recaudo de pensar que esto tal vez no termine acá.

Luego me dice que conoce datos que traerían una versión distinta a la que han sostenido los miembros de la familia Tchestnykh sobre su llegada a la Argentina. 

–Aparentemente, hay algún pasado delictivo en Rusia, que motivó a que toda la familia viniera para acá –me explica. Sin embargo, es cauto. Para él, la chance de una venganza ejecutada por el largo brazo transnacional de la mafia rusa no cuadra–. Para eso, tendríamos que imaginar un nivel de complot muy grande y esta era una familia que vivía como cualquier vecino humilde. Además, si los hubieran estado matando, ellos no habrían mantenido sus domicilios tal como hicieron.

Lo que también hace extraña esta pista es que usualmente la mafia rusa no va por el mundo cumpliendo con sus ejecuciones. ¿Y Aleksandr Litvinenko? ¿Y Sergei Skripal? Dos espías rusos, misteriosos tornillos en los engranajes del poder envenenados en Londres: pero esos ataques parecen otro tipo de asunto. A la vez, hay que reconocer que en Rusia siempre hubo historias raras. Personas que nunca regresaron, crímenes que no se resolvieron. Historias como la que sufrió la familia Tchestnykh, que no son nada comprensibles. Rusia es un país con grandes extensiones, y qué pasa en las grandes extensiones: la gente desaparece.

Y hay una posibilidad más, y es que quizás la sentencia que persigue a los Tchestnykh no la haya dado el crimen organizado ruso, sino el de origen argentino. Ilia, con sus modales de muchacho listo y áspero, podría haberse enredado con cualquier mafioso local. Puestos a plantear escenarios, hay demasiados. 

“Alguien implicado en el asunto está encubriendo algo”, me había escrito en su mensaje de Facebook la mujer de Ilia. Svetlana me contó que durante su huida, Ilia nunca tuvo problemas. “Muchas veces pasamos en Bolivia frente a las comisarías e incluso delante de la sede de Interpol, y jamás tuvo miedo por la simple razón de que él sabía que no era culpable de lo que se le acusaba. No se sentía prófugo, aunque desconfiaba de la gente falsa”.

Le restó dramatismo al nombre fraudulento ‘Elías Besov’ que usaba Ilia, y con el que primero se informó su muerte. “Ilia viajaba con su nombre real, pero quizás a veces se lo simplificaba, igual que yo, porque nadie sabía escribirlo bien. La identidad ‘Elías Besov’ era su sobrenombre. Yo se lo asigné. ‘Elías’ es la traducción de ‘Ilia’. Nos gustaba jugar así, aunque en realidad derivaba del hecho de que yo había empezado a redactar un libro con esos sobrenombres para contar la verdad. Al registrarnos en el hotel, yo, por error, escribí su sobrenombre. Él, repito, no se estaba ocultando de nada. Estaba tranquilo. Viajábamos tranquilos”.

Pero no me explica nada de la bolsa de cocaína ni de la pistola automática Bersa que fueron halladas al lado del cadáver.

En la Fiscalía, Bidone suspira. Juguetea con una lapicera. 

La muerte de Ilia es la tercera en la serie Tchestnykh, luego del crimen de Ludmila Kasian y del hallazgo del cadáver de Sergei, y parece haber sorprendido incluso al fiscal Bidone, que es un investigador experto. Aunque sigue guiándose con la hipótesis de un drama intrafamiliar, admite que debe replantearse el caso.

–Ilia era un muchacho muy inteligente –dice–. Pero me parece que subestimaba a todos los que tenía a su alrededor. Si yo hubiera tenido una sospecha más firme podría haberlo aprehendido, pero se escapó. Es que las sospechas estaban dadas más por sus silencios que por sus palabras, y sabía explotar el asunto del idioma: cuando lo acorralábamos, simulaba que no nos entendía. 

Al día siguiente vuelvo a hablar con Cohen-Rua. 

–La primera vez que vi a Ilia fue en la comisaría policial, cuando acompañé a la familia a denunciar la desaparición de Vera –me cuenta–. “Mucha vergüenza… mucha vergüenza para mi familia”, me decía él. La segunda vez que lo vi fue el día de la muerte de su madre: cuando llegué, corrió hacia mí y me abrazó temblando como una hoja. La tercera vez fue en el allanamiento; me llamó por teléfono, quejándose del maltrato y diciéndome que habían roto una lámpara traída de Rusia. Se mostraba muy ruso, si cabe la expresión, hablando de una sola lámpara cuando en realidad toda la casa estaba muy desordenada. Entiendo que él tomaba esa lámpara como un símbolo. 

Cohen-Rua sacude el aire con una mano y hace un alto. 

–Nada me conforma –suspira–. Yo he colaborado en muchos casos de final trágico, pero de alguna manera las piezas terminaron por encajar. Acá no está pasando eso. 

***

En imágenes difusas, a Ilia también parece haberlo visto un clarividente uruguayo llamado Marcelo Acquistapace, a quien acudió Valeri Tchestnykh en ayuda por el paradero de su hija Vera. Conociendo el sorprendente éxito de Acquistapace –que ayuda a la policía uruguaya en casos enigmáticos, aun oficialmente–, en el año 2013, el hombre viajó hasta Montevideo y le dejó al vidente algunas fotos y un conjunto deportivo amarillo de Vera. 

Con la prenda, Acquistapace esperó el momento para entrar en trance. “Trabajo en publicidad, soy artista plástico, escribo, tengo tres niños y estoy esperando otro: me tengo que hacer un tiempo para trabajar en los casos… No es tan fácil”, le explicó antes el adivino uruguayo al padre ruso. Pero cuando finalmente logró hacerse un tiempo, tomó contacto con ese otro mundo que lo rodea. Y dibujó lo que percibió. 

Luego llamó por teléfono a Valeri. “Lamentablemente”, le dijo, “las prendas y fotografías de Vera me generan un muy fuerte desprendimiento de energía; por lo general eso es señal de muerte”. El clarividente le habló de la agresión de un hombre blanco de pelo corto, de unos 30 años. ¿Ilia Tchestnykh? ¿O quién? 

Ahora, por teléfono y desde la otra orilla del Río de la Plata, Acquistapace, que comenzó a desarrollar sus capacidades mentales a los 17 años, me explica cómo trabaja: 

–Dentro de la percepción extrasensorial existe la psicometría, que busca obtener información a través de las prendas. Creo que hay una base física en esto, y que si uno tiene desarrollado el potencial puede percibir imágenes o sensaciones de la víctima o del asesino. 

En cuanto a Vera, cree que está enterrada cerca de un puente o cerca de un cruce de dos rutas importantes, a 20 kilómetros de donde vivía; un sitio que, estando él en trance, dibujó con líneas negras reiteradas sobre una hoja blanca. El clarividente no conoce ese lugar, pero cuenta que allí hay una estación de servicio y un restaurante para camioneros. En ese sitio, la imagen que percibe de Vera no es feliz. 

–Hay un golpe en la cabeza, posiblemente de una pala o de una herramienta pesada; la tierra la cubre y está envuelta en algo azul, que puede ser una cortina o un encerado. 

Retrato de Vera Tchestnykh, fecha desconocida.

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Habíamos creído –los argentinos– que el crimen nacional no volvería a plantear misteriosas adivinanzas o laberintos extraños. Que el método racionalista deductivo (el que usan los detectives de las novelas de enigma inglesas) ya no servía para nada en nuestras calles calientes. Habíamos creído, además, que el crimen contemporáneo traía nostalgia para el modelo de la serie negra y que incluso hacía parecer un pollito mojado a Sam Spade. Decía Raymond Chandler: “La novela policial realista habla de un mundo en el que unos bandidos pueden gobernar naciones y casi gobiernan ciudades; en el que los hoteles, los edificios de departamentos, los restaurantes famosos están en manos de hombres que han hecho fortuna con los prostíbulos”. 

Y eso hoy es tan obvio.

Si de categorías se trata, el crimen argentino contemporáneo las ha superado a todas. Quitándose el rótulo de la serie negra, se deshizo también de la clásica caja del crimen político y de una suerte de neo-noir al que también viró. El crimen argentino es global y narco, vacío y gratuito, gatillero y facilista, burocratizado y trucho. 

Los episodios de la familia Tchestnykh son como un iceberg en un océano: solo se ve una pequeña porción de lo que ocurrió y de lo que ocurre. Bajo la línea de flotación se oculta el motivo que debe ser atroz, la fuerza que los persigue y que los alcanza.

Por eso, sorprende la serie Tchestnykh: con una sucesión en un misterio cerrado, parece volver al esquema del principio. La única distancia es idiomática: si el esquema es de misterio inglés, este caso, en cambio, necesita un diccionario para traducir del idioma ruso. Quizás el ambiente de la familia Tchestnykh no sea el salón de té donde Agatha Christie situó a sus personajes, pero la personalidad de Vera Tchestnykh es delicada y frágil. ¿Quién, en un crimen argentino, ha tocado el arpa? 

Los episodios de la familia Tchestnykh son como un iceberg en un océano: solo se ve una pequeña porción de lo que ocurrió y de lo que ocurre. Bajo la línea de flotación se oculta el motivo que debe ser atroz, la fuerza que los persigue y que los alcanza. Podemos deducir, sospechar e indagar, pero me pregunto si servirá de algo. Nada tiene lógica. Aun así, en el silencio, Sherlock Holmes planteó que “cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que pueda parecer, es la verdad”.

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Ahora es mayo del año 2014. Han pasado cuatro años de la desaparición de Vera Tchestnykh y del crimen de su madre, y sus dos hermanos están muertos. Pero el drama parece haberse desvanecido como una pompa de jabón en el aire.

El expediente judicial de la búsqueda de la muchacha no registra movimientos durante el último año, y María Esther Cohen-Rua, de la Comisión Esperanza, no encuentra respuestas. 

–Luego de la muerte de los dos hermanos, la Justicia consideró resuelto el crimen de la madre, pero la búsqueda de Vera nunca continuó –me dice, mientras tomamos un café–. A comienzos del 2013, el padre de Vera recibió informaciones de aquel vidente uruguayo, fue a la zona y descubrió que existía ese cruce de rutas. Quería que la Fiscalía le diera apoyo para excavar, pero no lo obtuvo. 

Tampoco se investigó en la propia casa de los Tchestnykh, donde –una vez que la familia se desmembró– quedó viviendo el último de los hermanos, el taciturno Andrei, que hoy es un abogado. 

–Nos quedó la sensación desagradable de que al querer buscar solución a la desaparición de Vera abrimos la puerta de algo más grande –sigue Cohen-Rua. 

Como sea, tampoco la versión oficial es suficiente para vislumbrar qué es lo que hay detrás. Parece que Vera le había comentado a una mujer que su padre había escapado de Rusia, arrastrando a su familia, acosado por deudas enormes. El fiscal Bidone escuchó que el mismo Valeri Tchestnykh, el padre de Vera, había sido un informante de la policía que había traicionado a un grupo mafioso. 

Pero el fiscal no concluyó la investigación porque se fue encaminando lentamente hacia su propio abismo: años más tarde, en el 2019, un jurado de enjuiciamiento de magistrados abrió un proceso contra él, implicándolo en un caso de espionaje ilegal y extorsión y, mientras escribo esto, Bidone enfrenta cargos de abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. Su casa también fue allanada. Una testigo declaró que él vendía información para extorsionar a las víctimas de una red de espionaje ilegal: carpetas con entrecruzamientos de llamadas y movimientos migratorios de algunos empresarios, un diputado, una abogada y, entre otros, un ex gobernador. El fiscal Bidone declaró que sí, que había entregado esas carpetas, pero que había sido engañado: dijo que el hombre que las recibía se había presentado como un agente de inteligencia en funciones legales. Aguarda un juicio.

Discúlpenos, señor Tchestnykh: hasta el día de hoy, seguimos buscando una versión que cuadre para reparar lo ilógico. Cuando no hay sentido, el vacío se vuelve oscuro. Y a veces necesitamos pistas para interpretar la realidad. Discúlpenos, también, porque quizás nadie como usted quiera limpiar la maleza de tantas cosas inexactas dichas en torno a su familia.

Pero… ¿cómo saber qué es realmente inexacto en esta historia?

Ya todo parece haber quedado en la nada. 

Valeri Tchestnykh sigue conduciendo su taxi. Su exmujer, su hija y dos de sus hijos no están. 

–El hombre sufre de un dolor sin respuestas –se lamenta Cohen-Rua.

Han pasado cuatro años de la desaparición de Vera Tchestnykh y del crimen de su madre, y sus dos hermanos están muertos. Pero el drama parece haberse desvanecido como una pompa de jabón en el aire.

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Ahora es julio del año 2017. No hay novedades de la serie Tchestnykh y yo estoy en Moscú, donde vi fugazmente, desde la ventanilla de un taxi, las fachadas de Jimki, el suburbio en el que se crió Vera, en el que se crió Ilia.

Luego de algunos días en Rusia, aprendo que esta historia, sea o no un ajuste de cuentas, ilustra muy bien una verdad rusa: la presencia permanente, desgraciada, de la muerte. Les cuento acerca de la familia Tchestnykh a unos periodistas locales con los que salgo a tomar algo. Les parece razonable que la mafia haya sido la causante de todos esos males. Me dicen que en Rusia uno puede “ordenar” a alguien. Como el comensal que en un restaurante ordena un plato, solo que, en este contexto, “ordenar” es mandar a matar a alguien. “Además”, me dicen, “si el padre quería llevarse a sus hijos lejos de Rusia para evitar que fueran enviados a la guerra en Chechenia, ¿por qué no se fue a vivir a Polonia?”.

Ya no he vuelto a hablar con el señor Tchestnykh.

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