Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Una mujer con cabello blanco corta las hojas de una planta carnosa. Lleva camisa con flores, falda roja y va descalza. Se para y camina en dirección a otra planta mucho más verde a la que le saca una rama. Los pájaros trinan en la siesta del monte. La mujer aprieta el paquete de yuyos contra su pecho y lo lleva hasta el rancho. Minutos más tarde, de un árbol descuelga la olla que usará para hacer la infusión. El agua hierve sobre las brasas de un palo seco, las plantas van desprendiendo sus jugos y se convierten en medicinas para la niña descompuesta. Mientras bebe, a la niña su abuela le corre el flequillo crecido y le hace una marca negra de ceniza en el entrecejo. 

—Esta marca te protegerá —dice la abuela en lengua wichí—. No te asustarás de las cosas raras, no harás caso al demonio del monte. 

En el siglo XXI las escenas de prácticas de medicina ancestral coexisten con las de la medicina tradicional. Es una convivencia tironeada, muchas veces violenta, algunos incluso aseguran que es irreconciliable. Otros, como la doctora Tujuayliya Gea Zamora, lo piensan distinto. Ahí donde muchos ven una grieta, otros, como ella, ven la posibilidad de un puente. 

Es una mañana fresca. Aún cantan los gallos cuando la doctora Tujuayliya Gea Zamora me recibe en una de las casas con pintura descascarada que está en el predio del hospital de Santa Victoria Este. Sale recién bañada, con jeans y una remera de hilo naranja. Su voz es cálida, de refugio. Me invita a pasar a su living y lo primero que veo es la montaña de carpetas rechonchas de papeles que hace equilibrio en el piso. 

La doctora Tujuay liya Gea Zamora trabajando con sus pacientes. / Foto: archivo particular

 —Esas son mis embarazadas, llevo los registros de todas acá —dice y le da unas palmadas a la pila. La pared principal está decorada solo con una gran bandera wiphala, hay libros por todos lados, cajas con medicinas, y una gata bebé que me clava las uñas en el jean para treparse.

Le cuento lo que acabo de ver en la puerta del hospital. Un hombre, una mujer con falda y dos niños pequeños llegaron en moto. Cuando se bajaron, el padre alzó a upa al más chiquito y lo entró corriendo a la guardia. Traían la tierra de varios kilómetros de ripio en sus caras. Una moto de 110 cilindradas traslada a cuatro personas sin casco. Así reemplazan la ambulancia.

Escenas de este estilo no son la excepción sino la regla del sistema sanitario rural en el Chaco seco salteño, una de las zonas más pobres de Argentina, donde el único engorde es el de los índices de pobreza. No hay cloacas, la mitad de la población vive hacinada, no cuenta con baño en sus hogares y no accede a la red de agua pública. Salta está por debajo del promedio nacional en el índice de desarrollo humano, índice que va en caída libre cuando se mide entre las poblaciones indígenas wichí, toba, chulupí, tapiete y chorote.

Le pregunto a la doctora Tujuayliya qué pasa en este lugar del mundo en el que falta todo. Se pone seria. Es la primera vez desde que me abrió la puerta que no despliega su sonrisa ancha, sus dientes perfectos. 

Un hombre, una mujer con falda y dos niños pequeños llegaron en moto. Cuando se bajaron, el padre alzó a upa al más chiquito y lo entró corriendo a la guardia. Traían la tierra de varios kilómetros de ripio en sus caras. Una moto de 110 cilindradas traslada a cuatro personas sin casco. Así reemplazan la ambulancia.

—Son varios los problemas, pero la primera pregunta es cómo vamos a garantizar el acceso a la salud de las comunidades. Eso es lo urgente, el cómo. Hay que trabajar en otra salud. Una salud respetuosa, intercultural. Yo no invento la teoría, estoy acá para poner el cuerpo —dice la doctora Tujuayliya, a quien le gusta que la llamen solo Tujuay y es la primera médica wichí de la Argentina.

Los wichís son una de las etnias indígenas más numerosas que habitan el Chaco argentino. También hay comunidades wichí en Bolivia. Se trata de un pueblo que nació nómade y que vivió de la caza, la recolección y la pesca por generaciones. Hoy son sedentarios, pero mantienen muchas de sus costumbres ancestrales. 

Los wichís son una de las etnias indígenas más numerosas que habitan el Chaco argentino.

Los caminos que unen a las comunidades con el hospital de Santa Victoria Este, el pueblo más cercano, son inciertos. Pozos, troncos, la tierra floja del peladeral, las vacas del pastoreo, los caballos de los criollos, los bichos silvestres que cruzan para pasar de un lado al otro del monte. Nadie puede calcular cuánto se tarda en transitar esos tramos que, cuando llueve, se hacen ríos de barro arcilloso. Por ahí aún no se ha animado a pasar el pegman de Google. Sin embargo, como las comunidades no cuentan con centros sanitarios fijos, a veces recorren más de sesenta kilómetros en moto. Y todo esto, en el marco de la doble emergencia sanitaria que se declaró en la zona. 

Los wichís son una de las etnias indígenas más numerosas que habitan el Chaco argentino. También hay comunidades wichí en Bolivia. Se trata de un pueblo que nació nómade y que vivió de la caza, la recolección y la pesca por generaciones.

A principios de 2020, antes de que la pandemia por covid-19 deglutiera cualquier información ajena, alcanzamos a conocer la noticia más triste: en tres meses doce niños de comunidades wichí murieron en la zona. La causa, desnutrición. Y falta de atención médica. Dos aspectos de una pobreza estructural que hoy sigue intacta. 

—Estaba trabajando en Buenos Aires cuando leí las noticias de los chicos muertos —cuenta Tujuay y mientras pone la pava en un anafe eléctrico para hacer café—. Ahí supe que tenía que volver. Yo soy wichí, soy médica. Necesito estar acá, y armé un equipo de profesionales para eso.

La historia de cómo Argentina consigue a su primera médica wichí no tiene nada que ver con Argentina. O sí, pero no en el mejor sentido. Cuando Tujuay estaba terminando el colegio secundario, su tío le comentó que Cuba otorgaba becas para jóvenes indígenas que quisieran estudiar medicina. 

—No sabíamos cómo hacer para aplicar a la beca y con mi mamá le escribimos una carta a Fidel Castro. La mandamos para el consulado cubano en 2003, tardaron meses en contestar —cuenta Tujuay mientras unta con miel una galletita de agua. Se pegotea los dedos—. Y un día, cuando ya no lo esperábamos, llegó la noticia de que me iba a Cuba. 

Recuerda que fue una época muy dura. Sus padres no tenían trabajo y ella perdía de a gotas las chances de ir a la universidad. Tenía pocas semanas para definir si viajaba o no. Se respiraba una cuenta regresiva. Por esos días, la niña Tujuay salió en la televisión de su pueblo. Un periodista local la entrevistó para ayudarla a recaudar los fondos necesarios para su viaje. No tenía pasaporte, el documento de identidad estaba vencido. Con su mamá, lograron resolver todo a último momento. Tan así, que juntó la plata del pasaje el mismo día en que su avión partía para La Habana.

A principios de 2020, alcanzamos a conocer la noticia más triste: en tres meses doce niños de comunidades wichí murieron en la zona. La causa, desnutrición. Y falta de atención médica.

—En Argentina, la universidad es gratis, pero yo no podía ingresar. Primero, por mi nivel académico. No tenía una formación secundaria que me diera herramientas para hacer una carrera. Para estudiar en una universidad empecé de cero. En Cuba me hicieron un curso de nivelación con los conocimientos básicos, un secundario rápido para ingresantes. Pero además, para estudiar en Argentina las familias tienen que poner mucho dinero. Hay que alquilar, comprar libros, alimentos —dice Tujuay y agrega que también está el tema del desarraigo. Imaginar a una adolescente wichí intentando sobrevivir sus primeros meses en Buenos Aires puede sacarnos el sueño. En Cuba, en cambio, se proponía un proceso contenido, acompañado y con muchos pares. La Escuela Latinoamericana de Medicina es una universidad internacional que forma parte del Programa Integral de Salud de Cuba. Fue fundada en 1999 —luego del desastre humanitario que causó el huracán Mitch, donde perdieron la vida cerca de veinte mil personas de Honduras, Nicaragua y El Salvador— y hoy recibe a estudiantes de medicina procedentes de toda la región. 

—Éramos unos tres mil estudiantes, imagínate —dice riendo Tujuay—. Tenías amigos a los dos minutos de haber llegado. Además, nos daban lugar para dormir, alimentos, uniformes y libros. Me terminé de criar ahí. 

En la radio una chacarera hace lo imposible por cumplir su misión de alegrar. Las cuerdas de la guitarra se hunden con fuerza y ritmo, trae gritos de peña, de trasnoche eufórica de vino. Una alegría impuesta, como las guirnaldas en un cumpleaños. Apagamos la radio y buscamos el alivio de un silencio honesto.

La doctora Tujuay es joven, lleva parte de su cabeza rapada y unos hilos de colores le perforan la oreja. La mañana avanza y está empezando a picar el sol. Por la ventana se ven los pozos de las calles de tierra de Santa Victoria Este, donde aún quedan charcos de agua, como una secuencia de lagunas que espejan el cielo limpio y enorme. Mientras bebemos café en la casa que comparte con otra médica, me cuenta sobre el proyecto de medicina intercultural que están desarrollando con las comunidades wichí del Chaco seco, donde aún tiene lazos familiares. Un proyecto de salud que no es para los wichís, sino desde los wichís, y en esa diferencia se instala el volantazo de la historia.

La doctora Tujuay es joven, lleva parte de su cabeza rapada y unos hilos de colores le perforan la oreja.

Nos levantamos muy temprano a la mañana y salimos a conversar con la gente. Queremos implementar la práctica de avisar antes. Nadie llega a tu casa un día a meterse en tu patio y te dice “che, vengo a atenderte”. Eso no pasa en la ciudad. Acá sí. 

Por eso es común verla subirse muy temprano a la camioneta sanitaria para llegar hasta las comunidades. Allí escucha, conversa, presta atención a las necesidades. Programa con las personas cómo serán las jornadas de asistencia, arman juntos un cronograma. Se dan tiempo: ese elemento tan mágico y tan mezquinado.

—Y es un desafío —agrega enfática Tujuay—. El hecho de ser indígena no te hace tener automáticamente una mirada intercultural sobre la aplicación de la medicina. Es algo que tenés que aprender y donde tenés que deconstruirte y hacer una crisis epistemológica. Me cuestiono mi práctica, si lo que hago está ayudando a alguien o no. 

Tujuay proviene de una familia que se dedicó a la sanación. Su abuela la curaba con medicina ancestral desde niña y hoy quiere darle continuidad a ese legado. 

—No hablo de hacer ritos y esas cosas, para eso se necesita una formación espiritual que yo no tengo. Yo respeto profundamente la religión de mis abuelos y de ninguna forma practicaría algo para lo que no he sido entrenada espiritualmente. A mí me tocó este otro lugar y es una especie de misión, tengo que trabajar con las herramientas que se me dio en la universidad. Para eso estoy acá —dice Tujuay.

No hablo de hacer ritos y esas cosas, para eso se necesita una formación espiritual que yo no tengo. Yo respeto profundamente la religión de mis abuelos y de ninguna forma practicaría algo para lo que no he sido entrenada espiritualmente.

El factor común que une a las comunidades indígenas de la zona es la falta de herramientas, de oportunidades para desarrollarse. 

—Y luego, es común encontrarse con la frase “la cultura de ellos es así” cuando se buscan explicaciones para los embarazos de las niñas, para las condiciones insalubres de vida, para las huidas del hospital, para los abusos —denuncia Tujuay—. En esta tierra la esperanza se vuelve más cáustica a medida que los niños y las niñas crecen. 

En el Chaco seco faltan agua potable, escuelas, hospitales, ambulancias, trabajo, caminos, cloacas y oportunidades. Lo que sobran son los conflictos. Las comunidades de Santa Victoria Este, que habitan la frontera con Bolivia y Paraguay, viven en permanente amenaza también por las crecidas del río Pilcomayo. Un curso de agua con sedimentos que se desmadra como y cuando quiere y que, a falta de obras, obliga a las personas a trasladar sus hogares y a empezar de cero con frecuencia. 

—Hay muchas formas de hacer genocidio —dice Tujuay usando toda la garganta—. El Estado acá entró hace doscientos años para arrasar con las personas, y luego dejó que misiones de anglicanos, pentecostales y católicos hicieran lo suyo con la cultura de las comunidades. Sumemos la presencia de las ONG, que están hace 60 años, y la acción de los colonos internos. El contacto constante con agentes externos ha influido sobre la forma en que se ven las cosas, la cosmovisión va moviéndose. Incluso lo ancestral va moviéndose porque estamos hablando de cinco generaciones y todo lo que han adquirido en esos diálogos. 

Cuando terminé de hablar con Tujuay, me encontré con un corte de ruta, la modalidad más frecuente de expresión de las comunidades. Cruzaron ramas de árboles con espinas, unas espinas que usan las artesanas para sus tejidos y que podrían traspasar el neumático de cualquier camión. A los costados de la barricada, unas cinco personas esperaban en la banquina a que se amontone la cantidad de vehículos suficientes como para molestar al intendente local que más tarde llegará intercambiando intenciones resbalosas por liberación de camino. Así funciona el diálogo acá. 

Y luego, es común encontrarse con la frase “la cultura de ellos es así” cuando se buscan explicaciones para los embarazos de las niñas, para las condiciones insalubres de vida, para las huidas del hospital, para los abusos —denuncia Tujuay—. En esta tierra la esperanza se vuelve más cáustica a medida que los niños y las niñas crecen.

Y como la falta de escucha es ley, estas comunidades tuvieron que litigar por más de 28 años contra el Estado argentino para que se reconocieran sus derechos. Por fin, el año pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos definió la responsabilidad de la República Argentina por la violación de los derechos a la propiedad de la tierra, a la identidad cultural, a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada y al agua. Con esta definición, y con la reparación prometida, se renueva la esperanza para las comunidades indígenas de la zona. 

Hay muchas formas de hacer genocidio —dice Tujuay usando toda la garganta—. El Estado acá entró hace doscientos años para arrasar con las personas, y luego dejó que misiones de anglicanos, pentecostales y católicos hicieran lo suyo con la cultura de las comunidades.

En este lugar del mundo las semillas de los árboles son oscuras y gordas. Donde caen se quedan inmutables frente al viento, el agua no hace más que afianzarlas. Acá la vegetación es pinchuda, en actitud de defensa. Hojas duras, alertas. Resistentes. Y resistencia es la palabra que mejor define la actitud de estos pueblos que luego de tantas intervenciones, tanto abandono, tanta supervivencia, hoy siguen viviendo como eligieron, sostienen su lengua, su territorio y sus maneras de transitar la vida. 

Me voy de Salta por el camino de la yunga. Un otoño de sol le saca flores a los árboles. Dice un cartel que venden coca de la buena en la verdulería. Con los vidrios bajos, respiramos el olor agrio de la caña de azúcar fermentando en el ingenio. Pasan ranchos esporádicos. La vegetación de banquina emerge después de la deforestación. Los tallos nacen fuertes, van a volver a ocupar el lugar que les pertenece. Porque a pesar del maltrato, el bosque se regenera e intenta volver a ser bosque. Y a pesar de las escuálidas chances que le dieron, hoy el pueblo wichí tiene a su primera médica. 

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