Relatto | El cuento de la realidad
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*El uso de la x en este texto expresa un lenguaje más inclusivo, no binario, que abarca y representa la diversidad identitaria de todxs. 

Todavía duele. 

Ha pasado más de un año desde su muerte —y desde el inicio de la pandemia en la ciudad— y para la comunidad trans Latinx de Nueva York recordar a Lorena Borjas aún es doloroso. Lorena fue la primera mujer trans Latinx con una trayectoria pública que murió por complicaciones relacionadas con el coronavirus. Murió el 30 de marzo de 2020, sola, en el Hospital Coney Island de Brooklyn. Tenía 59 años. 

Lorena emigró desde Veracruz (México) a Estados Unidos a los 21 años, en 1981. Fue obrera, trabajadora sexual, limpió casas. 14 años después, en 1995, asumió la lucha por la igualdad para sus ‘hermanas’ de la comunidad como su trabajo principal. Dada la trascendencia de su activismo en Nueva York, la suya fue una de las pocas muertes de una persona trasgénero a causa de la pandemia que tuvo cobertura nacional. The New York Times, CNN, The New Yorker y The Washington Post la llamaron “guerrera”, “pilar”, “guardiana”. La “madre” de la comunidad trans de Queens. 

Quienes la conocieron la llaman, amorosamente, “la pájara mayor”. 

—Ella siempre fue una mentora— dice Victoria Orellana (hondureña, 33 años)—. Era una gran líder, un ejemplo que marcó la vida de muchas de nosotras. Lorena es irremplazable. 

En su momento, Borjas la contactó con un abogado que la ayudó con el cambio legal de su nombre. 

Del resto de personas trans que han muerto por el virus en Nueva York no hay, hasta ahora, datos oficiales. 

Una activista sostiene el retrato icónico de Lorena Borjas durante la celebración del Día de Los Muertos el 1 noviembre de 2020, en Staten Island.

En la página web del Departamento de Salud de la ciudad de Nueva York, al final del cuadro de casos por ‘sexo’, hospitalizaciones y muertes por covid 19, se lee: “Debido al número reducido de casos entre personas transgénero y de género no conforme, los datos de esos casos no están incluidos al momento en este cuadro”.

Frente a esa invisibilización, la comunidad lleva su propio registro. Las noticias sobre muertes de compañerxs llegan como mensajes de WhatsApp, se postean como condolencias en los muros de Facebook. Hasta ahora, según el Colectivo Intercultural Transgrediendo, Latina Trans New York y L’Unicorns, unas 18 personas trans han muerto por la pandemia en la ciudad de Nueva York. 

La muerte de Lorena Borjas marcó una línea de tiempo en ese conteo fúnebre: un antes y un después. Para muchxs, el inicio de su ausencia y la expansión de los contagios fue también el inicio de una las crisis más duras para la comunidad trans de Nueva York. Tanto o más severa que la de la epidemia de VIH/Sida durante los años 80 y 90, que afectó desproporcionadamente a la comunidad LGBTIQ+ de la ciudad. 

“Las mujeres transgénero con VIH pueden ser particularmente vulnerables a los daños asociados por covid-19”, dice un artículo publicado en agosto en The Journal of Acquired Inmmune Deficiency Syndromes. Esto “debido al acceso precario a empleo, ingresos, alimentos, vivienda, y a una mayor vulnerabilidad a la violencia”. 

La pandemia del coronavirus empeoró esas vulnerabilidades y creó otras. El impacto psicológico por la muerte de sus compañerxs, la interrupción de procesos y cirugías de reafirmación de género y la desconexión entre todxs se volvieron nuevos frentes para esta comunidad cuya existencia misma sigue siendo una lucha. 

Lorena emigró desde Veracruz (México) a Estados Unidos a los 21 años, en 1981. Fue obrera, trabajadora sexual, limpió casas. 14 años después, en 1995, asumió la lucha por la igualdad para sus ‘hermanas’ de la comunidad como su trabajo principal.

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Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera fueron pioneras del movimiento trans en Nueva York. Johnson —afroamericana— y Rivera — de ascendencia puertoriqueña— protagonizaron la revuelta del bar Stonewall en junio de 1969. Allí empezó la lucha por los derechos del colectivo LGBTIQ+ en la ciudad. Allí empezó el Orgullo. 

Un año después del levantamiento en Stonewall, Johnson y Rivera fundaron la organización S.T.A.R. (Street Transvestite Action Revolutionaries). S.T.A.R. fue una casa de acogida para las mujeres trans que (sobre)vivían en la calle. Eran los años en que el VIH empezaba su acecho. 

El pequeño departamento de Lorena Borjas, en Queens, también fue un refugio para muchas mujeres transgénero inmigrantes e indocumentadas. Este lugar tapizado de reconocimientos y galardones, y habitado por “elefantes y elefantitos que siguen mirando hacia la ventana” —según describió su amiga Elizabeth Chávez en un post de homenaje en Facebook— fue un consultorio legal, sentimental y médico. Ella siempre tenía lo necesario: contactos de abogados, consejos, condones y pruebas rápidas de VIH. 


Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera fueron pioneras del movimiento trans en Nueva York. Johnson —afroamericana— y Rivera — de ascendencia puertoriqueña— protagonizaron la revuelta del bar Stonewall en junio de 1969. Allí empezó la lucha por los derechos del colectivo LGBTIQ+ en la ciudad. Allí empezó el Orgullo. 

“Borjas —dice su obituario en The New York Times— se convirtió en una especie de ángel guardián para la comunidad transgénero en Queens, ayudando a mujeres a enfrentar el tráfico sexual, el acoso policial, el abuso de sustancias, y problemas de salud”. 

Todos esos fueron abismos de los que ella misma —sin familiares y sin saber inglés— resurgió.


Trans Day of Remembrance: Queens, 2020

https://vimeo.com/530300960

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Así como el coronavirus causó la muerte de una protectora como Lorena Borjas, el VIH/Sida también “resultó en la pérdida de hombres y mujeres trans, incluyendo a Lou Sullivan”, dice el sociólogo Salvador Vidal-Ortiz en su ensayo Transgender Movements. Sullivan fue un activista reconocido por su trabajo en favor de los hombres trans en Estados Unidos. 

“¿Y ahora qué? Mi futuro está comprimido en un espacio de tiempo reducido —escribió Sullivan en una de las entradas de sus diarios, reunidas en el libro We Both Laughed in Pleasure—. La mayoría muere en dos años. Algunos viven durante cinco (. . .). Sin embargo, todos estos años han valido la pena sólo para estar en este bar, aquí, ahora, con Sida, y ser un hombre entre los hombres”.

Gonzalo Aburto vivió ese duelo perpetuo en la Nueva York de los 90. Es mexicano, director de Asuntos Internacionales de la organización Latina, que apoya a personas latinxs y afroestadounidenses con VIH/Sida. Aburto dice que es muy pronto para comparar ambas pandemias —sobre todo porque al virus de la primera se lo estigmatizó como “el cáncer los homosexuales”—, pero, aún así, encuentra similitudes. 

La primera, dice, es la falta inicial de información. “Al principio, por las características del nuevo virus, no había mucha información confiable, igual que con el VIH. Y las comunidades de color siempre son las que tienen menos acceso”. 

La segunda similitud, la más espeluznante, es la saturación de los hospitales. “Por esos años, como ahora, la gente iba a los hospitales y no la atendían porque estaban llenos. Morían en los pasillos, en el suelo. Fue igual de traumático”. 

La tercera semejanza no la dijo él, pero otrxs activistas la han denunciado. Mientras el desarrollo de vacunas contra el covid-19 tardó unos 10 meses, hasta ahora no se ha conseguido una sola contra el VIH. La farmaceútica belga Janssen anunció en diciembre que un prototipo de vacuna llegó a tercera fase, y Moderna dijo que está desarrollando otra cuyos ensayos clínicos están previstos para este año.

La comunidad, mientras, aún tiene que resolver otras necesidades más básicas, igual de urgentes. 

“El 34% de las personas transgénero de color no tiene cobertura de salud”, indica un reporte de Human Rights Campaing (HRC) sobre el impacto económico de la Covid-19 en las comunidades LGBTQ+ de color de Estados Unidos. 

Y esto, afirman, “agrava los desafíos de esta crisis de salud pública”. 


La segunda similitud, la más espeluznante, es la saturación de los hospitales. “Por esos años, como ahora, la gente iba a los hospitales y no la atendían porque estaban llenos. Morían en los pasillos, en el suelo. Fue igual de traumático”. 

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Danyela Marroquín está contenta. Se cortó el pelo y le gusta cómo le quedó. Tiene 41 años y desde hace 15 vende comida en las calles de Nueva York. La comida mexicana, la de su infancia, es su especialidad. Le encanta cocinar y repartir por la ciudad lo que prepara. Pero lo que tanto le gusta hacer la enfermó de coronavirus. O al menos eso sospecha. 

Un viernes de abril de 2020, luego de haber ido donde un grupo de clientes albañiles, Danyela volvió a casa y empezó a sentir fiebre. Le dolían los huesos: sentía que se rompían. Desesperada, fue a un hospital de Manhattan —el más cercano a su casa, donde la atendía su psicólogo—, pero dice que no la ayudaron. 

—Me dijeron que tenía que haber sacado un turno por Internet, y yo no tenía Internet en la casa ni datos en el teléfono. 

Dos días después, ya sin olfato ni gusto, le empezó a faltar el aire. Su pareja llamó al 911. La ambulancia llegó enseguida, los paramédicos entraron a su cuarto. La evaluaron, le pidieron una identificación y, luego de ver el documento, dice que no quisieron llevarla al hospital. 

—Cuando dije que soy una mujer trans les cambió el semblante. Le dijeron a mi pareja que para qué me iba a llevar, que mejor me quedara en casa, que iba a morir en el hospital porque no iba a poder conseguir ni cama.

Marzo y abril de 2020 fueron los meses de las filas fuera de los hospitales en Nueva York. De los camiones frigoríficos con cadáveres. De la falta de ventiladores. De las carpas médicas en Central Park. De las mascarillas tapando el miedo, la desconfianza, la fatiga.

Dos días después, ya sin olfato ni gusto, le empezó a faltar el aire. Su pareja llamó al 911. La ambulancia llegó enseguida, los paramédicos entraron a su cuarto. La evaluaron, le pidieron una identificación y, luego de ver el documento, dice que no quisieron llevarla al hospital. 

 Danyela y su pareja se quedaron en el departamento. Ella se recostó boca abajo, como le indicaron los paramédicos, y llamó a su psicólogo para pedir ayuda. Él la contactó con otros colegas. Ellos escucharon los síntomas y le confirmaron, por teléfono, que tenía el virus.

—Mi pareja también se contagió. Nuestros amigos venían a dejarnos comida, pero no podíamos ni comer. Pasamos dos semanas encerrados. Fue un milagro que nos curáramos. 

Ishala Ortega tampoco llegó al hospital. Ella vive en Woodhaven, Queens, y trabaja como operadora de salud en una clínica en Chelsea. Ishala es mexicana y habla de todo con naturalidad excepto de su edad: prefiere dejar el misterio flotando. En marzo del año pasado, en el pico de los contagios —Queens era el distrito con más casos positivos en la ciudad: 7 260—, Ishala sintió un peso en el pecho, “como si alguien estuviera encima”. El aire empezó a faltarle y ella pensó lo peor: tenía coronavirus, al igual que algunxs de sus compañerxs de trabajo.

Llamó al 911. Los paramédicos llegaron, la revisaron y le pidieron que se calmara. 

—Me dijeron que estaba teniendo un ataque de pánico, que respirara. Que si iba al hospital, allá podía contagiarme y morirme. Y eso era justo lo que más terror me daba. 

Ishala dice que nada, ni siquiera haber pasado por una cárcel de migración ni haber sobrevivido al abuso policial, hasta ahora, la había marcado tanto como la pandemia. Días después del ataque de pánico conversó con su psicólogo. El diagnóstico fue Trastorno por Estrés Postraumático.

—En los 90, la gente con VIH/Sida no moría de un día para otro. Con esta enfermedad, en cambio, muchas empezaron a morir muy pronto, una tras otra. Ni siquiera pudimos despedirnos de Lorena ni de muchas otras. Todo eso me afectó muchísimo. 

El encierro, la incertidumbre, también la derrumbaron. Haber ido unos días a Arizona, a la casa de su madre, la alivió. Ishala tiene ‘documentos’, un trabajo y un ingreso estables. El año pasado recibió el cheque de estímulo de 1.200 dólares que entregó el gobierno por la pandemia, pero no lo gastó. Dice que repartió el dinero entre amigas que necesitaban pagar la renta, comer. 

—Si nosotras mismas no nos ayudamos, nadie lo hace. Nadie.

Joselyn Mendoza reparte las despensas de Love Wins Food Pantry en Queens.

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Las personas transgénero tienen hasta seis veces más probabilidades de haber ido al médico por trastornos del estado de ánimo o de ansiedad. El dato consta en un estudio publicado en agosto en The American Journal of Psychiatry y hace que la psicoterapista Giselle Gavilanes, experta en atención a población trans en Nueva York, se quede en silencio un momento antes de asentir. 

—Sí, es así de alta. Y las razones son varias: muchxs crecen sin el apoyo de su familia, no tienen un trabajo estable ni documentos, y esos condicionantes se agravaron con la pandemia.

Gavilanes dice que, entre abril y mayo de 2020, las llamadas y las consultas virtuales aumentaron en un 50%. Los diagnósticos más comunes fueron depresión y ansiedad. 

La ansiedad de Victoria Orellana, la hondureña a la que Lorena Borjas ayudó a cambiar el nombre, era una máquina de pesadillas. En las peores, ella se contagiaba y enfermaba a la persona mayor que cuida. Lo demás eran solo pérdidas: la calma, el trabajo, la cordura. 

—Yo aquí estoy sola, no tengo familia. Muchas compañeras entraron al hospital y murieron sin que nadie las reclame. Yo no quería que me pase lo mismo. 

Para otrxs la pandemia significó la interrupción de sus procesos de reafirmación de género. Estos —que van desde una depilación hasta una vaginoplastia— son “médicamente necesarios”, como lo certifican The American Medical Association, The American Psychological Association y The American Psychiatric Association. El estudio antes citado de de The American Journal of Psychiatry dice que las cirugías de reafirmación de género, además, “pueden llevar a beneficios de salud mental a largo plazo”. 

Elizabeth Chávez —mexicana, de 37 años— suspendió su tratamiento hormonal desde marzo hasta agosto de 2020. Dejó de tomar los estrógenos que feminizan su cuerpo y su voz. 

Hace 20 años, cuando llegó a Nueva York, Elizabeth vivía en Queens. La farmacia en la que compra las hormonas tiene registrada esa primera dirección. Elizabeth ahora vive en Manhattan. Cuando empezó la cuarentena, ir hasta Queens —el distrito que The New York Times llamó “el epicentro del epicentro” de la pandemia—era temerario. La farmacia, además, estaba cerrada. 

A las pocas semanas de interrumpir su tratamiento, a Elizabeth le empezó a crecer el vello facial. Los hombros se le ensancharon. La voz empezó a sonarle más grave. 

El estudio antes citado de de The American Journal of Psychiatry dice que las cirugías de reafirmación de género, además, “pueden llevar a beneficios de salud mental a largo plazo”. 

—Muchos no lo entienden. Las hormonas son necesarias porque te hacen sentir bien física y emocionalmente. No es que me sienta mujer por usar estrógeno, pero las hormonas sí refuerzan y hacen que nos conectemos más con nuestra identidad. Cuando me veía en el espejo, me sentía desconectada de mí misma.

Jesse Alicea también ha sentido una desconexión. El año pasado, su tratamiento hormonal no se interrumpió, pero sus controles médicos sí. En agosto de 2019, Jesse se sometió a una mastectomía (extirpación de senos). Debido a la cirugía, y a que toma testosterona, debe hacerse un examen de sangre cada tres meses. El último de 2020 fue en octubre, después de siete meses. Los exámenes, dice, monitorean que su presión no suba ni tenga riesgo de un ataque cardíaco. 

—Estuve súper ansioso durante toda la espera. Demasiado. 

Jesse es puertorriqueño, jovial, amiguero. La falta de vida social, a sus 35 años, también disparó su ansiedad. Jesse dice que su cuarentena fue estricta porque vive con su abuela y su familia en New Jersey. 

—Me sentí súper lejos de mi comunidad. Estuve tan asustado por el virus que ni siquiera fui a la Marcha de las Putas en Nueva York. Me la pasé encerrado, triste.

“Nos han confinado otra vez a la soledad, a la desconexión. Estamos incomunicadas. Nuestro vínculo era la frecuencia con que nos veíamos, pero se debilita en ausencia de un lugar común”, escribe Camila Sosa Villada en la novela Las Malas.

El contacto con su comunidad, dice la Dra. Gavilanes, es vital para las personas transgénero. 

—Muchxs, al no contar con sus familias, encuentran el soporte principal en sus compañerxs y amigxs. Ellxs lxs entienden mejor que nadie porque han pasado por lo mismo: discriminación, violencia, necesidad. 

L’Unicorns Día de los Muertos, 2020

https://vimeo.com/530299859

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Liaam Winslet de pie frente al altar en honor a Lorena Borjas, en el Colectivo Intercultural Transgrediendo.

En mayo, después de dos meses de encierro, Liaam Winslet volvió a salir. La depresión no la dejaba levantarse. El miedo al contagio no la dejaba moverse. Es miércoles, 7 de octubre de 2020 y Liaam está atareada pero serena en las oficinas del Colectivo Intercultural Transgrediendo, en Queens. La rodean frascos de pintura, tablas, un poco de polvo: el lugar está en renovación. 

—El encierro me hizo pensar mucho en infancia y en mi familia, en que tuve que abandonar mi país para poder vivir en paz.

Liaam tiene 32 años, es ecuatoriana, y en 2015 cofundó el colectivo con Lorena Borjas. Cuando Liaam llegó por primera vez a Nueva York, Lorena la apoyó en todo. Cuando trabajó junto con ella, Lorena le enseñó todo. Y, cuando Lorena murió, a Liaam le faltó todo. 

—Me pregunté para qué vivir, para qué seguir. 

Su memoria, pasados los días, le dio la respuesta.

—Me dije a mí misma ‘No, ya basta, tenemos que seguir’, porque Lorena siempre nos dijo eso: ‘Pase lo que pase, siempre tenemos que seguir’. Ella, de alguna forma, nos preparó para enfrentar algo como esto. 

Algo como esto fue que las primeras llamadas y mensajes que le llegaron a Liaam al inicio de la cuarentena fueron, sobre todo, pedidos de comida. “Más de la mitad de las personas de color”, según el informe de Human Rights Campaign, “perdieron horas de trabajo, mientras que una de cada cinco se quedó sin empleo”. Y, sin empleo, la comida empezó a faltar. 

Liaam dice que, a mediados de 2020, ella y sus compañerxs repartieron despensas en auto desde el Bronx hasta Long Island. Las entregaron a 230 personas, la mayoría de ellxs trabajadorxs sexuales. Desde el año pasado, además, el colectivo dispone de despensas en la oficina, cada semana, para que las retiren quienes las necesiten. 

Al inicio de la pandemia, Jennifer Orellana, directora de Latina Trans New York, también usó su auto para repartir comida, mascarillas y productos de aseo por Brooklyn, donde queda la organización. Jennifer cuenta que llegaba, golpeaba y dejaba las despensas en la puerta de las casa de las chicas. Unas pocas salían con mascarilla a agradecerle. Otras le mandaban mensajes. 

—Eran encuentros rapidísimos, pero muchas me decían que les ayudaba a sentirse menos solas.

Antes de la pandemia, según Jennifer, Latina Trans New York organizaba una reunión presencial cada mes para hablar sobre salud sexual, intercambiar experiencias e integrar más a sus miembros. Pero la cuarentena mudó esos encuentros a Internet y derivó en un tema del que todxs, hasta ahora, hablan con urgencia: cómo cuidar su salud mental. 

Joselyn Mendoza (izquierda) y Lesly Herrera, fundadoras de Mirror Beauty Worker Cooperative.

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Un suspiro la antecede. Joselyn Mendoza dice que en 2020, por primera vez a sus 47 años, estuvo deprimida. Es mexicana, licenciada en Cosmetología, cofundadora de Mirror Beauty Worker Cooperative, una cooperativa de trabajo para personas trans que se dedican a la misma rama que ella. Joselyn y Leslye Herrera, su socia, llevan trabajando cuatro años en el proyecto. 

En junio de 2020, se suponía, iba a llegar la fase final: la inauguración de su propia peluquería. Tenían escogidos un nombre, un local. Habían elegido el color de las sillas, los espejos, las revistas para la espera: todo. Y entonces vino la pandemia.

—Nos golpeó muy duro. La peluquería iba a ser nuestra fuente de ingresos. 

Por esos días, Joselyn cerró su cuenta de Facebook y dejó de seguir las noticias porque solo “veía muerte”. Hace pocos días se había enterado sobre lo de Lorena Borjas por televisión. No quería comer, dormir. No quería ver a nadie. Hubo un par de noches en que le costó respirar. Joselyn pensó que tenía el virus y se encerró en el cuarto. Ni siquiera quiso abrirle la puerta a su madre, con quien vive, por temor a contagiarla. Ella, preocupada, le recomendó buscar ayuda. 

—El psicólogo me ayudó, sí, pero yo creo que sobre todo me salvó el activismo. 

Entre marzo y abril de 2020, la cooperativa se convirtió momentáneamente en una organización social. Joselyn y Leslye recaudaron fondos por Internet. Dicen que consiguieron 2.000 dólares y armaron y repartieron cientos de despensas entre sus compañeras. Cuando se acabaron las suyas, ambas se ofrecieron como voluntarias para repartir, cada viernes por la mañana, las despensas de Love Wins Food Pantry, una organización LGBTQ+ que trabaja, sobre todo, en Queens.

A finales del 2020, Mirror Beauty Worker Cooperative volvió a recaudar fondos y becó a cinco personas de la comunidad para un curso de maquillaje profesional. Este año becó a seis. 

—Ayudar nos ha hecho salir del encierro, sentirnos útiles. Yo creo que si de algo nos ha servido la pandemia es para darnos cuenta de que todxs nos necesitamos entre todxs. 

Más de la mitad de las personas de color”, según el informe de Human Rights Campaign, “perdieron horas de trabajo, mientras que una de cada cinco se quedó sin empleo”. Y, sin empleo, la comida empezó a faltar. 

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Elizabeth Chávez en el ferry camino a Staten Island para la celebración del Día de Los Muertos.

Las acciones de la comunidad trans demuestran lo que afirma un análisis de la Universidad de Columbia: “La comunidad transgénero y no binaria es tremendamente resiliente (...). Ha ganado visibilidad en espacios políticos y culturales, incluso mientras navega por el impacto de la pandemia”. Ser resilientes es readaptarse, recuperarse, resistir. Para la comunidad, la resiliencia también es honrar la memoria de sus muertxs: ahuyentar la muerte con la celebración de la vida.

Elizabeth Chávez viste de negro estricto. Lleva flores blancas en las manos y en el pelo. Un visor facial cubre y magnifica el efecto de su maquillaje mortuorio, blanquinegro. Elizabeth es la única catrina a bordo del ferry a Staten Island. Es domingo, 1 de noviembre de 2020, y el colectivo L’Unicorns, conformado por personas LGBTQ+ latinas, organizó en un rincón de la isla la celebración tradicional mexicana del Día de Los Muertos.

La reunión es en la oficina de La Colmena, una organización de apoyo a trabajadores inmigrantes. Adentro, en medio del cuarto, en el centro del altar con frutas, panes y unicornios de cartón, está Lorena. Lorena Borjas. En esa foto icónica, con el aura de una estampita, se distinguen su risa de labial rosado, su pañuelo rojo, una flor blanca en pelo. Afuera, por un parlante, se escucha la voz de Elizabeth, su hija, la que la llama ‘madre’. 

—Ella fue una mujer que luchó hasta el último día por nosotras, las mujeres trans. Nos dio una esperanza más de vida. Nos dio una esperanza más de ser alguien aquí en este país y en nuestra vida personal. ¡Que viva Lorena Borjas! ¡Que vivan las mujeres trans!

Karen Cruz también se maquilló como catrina y recordó con gratitud a Lorena Borjas.

Lorena —su estampita— también estuvo en el altar que se levantó por el Día Internacional de la Memoria Trans. Esta conmemoración se hace cada 20 de noviembre, desde 1998, en honor a Rita Hester, una mujer trans afroestadounidense que fue asesinada en Allston, Massachusetts. 

El Colectivo Intercultural Transgrediendo organizó el evento en la plaza del Triángulo Manuel de Dios Unanue, en Queens. Elizabeth Chávez fue desde la tarde y ayudó a armar el escenario, a transmitir el evento por Facebook y a repartir las cruces blancas de cartón con los nombres de las 37 personas que, hasta ese mes, habían muerto por transfobia en Estados: Brayla Stone, Penélope Díaz Ramírez, Tony McDade, Selena Reyes-Hernández, Nina Pop, Lexi…

Tenían 17, 34, 55 años. 

Según Human Rights Campaign (HRC), 25 de esas 37 víctimas fueron mujeres afroestadounidenses y latinas. El número llegó a “al menos 44” a finales de 2020. HRC lo llamó el “año más violento” desde que empezó a registrar estos delitos en 2013. 

La activista Bonny Díaz pasa al centro del escenario al aire libre, toma el micrófono y nombra, unx a unx, a lxs que ya no están. Todxs responden “presente” después de cada nombre. Cuando llega al de Lorena Borjas, la voz de Bonny se algodona. 

Lorena, “la pájara mayor”, fue su consejera, su protectora: la madre que le enseñó a afrontar la vida.

Bonny cierra los ojos, levanta la frente al cielo y le agradece. Le reza. 

—¡Trans Power!— grita enseguida por el micrófono— ¡Que viva Lorena! 

—¡Que viva!— responden todxs en alabanza.

Nombrar a Lorena Borjas, a más de un año de su ausencia, todavía duele, pero también inspira. 

—A Lorena siempre le dijeron que ninguna mujer trans podía estar en una posición de liderazgo o tomando decisiones por su propia comunidad —dice Liaam Winslet—. Pero aquí estamos todxs juntxs, demostrando lo contrario.

El 30 de marzo de 2021, un año después de la muerte de Lorena Borjas, en las calles 83 y Roosevelt, en Queens, se develó la placa de la calle Lorena Borjas: Lorena Borjas Way. Es la primera calle que lleva el nombre de una mujer transgénero mexicana, VIH positiva, indocumentada en su momento, en NY. Un hito para la comunidad.

Liaam Winslet (centro) sostiene la placa de la calle Lorena Borjas: Lorena Borjas Way, en Queens.

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