Relatto | El cuento de la realidad
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“Las funciones de administración del río —un complejo sistema de represas, diques y desagües— lo han enderezado, empinado y estrechado. Nuestras investigaciones han demostrado que esos cambios hacen que las inundaciones suban más alto y más rápido", le explicaba a la BBC el profesor Samuel Muñoz, científico de Ciencia Ambiental de la Universidad Northeastern (Boston, USA) en 2019. Hablaba de lo que ocurría con el Mississippi-Missouri, que por esos días se había desbordado por completo y partía literalmente en dos a Estados Unidos a lo largo de cientos de kilómetros.

"La construcción de infraestructuras o haber cambiado el curso de los ríos hace que una precipitación tenga más dificultad para drenarse y llegar al mar", decía en julio de este año Fernando Valladares, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Cientificas de España, mientras las cadenas de televisión mostraban imágenes del desbordamiento del río Rin y varios de sus afluentes en Alemania y Bélgica, un hecho nada novedoso. Unos años antes, en 2013, las lluvias provocaron grandes inundaciones en la misma Alemania y en República Checa. En aquella ocasión fueron el Danubio, el Moldova y otros cursos de ese sistema hídrico los que crecieron hasta exceder sus cauces.  

Inundación en Alemania.

”En cuanto a los tiempos de duración, la actual es la bajante más marcada que se tenga registro. En 1944 hubo otra en la que los niveles del agua descendieron todavía más, pero si la situación se mantiene, en octubre podríamos superarla”, pronostica Gustavo D'Alessandro, presidente del Consejo Hídrico Federal argentino, refiriéndose a lo que viene ocurriendo desde hace dos años en los ríos Paraguay y Paraná, ejes centrales de una cuenca que abarca tres millones de kilómetros cuadrados en el sur del continente americano.

“La evidencia de los cambios observados en eventos extremos como olas de calor, fuertes precipitaciones, sequías y ciclones tropicales, y, en particular, su atribución a la influencia humana se ha fortalecido desde el informe de 2013”, indicó el IPCC (Panel Intergubernamental para el estudio del Cambio Climático promovido por las Naciones Unidas) en su reciente reporte.

Mississippi-Missouri, Rin-Maine-Danubio y Paraguay-Paraná-Plata tienen un punto en común: en algún momento de sus historias dejaron de ser simples ríos para transformarse en hidrovías, auténticas autopistas fluviales destinadas al tránsito de buques de carga, cuanto más grandes mejor, con la finalidad de optimizar y ahorrar gastos en el transporte de mercancías. Es decir, un concepto con base económica que invierte una ecuación que hasta el siglo pasado se había mantenido inalterada: desde entonces, en lugar de que los barcos tuvieran que adaptarse a la naturaleza de los ríos, el ser humano pretende que sea al revés. 

Puerto Barranqueras, Provincia del Chaco, Argentina./ Foto: Horacio Torres.

En la práctica, tal búsqueda se traduce en múltiples obras y tareas que afectan la dinámica de los ríos. Las consecuencias de la fabricación de esclusas o terraplenes, un desvío artificial para evitar un meandro que dificulta la navegación o el dragado constante con el fin de aumentar el calado (profundidad) y, de esa manera, facilitar el paso de barcos cuyos cascos necesiten más espacio para hundirse en el agua con sus bodegas a rebosar, quizás no sean apreciables en el corto plazo, pero a medida que va transcurriendo el tiempo los problemas afloran cada vez con mayor frecuencia. Si además se le agregan los efectos de un cambio climático que ya no admite discusión, las amenazas empiezan a convertirse en pesadillas.

La historia de la humanidad está repleta de episodios que relatan inundaciones devastadoras y sequías de caracteres bíblicos, cientos y miles de años antes de que el conocimiento técnico permitiese siquiera imaginar que el agua podía ser domesticada. Pero en estos tiempos, no solo la periodicidad establece diferencias. La situación de los ríos en el siglo XXI en nada se parece a las existentes en la Antigüedad, el Medievo o incluso la previa a la Primera Guerra Mundial.

El estallido demográfico de la pasada centuria multiplicó por muchos millones los habitantes que viven a orillas de los cursos fluviales, y lo mismo ocurre con las industrias, las infinitas hectáreas dedicadas a la producción agroganadera que alguna vez fueron bosques, selvas o pastizales, el volumen y cantidad de embarcaciones que vuelcan a la corriente los residuos de sus motores y elevan los niveles de contaminación día tras día, los proyectos inmobiliarios que fueron ocupando espacios que los ríos habían labrado durante millones de años de evolución geológica.

“Los grandes ríos con llanura de inundación constituyen ecosistemas agregados de valor singular y complejidad única”, puede leerse en un trabajo de investigación realizado por los argentinos Claudio Baigún y Norberto Oldani junto al estadounidense John Nestler que compara la integración ecológica del Mississippi con la del Paraná. “Gran parte de estos cursos de agua tienen modificados significativamente sus características ecológicas y los patrones estructurales y funcionales, por alteración de los cauces principales y la desaparición de cauces secundarios, asociado al desarrollo de hidrovías, la utilización de su llanura aluvial para agricultura, la pérdida de la vegetación riparia [de las riberas] por obras costeras y alteraciones de los hábitats por represamientos”, dicen los autores en el diagnóstico. Y en sus conclusiones determinan que el Paraná, al menos en su tramo inferior, se encuentra en mejor situación que su par norteamericano, pero que “la historia del Mississippi representa también un espejo y un serio llamado de atención para mirar un posible escenario de los ríos que aún mantienen cierto grado de condiciones naturales”.

La historia de la humanidad está repleta de episodios que relatan inundaciones devastadoras y sequías de caracteres bíblicos, cientos y miles de años antes de que el conocimiento técnico permitiese siquiera imaginar que el agua podía ser domesticada.

Cabe preguntarse entonces hasta qué punto las autoridades y los poderes económicos toman nota, ya sea de este tipo de recomendaciones, de mensajes tan concluyentes como el del IPCC o de las señales evidentes que implican los incendios —en la Amazonía, California o Grecia—, los lagos que se desertifican como el mar de Aral en el Asia Central, las inundaciones que arrasan incluso las bien pertrechadas ciudades del mundo desarrollado, o las sequías prolongadas, como las que castigan al Mato Grosso y el Pantanal de Brasil o el área central de Chile. 

En la actualidad, la discusión sobre el futuro de la hidrovía Paraguay-Paraná es un tema central de discusión en la Argentina. El 85 por ciento de su producción exportadora sale al océano a través de ella, y las divisas que el país necesita dependen de la viabilidad de un canal de navegación que el propio gobierno proyecta profundizar y ensanchar para permitir una circulación de doble vía y el ingreso de buques con mayor capacidad de carga en sus bodegas.

En Perú, el cambio de autoridades ha detenido por el momento la intención de construir una vía fluvial semejante y con idénticos objetivos a través de los ríos Huallaga, Ucayali, Marañón y Amazonas, pero la idea continúa latente, más allá de que los estudios de impacto ambiental desaconsejan su puesta en marcha.

En tiempos de conocimientos más empíricos que científicos prácticamente nadie reparaba en la utilización de unos recursos naturales que se creían infinitos. Hoy, que nadie puede alegar inconsciencia, ciertas decisiones testifican el grado de trascendencia que una sociedad le otorga a su futuro ambiental. Los ríos demuestran cada vez con más fuerza que llevan en su naturaleza el rechazo a ser transformados en hidrovías. Si el ser humano se empeña en llevarles la contraria esperarán el momento para fraguar su venganza. Los ríos saben que siempre tendrán la última palabra.

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