Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Un país que ha vivido de manera tan intensa y en diversos períodos una múltiple variedad de formas de violencia, merece ser observado, analizado, estudiado y considerado con atención. Eso es lo que ha hecho Jorge Orlando Melo por años, con el buen cuidado y el rigor de no caer en generalidades o interpretaciones superficiales o facilistas. Por el contrario, Melo es un referente obligado en la comprensión de Colombia y de muchos de los fenómenos sociales que han hecho parte de su realidad. La versatilidad intelectual de Melo lo ha llevado a ser un promotor de la Nueva historia y a abarcar temas vinculados con las transformaciones sociales y culturales, pero también con la historia de los partidos y las instituciones, la educación, las tradiciones y hasta la dieta alimenticia de la época precolombina. Y lo mejor, siempre acompañado de una profunda modestia intelectual y de una discreta generosidad por compartir lo que sabe. De todas esas circunstancias me aprovecho yo, un poco, con el respetuoso cuidado que brinda la amistad, para hablar del tema que enmarca esta entrevista. 

No es extraño encontrar a quienes afirman que Colombia es un país violento por naturaleza. ¿Somos los colombianos en eso diferentes a otros países? ¿Es una diferencia antropológica, como sugieren algunos de manera simplista?

Los datos más generales y estadísticos muestran que Colombia, en ciertos momentos, ha sido un país muy violento en comparación con otros similares. Pero este no es un rasgo permanente: ha habido épocas muy pacíficas. Por eso uno no puede explicar la violencia en Colombia por rasgos que estén siempre presentes, como causas genéticas o hereditarias, o elementos culturales invariables.

Probablemente, los tiempos precolombinos tenían baja violencia: la guerra existía, pero era rara; había sacrificios humanos, pero también raros. En la conquista hubo una época muy violenta, de 1500 a 1560. Durante la colonia hubo mucha paz, aunque hubo violencia contra los indios rebeldes, en las fronteras o en sitios apartados. La independencia fue menos violenta que en Venezuela o Perú. En el siglo XIX había unos meses de guerra civil, con centenares o miles de muertos, y después años de paz, con muy pocos muertos. En el siglo XX, de 1902 a 1947, dominaron los períodos pacíficos, aunque con algunas excepciones, como 1931. Pero en general, moría mucho menos gente que hoy. La violencia se desató en 1948 y duró hasta 1959, a una tasa más alta que la mayoría de los países de Europa o América. Después bajó a niveles similares a los de Estados Unidos, entre 1965 y 1975. Y después volvió a subir: el período más violento de la historia colombiana fue entre 1985 y 2002. Hoy, seguimos siendo violentos, pero un poco menos. Esto muestra que son causas diferentes las que producen estos cambios. La violencia antes de 1910 es contra los que se consideran inferiores: los indios y los esclavos, o contra el que tiene una visión política diferente; la violencia del siglo XIX es para atajar un proyecto político que se teme o para promoverlo. La violencia del siglo XX es una mezcla: hay una corriente que tiene que ver con el esfuerzo revolucionario por crear una sociedad más justa y con la represión estatal a los que proponen grandes cambios, pero a eso se suma una violencia por desorden producida por ciertas formas de delincuencia, como el narcotráfico, que corrompe al Estado y lo hace ineficiente y más sesgado.

Movilización en Bogotá contra el abuso de la policía en el país. / Foto: Daniel Santiago Romero.

Usted como historiador ha estudiado las formas a las que se ha acudido para justificar la violencia en nuestro país. ¿Por qué ello es relevante?

Los seres humanos actúan siguiendo reglas interiores: tienen creencias sobre lo que deben hacer y lo que no pueden hacer. Si yo creo que es justo darle bala a todo el que apoye a los guerrilleros, puedo tratar de apoyar a los que lo hacen, pagar cuotas para formar grupos armados; si yo creo que el régimen social es muy injusto y que impide todo esfuerzo para mejorarlo, puedo creer que lo mejor es organizar una revolución violenta. Aún si hay razones “objetivas” que expliquen la violencia, como una pobreza generalizada, para que la violencia se vuelva real los pobres deben creer que pueden lograr algo con la violencia, que pueden ir más allá de la resignación, y deben superar las prohibiciones morales de usar la violencia. Por eso, aunque haya razones generales, como la incapacidad del Estado de castigar a los violentos, o las injusticias sociales, o la existencia de grupos de delincuentes, el hecho de que haya gentes en la sociedad que acepten que la violencia es útil, o buena, o justa, o inevitable, ayuda a que algunos tomen más fácilmente la decisión de usarla. 

Por eso uno no puedo explicar la violencia en Colombia por rasgos que estén siempre presentes, como causas genéticas o hereditarias, o elementos culturales invariables”.

Hablemos de la justificación durante la colonia. ¿Los españoles sometieron a los indígenas más por un propósito cristianizador o por el imperio de las órdenes reales? 

Los españoles vinieron siguiendo órdenes reales, pero esas órdenes decían que el rey había recibido del papa la autoridad en América para convertir a los indios infieles en cristianos. O sea que la idea de obedecer al rey se mezclaba con la idea de cristianizar a los indios y con la idea de que para hacerlo había que conquistarlos y convertirlos en vasallos del rey (sin contar con las razones personales, los intereses, del conquistador mismo). Hay un documento clásico, que es el “Requerimiento”, escrito por los teólogos del rey para explicar por qué había derecho a hacer guerra a los indios: porque el papa, que era el señor del universo, le había entregado a América para cristianizarla. Ese documento se leyó a los indios de Santa Marta, Cartagena, el Sinú o el Darién en 1513 o 1514. Y decía: si ustedes no obedecen, no se someten y permiten a los curas predicarles en paz, les haremos la guerra y los haremos esclavos. Esta operación buscaba tranquilizar la “conciencia” del rey, para que pudiera ordenar la muerte de miles de indios sin sentir culpa. Y al mismo tiempo tranquilizaba a los conquistadores que, aunque podían estar buscando al mismo tiempo enriquecerse con el oro de los indios, creían que estaban obedeciendo al papa y al rey. Aunque sabemos que no los convencía del todo: a muchos les parecía un puro teatro, y se morían de la risa, y un español, Martín Fernández de Enciso, escribió que un cacique del Sinú le había contestado que ese papa que daba lo que no era de él debía estar loco, y que el rey que recibía eso debía estar borracho. 

Pero esa violencia, de todos modos, fue grande; los españoles se sentían tranquilos y al menor asomo de resistencia de los indios les quemaban los cultivos o los atacaban con perros y armas de fuego. Los indios se rebelaban, trataban de resistir, pero terminaban sometidos y muchos morían. Como entre 1503 y 1531 el rey autorizaba esclavizar y vender a los indios que ofrecieran resistencia, los conquistadores, por interés propio, podían buscar el enfrentamiento. Por eso, cuando muchos protestaron, la Corona hizo mucho más difícil esclavizar y vender a los indios y cambió las leyes, pero se obedecieron a medias. En todo caso, desde 1560, más o menos, las rebeliones fueron sobre todo en fronteras o sitios remotos, y la paz reina en la colonia; casi no hay homicidios, todo el mundo obedece porque hay un mandato de Dios: “no matarás”. Y los pocos que no obedecen, los dos o tres homicidas al año de una provincia, que matan porque creen que su honor fue atacado, o porque quieren robar un botín importante, o por una pelea, generalmente se castigan, aunque no hay policía: los vecinos forman cuadrillas para capturarlos. Y los condenan generalmente a muerte, y los ejecutan con gran teatro, para que sea una muerte “ejemplar”, que aterre a la población y haga que no maten más; a los homicidas (y a los rebeldes) los ejecutan y los desmiembran, para exhibir sus cabezas en la picota. 

La violencia durante la época de la Independencia fue distinta. ¿Allí que justificación prevaleció?

Los colonos americanos se creían vasallos de un rey que estaba obligado a obrar por el bien común. Cuando se rebelaron en 1781 contra los impuestos, aceptaban el mando real, pero pensaban que las leyes eran injustas: “Viva el rey, muera el mal gobierno”, era lo que gritaban. Cuando los franceses, en 1808, capturaron al rey de España, muchos quisieron formar juntas autónomas de gobierno. Unos, con la idea de que había que organizarse para defender al rey preso, hasta que lo liberaran. Otros, con la idea de que había que aprovechar que el rey estaba preso para organizar estas regiones en forma independiente. Al comienzo, esto se hizo con motines, sin muchos muertos. Pero las autoridades locales, desde 1811, comenzaron a ver a los que querían formar juntas como “rebeldes” y a condenar a muerte a muchos. Los americanos, entonces, afirmaron que tenían derecho a responder a la violencia con la violencia y decretaron, empezando por Bolívar, la “guerra a muerte”. Esto es importante porque no solo se justificó la muerte de los que estuvieran armados. El decreto de Bolívar decía que todo español, aunque no empuñara las armas contra los patriotas, si no los apoyaba, sería ejecutado. Aquí la importancia del objetivo político hace que se rompa la restricción de no matar: es legítimo matar a todos los españoles, incluyendo a los civiles. Y esto se aplicó a veces, aunque muchos no lo compartían. Los españoles que retomaron el poder en 1816 aplicaron la misma estrategia: fusilaron a todos los rebeldes que pudieron, pero castigaban también con la muerte a quienes ayudaban en cualquier forma, aunque no se armaran. La guerra a muerte introdujo en la historia colombiana la idea de que para derrotar al enemigo político se puede atacar a los que no están armados si ayudan de cualquier modo, y esto siempre fue alegado en todas las guerras del siglo XIX y en la violencia del siglo XX. 

La rebelión parece ser una justificación utilizada en diversas etapas de nuestra historia, aunque no siempre de la misma manera. En ocasiones se alude a la ilegitimidad del gobernante, otras a la injusticia de la ley, o a la arbitrariedad de las decisiones gubernamentales. 

El problema de justificación es: ¿cuándo puedo rebelarme contra la autoridad? Las razones que se esgrimen se pueden agrupar en tres ideas: 

La primera de ellas, cuando la autoridad no me permite luchar por mi derecho en forma pacífica. Fue frecuente en las guerras civiles alegar que el gobierno tenía un sistema legal, por ejemplo electoral, que no permitía ganar a las minorías, que hacía trampa y lo organizaba para hacer trampa. 

Una segunda, cuando uno de los dos grupos políticos que se formaron, liberales o conservadores, defiende políticas que otros piensan que se salen de la discusión legítima de los desacuerdos posibles. Los conservadores pensaban que los liberales, al violar el derecho de propiedad para expropiar a la Iglesia, o liberar esclavos, o al quitar los bienes a la Iglesia, violaban la ley de Dios. Por eso se justificaba rebelarse, para hacer cumplir la ley divina. Y los liberales pensaban casi siempre que los conservadores querían quitarles a muchos colombianos sus derechos básicos, no darles el derecho de votar a los campesinos o a los analfabetos, y frenar el progreso, impidiendo avances como el matrimonio civil o la educación de todos. 

La tercera, cuando actúo en defensa propia o para responder a una violencia ajena: como defensa, desquite o retaliación. Cada exceso en la guerra civil creaba el argumento: nos hicieron esto, ahora tenemos que hacerles pagar con la misma moneda. 

El decreto de Bolívar decía que todo español, aunque no empuñara las armas contra los patriotas, si no los apoyaba, sería ejecutado”.

¿Podemos hablar de una actitud rebelde de los colombianos? ¿O más bien de una recurrente injusticia? 

En toda sociedad hay injusticias. El problema de la “justificación de la violencia” es pensar qué clase de injusticias hacen que, en vez de tratar de cambiar las leyes ganando las elecciones, o buscar una corrección con las autoridades, haciendo el reclamo, etc., yo trate de hacerlo por las armas. Ante todo, la violencia se alega como válida cuando lo que yo propongo no se puede lograr en un proceso pacífico, o porque es algo rechazado del todo, que no puede siquiera ser discutido en una sociedad ordenada, como lo han sido muchas veces el comunismo, la destrucción de la familia, el liberalismo laico del siglo XIX, para los católicos; o porque yo considero que hay muchas trampas, que las reglas de juego están trucadas o que la autoridad tiene un prejuicio contra mí.

Un capítulo extenso de nuestra historia parece estar marcado por la violencia vinculada a las facciones políticas y la lucha entre los partidos. ¿Cómo se ha justificado en esos momentos?

Justamente entre liberales y conservadores se daba más el argumento de la ruptura de las reglas de juego. Los levantamientos de 1859, 1875, 1885, 1895 y 1899 se hicieron porque se acusaba al Gobierno de imponer una ley que no daba derechos suficientes a la oposición. Es una violencia justificada por una razón instrumental, práctica: si no tengo derecho a organizarme para buscar mis objetivos políticos, puedo rebelarme con las armas. Y cada acto de violencia, del Estado o los rebeldes, crea razones para actos de violencia de respuesta: la narración de la violencia es una justificación de la venganza o el desquite. 

Otro tipo de violencia es la que se ve justificada por la falta de espacios políticos o de representación. El sistema político excluye a quienes consideran que tienen derecho a participar en él. ¿Qué tan presente ha estado esa justificación? 

Antes de 1936, los que no sabían leer o no tenían propiedad no tenían usualmente derecho a votar en las principales elecciones. Los pobres y los analfabetos no tenían derechos políticos como “ciudadanos activos”. Sin embargo, esto funcionó ante todo como justificación para los dirigentes que sí podían votar: no eran los analfabetos los que se rebelaban, sino que los dirigentes decían que se rebelaban para que otros pudieran votar. La idea era que no lograban poder porque les borraban la posibilidad de obtener el apoyo de otros. 

La Guardia Indígena, durante el paro nacional de 2020, que buscaban entre otras cosas, la implementación de los acuerdos de paz. / Foto: Sebastián Barros.

¿Qué tanta influencia externa tuvimos en tales justificaciones? ¿Por ejemplo, la revolución rusa o la mexicana o la revolución cubana?

Por supuesto, los ideales políticos de justicia se apoyan en ejemplos o teorías que llegan de fuera. La independencia la hacían dirigentes que veían cómo Estados Unidos, por las armas, había logrado liberarse de la Gran Bretaña. Pero la revolución rusa y la mexicana influyeron algo en el ambiente político, porque trajeron una nueva justificación, que la argumentaban los dirigentes cultos o activos “progresistas” o “revolucionarios”. En esos países hubo una revolución armada y violenta para darles justicia a los excluidos, para defender a los campesinos e indígenas, como en México, o para defender a los proletarios, como en Rusia. Esto llevó a que, entre 1920 y 1930, los dirigentes de “izquierda” defendieran un levantamiento revolucionario en sus escritos, aunque lo que había eran conflictos laborales, huelgas. En 1928, esos dirigentes trataron de convertir la huelga bananera en una revuelta para establecer un gobierno bolchevique. El Gobierno, por su parte, veía a estos organismos como “rebeldes” que debían ser reprimidos sin ningún límite, y en la huelga bananera el Ejército disparó con ametralladoras contra la población desarmada y mató centenares. En estos incidentes se unían la demostración de la voluntad de represión y exclusión del Gobierno, que violaba las reglas legales y morales sobre la violencia, y la creencia de los amigos de los obreros o artesanos que protestaban de que tenían el derecho a usar la violencia contra el Estado. Y estos argumentos se volvían recetas, alegados abstractos y retóricos por fuera de las condiciones concretas. Para ello, se justifica la violencia mostrando que el otro es un malvado: hay que “liquidar” a los rebeldes porque son anarquistas, comunistas, delincuentes. O hay que atacar al Gobierno porque es autoritario, represivo, asesino, enemigo del pueblo. 

¿Y de la cubana?

La revolución cubana tuvo una repercusión muy fuerte en los debates políticos de la izquierda colombiana. Allí, como había ocurrido en Colombia en 1958, se derribó en enero de 1959 una dictadura. Pero la tumbó una guerrilla rural, y pronto se vieron las diferencias. En Colombia, en diciembre de 1958, el Partido Comunista había dicho que lo que estaba al orden del día era la reconstrucción de la democracia; en Cuba comenzó una transformación socialista. Mientras en Colombia esto llevó a un pacto entre los viejos partidos, en Cuba Fidel Castro y los guerrilleros asumieron el poder, sometieron a los amigos de la dictadura a juicios, y empezaron a anunciar transformaciones sociales, que en Colombia se rehuían. Por eso, muchos de los jóvenes interesados en la política en 1958, 1959 y 1960 siguieron con fascinación el proceso cubano, especialmente su vínculo creciente con el proyecto comunista. Las declaraciones de La Habana, en 1960 y 1962, señalaban un objetivo socialista. Muchos dirigentes estudiantiles, obreros y campesinos de Colombia pensaron que algo similar podía ocurrir en Colombia, y se formaron los primeros movimientos urbanos de protesta, como el MOE (1959), o MOEC, y las primeras guerrillas, como las de Tulio Bayer (1961), y Federico Arango (1963). La historia del influjo de Cuba sobre las guerrillas es demasiado amplia y conocida y no es posible presentarla ahora, pero incluye la creación de las guerrillas del ELN por un grupo de dirigentes que habían ido a formarse a Cuba, y una influencia continua sobre todos los grupos colombianos con partidarios de la lucha armada, incluyendo el Partido Comunista, en particular después de la Primera Conferencia Tricontinental de 1966. El modelo cubano se multiplicó en toda América Latina en los sesenta, pero en Colombia no solo hubo una guerrilla de clara orientación cubana (el ELN), sino que las FARC, pese a las reservas de algunos sectores del Partido Comunista, se consideraba parte del mismo movimiento revolucionario, y las demás guerrillas tomaban posiciones sobre sus estrategias por referencia al modelo de revolución cubana, el modelo del “foco guerrillero”. La evolución de la revolución, sus dificultades, sus logros, sus evoluciones autoritarias, hacen parte del debate de la izquierda e influyen sobre las decisiones de las guerrillas por lo menos hasta 1998. 

La guerra a muerte introdujo en la historia colombiana la idea de que para derrotar al enemigo político se puede atacar a los que no están armados si ayudan de cualquier modo, y esto siempre fue alegado en todas las guerras del siglo XIX y en la violencia del siglo XX”. 

En ocasiones los argumentos para justificar la violencia no son genuinos. Me explico, son una justificación teórica que no corresponde con los móviles que llevan a la acción armada. ¿Qué tan coherentes han sido los principales argumentos de cara a las razones reales?

La justificación de la violencia se da en dos niveles: si yo voy a hacer un acto violento debo tener razones para hacerlo. Pero si yo oriento a un grupo político debo dar argumentos generales, exponer una ideología, organizar una historia de cómo nos han tratado a los que somos víctimas, para darle fuerza a la voluntad de actuar. Esto supone, por una parte, mostrar que no hay mecanismos pacíficos para lograr el reconocimiento de mis derechos, pues el sistema, por trucos, engaños o por el uso del poder, impide hacerlo. De otra parte, mostrar que el objetivo que busco es justo e importante. No se hace la revolución para que hagan una escuela, sino para “cambiar la sociedad”, para “lograr un régimen justo”, para “derribar un sistema injusto”. Y, junto a lo anterior, mostrar que el enemigo es malvado. Pero uno no puede juzgar hasta dónde el ideólogo está convencido de esto y no está buscando más bien satisfacer su ambición personal, sentir el placer de tener seguidores, o defender los intereses de los grupos dirigentes. 

Pero hay hechos objetivos que contradicen las supuestas justificaciones. Así sucede, por ejemplo, con quienes argumentan luchar contra las injusticias manifiestas o los abusos excesivos, pero se vinculan con el negocio de las drogas, el cual se convierte en un móvil de primer orden en la acción armada. Ello sucedió con frecuencia con los paramilitares y las guerrillas….

Por supuesto, detrás de cada argumento de justificaciones hay realidades muy complejas. Una cosa es el discurso ideológico de la guerrilla, entre 1954 y 2016, que defiende el derecho a la revolución por parte del pueblo, tal como lo elabora un dirigente con ambiciones teóricas, que quiere explicar todo el proceso político e influir sobre él. Otra cosa es el argumento de un combatiente guerrillero, que siente que está luchando hace 10 o 15 años porque tuvo que defenderse de los ataques de los propietarios. Y otra es la “justificación” que puede alegar un combatiente que dice que entró a la guerrilla porque vio cuando una bomba de la fuerza aérea mató a su papá. Las justificaciones argumentales son las de los teóricos, y en ellas es posible advertir frecuentes incongruencias. Un problema muy serio, y que no tendríamos tiempo de discutir ahora, es el de las acciones violentas contra civiles: la justificación revolucionaria de la violencia se hace para lograr el bien del pueblo, y cuando esta violencia se aplica a los campesinos que colaboran con el Ejército, a los que se sanciona con la ejecución, surgen problemas éticos y dilemas políticos de fondo. Una historia muy enredada es la de todos los esfuerzos para justificar el secuestro o la extorsión: los argumentos que hacen a los particulares responsables de las violencias del sistema (un terrateniente, no importa cómo se comporte, está ayudando a mantener un sistema injusto); los esfuerzos retóricos por modificar la percepción de los hechos modificando las palabras (los secuestros se convirtieron en algún momento en “retenciones”), o el alegato de que como al Ejército le pagan con los impuestos de todos, los que se le enfrenten deben tener un derecho equivalente a imponer “impuestos” a los adversarios, como lo hizo la guerrilla con la llamada Ley 002, sobre el impuesto para la paz, que “decretó” en 2002. Otro problema particularmente complejo fue el de la justificación de la participación en el negocio de la droga, que se convirtió en una de las fuentes principales de recursos de la guerrilla desde finales de los setenta. Ahora bien, algo similar se presenta con los paramilitares, que comenzaron alegando la necesidad de defenderse de los secuestros de la guerrilla en 1981 (Muerte a los Secuestradores, MAS), y pronto organizaron movimientos políticos como ACDEGAM para apoyar a políticos y militares que estaban organizando bandas armadas contra la guerrilla. Los Castaño, por ejemplo, siempre sacaron a relucir que a su padre lo habían matado las guerrillas, como parte de las razones que los llevaron a organizar las “autodefensas”. Y es posible que muchos de los que pagaron cuotas o ayudaron a formar las Convivir (cooperativas de vigilancia y seguridad privada creadas por la ley colombiana) lo hacían convencidos de que estaban apoyando una acción defensiva necesaria y justa. Pero al mismo tiempo, muchos de ellos estaban haciendo exportaciones de droga, tenían ejércitos privados para defenderse y usaban las armas en todos sus conflictos, personales, de negocios y políticos, mezclando los argumentos de todos los niveles. 

Otro problema particularmente complejo fue el de la justificación de la participación en el negocio de la droga, que se convirtió en una de las fuentes principales de recursos de la guerrilla desde finales de los setenta. Ahora bien, algo similar se presenta con los paramilitares…”.

Luego de la firma de los acuerdos de paz de las últimas décadas, y en particular luego del acuerdo con las FARC, ¿estamos ante un nuevo paradigma que no acepta la justificación de la violencia fundamentada en la rebelión?

La rebelión guerrillera se justificó primero como una defensa (autodefensa) de los excesos de las autoridades conservadoras de 1949 y los años siguientes, buscando evitar que los campesinos perdieran lo poco que habían logrado en Sumapaz o el Tolima en los años anteriores. Pero desde 1961, fue más fuerte la idea de que la revolución era posible y que las guerrillas debían buscar tomarse el poder para transformar la sociedad y volverla justa. Esto lo compartían las FARC y las demás guerrillas, aunque los civiles de los grupos políticos afines pensaban a veces que, más importante que hacer la revolución, era usar los recursos legales para elegir representantes y hacer cambios sociales reformistas, dar derechos a los obreros, mejorar la educación, etc. Sin embargo, desde 1961, las FARC decidieron que buscarían el poder por las armas, y esto lo reafirmaron en 1981 y en otras ocasiones. Los grupos civiles afines aceptaron, como el Partido Comunista, una política de “combinación de todas las formas de lucha”, que consideraba útil ir a elecciones y apoyar a los guerrilleros armados, pero pensaba que en últimas la forma principal de lucha era el uso de las armas. Esta política se buscó con el crecimiento de las guerrillas, su financiación con la droga, la búsqueda del reconocimiento de beligerancia, la movilización legal contra los excesos de la represión estatal. Además, la línea de defensa del Derecho Internacional Humanitario que adoptaron las FARC, al menos desde los ochenta, en el marco de las negociaciones, se volvió a la larga en contra de ella: primero, servía para mostrar al Estado como violador de las reglas de guerra, y así se usó hasta los noventa, pero después empezó a servir para que las víctimas de la guerrilla le pidieran cumplir con las reglas del DIH. 

Pero a fin de siglo, la estrategia de combinación de guerra y negociación empezó a agotarse para las guerrillas: la negociación del Caguán hizo que la población se volviera contra las FARC; al mismo tiempo, el Ejército mejoró su capacidad de frenar a las guerrillas. De modo que, aunque los problemas del país no se resolvieron y no se logró una sociedad más justa, en el siglo XXI el proyecto de hacer una revolución para lograr una sociedad justa no tenía el apoyo de casi nadie en la población, y los mismos partidos políticos afines a la guerrilla rechazaban cada vez más la lucha armada (La UP, el Polo Democrático). A su vez, una gran parte de la población rechazaba a la guerrilla y apoyaba los ataques ilegales contra ella, los grupos civiles armados, los paramilitares. Así, las FARC, después de más de 50 años, decidieron que preferían reintegrarse al sistema vigente y abandonar la idea de lograr una sociedad justa por las armas, y firmaron un acuerdo de paz en 2016, que es al mismo tiempo el reconocimiento de su derrota y de que las justificaciones de la violencia no fueron suficientes: Si en 1958 era justo hacer la revolución por la vía armada, ¿por qué aceptar en el siglo XXI las elecciones y las pequeñas reformas al sistema como el camino apropiado? En efecto, la gran justificación de la violencia guerrillera fue: a) que el sistema no daba derechos reales a la oposición popular y b) que la injusticia del sistema era una forma de violencia, contra la que valía la violencia. Esto no ha cambiado, y por eso las FARC, aunque aceptaron en los hechos que habían perdido la apuesta, quisieron dejar una constancia histórica de sus argumentos en el libro sobre las Causas del Conflicto Armado, mostrando que su levantamiento armado era justo, que habían actuado buscando el bien de todos, y presentando como “errores” los “excesos” y “crímenes”. Pero ya no se ve como posible el triunfo de la revolución, y de este modo la justificación de la violencia ha sido modulada por un análisis de sus posibilidades de éxito. 

¿Usted ve en el crecimiento de la protesta social un nuevo germen de justificación de la acción basada en algún tipo de violencia?

La movilización popular, desde el siglo XIX, es ante todo un mecanismo de protesta urbana en el que grupos con representación política limitada buscan una gran visibilidad creando formas de violencia que puedan aparecer como justificadas. Bien sea porque la represión oficial, policial, etc., es desmesurada y desacredita al sistema; o bien porque la injusticia contra la que se protesta es palmaria. Normalmente, las cosas pasan en un rango limitado: la injusticia es secundaria, como la que se comete contra los estudiantes universitarios, la violencia que se logra causar es pequeña (unas vitrinas rotas, un policía golpeado) y la represión es cautelosa. Estos movimientos solo tienen un gran peso político cuando la represión es sin límites: cuando los jóvenes son asesinados, cuando se usan armas inadecuadas, cuando se escogen víctimas por razones raciales o de desprecio social, cuando se destruye toda forma de democracia. Seguramente habrá en el futuro muchas protestas, a veces violentas, causadas por los problemas sociales y políticos, pero no se desbordarán a menos que el sistema las reprima con demasiada violencia y fracase en sus intentos de resolver o al menos paliar las principales demandas. El desempleo y la miseria causados por las medidas contra la extensión del virus pueden crear la oportunidad para que esto pase, pero esto supone que los gobiernos se nieguen a modificar los sistemas de salud para atender mejor a los pobres, o a cambiar los sistemas de subsidio que permitan a los desempleados encontrar formas de sobrevivir. Y supone que los partidos tradicionales, incluyendo los grupos reformistas de izquierda, no logren aparecer como defensores eficaces de los derechos de los desempleados, los trabajadores informales, etc. La movilización social conduce usualmente a “discusiones” y “acuerdos” y “compromisos”, en los que van a participar todos los herederos de la tradición revolucionaria de la guerrilla. De modo que el futuro puede tener mucha violencia de protesta, pero aislada y separada: la idea de cambiar el sistema con las armas, en un proceso revolucionario que una a los principales grupos descontentos, ya dejó de ser una idea creíble. La población cree, mal que bien, en los mecanismos de consenso de los sistemas democráticos, y aunque esté descontenta del sistema, no ve cómo cambiarlo. 

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