Empezaré por aclarar que Saigón ya no es Saigón, ahora es Ciudad de Ho Chi Minh, como el líder comunista, porque a la hora de rendir culto a los héroes de la patria, el ser humano es de lo más excesivo. Si me preguntan, es un mal endémico el nuestro, colectivo, porque endiosar a los mortales es una contrariedad.
La que fuera capital de Vietnam del Sur cuando la reunificación del país era todavía un bonito sueño -no sucedió hasta 1976-, es una fiera compasiva e ingrata a partes iguales. Su ajetreo es constante, con sus 8,9 millones de hormiguitas desplazándose de un lado a otro atareadas y sus cientos de miles de motos cortándote el paso en plena acera y embistiéndote y atrapándote en su nube de contaminación y malos modos. Es como un mal novio: te mantiene totalmente enganchada pero la relación es pura fricción.
Mi primer error de principiante –eufemismo de persona miserable- al llegar a la ciudad fue elegir una ratonera para pernoctar, a 4,75 dólares la noche, localizada a dos pasos de la calle Pham Ngu Lao, en pleno corazón del Distrito 1. Se conoce coloquialmente como el Distrito de los mochileros porque ahí vamos a parar los viajeros con presupuesto limitado e ínfulas de bohemios en busca de los hostales más baratos –eufemismo de decadentes-. Es también zona de prostitutas, bellísimas y magnéticas, aparcadas en las terrazas de los clubs a la espera de un viejo verde occidental que las elija. Si hay suerte, esa noche caerá un jovencito occidental, también infame, pero no verde, con ganas de farra, al que estas mujeres podrán manejar con más atino y repulsión controlada.
La estatua de bronce de Ho Chi Minh, líder comunista.
Desde mi cuchitril fui cubriendo a pie, siempre a pie, la distancia entre cada monumento y punto histórico de la ciudad. Lo primero que hice fue acercarme a ver la estatua del tío Ho, como los fans llamaban cariñosamente al insurgente vietnamita, primer presidente de Vietnam del Norte y enemigo público número uno de Estados Unidos durante la guerra. Ahí está plantado, custodio del extremo norte del bulevar Nguyen Hue, una avenida peatonal amplísima, larguísima y rinconcitos arbolados para arrancarse el sofoco del cuerpo, con final dramático en una pronunciada curva del río Saigón a su paso por Saigón. Perdón: a su paso por ciudad de Ho Chi Minh. La estatua de bronce del tío Ho viste una chaqueta Mao sobria, como en sus mejores épocas, y de su mentón brota la barba de chivo de unos diez centímetros que le distinguió en vida y todavía le acompaña después de muerto, ahora reconvertido en momia. Esto último lo comprobé durante mi paso por Hanói, donde conservan su cadáver rígido y huesudo a buen recaudo en el interior de un mausoleo de hormigón bestial construido solo para él. Encajado dentro de un sarcófago acristalado por los cuatro costados, el viejito es hoy lo más parecido a un mamut desnutrido y disecado en un museo de antropología.
Me pregunté varias veces qué hubiera pensado el tío Ho si viviera para contemplar en lo que se ha convertido la ciudad que le robó el nombre y cobró su sometimiento con los cadáveres de miles de compatriotas. Ciudad de Ho Chi Minh es hoy el paradigma del capitalismo férreo y libre mercado, con establecimientos McDonald’s aquí y allá, centro económico al más puro estilo neoyorquino y rascacielos vertiginosos que rivalizan por ver cuál es el que más despunta con dirección al cielo. La pregunta se puede extender al conjunto de Vietnam, en realidad: una república socialista, más pragmática que socialista, y potencia económica regional con un crecimiento anual solo superado por el gigante chino. El foco del desarrollo del país es económico, en detrimento de un pequeñísimo eslabón de la cadena que se les quedó atorado en el camino del progreso: la democracia. La protección de ciertos derechos individuales y colectivos, como el de una prensa libre, o ciertas libertades civiles, como las sindicales, o garantías mínimas de dignidad, como no vivir en la miseria, se desdibujan en el milagro del capital.
Ciudad de Ho Chi Minh es hoy el paradigma del capitalismo férreo y libre mercado, con establecimientos McDonald’s aquí y allá, centro económico al más puro estilo neoyorquino y rascacielos vertiginosos que rivalizan por ver cuál es el que más despunta con dirección al cielo.
Andando y andando, siempre andando, alcancé la iglesia de Tan Dinh, rosa como un flamenco y cerrada a cal y canto. Las pagodas de Giac Lam y Ngoc Hoang, sostén del dogma budista, mayoritario entre los vietnamitas como en su momento fue el confucionismo y mañana Dios dirá. El hoy renombrado Palacio de la Reunificación, antes Palacio de la Independencia, y último bastión del poderío de Vietnam del Sur hasta que un tanque norvietnamita lo penetró dando por finiquitada la guerra. También visité el memorial en honor al monje Thích Quảng Đức, cuya muerte a lo bonzo en 1963 dejó una de las estampas más icónicas de la guerra. Ese día, el fotógrafo de la AP Malcolm Browne se plantó en el cruce de las calles Phan Dinh Phung y Le Van Duyet y esperó y esperó, con el índice muy cerca del disparador, como una fuente anónima le había sugerido que hiciera la noche anterior: “Algo va a pasar, no te muevas de ahí”. La fuente no se equivocó y la foto de Browne, con el anciano de 73 años quemándose vivo, dio la vuelta al mundo. El mundo se conmovió y el budismo, precedido por un tropel de mártires carbonizados, cobró fuerza en el país. Más estampas: otra Catedral de Notre Dame, como la de Hanói, e infranqueable como el flamenco rosa… Una tienda Zara con la bandera del martillo y la hoz ondeando en la acera de enfrente...
La iglesia de Tan Dinh, rosa como un flamenco y cerrada a cal y canto.
Un día llegué hasta el Museo de la Guerra que, aparte de tener aviones y tanques y demás juguetes rotos, dedica multitud de salas a exhibir fotos explícitas de cuerpos destrozados por el napalm y otras actuales de niños deformados por el agente naranja que arrojaron los gringos durante la guerra. Hay una colección de botes donde nadan fetos que jamás fueron niños con terribles malformaciones, como calamares monstruosos en conserva.
—No lo recuerdo así.
Escucho decir a un gringo regordete. Parece un salchichón embutido, con su camisa de cuadros y botones a punto de reventar. Su cara afable se tuerce mientras relee un texto explicativo colgado en una de las paredes del museo consagrado a la memoria bélica. La memoria de quienes auspician la muestra y dirigen hoy en día el país, por supuesto. Porque los museos de la guerra los construyen los vencedores, no los vencidos.
—¿El qué? — pregunta a su lado quien parece ser su mujer, otra caricatura simpática de la especie turista versión jubilados, ataviada con el insuperable combo chanclas-calcetines y camisa rosada estilo morcilla a juego con la de su pareja.
—¡Baaaaa! Ellos tampoco fueron santos.
El hombre se da la vuelta y se marcha cabreado.
El Museo de la Guerra, además de aviones y tanques, dedica gran parte de sus salas a exhibir fotos explícitas de los hombres, mujeres y niños destrozaos, mutilados y deformados por el napalm y el agente naranja.
Hay otra sala en el museo dedicada a los fotoperiodistas que retrataron la guerra y fueron asesinados mientras ejercían su profesión valiente. Minuciosos o no en su labor –he aquí el debate eterno de hasta dónde debería llegar un fotógrafo por conseguir tal o cual foto y en qué es ético recrearse- tuvieron huevos. Tras años de olvido, a los 133 nombres de la lista de bajas se añadió recientemente el nombre de Ignacio Ezcurra, el único latinoamericano caído durante el conflicto. Argentino. Su recuerdo engrosa otro listado más funesto si cabe: el de los miles de desaparecidos cuyos cuerpos vagan todavía en las profundidades de la selva o dentro de fosas comunes sin paradero.
Su recuerdo engrosa otro listado más funesto si cabe: el de los miles de desaparecidos cuyos cuerpos vagan todavía en las profundidades de la selva o dentro de fosas comunes sin paradero.
En una de mis andanzas por Ho Chi Minh, cerca del mercado de Ben Than, se me apareció una mujer que no era un monumento histórico, pero bien podría: la personificación de toda esa reminiscencia inmaterial que se nos escapa a los turistas por andar pendientes de las reliquias, altares y museos tangibles y, ahora, también de nuestros malditos móviles y las veinte mil selfies que debemos hacernos –DEBEMOS- para dejar constancia de que, efectivamente, estuvimos, pero no miramos. A ella la vi de refilón, sentada a pie de calle sobre sus gemelos, como si un resorte imaginario a la altura de sus posaderas la sujetara suspendida en el aire. Vendía paquetes de cigarrillos, ordenados con mimo sobre una caja de cartón y yo necesitaba cigarrillos, mi sedante particular, como otros tienen otras adicciones y bienvenidas todas. Paré en seco y me devolví sobre mis pasos, como empujada por una intuición primaria, dispuesta a preguntarle por el precio. Entonces la vi de verdad, la miré de verdad, con todas esas arrugas, las venas del río Saigón, producto de tantas y tantas risotadas, dolores del alma, seguro que carencias y batallas personales épicas. Tenía una sonrisa sin dientes que se le quería salir de la cara y de sus ojos rasgados, más bien ranuras, se entreveía una mirada triste y vidriosa. Era un manojo de pellejos adherido a una estructura de alambres flaca, en los huesos. Tan consumida y frágil la anciana. No había nada en su apariencia que no provocara ternura.
Le compré los cigarrillos y, señalándole mi cámara, le pregunté si podía inmortalizarla en una foto. “Beautiful, beautiful”, le decía y ella repetía divertida sin tener ni pajolera idea de lo que le hablaba. Y de algún modo, nos entendimos. Provista de una humanidad fabulosa, extendió esa boca desdentada de expresión abatida hacia los laterales y posó frente a la cámara. La anciana se transformó en postal.
Es quizás la anciana más linda del mundo, piensa la autora. Su sonrisa desdentada y su ternura la transformaron en postal.
A la hora de la cena, solía acercarme a cualquier puesto callejero a cenar pho, una sopa levantamuertos vietnamita elaborada con fideos de arroz, un popurrí de vegetales y un trifásico de carnes y entrañas, en principio de vaca o cerdo, pero dejé de preguntar la procedencia. Una noche terminé sentada en la terraza de un antro cualquiera. Suerte la mía: en la televisión retransmitían un partido de fútbol en el que la selección de Vietnam y la tailandesa se disputaban la clasificación para el próximo Mundial. El grupo de vietnamitas sentados en mi mesa acabó por adoptarme entre sus filas. Nos hablamos a partir de interjecciones: “¡Uyyyyy!’, cuando Vietnam tiraba a puerta y fallaba, y alaridos viscerales: “¡Noooo!”, si el árbitro amonestaba a uno de los nuestros, porque, a estas alturas, ya eran uno de los míos. Un vecino de mesa me agasajaba con cigarros cada dos por tres, entusiasmado con mis abucheos. Hay algo entrañablemente genuino y elemental en el opio del pueblo, capaz de hermanar a la más extraña colección de seres humanos. Creo que Vietnam perdió el partido. Del nombre de los ídolos que lo disputaron ni me acuerdo.
Puestos callejeros en Saigón. El plato estrella: pho, una sopa elaborada con fideos de arroz, vegetales y un trifásico de carnes y entrañas, en principio de vaca o cerdo.