Relatto | El cuento de la realidad
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El dinero tiene una condición misteriosa. Equivalente siempre injusto, inexacto, de la vida laboral, puñado de papel que es pura representación, el dinero descubre, por sobre todo, la forma de hacer material lo inmaterial, las horas trabajadas que se traducen en billetes arbitrarios, fatales, como si todo billete fuera falso.

Pero si algo nos ha enseñado la modernidad, es que cada misterio deviene burocracia. Uno de los mayores secretos que guarda el Banco Central de la República Argentina (BCRA) es acerca del proceso de destrucción del dinero. Un trabajo manual, cotidiano, invisible. 

El dinero tiene una vida útil corta. Entre uno y tres años dura un billete de circulación masiva. Vida efímera para uno de los fetiches favoritos de la cultura contemporánea: el efectivo. Tener plata es tener efectivo, es el cash en la billetera, los fajos en la caja fuerte doméstica. Efecto de las crisis cíclicas financieras que han dejado a los bancos con la confianza quebrada. Tener dinero es tenerlo en papel moneda, contante y sonante. 

La degradación del uso, del pase de mano, hace que el Banco Central retire los billetes dañados para emitir nuevos y destruir los viejos. El dinero se reemplaza. El banco es el croupier de la sociedad, barre las fichas y reparte cartas sin barajar. 

Una vez retenidos los billetes en mal estado pasan al área llamada, como en un cuento infantil, El Tesoro. Ahí los fajos de dinero son perforados, primera escala del viaje de destrucción. 


El dinero tiene una vida útil corta. Entre uno y tres años dura un billete de circulación masiva. Vida efímera para uno de los fetiches favoritos de la cultura contemporánea: el efectivo.


Una brigada laboral de hipoacúsicos, con mascarilla para protegerse de las tintas tóxicas, recuenta el dinero y anota el número de serie en una planilla. Otro empleado audita el proceso. El trabajo es manual, casi como en una fábula kafkiana. 

El piso donde trabajan los hipoacúsicos, segmento social que se arrogó el derecho a ser verdugo del dinero, es un área ciega. Sin luz natural y con ventilación mecánica. Ubicada en la sede central del banco en el microcentro porteño. Se designaron sordos para la tarea por ser más eficientes y tener un mayor grado de concentración. Parece un chiste de mal gusto, pero los sordos se distraen menos. No escuchan música, no conversan, sus teléfonos no suenan. Trabajan en el cono del silencio. Se encuentran embotados en la tarea, haciendo una y otra vez la misma serie de pasos. El trabajo es repetitivo, monótono, casi como escena de Tiempos modernos, agotador. El dinero cansa. 

Los hipoacúsicos, con sus uniformes de guardapolvo azul, iguales a los que se usaban en las escuelas técnicas, pasan el dinero ya registrado a la siguiente escala: la trituradora. Una máquina de rodillos con cuchillas convierte los billetes, hasta ayer el pago de un operario, en papel picado. La misma máquina además de picar el dinero procede a compactarlo. 

El espacio donde se destruye el dinero es un sector restringido. No puede ingresar ninguna persona ajena a la tarea y quienes trabajan ahí adentro tienen prohibido fotografiar o filmar el proceso. Sobre los empleados del banco pesa una cláusula de confidencialidad.

Quienes han podido acceder al área de destrucción señalan que hay un olor fuerte, enfermizo, en el aire. El billete guarda toda la historia de suciedad de su manipulación. A eso se agrega el olor que expelen las virutas de papel y las tintas. En el micromundo de la destrucción, literalmente se respira dinero. 

Una vez terminado el trabajo de los sordos aún queda una escala más: enterrarlo. El dinero en Argentina está hecho con fibras de algodón, material que no se recicla en nada. Tampoco lo absorbe la naturaleza. Única y última opción para deshacerse de las bolsas de dinero picado es que sea relleno sanitario. El problema del dinero trae otros dos: el volumen inconmensurable que ocupa, pero también los problemas ambientales por su contaminación. 

Hasta los 70, el dinero se quemaba. Los billetes destinados a salir de circulación se incineraban en hornos crematorios. En el mismo lugar donde se encuentra ahora el banco, lo cual generaba una enorme polución y una lluvia invisible de residuos en terrazas y patios de la ciudad. Fue prohibida la quema a través de una ordenanza municipal y se pasó al modo de trituración. 


El piso donde trabajan los hipoacúsicos, segmento social que se arrogó el derecho a ser verdugo del dinero, es un área ciega. Sin luz natural y con ventilación mecánica.


Hasta hace unos años, el Banco Central sellaba los billetes que retiraba de circulación. Pero el sellado era débil, podía lavarse. Un empleado afectado en el proceso de destrucción empezó a retirar billetes y a jugarlos en el bingo. Pero todos los billetes, como buenos hijos pródigos, vuelven a su casa, al Banco Central. Así descubrieron la ruta y, de forma inevitable, al empleado ludópata. Desde entonces, los billetes son perforados para inutilizarlos de forma irreversible. 

Con el dinero convertido en papel picado se confeccionan regalos bancarios. El Banco Central tiene una tienda de recuerdos donde se venden monedas conmemorativas (por ejemplo, la del Mundial 78) y otras piezas que tienen cierto valor coleccionable. Entre los objetos de la tienda se encuentran las “briquetas”, ladrillos y cilindros de dinero tributado cerrado al vacío con una identificación informativa: “Acá hay 100 millones de pesos en billetes de cien”. La vida póstuma del dinero, en el mejor de los casos, es transformarse en souvenir. Igual que ciertos exfamosos (el vínculo no es gratuito) que una vez retirados trabajan de atestiguar lo que fueron, se vuelven leyenda de sí mismos. 

“Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan”, escribe Borges en Emma Zunz. Pero como todo lo que se burocratiza, la destrucción del dinero en el Banco Central ha perdido su condición transgresora o desalmada (detrás de la arbitrariedad de los billetes se esconde, agazapada, la explotación humana) para convertirse en un trabajo excéntrico y alienante.

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