Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Drissa nunca le preguntó su nombre, pero solo con verlo supo que era un veinteañero como él: se sentaba a un lado de la patera, tiritando bajo su manta por las noches, susurrando en lengua bambara que quería volver a casa, que no quería morirse allí. Llevaban nueve días en alta mar. La misma inmensidad del Atlántico, el mismo casco mugroso, el piso de madera filtrando agua por las grietas, un bote demasiado chico para 67 pasajeros africanos que habían partido de Mauritania hacía Tenerife, una isla española a cientos de kilómetros del subempleo y las guerras civiles que desangraban sus países. Drissa Traore, de Costa de Marfil, viajaba por ambas razones. Cuando amigos suyos, que años atrás habían migrado a España, regresaban al barrio de visita, juraban que Europa era «la solución a sus problemas». Drissa, el segundo de cuatro hermanos, sorprendido por la ropa nueva que vestían, el dinero que llevaban a sus familias, decidió arriesgarse. Pasó meses intentando convencer a su madre para que lo dejara partir. Dejó sus clases de inglés y mecánica automotriz en Abiyán, la capital del país, para trabajar en el restaurante de un conocido que prometió reservarle un asiento en el bote, uno tan viejo, cuenta Drissa, que había que sacar con baldes el agua empozada para que no se hundiera. Un bocado de harina tostada de yuca y un sorbo de agua fue su alimento diario durante dos semanas de navegación. Con el pasar lento de los días, hubo quienes comenzaron a llorar y rezar para ver por fin tierra. Otros sufrían de dolores de estómago, vomitaban. Solo el muchacho sentado junto a Drissa, consumido por la fiebre y la deshidratación, no pudo resistir el viaje: amaneció muerto al noveno día y su cuerpo fue arrojado por la borda. Si un barco de la Cruz Roja no los hubiera rescatado días después, cuenta Drissa, todos habrían perecido. Tal vez por eso, cuando semanas más tarde pasaba sus primeras noches en una nave okupa de Barcelona, Drissa tendría una pesadilla recurrente donde era él y no aquel joven a quien arrojaban al mar. Sin dinero ni papeles, recogiendo chatarra de las calles, en un país ajeno y golpeado por la crisis económica, Drissa llegó a pensar que cambiar África por Europa había sido una gran equivocación. A veces, todavía lo piensa. 

Drissa Traore, de Costa de Marfil, viajaba por ambas razones. Cuando amigos suyos, que años atrás habían migrado a España, regresaban al barrio de visita, juraban que Europa era «la solución a sus problemas».

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En el mes del Ramadán 1.600 millones de musulmanes en todo el mundo no comen ni beben ni tienen sexo desde el alba hasta la puesta del sol con el fin de purificarse, aprender paciencia y humildad, y recordar cuan afortunados son en la vida. Pero Drissa Traore, de 30 años, chatarrero experimentado, hombre de fe, dice que si Dios lo salvó de morir aquella vez en el océano, sabrá perdonarlo ahora que romperá el ayuno con un tupperware de arroz con carne y salsa de tomate que ha traído a la faena. 

Tal vez por eso, cuando semanas más tarde pasaba sus primeras noches en una nave okupa de Barcelona, Drissa tendría una pesadilla recurrente donde era él y no aquel joven a quien arrojaban al mar.

Drissa lleva un año trabajando aquí, en este almacén industrial del distrito de Sant Martí, la sede de Alencop: la primera cooperativa financiada por el Ayuntamiento de Barcelona dedicada al recojo de chatarra y artefactos que la gente desecha. Aquí, cualquier día, como hoy que es martes y el calor de mayo parece odiarnos, pueden verse apiladas cientos de cosas y aparatos, como en un enorme garaje de un acumulador compulsivo: torres de ordenadores e impresoras y televisores anticuados y cocinas a gas y equipos de sonido y barriles con cables y enchufes y móviles usados de marcas varias y sillas de oficina y microondas y aparatos de aire acondicionado y bicicletas oxidadas y lámparas rotas y frigoríficos forrados en plástico y montones de fierros y trozos de aluminio que alguna vez pertenecieron a alguna fábrica. Todo esto, que para otros es basura, aquí vale cientos de euros cuando se acopian las toneladas suficientes y se venden a las chatarrerías y empresas de reciclaje. Aquí 26 africanos subsaharianos —de Senegal, Camerún, Nigeria, Togo, Mali, Costa de Marfil, Ghana y Guinea Bissau— se ganan formalmente la vida, con todo lo que eso supone: papeles en regla, salario mínimo (645,30 euros al mes), seguro médico y un piso decente para vivir; mucho mejores, dicen ellos, que las naves okupas del barrio de Poblenou, donde cientos de personas —indocumentadas, la mayoría— vivían a salto de mata. Drissa Traore fue, durante un tiempo, uno de ellos. 

Muchos de los africanos que llegan a España, indocumentados, viven en casas okupas, en duras condiciones. / María Orlova / Pexels.

Desde que llegó a Barcelona en 2008, cuando la crisis comenzaba a vaciar los bolsillos del país, Drissa se levantaba a las cinco de la mañana, cogía su carrito de supermercado y caminaba calles y avenidas en busca de chatarra y artefactos que los vecinos dejaban junto a los contenedores. Una vez lleno el carrito, llevaba todo a un almacén sin licencia en la nave okupa de la calle Puigcerda, un polígono industrial abandonado donde unas 300 personas —africanos, la mayoría— vivían y tenían bodeguitas, restaurantes, bares y hasta discotecas clandestinas. Allí aprendió a reconocer el valor de los metales: cuánto cuestan, dónde hay que buscarlos. 

—Trabajar con chatarra no significa ser sucio o loco —dice Drissa, el rostro de ébano, el castellano pausado, flaco como un cable—. Puedes ganar dinero si te esfuerzas. Un kilo de cobre vale seis euros. El aluminio, dos. Un mes gané hasta mil euros, más de lo que gano aquí.

Lo malo, dice, es que al mes siguiente se podía acabar la suerte y apenas sacaba para el bocadillo del día. Los golpes de la crisis eran cada vez más terribles: desahucios, fábricas clausuradas, despidos masivos, millones de españoles que ya no consumían tanto como antes, que ya no desechaban tanta chatarra y artefactos viejos como en el pasado. 

Todo esto, que para otros es basura, aquí vale cientos de euros cuando se acopian las toneladas suficientes y se venden a las chatarrerías y empresas de reciclaje.

Drissa había llegado a España en el momento equivocado. Aún así, intentaba seguir con su vida, mejorar su castellano, llevar clases gratuitas de electricidad, seguir en la chatarra mientras encontraba algo mejor. Hasta que un día de 2013 los Mossos d’Escuadra desalojaron a todos los okupas de la nave de Puigcerda. La asistencia social reubicó a decenas de africanos en pisos compartidos durante unos meses. A algunos, como Drissa, les ofrecieron unirse a Alencop y pasaron una entrevista para unirse como socios. Otros fueron a Italia y Alemania a trabajar de manteros, o regresaban a África con sus familias. De los que volvían pocos, dice Drissa, se atrevían a contar la historia completa de lo que les había ocurrido. 

—La imagen de Europa que llega a África es de cosas bonitas, pero nunca la imagen de una casa okupa sin luz, sin agua. Los que regresan a su país a veces tienen vergüenza de contar la realidad de Occidente. La gente ha sufrido mucho para estar aquí…

Drissa calla unos segundos, deja a un lado su tupperware de arroz con carne. Un camión blanco se acaba de estacionar a la entrada del almacén. Los socios de la cooperativa, uniformados con sus camisetas verdes, llenan el vehículo con montones de fierros que venderán a una chatarrería cercana. 

—Pero ahora estamos un poco mejor, ¿sabes? —me dirá, antes de unirse a sus compañeros—. Aquí conseguimos los papeles, y ahora que es el Ramadán, puedo mandar algo a la familia. Pero no les cuento todo lo que me pasa. El sufrimiento no deben leerlo en tu cara o tu voz, si no ellos no serán muy feliz al verte.

—¿Y por qué no vuelves? 

—Es una vergüenza volver a tu país como derrotado. Cuando tu sales de África, ¿la gente qué está imaginando? Que tú vas a resolver los problemas que tienen. Si vuelves, la gente te va a decir: ¿tú eres tonto? ¿por qué regresas? No es la solución. ¿Cómo vas a volver a mirar a tu familia así, sin nada?

Drissa aprendió a reconocer el valor de los metales: cuánto cuestan, dónde hay que buscarlos. / Anas Jade / Pexels.

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La pantalla del móvil de Kofi Awuam está algo opaca, rayada por el uso —es un móvil de segunda mano, me dice—, pero aún deja ver las fotos de Nanayou, su único hijo. El niño tiene nueve años pero nunca ha visto a su papá en persona. Cuando Kofi dejó Ghana, Nanayou estaba todavía en la panza de su madre. Pero ahora que ya está grande, pueden verse y hablar por el videochat de Facebook. 

—A veces me pregunta: ¿Papá, cómo está? Y yo digo: Bien, hijo, solo mucho frío —ríe Kofi, 33 años, cristiano copto, nieto de un rey tribal en su país—. Nanayou quiere venir a Barcelona, jugar fútbol, conocer a Messi, pero yo no quiero. Acá muy dura la vida para el africano.

Kofi era obrero en una fábrica de ladrillos en un pueblo de Libia, junto al Sahara. Un día de 2011, en plena guerra civil contra el dictador Gadafi, Kofi salió a comprar a la tienda y una explosión lo arrojó varios metros por el aire: una bomba había caído sobre la fábrica, destruyéndolo todo. Algunos compañeros suyos murieron. Kofi, que desde pequeño fue robusto y fuerte, sufrió solo algunas heridas. Le mortificaba más haberse quedado sin trabajo. Su mujer pronto iba a dar a luz. Así que, por recomendación de unos amigos, viajó hasta Marruecos y pagó mil euros para subirse a una patera y cruzar el Mediterráneo. Una vez en España, prometió a su mujer que mandaría dinero todos los meses. 

Seis años han pasado ya de eso y Kofi dice que, aunque no ha cumplido su promesa al cien por ciento, desde que está en Alencop se siente un poco más tranquilo. Ya no tiene que buscar la chatarra en las calles con su carrito de supermercado, como hacía cuando recién llegó a Barcelona. Ahora solo acude cuando alguien llama a la oficina pidiendo que vayan a recoger tal o cual artefacto viejo. 

Ahora mismo, por ejemplo, Kofi y su amigo Oppong, también de Ghana, han llegado en sus bicicletas verdes —Kofi en un triciclo eléctrico con cajón trasero; Oppong en una montañera— hasta un edificio del barrio de Sant Andreu, junto al río Besós. Vienen al piso de Ana, una señora catalana que quiere deshacerse de su vieja lavadora. 

—A veces se detiene un poco el motor, pero todavía sirve, eh —dice Ana, mientras los chicos de Alencop cargan la lavadora hacia el ascensor. Tiene algunos golpes y el plástico amarillento por el uso—. Mi marido acaba de comprar una nueva. Nos salía más barato que mandarla a arreglar.

Su mujer pronto iba a dar a luz. Así que, por recomendación de unos amigos, viajó hasta Marruecos y pagó mil euros para subirse a una patera y cruzar el Mediterráneo. Una vez en España, prometió a su mujer que mandaría dinero todos los meses. 

Ana cuenta que antes de conocer a Alencop conducía varias calles para dejar sus artefactos viejos en el punto limpio o deixilleria señalado por el Ayuntamiento, o los dejaba al lado del contenedor pues sabía que algún chatarrero ambulante se la llevaría en su carrito de supermercado. La decisión de Ana se volvía así en una de metáfora del sistema: que unos desechen tan fácilmente bienes que otros necesitan tanto, para adquirir otros bienes nuevos y mejores. 

Durante siglos las mercaderías se dividían en perecederas y perennes: la comida y la bebida se acababan, una camisa terminaba por gastarse, pero nadie compraba una cama o un auto o una sartén pensando que pronto los cambiaria por otros. Sin embargo, desde mitad del siglo XX, el capitalismo hizo que los fabricantes acortaran deliberadamente la vida útil de las cosas para que la gente siga y siga comprando y la rueda de la economía siga y siga girando. A esto se le llama obsolescencia programada.

Ejemplos de esto hay varios. Baterías que se ‘mueren’ a los 18 meses de estrenarse. Impresoras que se bloquean al llegar a un número determinado de impresiones. Bombillas que se funden luego de mil horas de luz. El diseñador industrial Brooke Stevens lo dijo más claro: «Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios». Sin la obsolescencia programada no existirían los centros comerciales ni los productos ni la industria. Todo debe ser comprado y vendido infinidad de veces. 

En 2014 se vendieron en el mundo más de 50 millones de televisores planos, 300 millones de ordenadores y 2 mil millones de teléfonos móviles. Una producción que acerca el “desarrollo” a cada vez más personas alrededor del planeta. El problema es que tal consumo exacerbado genera también montones de basura de plástico y metal —entre 20 y 50 millones de toneladas al año, según la ONU— que terminan acumulándose, sobre todo, en ciudades pobres de África. 

La basura de plástico y metal terminan acumulándose, sobre todo, en ciudades pobres de África. / Ricardo Ortiz / Pexels.

Acra, la capital de Ghana, el país de Kofi Awuam, se ha convertido en el vertedero de desechos electrónicos más grande de ese continente. Kofi dice que no ha trabajado ahí, pero lo ha visto de lejos: un cementerio electrónico —del tamaño de 11 campos de fútbol— donde se queman cables y se amontonan monitores, ordenadores, teclados, impresoras, televisores y restos de un sinfín de artilugios irreconocibles. Chatarra proveniente de países desarrollados, clasificada y descuartizada para extraer metales valiosos como cobre, aluminio, hierro y oro (de 50 mil móviles se obtienen un kilo de oro y 10 kilos de plata valorados en 40 mil euros). Solo en Ghana esta industria da empleo indirectamente a 30 mil personas y genera cada año entre 105 y 268 millones de dólares. Tanta riqueza, sin embargo, no sirve para evitar que esos trabajadores inhalen todo el día humos cargados de sustancias tóxicas como el mercurio o el cadmio, que se acumulan en el cuerpo y producen dolores de cabeza, tos, erupciones, quemaduras, enfermedades respiratorias, problemas reproductivos y varios tipos de cáncer. 

Desde 1989, por el Convenio de Basilea, la exportación de estos desechos peligrosos está prohibida. Sin embargo, los países del Primer Mundo recurren a las donaciones y a la excusa de la reducción de la brecha digital para deshacerse de sus viejos ordenadores y artefactos. «A los países europeos, a Estados Unidos o a Japón no les importa enviar sus residuos fuera con tal de que estén lejos», ha dicho la alemana Cosima Dannoritzer, directora de Comprar, tirar, comprar y La tragedia electrónica, documentales que abordan los efectos de la obsolescencia programada. De este modo, basura de Estados Unidos, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y España, llena cada mes unos 600 contenedores que llegan a Ghana. Son productos que en algunos casos pertenecieron a ayuntamientos, instituciones y empresas y que son importados por tiendas de electrónica e intermediarios locales. 

Para que esto no suceda y los residuos sean correctamente reciclados, la ley europea establece que cualquier artefacto que uno compre —una licuadora, una nevera— su precio incluirá una tasa de reciclaje (entre 5 y 30 euros) para que los fabricantes se hagan cargo de él cuando termine su vida útil. El problema es que al menos dos tercios de esos residuos nunca llegan a una planta de reciclaje especializada. España encabeza la lista de países europeos con mayor fraude en reciclaje de basura electrónica: el 75% de los residuos de aparatos que se generan no se gestionan de forma adecuada, ha informado la Oficina Europea de Estadística (Eurostat). Y en Cataluña, hasta marzo de 2015, se recicló solo un 19% de los equipos eléctricos y electrónicos puestos en el mercado, según la Agencia de Residuos de Catalunya. Muchos equipos acaban en chatarrerías ilegales, debido a los robos de aparatos almacenados en los puntos limpios. Un chatarrero puede llegar a pagar 2 euros por la bobina de cobre de un televisor. Un frigorífico puede llegar a los 10 euros. Y una torre de ordenador a 4 euros. En un país con un 20% de paro y con pocas ayudas sociales, hay quienes roban residuos para sobrevivir. 

Desde 1989, por el Convenio de Basilea, la exportación de estos desechos peligrosos está prohibida. Sin embargo, los países del Primer Mundo recurren a las donaciones y a la excusa de la reducción de la brecha digital para deshacerse de sus viejos ordenadores y artefactos.

La cooperativa Alencop fue creada, precisamente, no solo para combatir dichas mafias creadas alrededor de la chatarra y los desechos electrónicos. Kofi Awuam y sus compañeros apuntan a expandir su modelo por toda la ciudad y convertir el recojo de chatarra en un empleo formal y digno. Por eso ahora llevan talleres para aprender a reparar electrodomésticos y pronto tendrán una tienda para vender productos de segunda mano (ahora mismo venden los productos en mejor estado a través de Wallapop) y así no depender del financiamiento del Ayuntamiento. Todavía les cuesta, sin embargo, trabajar unidos. 

—Todos son africanos, pero de nacionalidades diferentes, cada una con su cultura, con su educación, con su pensamiento —me había dicho Rakhou Diop, educador senegalés, miembro del equipo técnico que apoya resolviendo conflictos entre los socios de Alencop—. La cooperativa es un colectivo unido por un objetivo. Todos los socios deben trabajar igual para sostenerse. Pero a veces lo entienden mal y cada uno quiere ser su propio jefe. Piensan que están en una empresa, con un jefe que te dice qué hacer y no tienes que pensar en qué debes hacer para mejorar. Es una cuestión de mentalidad. 

Mientras regresamos al almacén de Alencop montados en las bicis, Kofi Awuam me dice que detesta esas peleas y discusiones entre ellos. Las ve los viernes, sobre todo, cuando los 26 socios tienen permiso de comprar algunos productos de segunda mano —desde una móvil hasta un frigorífico— a precios bajísimos. 

—A veces olvidamos que no estamos en África, que todos hemos arriesgado la vida en la patera para venir y mejorar nuestra vida —me dice Kofi, quien hasta hoy no ha comprado nada para evitar pelearse. Hace unos días recogió un televisor plano, algo anticuado pero en buen estado. Pagará 30 euros por él. En unos días será la final de la Champions League y quiere verla en casa.  

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En un aula de la biblioteca municipal de Besós, a unas calles del almacén de Alencop, Djibryl Camara lleva clases gratuitas de castellano junto a unas abuelitas catalanas que hablan ruidosamente. Son las 10 de la mañana. La clase acaba de terminar. Las abuelitas salen todas juntas, se despiden y Djibryl —41 años, la barba rala, camisa celeste y un gorrito marrón que lleva casi todo el tiempo—, les sonríe y les dice Adeu, la única palabra que usa del catalán. Dice que desde hace unos meses viene a recibir clases antes de ir a trabajar a Alencop. Dominar el castellano, dice, puede ayudarle a encontrar un mejor trabajo. 

Djibryl Camara nació en Mali, un país de casi el doble del tamaño de España y que pese a que algunos de sus recursos naturales son el oro, el uranio y la sal, es considerada como una de las naciones más pobres del mundo: alrededor de la mitad de su población vive con 1,25 dólares al día. 

En África, Djibryl era un empresario de la chatarra: se dedicaba a juntar aluminio, cobre, tubos de acero y ruedas de coche que la gente tiraba en las afueras de la capital de Argelia y que luego vendía en Mali. Cargaba camiones de hasta 20 toneladas y ganaba hasta 1.500 euros al mes. Hasta que un día, mientras llevaba el cargamento por el Sahara, una tropa de Al-Qaeda, que dominaba las fronteras de ese país, le robó toda la mercancía y lo amenazó de muerte. Huyó. Nunca más volvió a Argelia. 

—El problema es que los políticos no nos protegen, solo roban —me dice, mientras caminamos junto a nuestras bicicletas. De cuando en cuando, otros chicos africanos aparecen con sus carritos de supermercado cargados de chatarra. Djibryl, se acerca, los abraza, conversan brevemente. Muchos, de ellos, me dice, son sus paisanos. Llegaron junto con él.

—Si los políticos y empresarios trabajaran mejor, no tendríamos que venir a sufrir a otro país, ¿no?

Djibryl llegó a España en 2003 como la mayoría de sus compañeros en Alencop: siguiendo el consejo de amigos y familiares, se subió a una patera (previo pago de mil euros), y viajó desde Marruecos hasta la isla de Tenerife. Al llegar, estuvo durante 29 dias en un Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE). Y luego, lo enviaron a Barcelona en avión. Llegó sin saber castellano. Solo hablaba francés y mandenka, su idioma natal. Djibryl era uno más de los 110 mil inmigrantes subsaharianos que había en España por esos días.

Djibryl Camara nació en Mali, un país de casi el doble del tamaño de España y que pese a que algunos de sus recursos naturales son el oro, el uranio y la sal, es considerada como una de las naciones más pobres del mundo: alrededor de la mitad de su población vive con 1,25 dólares al día. 

Para ese momento, la vida de inmigrantes como Djibryl estaba marcada por la precariedad y el acceso al mercado informal de trabajo. La chatarra era lo más inmediato. En Barcelona, un camerunés le enseñó a Djibryl las rutas, el valor de cada metal y a quién venderlo. Pero a los pocos meses, encontró trabajo en una fábrica de baldosas. Tuvo suerte. Vivía bien, recuerda, pero cuando la crisis se agudizó en 2012, la fabrica quebró y lo echaron. Djibryl regresó a buscar chatarra de nuevo. Pero ya había poco para juntar, y muchos más africanos en la calle buscando lo mismo que él. Viviendo en naves okupas como él, y siendo desalojados luego por los Mossos d’ Escuadra como le pasó a él. 

—Tuve la suerte de unirme a Alencop desde el inicio, hace dos años —cuenta Djibyl—. Yo era comerciante en mi país. Muchos de mis paisanos no teníamos mucho, es verdad, había guerra, era muy feo, pero nunca vivimos en miseria como cuando llegamos aquí.

Algunos chicos de Alencop, compañeros de Djibryl, me lo confirmarían. Tionne Cisse, del área de Gestión de Negocios, ex oficinista del Ayuntamiento de Dakar, fue mantero en Plaza Cataluña y durmió durante años en una casa okupa llena de ratas. Amadou Tidiane, de Comunicaciones, hijo de un diputado senegalés y voluntario de Cruz Roja, acabó administrando un almacén clandestino de chatarra en Poblenou. Mariem Diakite, de Atención al Cliente, habla francés, español, inglés y portugués, pero como ninguna escuela quiso contratarla, trabajó de niñera y haciendo trencitas africanas a las turistas de la Barceloneta. Algunos socios de Alencop, gracias al apoyo de sus familias, llegaron en avión con visa de turista. La mayoría llegó cruzando el mar (10.751 africanos llegaron así entre enero y julio de 2017, según el Ministerio del Interior). Dicen llevar siete, nueve, once años sin ver a sus familias. 

Djibryl dice que en Cataluña —la comunidad autónoma que tiene más inmigrantes subsaharianos en España— ha conocido gente muy buena gracias al negocio de la chatarra, pero también gente que le ha dicho cosas difíciles de tolerar.

"Muchos de mis paisanos no teníamos mucho, es verdad, había guerra, era muy feo, pero nunca vivimos en miseria como cuando llegamos aquí", dice Djibyl. / Jud / Pexels.

—Mono, te dicen, vete a tu país. Cuando pasas muy cerca de ellos, cogen su mochila o la ponen delante porque piensan que vas a robarles. Te miran como si no fueras persona. Cuando un europeo va mi país tiene respeto, vive como rey... —Djibryl levanta la voz, se enoja unos segundos, pero luego se calma—. La miseria de África acabará algún día, amigo, Dios no olvida a nadie. La mayor parte de la historia de África la escribieron los europeos, pero nuestra verdadera historia no se perderá. Hay sabios en mi país que saben la historia, se la enseñan a los niños. No la tienen escrita en los libros, está en un lugar más seguro.

Dice Djibryl Camara y me mira con sus ojos atentos, señala su cabeza con el índice.

—Nuestra historia está aquí.

La última vez que nos vimos, fue a comienzos del mes del Ramadán. Los musulmanes, además del ayuno y de ir a rezar a la mezquita, deben practicar generosidad, me dijo Djibryl. Así que me invitó a tomar té para contarme su historia. Su piso de paredes blancas, lo compartía con un compañero de la cooperativa, dentro de un edificio multifamiliar en el barrio de Sant Andreu: dos habitaciones, cocina, baño y una sala iluminada repleta de cajas con ropa y artefactos de segunda mano —una cocina, una nevera, varias sillas— que Djibryl ha comprado en el almacén de Alencop. Dice que las venderá en su país: por un televisor pueden pagar unos 40 euros y por una nevera unos 50 euros, un precio muy inferior a lo que cuesta un electrodoméstico nuevo. El año pasado él mismo fue llevando algunas cosas en sus semanas de vacaciones del trabajo. Su mujer, además, quedó embarazada. Ahora tiene un hijo de cuatro meses llamado Lamil, que por ahora solo conoce por fotos. 

—Yo tenía un amigo que vino a España, extrañaba a su familia y casi pierde la cabeza —me contó Djibryl—. Tenía una hija, la dejó bebé. Paso diez años sin verla y cuando volvió ya no lo reconocía. Muy triste. Por eso solo quiero resistir un poco más aquí. No vine para quedarme toda la vida. 


*Crónica publicada originalmente en la revista Ballena Blanca (España). Febrero, 2018. 


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