Estoy tomando fotos familiares de una abuelita de 73 años con sus hijas, en un patio abierto, amarillo, con ropa colgada en la soga. No es cualquier familia: atravesé 1181 kilómetros hasta Formosa para conocer a ésta en particular, cuya forma secreta de ganarse la vida le dio cierta fama indeseada en los medios. Un método inusual para atraer ingresos que tres personas, al menos, se llevaron a la tumba. Uno incluso tuvo tiempo para meditar sobre el asunto mientras lo enterraban vivo en el jardín de la casa.
Tampoco es cualquier patio: este, el de la Alcaldía de Mujeres, alberga a 19 imputadas, procesadas y condenadas, y está orientado, paradójicamente, hacia la calle Libertad.
Estas son, entonces, Arminda Rodríguez (73) y sus dos hijas. Allá está Josefina, rubia para la abuelita, gringa para la policía. Tiene un parecido asombroso con su madre, pero, a diferencia de ella, posee un excepcional poder de recuperación. Cuatro horas le habrían bastado para traer un hijo al mundo y apuñalar a un empleado municipal por la espalda con la destreza de un matarife.
Allá está Emilda, morocha para la abuelita, Nilda para la policía. Nilda no ríe para las fotos. Tampoco antes ni después. Sin embargo, Marcos Sánchez, jubilado, contaba que lo que más hacía Nilda era reírse. Se reía como loca con un diente de platino luminoso, enceguecedor. Esto narraba Sánchez a la policía desde el hospital, días antes de morir con el cuerpo deshecho. Era lo que más recordaba de aquella noche en que una anciana pastora evangélica y su familia se habrían colado en su casa, ofreciéndose para leer la Biblia y explicarle lo bien que le haría a su espíritu seguir la senda de Jesús —ahí los tenía a ellos como prueba, unidos y felices, generación tras generación—.
Allá está Josefina, rubia para la abuelita, gringa para la policía. Tiene un parecido asombroso con su madre, pero, a diferencia de ella, posee un excepcional poder de recuperación. Cuatro horas le habrían bastado para traer un hijo al mundo y apuñalar a un empleado municipal por la espalda con la destreza de un matarife.
Sánchez los dejó entrar, y segundos más tarde, tenía a la mitad de la familia moliéndolo a palos y a la otra mitad desvalijándole la casa. El camino de Jesús —dedujo—, tiene pésimos guías.
No se sabrá nunca, en cambio, lo último que recordó Rafael Ramírez, sobrino de la abuelita, curandero del barrio La Pilar, muerto a golpes —presume la Justicia— por su propia familia para lograr que sus ahorros pasaran mágicamente a sus manos. Cuando Nilda fue a visitar a su primo al hospital, Rafael abrió los ojos como platos pero no dijo nada. Los policías creen que, si hubiese podido, habría confesado un dato revelador. Pero no podía. Al menos, no sin la lengua, que acababan de arrancarle como un sticker de la boca.
Allá está la abuelita sentada en chinelas en una silla de mimbre en medio del patio: el centro del enigma. Tiene a dos hijas, a dos cuñados y a dos nietos en prisión —a sus otros dos nietos, menores, la Justicia los declaró inimputables—.
Arminda no sabe leer ni escribir. Pero sabe otras cosas. Sabe, por ejemplo, señalar. Y por algún motivo cosmológico, cada vez que la abuelita señala una casa, a sus ocupantes se les cae el cielo encima. O algo mucho peor: les cae su familia.
Sánchez recordaba aquella noche en que una anciana pastora evangélica y su familia se habrían colado en su casa, ofreciéndose para leer la Biblia y explicarle lo bien que le haría a su espíritu seguir la senda de Jesús.
El sexo y el crimen son las últimas expresiones auténticas y primitivas de una sociedad. En Rosario, en la provincia de Santa Fé, un hombre abre fuego sobre colectivos y locales con una escopeta 12.70 cargada con balas de plomo. En el curso de dos años, hiere a media docena de pasajeros y acribilla a una chica de 12 años. En Buenos Aires, en una casa del barrio de Carapachay, descubren 100 kilos de pólvora, tres ametralladoras antiaéreas, 50 armas automáticas, 100 mil municiones de guerra y dos polígonos portátiles. El dueño de la casa es un bancario. En La Plata, una chica de cinco años muere violada. Sus padres, con un rosario, lloran su muerte en los medios. Hoy están detenidos.
Arminda no sabe leer ni escribir. Pero sabe otras cosas. Sabe, por ejemplo, señalar. Y por algún motivo cosmológico, cada vez que la abuelita señala una casa, a sus ocupantes se les cae el cielo encima. O algo mucho peor: les cae su familia.
Todo esto suena lejano en un lugar como Formosa, apartado del mapa en el sofocante Norte argentino. Son cosas que suceden en las grandes ciudades contaminadas, bulliciosas, descorazonadas. Puede interrogar a cualquiera de los tres mil oficiales de la provincia: nadie recuerda un solo episodio de secuestro, un asalto exitoso, un crimen a sangre fría. La policía local busca lanzar una campaña de prevención para evitar que la gente deje la puerta abierta de su casa o los coches con la llave puesta.
Los delincuentes pesados llegan a Formosa, estudian el terreno —apenas dos rutas de escape, una hacia Asunción, en el Paraguay, y otra hacia Resistencia, Chaco—, recogen las armas y se marchan a otra parte.
Pero la banda de la abuelita, con 11 denuncias en su contra —un menú que incluye robo, privación ilegítima de la libertad y homicidio calificado— se convirtió en una señal de alerta. La señal de que, aún en Formosa, las pesadillas saltan el cerco y se hacen realidad. A veces bajo las formas más asombrosas.
Una vez que detuvo a la banda de la abuelita, la policía llamó a conferencia de prensa —estaban presentes el juez, el fiscal, el jefe del cuerpo, el jefe de Robos y hurtos, y el jefe del Departamento de informaciones—, y registró el acontecimiento en video para pasarlo a los periodistas que no habían podido asistir. Bocetaron en dos láminas monumentales a todo color las casas asaltadas, las víctimas —una foto de Dionisio Rodríguez, antes y después de que lo descuartizaran— y un gráfico con los ocho integrantes de la banda.
Si un periodista recién llegado telefonea para indagar sobre el tema, la policía dispone de automóviles para llevarlo al destacamento, aleccionarlo sobre la historia con las láminas y un punzón, y devolverlo a su hotel con el video de obsequio.
Pero la banda de la abuelita, con 11 denuncias en su contra —un menú que incluye robo, privación ilegítima de la libertad y homicidio calificado— se convirtió en una señal de alerta. La señal de que, aún en Formosa, las pesadillas saltan el cerco y se hacen realidad. A veces bajo las formas más asombrosas.
Hay razones válidas para semejante puesta en escena. Estuvieron buscándolos durante más de tres años, pero el logro es fruto de la casualidad. No bien detuvieron por el robo de una motocicleta a Alberto Gómez, nieto de la abuelita, el joven contó todo. Dijo que el fantasma de Dionisio Rodríguez lo perseguía desde la mañana en que vio cómo su primo, su madre y su abuela lo atacaban con ladrillos, una escoba y una pinza para quitarle nueve mil pesos, luego lo metían dentro de un bolso como si fuera una alfombra enrollada y lo enterraban vivo en el patio trasero.
En Formosa, la tierra aún guarda sorpresas. Todos tienen un conocido del barrio que de un día para el otro cambió el auto, la casa, se compró una plantación de tabaco y dejó de trabajar. Lo que ocurre con esta gente es lo mismo que, sospechaba la familia, había ocurrido con Dionisio Rodríguez: el hombre había desenterrado un tesoro en su casa, una costumbre en un pueblo que un siglo atrás, invadido por el Paraguay, no tuvo más remedio que poner bajo tierra sus pertenencias y correr para salvar la vida.
Gómez declaró que su abuela se ofrecía como empleada doméstica, estudiaba los horarios de la casa, y, de regreso, convocaba a una reunión familiar para planificar el próximo golpe. Ciertos pasajes de su testimonio pulverizan el mito cristiano de los Ingalls, y arrojan por el retrete años y años de reflexión en pos de la unión familiar y la sabiduría de los ancianos: “Le dí a entender a mi mamá que tenía intenciones de contar lo que había ocurrido. Y ella, mi abuela, mi tía, el marido de mi tía y mi primo me pegaron con palos de escoba y casi me matan. Mi abuela trabajaba con Dionisio. Ella lo había invitado a su casa y él fue. Pero lo había invitado para matarlo”.
Llamé a su abogado a las 10:30 para entrevistarme con Gómez, detenido en una unidad especial, y a las 11:30 Gómez me aguardaba en su despacho, con una gorra de San Lorenzo. Le dije que en unas horas iba a entrevistarme con su abuela. Si tenía alguna recomendación para darme. Se notaba que había llorado. “Sí —recordó—, cuando vea a mi abuela, tenga presente que las apariencias engañan.”
Cuando detuvieron por el robo de una motocicleta a Alberto Gómez, nieto de la abuelita, el joven contó todo. Dijo que el fantasma de Dionisio Rodríguez lo perseguía desde la mañana en que vio cómo su primo, su madre y su abuela lo atacaban con ladrillos, una escoba y una pinza para quitarle nueve mil pesos, luego lo metían dentro de un bolso como si fuera una alfombra enrollada y lo enterraban vivo en el patio trasero.
Arminda se acerca en sandalias por el patio de la alcaldía. Parece frágil y silenciosa. De ser cierta la confesión de Gómez, la abuelita habría empleado esa apariencia sigilosa para inmovilizar a Dionisio por la espalda mientras sus herederos universales —sangre de su sangre y cromosoma de sus cromosomas— acallaba sus alaridos con ayuda de unos utensilios domésticos.
Una docente, una pareja de ancianos y el pobre empleado municipal, sin conocer la historia, contrataron sus servicios de limpieza confiados en que una persona de 73 años puede ser terca, sorda o sabia pero jamás despiadada.
La abuelita lógicamente niega todo.
“Llegué a casa y me estaba esperando la policía. No me dejaron ni vestir, mire; vine casi desnuda. No me dejaron traer nada.”
—Usted nació en Paraguay. ¿Cuándo se radicó en Formosa?
Arminda Ramírez: Cuando fallecieron mi papá y mi mamá. Tuvieron la enfermedad.
—¿Qué enfermedad?
Ramírez: Derrames. Por trabajar mucho. Vine para acá sola a los tres años (después me enteré que llegó tras separarse de su marido, un militar paraguayo apellidado Maldonado, maltratado largamente por ella).
—¿Cuántos hijos tiene?
Ramírez: La morocha, la rubia y uno en Buenos Aires. Yo estuve varios meses con él. Albañil. Cuando fue lo de este hombre, yo estaba ahí. Tengo pruebas (Gómez me había dicho: “Estaban muertos de hambre, no tenían ni para viajar en colectivo”).
Una docente, una pareja de ancianos y el pobre empleado municipal, sin conocer la historia, contrataron sus servicios de limpieza confiados en que una persona de 73 años puede ser terca, sorda o sabia pero jamás despiadada.
—¿Alguna vez fue víctima de un hecho delictivo?
Ramírez: Nunca, señor. Por amor de Dios.
—¿Por qué su nieto asegura que usted lidera una banda delictiva?
Ramírez: No sé qué tiene en la cabeza. Es medio loco. (Mueve el dedo como un destornillador). Decía que había fantasmas.
—Pero gracias a él, localizaron huesos humanos enterrados en su casa. ¿Sabe cómo llegaron ahí?
Ramírez: No estaban en mi casa. Era otro terreno (la policía me dijo que la familia cambió el cuerpo tres veces de lugar porque traía mal olor, pero en cada sitio quedaron restos del hombre).
—Su nieto dice que Dionisio trabajaba con usted y que lo invitó a su casa para matarlo.
Ramírez: No conozco a ese hombre. Y ya le dije: el Alberto es loquito.
—¿Defiende a muerte a su familia?
Ramírez: No.
—¿No se hace responsable por ellos?
Ramírez: Que se cuiden solos. Ya están grandes.
—¿Cómo definiría a su familia?
Ramírez: De bien. Trabajadora. Nos ganamos solas nuestra platita (la policía está convencida de que la abuelita y sus hijas se dedicaban a la prostitución). Nadie nos ayuda.
—¿Qué opina de la ola de secuestros en Buenos Aires?
Ramírez: Nada.
—¿Le parece que el mundo está cada día más violento?
Ramírez: Qué se yo. Mire, me siento mal. Soy vieja, señor. No tendría que estar acá. Ahora debería estar charlando en mi casa. Cocino muy bien. Le podría preparar algo rico. Sabe: soy abuela. ¿Usted cree que puedo hacerle mal a alguien?