Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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-¡No toques el botón, Mamá! 

No hay que tocar el botón, pero la madre (de 50) no ha dormido nada durante la noche de viaje en avión. La hija (de 15) tampoco. Película, chocolate, Coca-Cola, otra película, chocolate, una Coca-Cola más. Ganas, ganas, ganas. Se entrenaron para sentir ganas. No es un trabajo fácil prepararse para ser feliz. Y lo hicieron bien. 

Salieron de Buenos Aires trece horas antes y, ahora, en el Aeropuerto de Orlando son las seis de la mañana. La madre a duras penas está consiguiendo que se mueva el automóvil color amarillo brillante que acaban de alquilar para viajar por carretera hasta Disney World. Un “escarabajo” con caja de cambios automática y dos pedales, uno para acelerar y otro para frenar. 

Hay que recorrer treinta kilómetros para llegar a los parques de diversión. En eso consiste la aventura a la que la madre accedió. Ni taxi ni ómnibus. Un regalo de cumpleaños anticipatorio de lo que seguiría, una prueba de audacia menor comparada con la promesa que la madre había hecho: subir a todas y cada una de las montañas rusas. Un conjuro al temor. Empezando por este desafío menor que era conducir en una autopista norteamericana un automóvil automático sin haberlo hecho, antes, jamás. Sin embargo, esa agenda fuera de control que en otro momento la hubiese desquiciado, ahora la divierte. 

Ni taxi ni ómnibus. Un regalo de cumpleaños anticipatorio de lo que seguiría, una prueba de audacia menor comparada con la promesa que la madre había hecho: subir a todas y cada una de las montañas rusas. Un conjuro al temor.

Madre e hija exudan un goce alienado; todavía no logran salir del estacionamiento del aeropuerto pero es como si ya hubiesen llegado al destino fantástico. Son dos heroínas capaces de todo, blindadas en acero, irreverentes ante esta primera dificultad: por la impericia de la madre, el auto con caja automática avanza a los saltos como una rana enloquecida, y al tocar el botón -que no había que tocar- el GPS se desprograma.

No saben usar un GPS; en 2013, en el sur de América, no es algo común. La ruta para llegar hasta el Dolphin Hotel, donde tienen que devolver el auto antes de las cinco de la tarde, se borró al tocar el botón. El empleado de la agencia de alquiler había sido claro: no encenderlo en el subsuelo del estacionamiento, esperar hasta salir al exterior. 

Pero las cosas están así. La madre toca botones con símbolos que no sabe qué significan, aleatoriamente prueba comandos, trata que el auto avance sin llamar tanto la atención y, en un descuido, aprieta el botón que no había que tocar. El grito de advertencia de la hija llega tarde; el GPS no sirve para nada, señala una ruta en círculo que el escarabajo amarillo repite como en un loop mientras ellas buscan algún cartel que indique una salida; tres veces pasan por la cabina del guardia de seguridad que comienza a mirar el auto con desconfianza.

Madre e hija exudan un goce alienado; todavía no logran salir del estacionamiento del aeropuerto pero es como si ya hubiesen llegado al destino fantástico.

Habría que aclarar que ninguna de las dos fue capaz de poner el auto en marcha; un argentino lo encendió después de observar los repetidos intentos fallidos de la madre y de la hija. 

Justo en el momento que la intervención del guardia parece inminente, justo cuando el hombretón de uniforme blanco está saliendo de su garita para ver qué pasa con ese auto que salta, la hija grita:  

-¡Por allá, Mamá! ¡Exit

Un escarabajo amarillo se encargó de llevar a madre e hija a su destino soñado.

El acceso a la salida es empinado, contienen la respiración, suben, suben, suben, empujan el auto con la emoción, pero cuando creen que lo peor pasó, cuando la luz del día destella sobre el parabrisas, lo que distinguen frente a ellas es una docena de accesos que llevan a distintas rutas, onduladas y temerarias. 

No todos los caminos conducen a Disney y la madre elige uno al azar con dirección a la ciudad. No está lista para tomar la autopista. No sabe, por ejemplo, dar marcha atrás. La hija consigue encender la radio y canta. Cantan juntas en inglés sin saber demasiado inglés y sin saber hacia dónde mierda van. 

-¡Ahí, Mamá! Ese tiene pinta de hablar español. 

Entran a la estación de servicio y el empleado puertoriqueño les programa el GPS. A pocas cuadras, les dice, hay un Holiday Inn con un enorme estacionamiento al aire libre. El hombre les recomienda ingresar como si fuesen residentes del hotel y practicar. Cómo acelerar, cómo pasar los cambios gentilmente, probar frenar de golpe para un caso de emergencia, maniobrar en marcha atrás y estacionar. 

 Madonna en la radio, canta La isla bonita; la madre al volante ejercita la sincronización de los dos pedales y el escarabajo empieza a responder mejor; la hija maneja las palancas de los gestos, las palabras, las miradas, maneja las palancas que traen al mundo cosas que hacen bien. La madre se aprovecha de esa euforia y absorbe la confianza que le sobra a la hija. Siente que es una comensal hambrienta en ese banquete, una carnívora de las pasiones vivas y vírgenes de una quinceañera. 

 Una hora de práctica y ya están subiendo a la autopista camino a Disney, todo es perfecto, la ruta, el sol, las barreras de los peajes que se levantan automáticamente cuando ellas pasan. 

-Quiero ir al baño- dice la hija a mitad de camino. 

El hombre les recomienda ingresar como si fuesen residentes del hotel y practicar. Cómo acelerar, cómo pasar los cambios gentilmente, probar frenar de golpe para un caso de emergencia, maniobrar en marcha atrás y estacionar. 

 La madre niega con la cabeza. No la entusiasma la idea de bajar de la autopista. No está segura de saber cómo volver a subir y cómo volver a encender el auto si lo apaga. Aguanta la hija. Aguanta la madre. Hasta que de pronto ven un cartel de Wendy´s y ya no quieren aguantar más. Se miran, levantan las cejas al mismo tiempo y sueltan una carcajada. Salen de la ruta, estacionan en el lugar más apartado para evitar las miradas impúdicas si algo sale mal. Todo es como debe ser. Raro. Las hamburguesas son cuadradas y eligen la salsa más picante cuando apenas son las diez de la mañana. 

A veces, la madre se pregunta cómo es que el engranaje funciona tan bien, qué cosa está poniendo cada una en pausa, qué insumo proviene de ella, qué otros de la hija, quisiera detectar y conservar la forma en que se trama un acto de a dos tan perfecto: desquiciado y cerebral, la cumbre del regocijo.

 Salen de Wendy´s y suben al auto. La madre ruega que arranque. La hija no duda y dice que arrancará. El escarabajo es ahora un automóvil domado; dócilmente empieza el viaje en su tramo final, la música fuerte, el sol fuerte, ellas fuertes, macizas, ocupadas en producir más de ese orgullo ridículo que las rebalsa. 

 Por fin llegan, allí está: Dolphin Hotel. Estacionan, buscan la agencia de alquiler de autos, la madre firma papeles, increíblemente no hay multas que pagar, entrega las llaves y con las llaves el peso de una montaña. Y con las llaves, deja allí algo que empieza a ser pasado. Entiende que es el comienzo del primer final en un viaje que no volverá a suceder y trata que la pena no se le note. Siente el aterrizaje violento, la caída a tierra desde ese estado extraño de euforia. Se miran, madre e hija. Amenaza una tormenta de verano. Con sus mínimas valijas de mano llegan hasta el restaurante del hotel, la hija pide una pizza con longaniza. Nunca antes comieron pizza con longaniza. 

A veces, la madre se pregunta cómo es que el engranaje funciona tan bien, qué cosa está poniendo cada una en pausa, qué insumo proviene de ella, qué otros de la hija, quisiera detectar y conservar la forma en que se trama un acto de a dos tan perfecto: desquiciado y cerebral, la cumbre del regocijo.

 Hace poco, en Buenos Aires, en 2020, en medio del encierro por la pandemia del Covid-19, madre e hija recordaban el viaje, siempre hablan del viaje, la hija retiene detalles que la madre suele olvidar, se entusiasman juntas y es como si por un rato estuvieran de nuevo intentando darle arranque al escarabajo amarillo brillante. Esta vez, la madre mencionó la sensación que sintió aquella vez en el Dolphin Hotel al dejar las llaves del auto y otras tantas veces a lo largo del viaje, ese estar todo lleno y vacío en simultáneo, feliz y triste al mismo tiempo, esa sensación pastosa de saber que ese momento glorioso no se va a repetir, que está ahí y ya no está, que está ahí y a la vez es ya un recuerdo. La madre siempre supuso que su hija había sentido esas mismas cosas. Pero no. La hija la miró y le dijo: 

-Eso lo sabías vos, Mamá. Yo creí que siempre sería así. 

La madre se quedó pensando si en esa ignorancia de su hija no estaba la respuesta a la euforia inagotable y radical que sintieron años atrás, si no había sido ella una madre que consumió obscena y egoístamente esa inocencia; se quedó preguntándose si en la frase de la hija no había una recriminación. Las distrajeron unos ruidos que llegaban de la calle, y después cambiaron de tema. 

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