Interrumpí la lectura en voz alta. Estaba ahogada, no podía creer lo que sucedía, la angustia me atravesaba el pecho. Mi hijo, que venía escuchándome con atención, dijo: “Hacen magia; se va a salvar”. Pero los dos sabíamos que ante el hechizo de Avada Kedavra no se podía hacer nada. Nada: Cedric Diggory había muerto. Seguí leyendo como pude, la vista se me nublaba, por momentos me secaba las lágrimas. Cuando le pasé el libro a Vicente para que siguiera leyendo me preguntó si estaba bien.
—Estoy triste —le dije—. Él también estaba triste.
Hace diez meses empezamos a leer la saga de Harry Potter, de J. K. Rowling. En mayo de 2020, en la crudeza del confinamiento, sentí que era un buen momento para embarcarnos en esa aventura. Vicente tiene nueve años, le gustan los libros porque sin dudas nuestros hijos aman lo que nosotros amamos. Hay una transferencia ahí que no se programa ni se calcula, un hilo con la potencia de un río que siempre fluye, que de algún modo llegará al mar. Recién habíamos terminado Amuleto, una saga en novela gráfica que nos había fascinado, y estábamos indecisos, no sabíamos por dónde seguir. Pensé en Harry. Aunque tengo un par de amigas fans, a mí jamás me había llamado la atención. Temí que la novela larga, sin dibujos, espantara a mi hijo. A la vez, el tiempo estaba de nuestro lado, lo bueno de esos días horribles: lo teníamos a nuestra disposición. Y me convencí de que era el libro que necesitábamos para huir de la realidad, saltar del otro lado, recuperar la fantasía.
Vicente tiene nueve años, le gustan los libros porque sin dudas nuestros hijos aman lo que nosotros amamos. Hay una transferencia ahí que no se programa ni se calcula, un hilo con la potencia de un río que siempre fluye, que de algún modo llegará al mar.
Arrancamos Harry Potter y la piedra filosofal en pleno otoño. A la siesta sacábamos un colchón al patio y nos tirábamos de panza, bajo el sol, a leer. Apenas un rato, y un poquito cada uno. Cuando nos cansábamos, dejábamos. En invierno nos acurrucábamos bajo las colchas de la cama para pasar de nuevo por la Plataforma 9 ¾. A veces pensábamos qué hermoso sería tener un poquito del polvo flu, que te permitía transportarte: Vicente soñaba con usarlo para aparecer un día en la chimenea de la casa de sus abuelos que llevaba meses sin ver. En primavera, más de una vez agarramos las bicis y nos fuimos a leer al costado de la ruta, bajo los eucaliptos. Cristian, el padre de Vicente, que vio una y otra vez todas las películas de la saga, siempre siguió de cerca nuestra lectura, pero aún tiene prohibido hacer spoiler. De pronto, en casa, los tres hablamos un lenguaje nuevo: conversamos de unicornios, elfos domésticos o escregutos en el almuerzo, hacemos deducciones acerca de los buenos y los malos, de cómo a veces los otros nos engañan con lo que parecen ser, o charlamos del mundial de quidditch como si solo faltara que lo pasen por televisión. En el verano llevamos a Harry a la playa con nosotros, lo paseamos por Mendoza, hasta visitó la casa de los abuelos de Vicente en Santa Fe. No es solo una literalidad, más allá del libro, Harry Potter se ha convertido en parte de nuestras vidas.
Arrancamos Harry Potter y la piedra filosofal en pleno otoño. A la siesta sacábamos un colchón al patio y nos tirábamos de panza, bajo el sol, a leer.
No descubrimos nada, lo sé. En estos meses nos la pasamos hablando de todo lo que sucede en el Colegio Hogwarts, y al principio, quizá por eso, por nombrarlo, habilitaba a otros a que me contaran historias parecidas. Un día, con el periodista Juan Novak terminamos conversando de nuestro mago favorito: me dijo que su hija Constanza, de 9, también lo estaba leyendo; primero vio las versiones cinematográficas y luego fue a pedirle prestados los libros a su vecina. Después, mi amigo Roberto Rebolino me contó que sus sobrinos estaban haciendo el mismo viaje en pandemia: Eliseo y Maitena, de 6 y 8 años, empezaron a leer el libro que había llegado por azar a la casa, y su mamá dice que la experiencia de adentrarse todas las tardecitas en aquel universo creó magia en sus vidas en el momento que más lo necesitaban. Las historias como esas se multiplicaron. Para sacarme la duda le pregunté a Carola Martínez, escritora, fundadora de Donde Viven los Libros, librería especializada en literatura infantil y juvenil, si era solo una sensación. Carola me dijo que a más de 25 años de que salió el primer libro de Harry, la saga jamás se dejó de vender, pero que sí, al menos en relación a años anteriores, en 2020 la venta de Harry Potter se había duplicado. Para ella es un libro que no envejece y que si muchos llegamos ahora a él es por esta pausa que vivimos, porque pudimos manejar la temporalidad y nos encontramos con tiempo para animarnos a estas obras largas.
El día que lloré tanto estábamos terminando el cuarto libro: Harry Potter y el cáliz de fuego. Cuando Vicente me preguntó si estaba bien, después de responderle que me sentía triste, dije algo más. Dije que era precioso que un libro haga eso con nosotros: sorprendernos, tensionarnos, maravillarnos; lograr que nombremos a los personajes con nombre y apellido como si existiesen; hacernos sentir el frío de las mazmorras, reír a las carcajadas con el traje de gala de Ron, querer abrazar a Hagrid, seguir a Hermione cada vez que va a la biblioteca o tocarnos la frente cuando a Harry le duele la cicatriz (como cuando nos rascamos la cabeza si alguien nos habla de piojos).
Para ella es un libro que no envejece y que si muchos llegamos ahora a él es por esta pausa que vivimos, porque pudimos manejar la temporalidad y nos encontramos con tiempo para animarnos a estas obras largas.
Llegamos a Harry Potter buscando magia y sin embargo no fue la magia que creó Rowling lo que nos sigue abriendo ventanas para saltar hacia afuera y dejar atrás los estragos que el coronavirus ha hecho con nuestras vidas. Ayer, mientras empezábamos el quinto libro entendí que lo que nos hace felices —aunque nos cueste lágrimas— es el arte de una historia bien escrita. Es la oportunidad que nos da la literatura de disfrutar este tiempo raro, de leer en voz alta como si ese acto fuese un manifiesto, de sentir cómo irrumpe la belleza aún en la repetición de los días. Y de desear cosas nuevas, como que algún día el cartero sea una lechuza blanca.