Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Me sentía como una bestia en una jaula, las uñas se me afilaban en la calma asfixiante de las horas, las mandíbulas sostenían la presión, el rostro se me afeaba de los nervios. ¿Cómo nadie veía los barrotes? ¿Por qué todos se dejaban engañar por la libertad que prometía aquella casa grande, que tenía un patio con una hamaca en el árbol, en un pueblito tranquilo? 

Habíamos dejado la Ciudad de Buenos Aires para mudarnos a ese minúsculo punto en el mapa al sur de la Argentina. ¿Pero quién quería una vida en un lugar tranquilo? Sí, claro, entonces nuestro hijo tenía un año y criarlo allí parecía una buena opción: había un cielo completo sobre su cabeza, calles anchas y vacías para crecer arriba de una bicicleta, puertas para salir a jugar que estaban siempre abiertas. Y sin embargo, a la bestia que habitaba en mí, esa vida de pueblo que recién estrenábamos, la dejaba famélica en su abstinencia de bullicio, semáforos, cafés, cemento cubriéndolo todo. El insomnio me había inflamado los ojos de amargura, en cualquier momento escupiría baba: estaba rabiosa. 

Aquella primera semana averigüé dónde quedaba la Biblioteca Popular. Pensé, como pienso hasta el día de hoy, siete años después, mientras escribo desde el patio de esta casa grande con una hamaca en el árbol en la que ya no me siento atrapada, que la literatura me salvaría. Siempre me gustó leer. Un verano, cuando era pequeña, mi madre me llevó a la librería, me ayudó a elegir un libro y por las tardes, después del chapuzón en la pileta Pelopincho, me sentaba con una taza de chocolate y la malla aún húmeda manteniendo frío el cuerpo, e ingresaba a mundos desconocidos a través de la lectura. Me encantaban las novelas donde al final de cada capítulo se presentaban dos posibilidades y una debía escoger cómo seguir.

Hasta entonces mi relación con la literatura había sido casual, poco apasionada, un deber ser, como lo había sido con los niños antes de ser madre: me gustaban sin ser parte de mi vida; me rondaban con forma de hijos de amigas o sobrinos que una llevaba a la calesita o a tomar un helado y luego se esfumaban en la responsabilidad de otras mujeres. 

 El día que entré a la Biblioteca Popular volví a tener los pies sobre aquellas baldosas de granito con olor a cloro donde vivía mis propias aventuras y avanzaba entre las pocas opciones que tenía. Descubrí catorce mil libros para tres mil habitantes, era un paraíso. Caminé entre las estanterías rojas acariciando lomos, tomando en mis manos ejemplares ajados, nuevísimos, infranqueables tras la tapa dura, aspirando ese olor a cosas que tienen muchos años, pero no huelen a viejas sino a maduras, como las frutas, una concentración de la esencia que nos inyecta un paisaje en el cerebro, el ahogo de un domingo a la tardecita o el ruido de turbinas de aviones que jamás tomaremos. Di vueltas sin poder decidirme por un libro, por un autor, por un género. Estar ahí tenía que ver con otra cosa, creo que en ese momento ni siquiera me importaba lo que estaba a punto de leer: sólo permanecía, recuperándome a mí misma, diciendo sí, es por acá. Quizá por eso me entregué al consejo de la bibliotecaria y salí un rato después llevando El solitario de Guy des Cars. Hasta entonces mi relación con la literatura había sido casual, poco apasionada, un deber ser, como lo había sido con los niños antes de ser madre: me gustaban sin ser parte de mi vida; me rondaban con forma de hijos de amigas o sobrinos que una llevaba a la calesita o a tomar un helado y luego se esfumaban en la responsabilidad de otras mujeres. 

Des Cars fue el principio de un vínculo amoroso. ¿Por qué El solitario?, me pregunto ahora. ¿Por qué la bibliotecaria me habrá recomendado un policial protagonizado por un ciego sordo mudo? Acaso sólo era un libro que funcionaba. No recuerdo mucho de la trama y no tenía nada que ver conmigo, lo que me fascina es sentir la literalidad como un rayo luminoso que atraviesa el teclado mientras escribo, porque así me sentía entonces: sola, sin ganas de ver ni escuchar ni nombrar las cosas. Desde entonces no paré de leer. Y no es que lea tanto, ni que esté intentando escapar de jaulas todo el tiempo. ¿O sí? ¿O quizá sólo leo para sobrevivir a un pueblo, a una sala de espera, al hartazgo de lo doméstico, a la repetición de los días, al silencio? Tal vez todos leemos para irnos muchísimo más lejos que al sofá o a la cama -aunque todos nos vean leyendo en ese sofá, en esa cama- y para volver, como dice una amiga, siendo un poco más felices. Lo cierto es, querido Guy, que te debo los libros multiplicándose en mi mesita de luz, creciendo como una torre de Babel, expandiéndose, expandiéndome.

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