Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Fulvia nació en el piso de una letrina. Olga, su madre, estaba una tarde luchando contra algo que sentía se le salía entre las piernas y era su hija que estaba llegando al mundo. La madre no sabía que estaba embarazada, mucho menos que estaba dando a luz; lo que sí sabía es que unos meses atrás había sido víctima de una violación. No dijo nada, ni esa vez ni muchas otras en que fue abusada por campesinos de la zona entre los cafetales en donde trabajaba recogiendo café en El Tambo, departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia. Y no dijo nada porque le daba miedo, pero sobre todo porque era sordomuda. 

Segundo Chunganá pasaba al lado de la letrina cuando oyó que alguien se quejaba de dolor, abrió la puerta y vio un bebé saliendo de los muslos de Olga, su vecina. Lo haló con fuerza y el bebé cayó al suelo; luego lo recogió, lo puso en brazos de la madre y corrió a avisarle a la hermana de Olga. La reacción de la hermana fue de rabia contra Olga y tan pronto la vio comenzó a pegarle. En ese momento, don Segundo decidió que se haría cargo de Olga y de la niña. Él sabía que ella no tenía a nadie. “Mi apellido Chunganá me lo dio mi papá. Él no fue mi padre biológico; él se hizo cargo de mí y de mi mamá cuando yo nací”, explica Fulvia. 

Segundo y Olga se volvieron compañeros de vida, tuvieron tres hijas más y vivieron una vida tranquila en El Tambo. “Mi papá trabajaba en obras públicas haciendo carreteras. No nos faltaba la comida en la casa. La comunidad donde vivíamos era muy unida. Cambiábamos pan por panela, arroz por plátano, la economía era a base de trueques. Casi no necesitábamos el dinero. Si queríamos carne matábamos una gallina. Cogíamos plátano y las hojas las cambiábamos por pescado”, recuerda Fulvia. No les faltaba nada material. Pero lo que Fulvia añoraba era el afecto de su madre. Así la recuerda: “Yo le tenía miedo a mi mamá, ella era muy dura conmigo, me maltrataba. El día que me vino el período me pegó. Nadie me explicó nada y a mí me dio mucho susto verme sangrando. Ya después mi tía me contó lo de la regla”. Cuando tenía catorce años su tía le contó que ella era hija de violencia sexual y que Segundo no era su padre biológico; en ese momento Fulvia entendió por qué su madre era tan dura, y aunque sintió mucho dolor de que su padre en realidad no fuera el verdadero, comprendió lo que él había hecho y con el tiempo lo apreció más.

Fulvia nació en el piso de una letrina. Su mamá no sabía que estaba embarazada, solo que nueve meses atrás había sido víctima de violación.

Ciclos de violencia

En 1990 Fulvia vivía con su novio. Tenían una hija y esperaban la segunda. A su compañero le salió un trabajo en Romelia, Cauca, y se fueron para allá un tiempo. En ese pueblo la presencia de la guerrilla de las Farc era muy normal en aquella época. “Para nosotros ver la guerrilla era pan de todos los días, era como si estuviera la policía, los saludábamos, no le teníamos miedo”, cuenta Fulvia. Un día, como a las nueve de la mañana, ella estaba sola en la cocina de su casa, oyó a los guerrilleros cantar afuera. De pronto, tres de ellos entraron a la casa. “Uno de ellos me pidió café. Yo caminé y el hombre me cogió por detrás y me arrojó al suelo. Yo le suplicaba que no me fuera a matar. Se desabotonó el pantalón y me violó, yo le rogaba que no porque yo estaba en embarazo”.  

Yo le tenía miedo a mi mamá, ella era muy dura conmigo, me maltrataba. El día que me vino el período me pegó. Nadie me explicó nada y a mí me dio mucho susto verme sangrando. Ya después mi tía me contó lo de la regla”.

Lo que más recuerda Fulvia era el olor del hombre. Un olor fétido a sudor y falta de aseo que se le quedó impregnado en la piel por mucho tiempo. También la sensación de miedo de que la fuera a matar. “Yo le suplicaba que no me hiciera daño. Me tapaba la boca con la mano y me decía que me callara. Cuando terminó se paró y me dijo que si hablaba me mataba”, relata Fulvia, y sigue: “Los tipos se fueron y yo me metí con todo y ropa debajo del agua. Ese olor se me quedó pegado. Lloraba y lloraba. Una vecina se dio cuenta y me dijo que no le dijera a nadie porque estaban matando a la gente”.  Y Fulvia no le dijo a nadie, ni a su compañero, ni a una amiga, ni a sus padres. Mucho menos a las autoridades. Guardó silencio por muchos años.

Después del hecho violento, Fulvia se empezó a sentir mal, tenía unos dolores de cabeza muy fuertes y le aparecieron unas llagas en las coyunturas de las manos que le molestaban mucho. Se regresó a su casa en El Tambo y allá la llevaron donde un yerbatero. “Él me dijo que tenía un espíritu de muerto dentro de mí y me dio agua de una tumba para tomar. Así me curaría, me dijeron, pero era un agua que llevaba ahí seguramente mucho tiempo y me puse peor: me llevaron al hospital y ahí duré un mes”, cuenta Fulvia. Después de muchos exámenes le explicaron que tenía una enfermedad de transmisión sexual. “Yo en ese punto no le había dicho nada a mi esposo ni a nadie. Me negué siempre, por miedo. Me aislaron por un mes. Todavía seguía oliendo a ese hombre”, relata. En el hospital los médicos le recomendaron que era mejor que le sacaran al bebé. Estaba en su quinto mes de embarazo, pero ella se negó y tuvo que firmar un papel para que la dejaran salir. A los pocos meses nació su hija y nació bien, pero Fulvia se había vuelto una mujer agresiva y triste. 

Los tipos se fueron y yo me metí con todo y ropa debajo del agua. Ese olor se me quedó pegado. Lloraba y lloraba. Una vecina se dio cuenta y me dijo que no le dijera a nadie porque estaban matando a la gente”.

Salir del pueblo

La situación de violencia en El Tambo se había vuelto muy compleja y Fulvia y su compañero decidieron irse para Popayán, que era la ciudad más cercana, a solo treinta y tres kilómetros. “Llegué a trabajar en una casa de familia como empleada doméstica. Nunca había estado en una casa de ladrillo. No sabía cómo estar en la ciudad”, relata. Más adelante fue aseadora y mensajera de un almacén. Ahí les empezó a ir bien económicamente, pero el novio era muy mujeriego y la maltrataba, le pegaba. “Perdí mi dentadura por sus golpes”, dice. Luego decidió separarse y denunciarlo. Él terminó dos años en la cárcel.

Volvió a enamorarse de otro hombre. Se casaron y tuvieron una hija. “Tuvimos casa, carro y un restaurante donde yo trabajaba más de diez horas al día. Un día mi esposo me dijo que se iba con otra mujer, que ya no me quería, que estaba fea y gorda, así me dijo. Yo se las perdonaba todas porque lo quería mucho. Él siempre volvía, hasta que un día me dijo, te voy a hacer algo para que me cojas rabia, así me dejas libre. Llegó bebido a la casa, me tiró al piso boca abajo y me violó por detrás. Yo gritaba del dolor”. Fulvia se detiene porque no puede seguir con el relato. Ella lo amaba y no esperaba que le hiciera daño. Pidió un taxi y se fue para el hospital. Su compañero llegó detrás y le pidió perdón. “Ese día rompí el silencio por la rabia que tenía adentro, y le conté que un guerrillero de las Farc me había violado hacía ya varios años. Ese día lo perdoné a él y perdoné al guerrillero que me violó”, cuenta Fulvia. Lo perdonó, sí, pero no siguió con él. Tenía mucho dolor en su corazón. Habían sido trece años juntos. En ese momento no lo demandó porque lo quería.

Después de ser violada por un guerrillero, Fulvia se empezó a sentir mal, tenía unos dolores de cabeza muy fuertes y le aparecieron unas llagas en las coyunturas de las manos.

El tiempo pasó y los hijos de Fulvia crecieron. Ella trabajó varios años en una trilladora de café, y los hijos hicieron el bachillerato. Cuando se separó del esposo, la hija mayor trabajaba y le ayudó, le pagó el arriendo, le compró cama y muebles. Fulvia empezó a respirar tranquila, y como ella misma dice: “empecé a despertar en un lugar donde no sentía miedo”.

Sanarse para poder sanar a otras

El cambio de Fulvia comenzó en 2013. Un día, una amiga la invitó a una red de mujeres cristianas donde ella encontró consuelo. Empezó también a asistir a talleres de ayuda psicosocial donde contó sus experiencias y halló herramientas para fortalecerse. Decidió romper el silencio y narrar todo lo que había vivido. “Tomé la decisión de no guardar más mi dolor y denunciar, y más adelante invitar a otras mujeres a que no callaran su dolor y denunciaran”. 

Poco después la invitaron a hacer un diplomado en ayuda psicosocial en la universidad El Bosque, en Bogotá. Siguió trabajando con algunas organizaciones en acompañamiento psicosocial, liderazgo político, proceso de paz, prevención de la violencia sexual y conocimiento de las leyes.

En 2014 empezó a trabajar con otras mujeres a modo de “psicóloga empírica”, como ella misma se define. “Ayudamos a las mujeres víctimas de violencia sexual. Las animamos a denunciar y les facilitamos la forma para acercarse al sistema legal, pues muchas no saben ni siquiera adonde deben ir para denunciar. Yo misma me di cuenta de que se podía hablar. No podemos callar porque nos pasaríamos la vida llena de tristeza”, dice Fulvia. Con un grupo de mujeres formó la agrupación Tamboreras del Cauca, con el fin de apoyar a las mujeres sobrevivientes del conflicto a sanarse y a denunciar los hechos. La violencia sexual es uno de los delitos menos denunciados por todas las estigmatizaciones que existen a su alrededor. Fulvia empezó activamente a visibilizar el delito y a mostrar a las mujeres que eso iba en contra de sus derechos más fundamentales.

Ese día rompí el silencio por la rabia que tenía adentro, y le conté que un guerrillero de las Farc me había violado hacía ya varios años. Ese día lo perdoné a él y perdoné al guerrillero que me violó”.

Se llaman a sí mismas Tamboreras porque trabajan con tambores que ellas mismas fabrican de manera ceremoniosa: primero se corta la piel de animal curado con el diámetro requerido por el contenedor de madera. El cuero debe estar mojado, así que una vez empiezan no pueden parar hasta que terminan. Duran un día completo haciéndolos. Se tejen por detrás con aguja e hilo especiales. En la medida que van templando la piel, van pensando en su templanza, en su tenacidad y fuerza interior para sanar heridas. Las mujeres se reúnen para elaborarlos juntas. “A la vez que tejemos los tambores, vamos tejiendo esperanza y paz”, dice Fulvia. Al otro día se ponen a secar al sol. Las Tamboreras, además de tocar los tambores, cantan y tienen también una obra de teatro donde muestran historias de violencia del conflicto que se ha vivido en Colombia.

Con un grupo de mujeres formó la agrupación Tamboreras del Cauca, con el fin de apoyar a las mujeres sobrevivientes del conflicto a sanarse y a denunciar los hechos.

Tamborcito, tamborcito, ayúdame a cantar, para que salga mi voz y que llegue donde tenga que llegar…, canta Fulvia.

“Hay que hacer algo para ser feliz”, dice, pues a pesar de lo que ha sufrido, la vida no da espera para vivirla bien. Para ella y su grupo el dolor se puede transformar en arte. A través del canto y de sus tambores sacan el dolor que llevan dentro.

Fulvia fue parte del grupo de mujeres que apoyó a Pilar Rueda, asesora para la subcomisión de género de los acuerdos de paz de La Habana, para recoger dos mil firmas con el fin de garantizar que la violencia sexual y el enfoque de género quedaran dentro de los acuerdos de La Habana. Lograron recoger mucho más, y efectivamente ese fue uno de los puntos del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera entre el gobierno colombiano y las Farc. 

Fue sobre todo en 2018, cuando la Organización Internacional para las Migraciones, OIM, la invitó a la cátedra del perdón y la reconciliación, que en verdad pudo perdonar. “Me senté al lado de un guerrillero, un soldado y un paramilitar, y ellos pidieron perdón por todo el daño que le hicieron a tanta gente. Yo así perdoné de verdad. El que no perdona es como si se tomara un veneno. Ya no odio ni tengo rabia. De hecho, hoy en día tengo amigas y amigos excombatientes y no les guardo rencor”.

Ayudar a otras mujeres se convirtió en el propósito de vida de Fulvia y su voz se empezó a sentir cada vez más. Actualmente hace parte de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales. Fue primero coordinadora regional en Popayán, y luego viajó a Bogotá como coordinadora nacional. También integra la Red Global de Víctimas, liderada por el Nobel de la Paz, Denis Mukwege, que reúne a mujeres de más de veinte países que han sido víctimas de violencia sexual. Darse cuenta de que muchas mujeres en el mundo han pasado por situaciones similares, y hasta peores, le ha servido a Fulvia para afianzar su compromiso de trabajar por los derechos de las mujeres. No importan sus características étnicas, el idioma ni la nacionalidad: a estas mujeres las unen las experiencias dolorosas que han vivido.

Hay que hacer algo para ser feliz”, dice, pues a pesar de lo que ha sufrido, la vida no da espera para vivirla bien.

Su historia la llevó a otros escenarios dentro y fuera de Colombia, ha estado en Ginebra, La Haya, Luxemburgo. Allá ha contado su experiencia, visibilizado la violencia sexual de las mujeres del Cauca y ha hecho acompañamiento en las denuncias colectivas. A lo largo del proceso se encontró con muchos obstáculos, la gente le decía que para qué iba a denunciar si había pasado tanto tiempo, que eso no servía para nada, que era parte de la cultura machista del país. Pero ella siguió y denunció.  “Yo les hago una invitación a las mujeres para que denuncien, porque los delitos no se pueden quedar en la impunidad, ni las mujeres deben quedarse sumidas en el silencio y el dolor porque las más perjudicadas son ellas mismas. Las mujeres deben además de denunciar buscar ayuda psicosocial”.

Volvió a El Tambo muchos años después, cuando su sobrina cumplía quince años. La fiesta fue en la casa de al lado de donde sufrió la primera violación. Fue muy duro para ella revivir ese episodio. Al otro día estaba en un entierro y se acercó un señor y la saludó: “Hola, cómo te has engordado”, recuerda Fulvia que le dijo. Ella no lo reconoció. “Yo no sabía quién era, pero la que había sido mi vecina me contó que él era el guerrillero que me había violado. Yo no me acordaba de su cara, solo de su olor. Después me enteré de que lo habían matado. Descansé”.

Su historia la llevó a otros escenarios dentro y fuera de Colombia, ha estado en Ginebra, La Haya, Luxemburgo. Allá ha contado su experiencia, visibilizado la violencia sexual de las mujeres del Cauca y ha hecho acompañamiento en las denuncias colectivas.

Fragmentos 

Fulvia hizo parte de Fragmentos y Quebrantos, dos espacios de arte y memoria creados por la artista y escultora colombiana Doris Salcedo. En el primero, la artista adecuó una casa en el centro de Bogotá, cuyo piso se formó con el metal fundido de las casi nueve mil armas entregadas por la guerrilla de las Farc después de la firma del Acuerdo de Paz en el año 2016. La artista no quiso hacer un monumento sino un contra-monumento para rememorar a las víctimas del conflicto. Se fundieron las armas y se crearon unas láminas de acero en las que trabajó, por invitación de la artista, un grupo de mujeres víctimas del conflicto armado, quienes transformaron las láminas en arte a punta de martillazos y golpes en los que, como cuenta Fulvia, desahogaron su rabia y su dolor.

El contra-monumento es un espacio vacío en una casa del centro de Bogotá donde reina el silencio y se invita a pensar en las víctimas de la guerra. “Demarca un espacio desde el cual podemos pensar, reflexionar y recordar lo que nos ocurrió… Las armas se conforman como el piso, la base o el fundamento sobre el cual podemos nosotros ejercer nuestra acción de memoria”, dice Doris Salcedo en el documental Fragmentos, donde se cuenta la historia del proyecto.

Yo no sabía quién era, pero la que había sido mi vecina me contó que él era el guerrillero que me había violado. Yo no me acordaba de su cara, solo de su olor. Después me enteré de que lo habían matado. Descansé”.

Para Fulvia, participar allí fue muy impactante, sentir que estaban transformando las armas de las Farc en arte fue muy poderoso, una experiencia más que le permitió sanar su corazón. “Dolían las manos, la espalda, pero dolió más la guerra”, así que “Yo me siento honrada de saber que mi nombre está en una placa en ese espacio del museo en Bogotá. Siento que mi paso ha dejado una semilla. Y que todo lo que he sufrido y el trabajo que he hecho para visibilizar la violencia sexual no ha sido en vano”. 

En la obra Quebrantos, se les rindió homenaje a ciento sesenta y cinco líderes sociales asesinados en Colombia. Activistas de distintas regiones del país fueron invitados por la Comisión de la Verdad, entre ellos Fulvia, para participar en la iniciativa escribiendo con vidrio triturado los nombres de los líderes homenajeados, para mostrarlos luego a lo largo y ancho de la plaza de Bolívar en Bogotá. Un escenario de duelo colectivo para conmemorar a tantas personas que lucharon por el país y vieron sus vidas truncadas por manos asesinas. 

Fulvia quiere ser psicóloga. Pero primero tiene que hacer el bachillerato. “He aprendido a ayudar a muchas personas sin coger un libro, pero anhelo ser psicóloga”.  Va a validar el bachillerato y se va a poner a estudiar para presentarse a la universidad. Dice que es producto de un pasado, pero no prisionera de él, y aún tiene muchos sueños por cumplir.


Esta historia es el primer capítulo del libro: Pardo, Diana. Más allá del abismo. Relatos de líderes sociales que abren camino. (Publicación independiente), 2021.


El documental Fragmentos se puede ver en: https://www.youtube.com/watch?v=d7rAb2O0JV8


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