Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Es el año 1950 y Sergio Gutiérrez Benítez recorre los campos de fútbol de San Agustín Metzquititlán, uno de los 84 municipios que conforman el mexicano estado de Hidalgo, llevando cubetas con agua de naranja y limón, colgadas con un palo sobre su espalda. Caminan y venden con él sus hermanas Chepa y Aurora, que sirven y enjuagan los vasos a cambio de cinco centavos.

Sergio es el penúltimo de los 18 hijos que tuvo el albañil José Gutiérrez con su esposa Emilia Benítez. Un niño inquieto y trabajador, que no era bueno en la escuela, pero sí en el teatro, el circo y la cantada. Dicen sus maestros que terminó de milagro sexto de primaria. Y que, desde entonces, anda por las calles buscando oficios para ayudar a su familia.

 Las jornadas en la sierra de Hidalgo suceden en medio de la pobreza extrema. No hay nada más frecuente, más constante, que el hambre y la necesidad de trabajo. Después de varias horas afuera, Sergio regresa a su casa y saca de nuevo sus centavos. Antes de empezar a contar, se entera de que deben mudarse al Estado de México, y del Estado de México al Distrito Federal, donde la cosas no parecen sencillas. 

En Veracruz, el padre Sergio trabajó con niños en situación de calle. Los mismos que luego acompañaron su viaje.

***

Los días siguientes transcurren en 1954. En la colonia Tres Estrellas, en la delegación Gustavo A. Madero de la Ciudad de México son tiempos de peleas callejeras, olor a marihuana y escasez de trabajo. Sergio tiene 11 años y forma parte de una de las bandas conflictivas de la zona. Los más grandes le llaman ‘El Indio’ y, al lado de otros 90 niños, se gana el respeto de las calles con peleas a puño y patín, como en las películas de la época. 

Ni sus padres ni sus hermanos saben cómo vive cuando sale de casa. ‘El Indio’ regresa de noche casi siempre a escondidas y a trompicones, y agarrándose de la pared para no caerse. Todo por la curiosidad de haber probado la droga. Primero la marihuana, luego la cerveza y el tequila, y al final todo de un solo golpe. Sus efectos le provocan sangrados en la nariz, ansiedad, delirios y la culpa de no poder mirar a los ojos a su madre.

—“Ay, mijo, yo prefiero que te maten, porque al menos sé dónde vas a estar. No que diario me tienes con el amén en la boca”.

La voz de Doña Emilia se quiebra en una noche de crisis, pero es el primer eslabón para lograr su rescate. “Me voy a meter de padrecito”, le dice él, aturdido todavía por la droga, el alcohol, el desvelo y la derrota de su madre. Al día siguiente, la respuesta de Sergio tendrá un final salvaje. Y, sin embargo, permanente. 

—Oye, Sergio, anoche me dijiste que ibas a ser padrecito —le recuerda su madre. 

—¿Que yo dije qué? ¡Me agarraste borracho!

En la colonia Tres Estrellas, en la delegación Gustavo A. Madero de la Ciudad de México son tiempos de peleas callejeras, olor a marihuana y escasez de trabajo. Sergio tiene 11 años y forma parte de una de las bandas conflictivas de la zona. Los más grandes le llaman ‘El Indio’ y, al lado de otros 90 niños, se gana el respeto de las calles con peleas a puño y patín, como en las películas de la época.

***

Los malos pasos de Sergio lo llevan hasta la iglesia de Tres Estrellas, en terrenos resbaladizos donde las cosas dejan de encajar en los moldes que cree correctos. El tema no es el hambre, sino la droga, y por eso se reconoce como un adicto. En esos huecos vertiginosos de su ansiedad, busca frenéticamente ayuda de un sacerdote. Algo para salir vivo de ahí.

—¿Te vienes a confesar, hijo? –le pregunta el sacerdote.

—No, padre, soy drogadicto y quiero que me ayude.

—Pero aquí no es centro de habilitación. Está es una iglesia y yo estoy confesando.

Enojado por la insistencia, el padre decide tomar a Sergio por la oreja y lo devuelve a la calle, de donde vino. Cuando da media vuelta, un último grito del joven drogadicto lo hace mirar de reojo hacia la banqueta.

—Padre, ¡chingue a su madre!

Aquella actitud despótica del sacerdote cambiará el destino de Sergio de varias formas. Lo llevará a dejar el alcohol y las drogas en un centro de rehabilitación ubicado en la avenida Calzada de Tlalpan. Ahí pasará dos días amarrado a una cama de piedra, enfrentando el delirium tremens que provoca la necesidad de la droga: las paredes que se hacen chicas, la aceleración de los pálpitos, los focos de luz de donde salen dragones intentando comérselo.

Enojado por la insistencia, el padre decide tomar a Sergio por la oreja y lo devuelve a la calle, de donde vino. Cuando da media vuelta, un último grito del joven drogadicto lo hace mirar de reojo hacia la banqueta. —Padre, ¡chingue a su madre!

Después de una semana, el joven de 20 años le preguntará al doctor si ya está curado. Y éste le dirá que no, que la única curación depende de él. Las palabras de doña Emilia le darán vueltas cada noche, dejará a su familia, entrará al seminario de padres escolapios donde hará el noviciado, tomará los votos, estudiará filosofía y teología, viajará a Tlaxcala y tendrá su primer contacto con la psicología de la delincuencia y drogadicción. 

Entonces, Sergio, el vendedor de aguas en los campos de futbol de San Agustín Metzquititlán, ‘El Indio’ bravucón de la colonia Tres Estrellas, se convertirá en fraile luego de trabajar en el Puerto de Veracruz con unos 500 drogadictos, prostitutas y delincuentes, a quienes los vecinos llamaban “perros”, pero que el rebautizará con el apelativo de “cachorros”.  

Un día, uno de ellos, en 1972, le pedirá confesarse antes de morir en sus brazos. Pero no podrá hacerlo. Y esa muerte lo llevará a pedirle a sus superiores que lo ordenen sacerdote. Y es así que un 26 de mayo de 1973, como a la una de la tarde, el obispo José Guadalupe Padilla lo confirmará como parte entre drogadictos, prostitutas y delincuentes, ese mundo que no desconoce.

El padre Sergio y sus "cachorros", en el cuarto que rentó para ellos. Les llevaba comida de la despensa de los escolapios.

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Al padre Sergio no le alcanza el dinero para sostener a sus “cachorros”. Los 14 que se quedaron en Veracruz, llegaron a Puebla siguiendo sus pasos. El portero de la iglesia le da el aviso: “padre, hay unos muchachos allá abajo que quieren verlo”. Le advierte, también, que no hay suficiente lugar para ellos. Una vez que termina sus clases, el padre decide rentar un cuarto y llevarles comida de la despensa de los escolapios. Casi siempre a escondidas.

Con el correr de los días, los gastos empiezan a ser mayores. El Obispado no puede hacerse cargo de los niños ni ofrecerles refugio dentro de la iglesia. En una noche de insomnio, el padre enciende la televisión y encuentra, entre varios canales, El Señor Tormenta, la película estelarizada por Erick del Castillo, en la que un sacerdote se convierte en luchador para ayudar a los niños de un orfanato. Es 1962 y la tormenta se le revela en la mente.

“Entonces veo que uno de los personajes -el enmascarado- le dice al otro: ‘Déjame ganar, César, déjame ganar por mis chamacos’. Y se me prende el foco.  Necesitaba encontrar a alguien me enseñara lucha libre”, recuerda. “Yo había trabajado antes en varios circos, al lado de los comediantes Viruta y Capulina; en el Circo Unión, en obras de teatro. Pero nadie quería entrenarme, porque era sacerdote”.

Sergio Gutiérrez Benítez creó el personaje "Fary Tormenta", inspirado por la película El señor Tormenta, en 1962.

En una de las arenas chicas, el pedido del padre llega a oídos de José Ramírez ‘El Líder’, quien acepta entrenarlo de cuatro a cinco de la mañana para que pueda oficiar la misa de las siete.  Entre el ring y la iglesia, los juegos de llaves, golpes, planchas y patadas voladoras duran un año. Lo que sigue es resolver su aparición oficial en el cuadrilátero, ante el riesgo de que puedan descubrirlo sus superiores y castigarlo, como lo marcan las leyes eclesiásticas. 

Inspirado por el personaje de “El Señor Tormenta”, el padre Sergio diseña una vestimenta amarilla con dorado, y una máscara bordeada con trazos rojos a los lados en forma de relámpagos. Y así nace ‘Fray Tormenta’, en 1976: Fray, por la orden religiosa; y Tormenta por los efectos que transmite arriba del ring. Con los chamorros temblándole, se presenta en una arena del Estado de México ante rivales que lo superan en fuerza y velocidad, pero no en sus creencias.

Nunca se le ocurrió preguntar cuánto le iban a pagar. “Con que gane un millón de dólares por año -decía- ¿Para qué quiero más? Lucho dos o tres años, me retiro, pongo la casa hogar y me dedico a mi sacerdocio”. Pero, oh sorpresa. En el sobre amarillo de su pago, no hay billetes verdes que sumen millones. La decepción entonces lo lleva a encontrarse de nuevo con ‘El Líder’, un día después. 

—¡Mira, José, me dieron nomás 200 pesos ($9.69US)! —le recrimina el sacerdote. 

—Pero, padre, le fue bien. A mí sólo me dieron 80. Bienvenido a la lucha libre.

En la Arena México, Fray Tormenta ganó máscaras y cabelleras. También, el cariño el público que buscaba su firma.

***

¡Respetable público! 

¡Lucharáaaaan, a dos de tres caídas y sin límite de tieeempo!

¡En eeesta esquina…!

Los periódicos de la época anuncian batallas campales en la Arena México. Son los años 80. Ahí están El Santo, Blue Demon, Huracán Ramírez, Ray Mendoza, Conan, Mil Máscaras, Pirata Morgan, Aníbal, Tinieblas, Fishman, Baby Face, los Hermanos Dinamita y Fray Tormenta, el sacerdote enmascarado. No pasará mucho tiempo para que comience a ganar máscaras y cabelleras. Lo llamarán unas 30 veces de Japón, conocerá Estados Unidos, Canadá, y seguirá oficiando misas en la iglesia.

Un día tendrá que oficiar una boda en la parroquia de San Miguel Tocuila, en Texcoco. Lo llamará El Huracán Ramírez y le dirá que no podrá ir a luchar, porque debe asistir a un casamiento precisamente en ¡esa parroquia! El Huracán llegará sin máscara, como Daniel García, y verá desde lejos al padre Sergio sin máscara, recibiendo a los novios con agua bendita. Terminará la ceremonia y la noticia correrá como pólvora.

Sus superiores le dirán que luchar es antievangélico, que lo tiene prohibido por la orden religiosa. Pasarán unos minutos después de ese diálogo, y él amenaza con dejar el sacerdocio. Pero ante la evidencia de la razón por la que lucha, que no es otra que la falta de dinero, lo dejarán seguir para mantener a sus ‘cachorros’. De todos ellos, saldrán tres médicos, 16 maestros, un contador público auditor, un contador privado, 20 técnicos en computación, 10 abogados y varios luchadores. 

—¡Mira, José, me dieron nomás 200 pesos ($9.69US)! —le recrimina el sacerdote.  —Pero, padre, le fue bien. A mí sólo me dieron 80. Bienvenido a la lucha libre.

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Fray Tormenta, seguirá en la batalla, expondrá su máscara varias veces, pero ganará en todas. Incluido un campeonato en Sacramento, California, ante el temible Black Gordman. 

Se irá de la lucha libre el 3 de julio de 2011 en la Arena México, en una función de despedida en la que el periodista Guillermo Ochoa le quitará la máscara. Lo buscarán de Hollywood para inspirar la película Nacho Libre, sufrirá diabetes, superará un coma y dedicará su vida a la iglesia de San Pedro Apóstol, en Chiconcuac, en el noroeste del Estado de México. Los feligreses le pedirán que dé sus sermones como Fray Tormenta, y así lo hará.  Y recordará siempre que todo empezó en San Agustín Metzquititlán, donde pertenecía a otro cielo.

El padre Sergio Ramírez Benítez oficia misa con la máscara de Fray Tormenta, a petición de sus feligreses.

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