Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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A los trece años, mi pene empezó a actuar como una criatura autónoma que obedecía a sus propias reglas. Se erguía ante cualquier estímulo -en especial en la escuela, al mirar cómo el joggin verde de educación física moldeaba el culo de mis compañeras y entonces había que esconder la erección debajo del pupitre-, eyaculaba por las noches y manchaba calzoncillos y sábanas y, a veces, cuando pretendía domarlo, masturbándome de manera furiosa en el baño de mi casa, no lograba acabar y el glande me quedaba colorado como una nariz de payaso. ¿En qué momento se había despertado esa cría de Alien adentro de mis pantalones?

Los mensajes que me llegaban del mundo exterior, del mundo adulto, eran confusos, muchas veces contradictorios. El primer acercamiento a la educación sexual que tuve durante el secundario en el Colegio San José de Tandil, un colegio católico dirigido por una congregación de hermanos, sucedió cuando nos entregaron unos cuadernitos de Head and Shoulders en el aula. Fue un momento extraño. Con la excusa de hablar sobre los cambios hormonales de la adolescencia y del origen de la caspa, promocionaban un nuevo shampoo de menta. No sé qué oscura mente corporativa pergeñó la idea y qué oscura autoridad pedagógica lo autorizó, pero les agradezco, porque fue la primera vez que me enteré de muchas cosas. Y ahora asocio su marca a fines nobles y pedagógicos. El cuadernito era colorido y ahondaba en los cambios hormonales, con ilustraciones algo infantiles de los cuerpos de varones y mujeres, de penes y vaginas. Ahí descubrí que la eyaculación mancha-sábanas era un fenómeno común llamado “poluciones nocturnas” y aprendí cuestiones sobre la menstruación que no me atrevía a preguntarle a mi madre o a mi hermana mayor. Hasta entonces, los paquetes rosas de toallitas femeninas que estaban en el baño de mi casa eran un misterio. El cuadernito tenía una página negra, para que sacudieras tu pelo y notaras cómo la lluvia de caspa cubría la hoja, como una nieve infinita. Obviamente traía una muestra gratis del nuevo shampoo anticaspa.

A los trece años, mi pene empezó a actuar como una criatura autónoma que obedecía a sus propias reglas.

Supongo que a las mujeres les tocó otra variante. Lo mejor es que también traía un preservativo. Y fue el primer preservativo que tuve en mi vida. No lo abrí, ni lo probé en una “paja deluxe”, como hicieron mis amigos, sino que lo escondí en un cajón de mi cuarto, como si fuera un tesoro que sólo debería abrirse en el momento indicado. 

Hubo otro momento de educación sexual en el colegio. Fue cuando miramos el documental El grito silencioso, que recrea un supuesto aborto en primer plano. El feto sufre y lucha por su existencia, mientras lo arrancan del útero. Un compañero se descompuso y fue a vomitar al baño. Mis compañeras lloraron, derrumbadas sobre los bancos. Es una lógica absurda: mostrar con detalles cómo se produce un aborto, pero nunca enseñar cómo deberías cuidarte para evitar el embarazo. Al terminar ese documental estaba más confundido que antes. Además sentía miedo. Había descubierto que el sexo podía traer consecuencias monstruosas.

En mi casa no se hablaba de sexo. Jamás escuché a mis padres tener relaciones. Yo colgaba en mi cuarto pósters de Pampita en las playas de Punta del Este y mi madre los arrancaba y los tiraba a la basura sin darme explicaciones. Crecí en un hogar con mayoría femenina: yo era el del medio, tenía una hermana mayor y una hermana menor. Mi padre trabajaba de viajante de comercio, casi nunca estaba en casa. Una vez encontré unas revistas pornográficas en la parte superior del mueble de la cocina. Las miré rápido y sentí emoción: todas esas tetas enormes, todas esas conchas abiertas, todos esos culos perfectos escondidos en la zona de la comida. Una bomba molotov junto a las latas de conserva. Devolví las revistas a su lugar para no ser descubierto. Esperé algunos días hasta quedarme solo y cuando volví a buscarlas, ya no estaban. 

Tiempo después, estaba encerrado en mi cuarto, escuchando música, cuando mi padre golpeó la puerta y asomó la cabeza: “¿puedo pasar?” Entró al cuarto con un movimiento sigiloso. “Tomá, escondelos, para que no los vea tu madre”, me dijo sonriendo y depositó en mi mano un juego de almanaques eróticos, de esos que solían regalar en gomerías y talleres mecánicos. Mi padre siempre se refería a mi madre así: no decía mamá, o Moni, o Mónica, sino “tu madre”. Entonces salió rápido, como escabulléndose después de cumplir con una misión clandestina. Escondí los almanaques en un recoveco del placard. El sexo era algo que debía permanecer oculto. 

Influenciado por películas como American Pie, creía que ser virgen era una deshonra que se tenía que terminar cuanto antes. Había que obedecer el mandato de “ponerla”. La forma más clásica de perder la virginidad consistía en formar una pareja estable con una chica, enamorarse y, luego de un tiempo prudente de noviazgo, “hacer el amor” por primera vez. No podía ser cualquier chica, tenía que ser una chica linda, que no fuera una puta. Entonces conocí a F, que iba al colegio de monjas. Mi primera novia. F tenía un rostro precioso, pelo lacio negro y suave, era alta y delgada: parecía una modelo de alta costura. La presenté formalmente en mi cumpleaños de quince, el mismo día que mi padre me regaló una guitarra eléctrica. F me regaló un vinilo graffiteado con el logo de Viejas Locas en colores psicodélicos. Esa tarde fui feliz: tenía novia, guitarra nueva y una vida que parecía guionada por Cris Morena. Pero la historia con F duró unos pocos meses. Nunca tuvimos un lugar para estar solos. Mi madre me tenía prohibido “llevar chicas” a casa, lo mismo sucedía con el padre de F. Y sexualmente hablando no fue un gran avance: nos aburrimos de frotarnos en los bancos de las plazas y de tocarnos por arriba de la ropa. Ahora F es una top model. Suelo ver su bello rostro en las vidrieras de Avenida Santa Fe. Y mi madre me manda publicaciones suyas de redes sociales con comentarios del estilo “¡Qué diosa!”.

A veces me quedaba despierto hasta después de la medianoche, para mirar las películas eróticas de I-sat, que consistían en música de jazz suave y actuaciones más falsas que las frutas de plástico que decoraban la cesta del living. Había desnudos, pero no mostraban lo mejor: sexo oral y penetraciones. En cambio, mi amigo D tenía los canales codificados en la casa de su abuela, entre ellos Venus y Playboy. Algunas noches nos invitaba y nos encerrábamos entre amigos frente a la televisión. La paja era un ritual compartido. La única consigna de D era “no ensucien el piso”, pero B siempre manchaba el piso con semen y tenía que limpiar ese pegote viscoso con papel de rollo de cocina y D se enojaba y decía “sos un pelotudo, gordo, no te voy a invitar nunca más”. Por suerte, la abuela nunca se despertó en el medio de la noche, nunca presenció el espectáculo de cuatro adolescentes iluminados únicamente por el porno de la pantalla, masturbándose en su comedor. 

Otra forma de perder la virginidad consistía en pagar por sexo en el Tropicana, un cabaret que quedaba en las afueras de Tandil, sobre la ruta 226, donde trabajaban chicas paraguayas y dominicanas. El Tropicana cerraba una y otra vez por denuncias de trata, pero siempre volvía a funcionar. A mí me intimidaba la sola idea de tomar una cerveza en ese antro. Una noche fui con mis amigos, en plan aventura, “vamos a conocer el Tropicana”, y todo me pareció hediondo: mujeres de ojos rojos movían el culo de manera automática al ritmo del reggaetón, sobre la falda de camioneros borrachos. Cuando el Flaco M cumplió quince, sus primos lo llevaron a debutar al Tropicana. Después nos contó, en el recreo, entre risas, cómo había cogido con una paraguaya de 16. Así había sucedido con cada uno de los miembros del linaje M: un trámite, una forma rápida y eficaz de convertirse en hombre. 

La paja era un ritual compartido. La única consigna de D era “no ensucien el piso”.

A veces me quedaba a dormir en la casa de J, pasábamos el tiempo jugando a la Play y mirando Rebelde Way. Lo mirábamos con la única idea de pajearnos pensando en Mía Colucci, el personaje que interpretaba Luisana Lopilato. Dormíamos en una cucheta: J en la cama de arriba y yo en la de abajo. Una noche comenzamos a masturbarnos en la oscuridad de la habitación. Apenas se escuchaba el roce de nuestros movimientos bajo las sábanas. Pero yo no pensé en Mía Colucci, pensé en L, la madre de J. Había algo profundamente seductor en la manera en que fumaba mientras conducía. Había algo hermoso en su pelo corto y en la manera que se delineaba los ojos de un negro punk. L casi siempre estaba sola, su marido era un hombre tosco que trabajaba toda la semana en el campo. Y yo fantaseaba con la posibilidad furtiva de caminar hasta su cuarto y meterme en su cama y coger con ella. Mejor dicho, de que ella me cogiera. 

Salir a bailar, emborracharse un poco e irse a la cama con alguna chica que tuviera fama de puta era otra carta para perder la virginidad. Entonces recurrí a C, la rolinga. Nunca supe su nombre, siempre fue “C, la rolinga” todo junto. C iba a una escuela pública, tenía el flequillo perfectamente stone, fumaba porro en los recitales y estaba enamoradísima de mí, tanto que llegó a escribir un graffiti en la plaza del tanque con la leyenda que decía “Escapemos de esta vida, viva el Che y los Rolling Stones, Pela Te Amo”. Ella se había enamorado del personaje roquero que yo había construido a los dieciséis años. Yo tocaba en dos bandas de rock, en una tocaba la armónica y en otra la guitarra eléctrica, porque era divertido y porque la música podía funcionar como un imán para conocer chicas. Mantenía un aspecto desalineado, zapatillas Topper rotas, pelo largo y guitarra a cuestas. Hasta mi padre temía que me convirtiera en un “falopero” (drogadicto) y me lo había dejado en claro a los gritos: cuando gritaba se le hinchaban los ojos y se le ponían rojos de la furia. Pero yo estaba muy lejos de ser Mick Jagger. Después de ensayar, volvía a casa en bicicleta para mirar Los Simpson y tomar Nesquik. 

Pero yo estaba muy lejos de ser Mick Jagger. Después de ensayar, volvía a casa en bicicleta para mirar Los Simpson y tomar Nesquik. 

El ciber, diez computadoras con Windows 98 en cubículos separados, era un lugar seguro. Una o dos veces por semana iba a jugar al Counter Strike o a chatear. A los dieciséis, mi mail era pibe.porro.88@yahoo.com.ar. Tenía a C en el chat de MSN pero no le daba ni bola. Empezamos a chatear y quedamos en encontrarnos un viernes en El Ángel, el boliche de moda. Cuando le conté a B, me ofreció las llaves de su departamento. Su familia estaba de viaje y podía usarlo esa noche, la única condición era que no usara ninguna de las camas, sino un colchón en el suelo. B era el más maduro de mis amigos, quizás porque era el único que tenía que trabajar en una panadería para ayudar económicamente a su familia. Yo no estaba preparado, pero tenía que aprovechar: no sabía cuándo iba a tener otra oportunidad. Ese viernes, antes de ir a El Ángel, me compré una caja de preservativos Prime, porque me pareció más seguro que el preservativo que venía de regalo con el cuadernito de Head and Shoulders. Ya en el boliche encontré a C en la pista y bailamos, imagino que algo de los Ratones Paranoicos o Turf, y tomamos cerveza en vasos de plástico y después nos besamos contra la pared llena de espejos. Todavía era temprano cuando la invité al departamento de B. Me miró con un gesto de sorpresa, como preguntando para qué. Le insistí con evasivas obvias: para estar más tranquilos, para estar solos. Salimos del boliche sin demostrarnos ningún gesto de cariño, no nos tomamos de la mano, tampoco nos abrazamos. Era julio: afuera hacía muchísimo frío y sólo vestíamos camperas de jean. A mí se me caían los mocos. Caminamos hasta lo de B, cruzando las calles desiertas de Tandil. Cuando llegamos, miré nuestros rostros en el espejo del ascensor: estábamos aterrorizados. El efecto estimulante del alcohol se había ido por completo. Entramos y fuimos directo al cuarto. B había puesto un colchón en el suelo, al lado de una cama de una plaza. Ella no dijo nada. El departamento vacío también estaba helado. Intuí que quería huir, pero comenzamos a besarnos y nos recostamos sobre el colchón. Yo dejé de masticar un chicle y lo apoyé en la alfombra. Nos desnudamos sin mirarnos, apenas entraba un poco de luz a través de las persianas bajas. Estábamos fríos y nerviosos, los cuerpos desnudos y rígidos. Ella me miraba con un gesto de confusión. Le pedí que me tocara y yo la toqué. Busqué un preservativo en el jean e intenté ponérmelo. Mi pene estaba flácido como una flor marchita. Intenté reanimarlo con movimientos torpes, pero la desesperación sólo empeoró las cosas. Quise llorar. Me acosté junto a ella y nos tapamos con una frazada: nadie dijo nada. Nos vestimos con la mirada baja y salimos a la calle. Nos saludamos en la vereda con un beso en la mejilla y ella se fue caminando rápido por 25 de Mayo. 

Busqué un preservativo en el jean e intenté ponérmelo. Mi pene estaba flácido como una flor marchita. Intenté reanimarlo con movimientos torpes, pero la desesperación sólo empeoró las cosas.

Jamás volví a ver a C. No volví a desnudarme frente a otra mujer en todo el secundario. Tampoco le conté a nadie lo que había pasado, salvo a B que, fiel a su estilo pragmático, me dijo “ya vas a tener revancha”. La posibilidad del fracaso no estaba escrita en el cuaderno de Head and Shoulders, no se mencionaba en las charlas con amigos ni aparecía en las películas porno donde los hombres tienen penes erectos como espadas. Había algo peor que la virginidad. Algo peor, inesperado: la vergüenza. 

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