Relatto | El cuento de la realidad
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La penumbra dominaba la madrugada del 27 de mayo de 1982 y los fríos vientos del invierno austral golpeaban con fuerza la pequeña región de Ganso Verde, en el centro de la Isla Soledad, la más grande de las dos que conforman el archipiélago de Malvinas.

Bajo la carpa en la que dormía, el soldado Alejandro Víctor Videla apenas alcanzaba a oír el tamborileo de la lluvia sobre el suelo. Pero a las tres de la mañana escuchó cómo el cielo se quebraba por lo que creyó eran truenos de tormenta. A los pocos segundos las alarmas y la correría de los hombres del Regimiento de Infantería Número 12 General Arenales, al que pertenecía, le hicieron entender que no era lo que pensaba. Un nutrido grupo de bombas caía sobre el campo.

Videla y sus compañeros pensaban que se trataba de un hostigamiento más de las tropas inglesas que cañoneaban desde la costa, pero las bombas que estremecían el campamento pertenecían al segundo Batallón del Regimiento de Paracaidistas británico, integrado por 500 soldados al mando del teniente coronel Herbert Jones, cuya orden era propinar un duro golpe a las tropas argentinas asentadas en Ganso Verde.

Desde su frenético desembarco en la playa de Puerto San Carlos, en la mañana del 21 de mayo, 3.000 soldados ingleses habían barrido la zona a pie en un área de 30 kilómetros y un pequeño contingente había obligado al regimiento de Videla (integrado por 1.242 hombres) a replegarse desde Darwin hasta el área vecina de Ganso Verde. La estrategia del cuerpo de infantería inglés se centraba en avanzar hacia el este para adoptar un dispositivo de ataque contra Puerto Argentino, el centro de operaciones de los gauchos.

A los pocos segundos las alarmas y la correría de los hombres del Regimiento de Infantería Número 12 General Arenales, al que pertenecía, le hicieron entender que no era lo que pensaba. Un nutrido grupo de bombas caía sobre el campo.

Los ingleses se habían dispuesto a atacar Ganso Verde antes de la madrugada, valiéndose de la espesa niebla y las fuertes lluvias, pero el número de hombres que los esperaba fue mayor al previsto, por lo que la incursión terminó ejecutándose con las primeras luces del alba.

Videla era fusilero. Desde su carpa había logrado llegar casi a rastras a una trinchera vecina, hecha con apenas cuatro estacas y varias láminas a modo de techo, recubiertas con la misma tierra que se había sacado en su construcción. Junto a él, dos subtenientes aguantaron la posición. Los miró a los ojos y pensó que ésa podría ser la última vez que los vería con vida.

Después, un silbido agudo y prolongado llamó su atención. Giró y vio un mortero que atravesó una sarta de ametralladoras que resguardaban el frente y voló hacia él hasta enterrarse a metro y medio de la trinchera. El estruendo fue brutal. Trozos de piedra y esquirlas cruzaron por encima de sus cabezas hasta incrustarse en los sacos de tierra. La tierra tembló y pareció desmoronarse por cascajos, pero el impacto no logró su cometido.

Los muchachos de la tropa argentina habían salido ilesos.

Soldado Alejandro Víctor Videla. / Archivo particular.

Esa fue la primera incursión en gran escala de los ingleses y Videla fue consciente de lo que a él y al resto de la tropa les esperaba durante la jornada. Un mes atrás las charlas con sus compañeros coincidían en que los ingleses no desatarían una guerra por recuperar el territorio que ellos habían ocupado, y del que aquellos se apoderaron en 1833, cuando expulsaron a la población y a las autoridades argentinas allí asentadas. Pero ahora la situación era completamente adversa.

“Los soldados nunca pensamos que la guerra se fuera a dar y que los británicos nos respondieran de esa forma. En un principio se decía que nos iban a relevar de nuestras posiciones. Pero, de pronto, todo se vino al suelo”.

Con el pasar de las horas las tropas inglesas se acercaban más al regimiento de Videla. Pero en medio del infernal combate se preguntaban qué había pasado con la inteligencia militar.

Los altos mandos les habían dicho que en su incursión a Ganso Verde no se toparían con más de 400 argentinos, pero entonces se enfrentaban a 1.150 soldados, más del doble que ellos.

Un mes atrás las charlas con sus compañeros coincidían en que los ingleses no desatarían una guerra por recuperar el territorio que ellos habían ocupado, y del que aquellos se apoderaron en 1833, cuando expulsaron a la población y a las autoridades argentinas allí asentadas.

Pronto el fuego cruzado mató al teniente coronel Herbert Jones. El mayor Chris Keeble, el segundo al mando, tomó su posición y avanzó con la tropa de paracaidistas ingleses por el terreno enlodado. De todas las unidades británicas, los “paracas” protagonizaron los encuentros más violentos armados de sus ametralladoras Sterling de nueve milímetros. Con ellas disparaban hasta 550 balas por minuto, lo que rápidamente se notó en el elevado número de bajas en el frente argentino.

Los amigos de Videla empezaban a caer, entre ellos uno de los más cercanos: Vladimiro Duorak, quien había disparado durante horas desde su posición.

Duorak parecía haberse convertido en una máquina de guerra, disparando siempre hacia un frente inglés que tenía varios metros adelante. De pronto, hubo un alto el fuego. Duorak aprovechó para levantarse, intentó correr y entonces una ráfaga de ametralladora lo hizo detener. Varias balas golpearon contra sus pertrechos y una más le perforó el casco y la cabeza, tumbándolo de bruces contra el suelo. Era el fin de la guerra para Duorak.

Videla no se dio cuenta de la suerte de su amigo, pero presentía que la de su regimiento no iba a ser mucho mejor en lo que restaba de aquel 28 de mayo. Disparó todo el tiempo, pero nunca llegó a matar a alguien. Después de un día entero de soportar el fuego británico, el frío austral, la niebla y la llovizna empezaban a congelarlo. Sólo el calor del intenso tiroteo parecía calentarlo por momentos, hasta que a las ocho y media de la noche no se disparó una bala más.

Leslie Standish, paracaidista británico, y Alejandro Videla. /archivo particular

Habíamos retrocedido por la presión de los Marines, pero de pronto hubo un cese al fuego por parte de ambos bandos. Luego supe que los ingleses se habían comunicado con nuestro comandante, el teniente coronel Italo Angel Piaggi, para pedirnos la rendición”, recuerda Alejandro.

Los restos de su elemento quedaron rodeados por una muralla de tropas británicas y a esas alturas del combate no había ninguna posibilidad de refuerzos desde Puerto Argentino. La suerte estaba echada.

La mañana del 29 de mayo Ganso Verde parecía un pandemonium. Había sido el primer y más largo encuentro de las tropas terrestres en la guerra y 54 cuerpos de soldados del regimiento de Videla yacían tirados en los lodazales. Entre muertos y heridos los argentinos sufrieron 192 bajas, 72 más que las tropas inglesas, conformadas por unos 500 hombres que se habían lanzado a la retorna de esa parte de la región.

A media mañana varios militares argentinos de rango medio cruzaron el campo en un jeep a la vista de sus desgastadas tropas. Entre ellos se encontraba el teniente coronel Piaggi, quien le avisó al mayor Chris Keeble que estaban dispuestos a capitular. A las once de la mañana se pactó la rendición de la plaza.

Una hora después Videla y 1.049 soldados más arrojaron al mar las partes intercambiables de sus FAL 7,62 y sus municiones. Sobre la costa formaron un rectángulo sin uno de sus lados. Keeble caminó hasta el espacio dejado por la tropa mientras sus Marines le seguían con la vista. Se acercó a Piaggi y tras un breve saludo militar éste le entregó su arma de dotación.

Habíamos retrocedido por la presión de los Marines, pero de pronto hubo un cese al fuego por parte de ambos bandos. Luego supe que los ingleses se habían comunicado con nuestro comandante, el teniente coronel Italo Angel Piaggi, para pedirnos la rendición”, recuerda Alejandro.

“Los soldados ingleses nos condujeron hasta unos galpones donde los kelpers (habitantes de la zona) esquilaban ovejas. Varios compañeros pintaron en la fachada P.O.W., que significaban Prisoners Of War, por si llegaba a darse un contraataque argentino no fueran a atentar contra los que estábamos allí dentro”.

Esa noche Videla durmió en un recodo del galpón, una rústica construcción sostenida por vigas de madera a modo de palafito. El piso estaba hecho de cañas de madera separadas una de otra para que el estiércol de las ovejas cayera hasta el suelo sin ensuciar el interior del lugar. El olor era pestilente, la humillación de estar preso, inevitable.

A la mañana siguiente (30 de mayo) varios paracaidistas británicos caminaron hasta el galpón y sacaron a diez soldados argentinos entre los que se encontraba Emilio Cañete, otro amigo de Videla. Los llevaron unos metros sobre la pradera y allí los hicieron recoger los cadáveres de sus compañeros que todavía estaban en el campo de batalla.

Videla no volvió a ser el mismo desde aquella vez. “Vi todos los cuerpos de mis amigos amontonados unos encima de otros formando una montaña. Eran un centenar. Estaban enlodados y escarchados por la nieve que había caído en la madrugada, pero aún así se les alcanzaban a distinguir las facciones. Parecían maniquíes”.

Videla buscó menguar la terrible impresión que la escena le había causado charlando con otros fusileros durante el día, hasta cuando los "paracas" entraban nuevamente al galpón y sacaban grupos de diez muchachos para trabajar. Pero esa rutina terminó pronto.

Restos de aeronaves tras la Guerra de las Malvinas. / Shutterstock.

El 1 de junio varios soldados argentinos transportaban un proyectil que explotó a unos ocho metros del galpón en el que Videla y Cañete se encontraban. Ambos fueron lanzados contra el piso, donde un cabo, horrorizado, logró ver la mitad de un cuerpo que cruzó por debajo de las cañas de madera. El impacto le había arrancado las piernas a uno de los cargueros e incendiado a otro que pedía a gritos ser apagado, pero que fue ultimado por la ráfaga de un soldado inglés.

Ese mismo día el regimiento de Videla fue trasladado a Puerto San Carlos, donde estuvo en un campo de prisioneros bajo custodia de los gurkhas (soldados nepaleses pertenecientes al ejército británico) hasta el día siguiente.

El 2 de junio Videla fue llevado con otros prisioneros hasta el buque Norland, que transportaba a las tropas inglesas. Allí les hicieron dar el nombre y el número de identificación. Luego los obligaron a desnudarse y a deshacerse de todas sus pertenencias.

Videla fue alojado en un camarote con dos compañeros más. Un claustro sin ventanas de donde sólo salía para almorzar y comer. No más. “Desde ahí nunca pude ver la luz del sol. Me guiaba por mi reloj para ver si era de día o de noche”, explica.

La desorientación dominaba en el Norland. Videla no recuerda el día en que la máquina prendió motores rumbo a Montevideo, Uruguay, donde se pactaría la entrega de prisioneros. Cree que fue entre el 5 y el 7 de junio.

Lo cierto es que seis días después, el 13 de junio, llegó con el resto de prisioneros a Montevideo. Fueron reunidos en un casino de segunda clase del Norland y allí se les notificó el término de su cautiverio. Dos barcos de su país, el Capitán Alsina y el Nicolás Mihanovich, los llevaron hasta el Astillero Río Santiago, en la ciudad de La Plata, desde donde fueron conducidos a la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral, en Buenos Aires, donde estuvieron internados por dos semanas.

Allí le practicaron a Videla varios exámenes médicos y psicológicos, de los que asegura fueron una farsa. El 12 de julio de 1982, casi un mes después de pactada la rendición argentina, Videla cruzó el umbral de su casa. La guerra concluía para él.

Vi todos los cuerpos de mis amigos amontonados unos encima de otros formando una montaña. Eran un centenar. Estaban enlodados y escarchados por la nieve que había caído en la madrugada, pero aún así se les alcanzaban a distinguir las facciones. Parecían maniquíes”.

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El 6 de noviembre de 2002 Leslie Standish, un exparacaidista británico que participó en el combate de Ganso Verde, se puso una cita con Alejandro Videla en el Aeropuerto de Heathrow, en Londres, para conocerse.

Standish, quien luego de varios meses consiguió los recursos para hacerle la invitación, condujo hacia el norte por cuatro horas, hasta la ciudad de Bolton, donde reside, y allí conversó con Videla sobre los hechos de ese 27 a 29 de mayo de 1982.

En febrero de 2000, mientras navegaba por Internet buscando historias de las Malvinas, Videla se topó con una página inglesa: Britains Small Wars, a la que escribió pidiendo que lo contactaran con un excombatiente del Segundo Regimiento de Paracaidistas que hubiera participado en la refriega de Ganso Verde y hubiera sido embarcado en el Norland como custodio de prisioneros de guerra. Al tercer día recibió un correo electrónico de Standish. Desde entonces mantienen comunicación dos a tres veces por semana.

Hablan de todo. Sin embargo, los suicidios de sus compañeros en la etapa de la posguerra es el tema que siempre centra su atención.

“Tras intercambiar datos personales por Internet, la primera pregunta que me hizo Leslie fue la de cuántos veteranos argentinos se han quitado la vida en estos años. Le respondí que la cifra no es exacta, pero que ronda los 270. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en otro mail él me respondió que allá se han suicidado 264 ex combatientes, 36 de los cuales eran paracaidistas. No lo puedo creer. Me pregunto cómo puede ser, si en la guerra murieron 255 soldados ingleses, pero aún así ellos ganaron el conflicto y eran combatientes profesionales... ¿Qué está pasando?”, dice Videla mientras destaca que el número de

suicidios se acerca cada vez más a la cantidad de bajas registradas en todo el conflicto: 874.

Buena parte de los 13.800 argentinos que combatieron en las Malvinas no han sido sometidos a tratamientos psiquiátricos, algo que las autoridades han tendido a silenciar, según aseguran varias organizaciones de veteranos de guerra.

Debieron pasar diez años del final de la guerra para que algunos de ellos pudieran acceder a una pensión que hoy equivale a 70 dólares. Una década en la que el gobierno argentino ni tan siquiera mostró interés por la salud de esos hombres, muchos de los cuales sufren en la actualidad de enfermedades corno cáncer y sida, dice Videla.

Cementerio en las Islas Malvinas; el emotivo lugar que recuerda a los caídos tras la guerra. / Shutterstock.

La mayoría padece, además, de estrés postraumático severo, un mal asociado a vivencias de extrema violencia y que se traduce en actitudes agresivas, incapacidad para trabajar, alcoholismo y depresión, algo de lo que también sufrió Videla y que aún hoy constituye la razón de la elevada tasa de suicidios entre los ex combatientes.

Durante meses Videla pagó de su bolsillo un tratamiento psicológico que, sin embargo, no logró espantarle todos los fantasmas de la guerra, los mismos que le asediaron pocos meses después de su regreso a casa y que le hicieron perder el empleo y beber en las noches tratando de buscarle un escape a los recuerdos; los mismos que, en forma de trauma depresivo, también persiguieron a su madre, Martha Cristina.

La falta de comunicación imperante en las Malvinas causó una gran incertidumbre entre los soldados y sus familias, que degeneró en múltiples traumas psicológicos de unos y de otros.

Habitualmente, los telegramas no excedían las cuatro palabras y, para colmo, muchos nunca fueron recibidos, lo que causó varios equívocos que llevaron a muchas madres, incluso a la de Videla, a pensar que sus hijos estaban bien dentro del campamento, cuando en realidad eran prisioneros de guerra.

“Uno siempre tiene la opción de hacer con su vida lo que quiere, pero la guerra nos fue impuesta de repente. Eso forma hoy una suma de cosas que me mantiene intranquilo y que muchas veces no me deja siquiera dormir. Me da rabia que no haya nadie que pueda detener

los suicidios de tantos compañeros, y a la vez siento temor porque algún día me pueda pasar lo mismo”, dice.

Algo similar le sucedió a Standish, quien por dos años debió someterse a un intensivo tratamiento psiquiátrico tras cargar con una culpa de guerra insoportable.

“En Ganso Verde, Leslie le indicó a un compañero que tomara otra posición, pero cuando éste obedeció fue alcanzado por varias de nuestras balas. Eso hizo que se sintiera culpable de su muerte. Por eso en 2001 viajó hasta Malvinas para rearmar la guerra y concluyó que de no haberle dado esa indicación habría muerto mucha más gente”, recuerda Videla.

La mayoría padece, además, de estrés postraumático severo, un mal asociado a vivencias de extrema violencia y que se traduce en actitudes agresivas, incapacidad para trabajar, alcoholismo y depresión, algo de lo que también sufrió Videla y que aún hoy constituye la razón de la elevada tasa de suicidios entre los ex combatientes.

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Durante su estadía en Bolton, Videla conoció a Jim Meredith, otro ex combatiente amigo de Standish que debió ser internado en una clínica neuropsiquiátrica en Gales como consecuencia del estrés postraumático.

“Nosotros lo vimos muy mal. Cuando hablábamos de ciertos temas se largaba a llorar compulsivamente, por lo que a Leslie le daba mucho miedo de que se fuera a suicidar, como le ha sucedido a 37 más de sus compañeros”. El viaje sirvió también para cerrar algunas heridas que aún estaban abiertas en sus mentes.

Videla y Standish nunca se vieron durante la guerra, ni siquiera al interior del Norland, pero creen que debieron cruzarse más de una vez como prisionero y verdugo.

En Bolton ambos fueron invitados a participar en un desfile que se hace en honor de los caídos en combate, y durante una visita que realizaron a la casa editorial Reader's Digest un periodista de la revista Selecciones le regaló a Videla un libro titulado Ganso Verde. Al dar vuelta a una de sus páginas quedó estupefacto al ver en ella la foto que ha permanecido grabada en su memoria por todos estos años: sus compañeros muertos amontonados tras el combate.

Videla y Standish nunca se vieron durante la guerra, ni siquiera al interior del Norland, pero creen que debieron cruzarse más de una vez como prisionero y verdugo. / Archivo particular.

Videla ha repetido cientos de veces que aunque el tiempo ha actuado como cicatrizante, tras el regreso de Ganso Verde su estado emocional fue complicado. Se convirtió en un hombre retraído, uno entre miles de excombatientes que pasaban por la misma situación.

Durante diez años no se habló de la guerra en Argentina, pero luego empezaron a conformarse federaciones de veteranos. A partir de entonces Videla inició una serie de rondas por los colegios del país ofreciendo charlas a los alumnos sobre su experiencia en Malvinas. Hoy calcula haber hablado con unos 10.000 jóvenes tras ser el secretario general de la agrupación Unión de Veteranos de Guerra del Sur de Santa Fe, entidad que reúne a cerca de 40 excombatientes del Departamento General López.

Actualmente vive en Barrio Norte, un vecindario de clase media en Venado Tuerto, donde es profesor en Ciencias de la Educación en una escuela técnica. Standish, por su parte, es preparador físico y vive de una pensión que le da el gobierno británico como veterano de las Malvinas. En una pared de su casa tiene un cuadro de la batalla de Ganso Verde. En él se aprecian unos paracaidistas ingleses siendo emboscados por una lluvia de proyectiles en medio del combate.

Videla, aunque no tiene un lugar en su casa para conmemorar a los caídos, hace poemas en su honor. Esa es su forma de mantener viva la memoria de ellos. Por lo pronto, sueña con el día en que tanto él como Standish puedan regresar a Malvinas.

“Volver a pisar los lugares donde estuve en 1982, poder visitar el cementerio de Puerto Darwin, donde se encuentran sepultados mis compañeros, llevarles una flor, una oración...”.

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