Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

Viajé tres veces en avión; siempre terminé con temblor en la garganta y a bordo no tomé ni comí por miedo a atragantarme y morir. En 2018, no sé si en mi último vuelo, fui a Tierra del Fuego en busca del fin del mundo y del fin —o del comienzo: las historias no terminan— de mi primer libro: Formas propias, una autobiografía pedida por un profesor que está muerto, un relato de no ficción que por fin saldrá en mayo y en medio de la incertidumbre pandémica. Este es mi recuerdo de ese viaje.

Tengo miedo. Viajar en avión es como andar en la silla: floto. Muevo la boca igual que cuando me cuesta masticar la carne, así, en pleno vuelo, no se me tapan los oídos. A medida que tomamos altura, me veo más chiquito: imagino una cámara aérea que se aleja y enfoca el avión, esa luz que se pierde en el espacio. El vértigo me invade. Me sujetaron fuerte de los brazos apenas despegamos. Antes nos subimos al papamóvil, un camión especial que tiene un montacargas y lleva a las personas con movilidad reducida hacia su asiento. No había manga y pude recorrer el aeropuerto mirando el cielo azul y hermoso. Un viejo pelado nos acompañaba y su cabeza era una naranja con pulpa. Otra señora nos dijo que era italiana y le pisó el pie a papá con su bastón.

Matías junto al jugador de futsal Kiki Vaporaki. / Foto: archivo particular.

Estoy sentado en medio de papá y Fabi, que es mi acompañante terapéutico y además amigo invitado de vacaciones: es joven, simpático, barbudo. Falta poco para llegar. Me aburro y no quiero empezar a ahogarme en los silencios. Me pongo a leer en el celular. La novela luminosa, de Mario Levrero. Juguemos a pensar idioteces, dice Fabi y graba por la ventana con su celular medio roto. Hace un mes se fue a Chile, le dije que el próximo viaje era nuestro y sucedió. Quiero viajar por el mundo con él: quiero que aprenda a usar mi respirador, que me pueda cuidar por las noches. Vamos a hacer una competencia de qué hacés si pasa tal cosa. Dale, dice y su risa se dispara cuando tira su primera pregunta al aire seco del avión. ¿Qué hacés si te asomás a la cabina y el piloto era un chimpancé con camisa, zapatos y gorro? ¿Qué hacés? ¿Qué hacés, Mati, si te quedás dormido y cuando te despertás es de noche, no hay nadie, el avión sigue andando y estás recontra abrochado al asiento? ¿Qué hacés si de pronto miramos por la ventana y estamos bajo el agua, hay peces y burbujas? ¿Qué hacés si aparece un agujero negro que se traga la tierra, no tenemos donde aterrizar y nos empieza a chupar lentamente? ¿Qué hacés si sube un vendedor ambulante? ¿Qué hacés si no estamos viajando en el espacio, sino en el tiempo? ¿Qué hacés si llegamos y son los años cuarenta, a los lugareños les contamos todo lo que va a pasar en el futuro, pero todo, y al final no pasa nada de lo que decíamos? ¿Qué hacés si pasan las horas de viaje, los días, y el avión no aterriza y sigue y sigue y uno dice ¡pero cómo puede ser!, abrimos la puerta de la cabina, no hay nadie, y sobrevivimos un par de días a base de snacks, coca y café? ¿Qué hacés si explota el avión, caemos parados, nos limpiamos el polvo de los hombros y seguimos caminando como si nada? ¿Qué hacés si vos también caés parado y a partir de ahí empezás a poder caminar? 

Dejo de reírme por si me hago pis. Le pido a Fabi que me alce en sus piernas y me tiendo sobre su lomo. Aterrizamos en el mar. Cuando se abre el tren de aterrizaje y vamos a toda velocidad, siento que puedo correr. Asomo la cabeza por la ventana y veo —la nieve encima de las montañas, el agua verdosa— el paisaje escarpado, que es como mi pecho. Estamos en Ushuaia. Me vine al fin del mundo a encontrarlo. Transpiro y de pronto se me congelan las manos. El aeropuerto es una casa enorme de madera con rampas y ascensores. Afuera el cielo es una aurora boreal.

El paisaje nos recibe cortés, distante, quieto: como una señora que se paraliza al verme, como si fuera un lugar que nunca voy a tocar.

Alquilamos un auto. Acerco la cabeza y miro por la ventanilla. No la bajo porque el viento me va a tirar hachazos a la cara. Es igual a cuando me siento en calzones en la silla y freno frente a la heladera. Bordeamos la ciudad —el puerto encendido, las luces reflejadas en el mar— que está en el medio de los cerros. El paisaje nos recibe cortés, distante, quieto: como una señora que se paraliza al verme, como si fuera un lugar que nunca voy a tocar. Allá es más allá conmigo. Espero que hayan puesto senderos, maderas pegadas al suelo, para poder pasar con mi silla y ser como un montañista falso. Voy directo al centro; quiero comer algo. En el avión no me animaba por miedo a atragantarme. Son las ocho de la noche, y el cielo anaranjado no se va a ir hasta las once. Me tomo un té bien caliente. Papá va hasta la cabaña que reservamos en el bosque.

Después me pasan a buscar. Ya no hay tiempo para pasear. Vamos a casa. Fabi no para de sacar fotos pixeladas y de hacer chistes. Me acuesto en el auto y miro los árboles que pasan como cien fotogramas por segundo. Como viajo en el asiento de adelante, trato de atrapar en mi cerebro las cimas de cada montaña: como no sigo el camino, esta es mi forma de ubicarme, de reconocer en qué parte nos encontramos. Pero las nubes bajaron, tapan las montañas. Dicen que mañana va a nevar. El frío arrollador es señal de nieve, dice papá. Rezo mirando el cielo. Todavía tengo la ilusión de tocar la nieve para ver si me deshace los nódulos.

***

Fotografía de Tierra del Fuego, tomada con el celular de Fabi, uno de los amigos de Matías.

Despierto como si fuera mi cumpleaños. Miro la ventana y veo que nevó. Pero cuando dejamos la cabaña y voy a upa esquivando árboles me doy cuenta: la nieve que cayó toda la noche se derritió. Estoy triste. Papá me abrigó tanto que no se me ve la pera. Me trata como un nene. Lo bueno es que el gorro me tapa el nódulo grandote de la cabeza. Nos vamos a tomar la ruta, el destino es un restaurante en el medio de la nada. Ayer fueron a la Laguna Esmeralda, caminaron cuatro horas y no fui por la silla de ruedas: puedo hacer muy poco, muy poco, y me angustia. Hoy comemos cordero hasta chuparnos los dedos. En el ventanal nace un río con rocas y en el parque los perros siberianos están flacos y atados. De postre hay café montañés hecho en una olla al fuego con azúcar quemada en leña, coñac, crema de cacao, ginebra, whisky, caña quemada y cáscara de naranja. 

Estar en la altura me marea. El lugar en el que comimos queda en las afueras de Ushuaia. Ahora vamos a cien kilómetros por hora. Frenamos en una confitería. Como dos cuadrados de chocolate artesanal y se me pega en los dientes. Me río con los dientes chuecos y manchados.

Es momento de volver a Buenos Aires.

La manga del aeropuerto se parece a los pasillos de los subsuelos de un hospital. Apenas lo cruzo, un escalofrío me cruza el pecho. No quiero que me internen nunca más.

La manga del aeropuerto se parece a los pasillos de los subsuelos de un hospital. Apenas lo cruzo, un escalofrío me cruza el pecho. No quiero que me internen nunca más. Ojalá la enfermedad quede pausada desde ahora y no me haga esconder todas las partes del cuerpo. Así soy feliz. ¿Qué pasa si el camino sigue y después de caminar una hora con la silla llegás a tu cama? Fabi sigue haciéndose preguntas. Compara a las personas con famosos. La chica del check-in se ajusta la corbata y habla de una señora discapacitada. Pienso que lo dice por mí. Llueve. Un hombre que viene atrás camina lento y le tiemblan los dedos. Subo al avión y el despegue es normal. Ya no tengo miedo, puedo aguantarlo solo. En dos horas de vuelo me siento nervioso, inquieto. Hasta que revoleo mis zapatillas y me quedo tirado en el asiento. Mi cuerpo se estira y, aunque las piernas no ondulen, ocupo los dos lugares. El aire congelado que expulsa el agujerito de arriba me refresca la pera. Hago de cuenta que el avión es un colectivo, que abajo hay piso y arriba techo: que algo me sostiene. Pienso que encontré las palabras justas para contar y que se van a quedar para siempre conmigo. No sabía nada sobre mí; ahora todo. Lo solté en una autobiografía que saldrá, volando sobre una pandemia, en mayo de 2021. Ahora papá me levanta y me sienta sobre sus piernas. Animate, dice, asomate y espiá por la ventana. Me rasco la cara con su barba, blanca como la nieve. Me apoyo sobre su hombro y nos quedamos en silencio mirando cómo el día se desarma.

Más de esta categoría

Ver todo >