Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

Por las mismas épocas en las que viajábamos a San Andrés durante las vacaciones, una Semana Santa mis padres me dijeron que íbamos a ir a una finca cerca de Cali. Yo no había estado nunca y nos fuimos mi padre, mi madre y una enfermera con quien trabajaban. Llegamos de noche a una finca con portones inmensos en unos jeeps que habían ido a recogernos al aeropuerto. A la entrada vi los platos de unas antenas parabólicas descomunales, que por ese entonces únicamente se veían en los grandes edificios de Bogotá o en las centrales de telecomunicaciones. En esos años sólo teníamos tres canales en la televisión y muy poca gente tenía más, y cuando los tenían eran de televisiones peruanas y mexicanas. Nos llevaron a una cabaña muy confortable, con baños y tinas y mármoles, y en una sala había un televisor enorme con un Nintendo con el que se podía disparar a unos patos y unos cerdos con una pistola de plástico parecida a la que usaba Sam Bigotes. Yo tenía un Nichiman, la versión pirata del Nintendo, tal vez con los mismos juegos, pero para mí esto representaba todo el lujo del mundo. Jugué un par de horas mientras mis padres y la enfermera arreglaban sus jeringas y todo el material médico. Mi padre había estudiado durante años en Alemania medicinas biológicas y estaba en un momento en el que sus prácticas eran una novedad para la sociedad colombiana, por lo que lo buscaban mucho para realizar sus tratamientos, parte de la medicina bioenergética que comprende ramas como la homeopatía, la oxivenación, la terapia neural y celular y otras varias cosas. Les iba a realizar unos implantes celulares al dueño de esa mansión y a su esposa, con células provenientes de corderos, como los que recibió Charlie Chaplin en Vevey, al norte del lago Ginebra, al final de sus días. 

Nos llevaron a una cabaña muy confortable, con baños y tinas y mármoles, y en una sala había un televisor enorme con un Nintendo con el que se podía disparar a unos patos y unos cerdos con una pistola de plástico parecida a la que usaba Sam Bigotes.

Recuerdo haberme preguntado por qué esta gente tenía tanto dinero, o por qué mis padres eran tan pobres. Le hice algún comentario a mi madre, a quien nunca había visto tan nerviosa, y volví a oír ese “es porque son mágicos”. Y luego me dijo que el dinero no era lo más importante en la vida, que había que vivir bien y disfrutar de las cosas, pero que la gente con mucho dinero tenía existencias miserables y que por favor no me obsesionara con eso.

Luego los oí discutir en su habitación, mi madre recriminándole a mi padre por estar ahí, y sobre todo por haberme llevado, a lo que él le respondió con su credo de toda la vida: “Yo hice un juramento cuando me gradué de médico en el que prometía servir a todas las personas, y cuando dije a todas las personas, eso quería decir a TODAS las personas”. Ahí se quedó la cosa y nos dormimos oyendo los sonidos de grillos y chicharras que cantaban afuera al unísono, como una única voz, el silbido de un único animal, ajenos a los asuntos humanos. 


Gilberto Rodríguez Orjuela, el ajedrecista. / Semana.com

A la mañana siguiente nos despertamos temprano y unos hombres armados nos acompañaron a la casa principal, y tengo que decir que fueron muy amables y correctos. Entramos a un salón inmenso en el que nos sentamos a una mesa como para treinta personas en la que estaba servido un desayuno con todos los platos y bebidas posibles. Era comida vegetariana pues sabían la línea que seguía mi padre, aunque cuando nos sentamos a comer le oí decir a alguien que dónde estaban las salchichas y la tocineta. Del segundo piso bajó un hombre delgado, elegante, con el ceño fruncido, que cuando vio a mi padre se le iluminó la cara y dijo: “Doctor, qué bueno que esté aquí”. A ese hombre lo reconocería en las noticias meses después, pues era la cabeza del cartel de Cali, alias ‘el Ajedrecista’. Mis padres me habían dicho que era un empresario muy rico (desde eso tiendo a asociar la palabra empresario con la de mafioso o al menos con la de alguien que ha hecho su fortuna bañándose en sangre o aplastando a alguien más, tonterías que se quedan grabadas), con muchos negocios, que era lo que todo el mundo había decidido creer por ese entonces acerca de ese tipo de gente. Me quedé viendo una urna de cristal que había en el extremo norte de la mesa en la que había exhibida una revista Playboy con una mujer de pelo castaño muy atractiva en la portada. El porno en ese entonces era algo muy difícil de adquirir para los jóvenes y siempre era algo que se veía entre risitas, a escondidas. Yo tenía un par de revistas guardadas entre libros de Astérix que me había regalado M., el gran amigo de mi hermano, quien años después sería la primera persona que yo vería morir de sida. Bueno, la primera persona que vería morir. Cuando me las regaló me dijo que era importante darse esos gustos y que yo debía crecer para ser una persona sin límites, en ese entonces, cuando mi vida parecía sostenerse dentro de una cuadrícula. 

Del segundo piso bajó un hombre delgado, elegante, con el ceño fruncido, que cuando vio a mi padre se le iluminó la cara y dijo: “Doctor, qué bueno que esté aquí”. A ese hombre lo reconocería en las noticias meses después, pues era la cabeza del cartel de Cali, alias ‘el Ajedrecista’.

Al poco rato de que bajara el hombre, se detuvo arriba de la escalera la misma mujer de la portada de la Playboy, quien hizo su entrada dramática. Bajó por la escalera como en una película de los años cincuenta, lento muy lento, y nos saludó a todos de beso. Por alguna razón se sentó a mi lado y por alguna otra razón yo me puse muy rojo. Mi madre se dio cuenta, se sonrió y me dio una patadita por debajo de la mesa, una de nuestras claves secretas. 

Hablaron de varios asuntos durante el desayuno. Cuando terminamos los cafés, mi padre se levantó, se puso su bata de médico y se fue con la enfermera y con el hombre. “El primero al paredón”, dijo el hombre, tal vez profético. Salimos con mi madre y con la mujer a un corredor abierto muy agradable donde había otras mujeres sentadas, la crema y nata de la sociedad de Cali, a una mesa también muy larga. Sobre la mesa había árboles pequeños en macetas muy bellas que no había visto nunca, y algunas herramientas también muy pequeñas, que pensé eran usadas por duendes o gnomos. Empezaron a hablar de fiestas, de asuntos sociales que finalmente derivaron al arte del bonsái, que era como se llamaba el arte que utilizaba esos arbolitos como materia prima. Fue allí donde me inicié en esa práctica que mi madre continuó hasta su muerte y de la que aún guardo algunos ejemplares. 

Las mujeres se levantaron de sus sillas, oí que una le decía por lo bajo a otra entre risitas que había llegado Mr. Miyagi, el maestro mítico de la película Karate Kid, personaje interpretado por el fantástico Pat Morita. Nuestro Mr. Miyagi era un viejecito muy delgado, pequeño, con unas manos enormes y nudosas, que sonreía todo el tiempo. No hablaba una palabra de español ni de inglés por lo que iba con una traductora, una japonesa de tercera generación perteneciente a alguna de las familias de japoneses que llegaron a Palmira a principios del siglo XX. 

Todas le hicieron una reverencia y él nos invitó a sentarnos. Empezó a dar las instrucciones para desarrollar un tipo de forma tradicional del bonsái que se llama cascada. Nos mostró cómo enrollar las ramas con alambres de cobre dulce y cómo cortar las que sobraban para mantener la armonía de las formas clásicas de ese estilo. Cuando cortaba una rama grande pasaba a ponerle un cemento natural, una pomada gris que cicatrizaba al instante el muñón que empezaba a supurar savia. Recuerdo que el árbol con el que nos enseñaba era un holly hermoso con fruticos rojos y que quedó como un sueño. Al final le puso una hierba que había traído de Japón, de un verde oscuro intenso, con hojas fuertes y gordas, de la que mi madre se llevó unos esquejes y que todavía guardo en unas macetas. 

Salimos con mi madre y con la mujer a un corredor abierto muy agradable donde había otras mujeres sentadas, la crema y nata de la sociedad de Cali, a una mesa también muy larga.

Tras la instrucción nos pusimos todos a la tarea, las mujeres hablaban sin parar, salvo mi madre y yo que nos concentrábamos en nuestro trabajo. Bueno, yo cada tanto levantaba la cabeza para ver a la mujer de la Playboy, de nuevo rojo, cuando hacía contacto visual con ella, pero volvía a enterrar la mirada en el arbolito. Mr. Miyagi se había dado cuenta y también me miraba y sonreía, pero por alguna razón evitaba que se encontraran nuestros ojos. 

Nuestro Mr. Miyagi era un viejecito muy delgado empezó a dar las instrucciones para desarrollar un tipo de forma tradicional del bonsái que se llama cascada. / David Yu / Pexels.

Un un momento en el que estaba muy concentrado e intentaba enrollar una de las ramas con el alambre sin estropearla, siempre en la dirección de las manecillas del reloj, sentí su mano fuerte dándome una palmada firme sobre el omoplato derecho, justo en el lugar en el que ahora sé que queda el punto de encaje de nuestro cuerpo energético. Me quedé frío y como sorprendido durante unos segundos. Luego me giré a mirarlo y esta vez sí me miraba fijamente, traspasándome con sus ojos grises y con halo senil. Bajó la mirada y volvió a sonreír, dándome más palmaditas en la espalda, entonces suaves y cariñosas, al tiempo que me decía algo que entendí como Boyo o Boya. Pensé que era su manera de decirme muchacho en inglés. Pero años después le pregunté a una amiga japonesa, que me dijo que tal vez había usado una expresión muy antigua y ahora en desuso y que sólo se usaba con los muchachos, que quiere decir monje budista, de obousan, pero también bribonzuelo. Bouya, bouya, seguía repitiendo, acompañado de una risa pausada y que le salía del pecho, y que yo luego reconocería en varios maestros de mi vida. Un ja, ja, ja, entre dientes, siempre sonriendo, con los ojos cerrados y que parece salir del vientre. 

Bueno, yo cada tanto levantaba la cabeza para ver a la mujer de la Playboy, de nuevo rojo, cuando hacía contacto visual con ella, pero volvía a enterrar la mirada en el arbolito.

Terminamos la clase y nos fuimos a reunir a otro porche que miraba a una cancha de fútbol profesional, donde llegó mi padre con el hombre y la enfermera. Sentados en unas mesas cerca de la cancha había varios jóvenes, algunos con pelo largo, y reconocí a varios de ellos pues en ese entonces creía que me gustaba el fútbol y seguía los partidos. Estaban Cabañas y Gareca y me alegró mucho ver al viejo Willy, Willington Ortiz, un delantero fenomenal. Gareca le gritó a mi padre con su acento argentino: “Doc,¿yesasinyeccioneslohacenaunounsupermán?”. Mi papá sonrió y le respondió que si se ponían bajo su método les garantizaba que ganarían el Mundial. Todos se rieron y palmotearon sobre la mesa, mientras mi madre fulminaba con la mirada a mi padre, quien la obvió y siguió con la playmate a ponerle sus células. La playmate, por supuesto, no era la esposa del hombre. 

Willington Ortiz, un delantero fenomenal de la Selección Colombia.

El regreso a Bogotá fue en silencio y sólo nos detuvimos en Cali durante unas horas en uno de los apartamentos del hombre, también de un lujo excesivo, con unos ventanales inmensos, y en uno de los edificios de la oligarquía de esa ciudad, con piano de cola, y que meses después volaría en mil pedazos. 

Extracto del libro Viejos pactos, de Álvaro Robledo. Seix Barral Biblioteca Breve, marzo de 2021. www.planetadelibros.com.co


Más de esta categoría

Ver todo >