Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Con la excusa de un trabajo que terminó, que me llenaba pero que no pude extender, me embarqué en un avión al otro lado del mundo. Otra vez sin tiquete de regreso, como si el hecho de no tener un papel que asegurara mi retorno me ayudara a dejar atrás el desprendimiento que estaba sintiendo.

Mi madre murió el 17 de octubre de 2020. Un cáncer que empezó en 2017 se la llevó pocos años después. Cómo hacer duelos es algo que todavía no está escrito. Después de varios intentos, distintas terapias, miles de momentos eternos de vivir el dolor de la forma como se presenta, me ví en este viaje a la India, en búsqueda de otras respuestas a esa ausencia. Había oído, muchas veces, que la India es un subcontinente que entiende la muerte y las pérdidas —y por tanto la vida— de forma distinta. 

Acumuladas 30 horas en aviones y escalas, 19 en malogrados trenes, otras tantas de esquivar caravanas de camellos y elefantes, de cruzar coloridas calles en autorickshaws (más conocidos en occidente como tuk-tuks) y de estar rodeada de panales de motos con todos los sentidos distorsionados, llegué a Varanasi (más conocida en español como Benarés), una ciudad del noreste, al borde del río Ganges y, por tanto, una de las urbes sagradas del enorme país. 

Había oído, muchas veces, que la India es un subcontinente que entiende la muerte y las pérdidas —y por tanto la vida— de forma distinta. 

Haber mochileado en la juventud me dejó el gusto por salir al mundo, de vez en cuando. Viajar para no olvidarme que los problemas diarios son simplemente cotidianidad; para volar con tantos mundos y tantas vidas que te hacen comprender y celebrar, no sólo respetar, la diferencia y la diversidad; para aterrizar los pies en la tierra con la grandeza que trae poner la vida en perspectiva; para abrir la mente y el corazón a lo inesperado; para agradecer lo afortunada que soy; y esta vez, para darle otro insospechado sentido al duelo.

Viajar sola me sumó la sabiduría de hospedarme en hostales. Los hostales, acampaderos a bajo costo, atraen viajeros que economizan en estadía y le dan largas al tiempo y a los momentos compartidos con extraños. Moustache, el hostal escogido esta vez, por su 8.4 estrellas de calificación, criterio importante, venía además con un plus: los comentarios, en su mayoría, eran hechos por locales. 

En la azotea del hostal pedí una cerveza. Haciéndome la que revisaba mi atascado WhatsApp, oía atentamente a un alemán preguntándole a dos indios cómo conseguir Bhang Lassi. El alemán lo hacía con los ojos de la atracción por probar algo prohibido, con esas ansias de adrenalina que nos caracteriza a los foráneos en lugares nuevos. “Es una bebida para momentos especiales, cuando celebramos a Shiva o en tiempos de Holi. Es una especie de leche cuajada o yogur hecho con cannabis macho, no usamos la hoja femenina. No esperes la subida de la fumada” insistían los indios en un intento, sin mucho éxito, de bajarle el afán por lo desconocido. “Man, es una especie de medicina, como la empiezan a entender ustedes en occidente” sentenciaron. A mí, que seguía la conversación desde la barra, me sonó a permiso. Permiso para sobrepasar los límites que me había trazado antes de venir: “vas sola a la India, Arianna. Tienes que evitar las situaciones en las que te pongas tu misma en peligro”, esa frase repetida una y mil veces por mis amigas, en un intento de reemplazar premeditadamente nuestro “¿llegaste bien?” después de cada fiesta en Bogotá. 

Dependiente de la tienda en Varanasi, sirviendo el Bhang Lassi.

Me fui dejando llevar por la conversación y terminé anotando en mi libreta de viaje las indicaciones completas de cómo, dónde y a qué hora era mejor comprar ese Bhang Lassi, y decidí emprender una caminata con la idea de liberarme del calor del día y de encontrar lo que había ido a buscar a esa ciudad: la forma de entender la muerte de modo distinto, la manera oriental de evitar el vacío de quien se va por la creencia de que volvemos al mundo de alguna forma, esa que había leído tantas veces en los primeros meses del duelo por mi madre. 

Es una bebida para momentos especiales, cuando celebramos a Shiva o en tiempos de Holi. Es una especie de leche cuajada o yogur hecho con cannabis macho, no usamos la hoja femenina. No esperes la subida de la fumada”

Lo planeado en los viajes, como en la vida, muchas veces —o casi siempre— cae en las riendas del destino. La caminata me llevó a una calle, y, tras esa calle a otra, y después a un templo que celebraba el nacimiento del dios Shiva. Un momento especial, por supuesto, en el que botellas recicladas de plástico de Coca-Cola empezaban a descargar su contenido verde lechoso. La generosidad no se hacía esperar. Personas de distintas edades me ofrecían de su botella. Fui cauta, más preocupada por mi estómago que por los posibles efectos, compré un vaso en una de las pequeñas tiendas de calle que, me pareció, intentaban limpiar mejor el lugar de preparación después de cada venta. Lo pedí para llevar, por lo que el icopor extra significó desprenderme de mi última rupia, y me dirigí caminando (ya no tenía ni para pagar un autorickshaw) a una de las ghats del río sagrado, una de las largas escalinatas que conducen hasta el Ganges. 

Me senté a contemplar el río y el fuego con el que celebraban el nacimiento del dios Shiva. Mis pequeños sorbos temerosos y espaciados se fueron alternando por tragos rápidos, casi incontrolados. El sabor dulce que mi lengua recibía y transmitía inmediatamente al resto de mis sentidos hicieron desaparecer la cautela con la que recibí el vaso. Ahí estaba yo, al menos mi yo físico, en esa India de largas escalinatas y río ancho que se ve en las películas, en ese lugar especial para mi ingesta, mi viaje y mi duelo. 

Una de las escalinatas de cremación, en este caso la llamada Manikarnika Ghat.  Varanasi, India.

El yogur verde sin duda hizo su efecto. Los olores a incienso del fuego del dios Shiva rápidamente se transformaban en mi cuerpo en eucalipto, sándalo y madera. Después de una respiración honda se tornaban en un torbellino de aire que me llevaba a pensar en el viaje —el de mi mamá en esta vida, el de Colombia a la India, o el de este Bhang Lassi en Varanasi— con una dosis de admiración por el otro —y la otra—, por los extraños que llegan y se vuelven compañeras de viajes o compañeros momentáneos de vida y de duelo; de respeto por lo desconocido, de abrazar la paciencia, la respiración y la calma de los segundos que se perciben eternos y de acoger la urgencia y la precisión de los momentos de plenitud que se fugan con prisa.

La ghat a la que llegué era una de las tantas usadas para los ritos de cremación. Me senté a contemplar el río, somnolienta ya por los efectos de tranquilidad, podía respirar en calma. En medio del sueño, observo el dolor de una familia que entrega el cuerpo de su difunto a los Doms, la casta más baja. Los Doms ponen 300 kilos de madera, alcanfor y mantequilla clarificada en cada pira o lecho de cremación. Antes de la entrega, el cuerpo ya ha sido sumergido en el agua para su limpieza y el hijo mayor del difunto o difunta, con ropa blanca y cabeza rasurada, lleva a cabo los ritos de purificación: camina alrededor de la pira 5 veces en dirección contraria al reloj, lo que significa el retorno del cuerpo a los 5 elementos de la naturaleza. Con el fuego sagrado “Raja Don”, por el que ha pagado un monto correspondiente al estatus de la familia, enciende la pira con hierbas. Los hombres de la familia esperan alrededor de 3 horas hasta que el difunto se torna completamente en cenizas. La explosión de los huesos de su cabeza, de su calavera, simboliza la liberación del alma.

En medio del sueño, observo el dolor de una familia que entrega el cuerpo de su difunto a los Doms, la casta más baja.

La muerte en India denota la ausencia de tensiones en la existencia. Si hay algo incompleto en esta vida, se hará en la próxima. Morir es como cambiar de ropa. El alma cambia de cuerpo una vez este muere. Incluso otro de sus dioses, Vishnu, reencarna en Budha, para seguir guiando la vida. Mi sentimiento de amor era sobrecogedor: iba, en mi mente, desde el momento en que me despedí de mi madre hasta estar nuevamente en su útero; el ciclo de la vida al revés. Los sentimientos de naturalizar la muerte llegaban con lógica a mi cabeza desde el corazón. 

Después de la explosión de la calavera del cadáver, cada familia se dirige a tomar un baño de purificación al río Ganges. El ritual es llevado a cabo en total silencio porque se cree que expresar dolor o pena puede perturbar la transmigración del alma. Por esta razón las mujeres, de quienes se cree que no pueden “controlar” el llanto como los hombres, no pueden estar presentes. No sé qué tan distinto pueda ser el dolor que sentimos las mujeres, ni tampoco qué tanto pueden —o deben— controlar la pena los hombres, pero sí sé que el dolor de ambos puede llegar a ser un poema que inmortaliza el vacío; que lo devuelve a su punto: el fin de uno de los ciclos vitales. Entendí que a mi mamá la humanidad se le quedó corta, que su alma trascendió, aunque fuese sin su cuerpo, y que al final todo es amor.  

Otro aspecto de Manikarnika Ghat, escalinata de cremación, desde el río Ganges. Varanasi, India. 

Por último, los Doms recogen las cenizas aún humeantes y las echan al río, con la convicción de que así dan paso al siguiente cuerpo. 

Yo regresé al hostal y dormí placenteramente hasta el día siguiente cuando me levanté lista para darle paso, también, a mi siguiente aventura. 

Viajar, cuando además se hace en solitario, viene acompañado de asombro por las sorpresas que se presentan —casi siempre— en dósis pequeñas, diarias, y a veces con nombres de personas y de energías. Los sentidos los tienes a tope. Te maravillas tanto o más por los andenes y las calles, las sonrisas y los gritos, que por los templos, la historia sagrada y los cánticos de las religiones. Porque a pesar de convivir con mucho ruido exterior y con tormentas de estímulos para tus sentidos, vas también en un trayecto hacia dentro, hacia el alma, como en el duelo; sólo te tienes a tí, y a unos cuantos compañeros momentáneos de camino, para compartirlo y digerirlo.

Panorámica de Varanasi, India. Foto tomada desde el corredor Kashi Vishwanath. 

La contemplación del ritual junto con la experiencia del Bhang Lassi, me permitieron despedir —y volver a sentir— a mi madre con una paz que nunca hubiese imaginado. Pero, además, descubrí la increíble y sabia forma como se despiden de la vida a miles de kilómetros de mi mundo. 

Namasté.  


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