Relatto | El cuento de la realidad
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Una horda de agentes del Servicio Secreto estadounidense atiborra el restaurante, desplazándose con el apuro y el propósito de un hormiguero recién pisado. Vestidos de trajes negros, camisas blancas y barbijos (mascarillas) quirúrgicos, invaden el local con computadores y monitores; cortan el teléfono para conectar sus propias líneas; cubren las ventanas con papel translúcido y tapan los lentes de las cámaras de seguridad. “Si las hackean, pueden determinar la ubicación de la vicepresidenta y dispararle”, explica uno, con la misma naturalidad de un plomero que explica la funcionalidad de un anillo para grifos. Con ovejeros alemanes revisan la cocina, la barra, los baños, todos los rincones del salón.

Lorena Cantarovici camina por el salón en su uniforme habitual de chaqueta de solapa cruzada y faldón blanco. Sonriente como siempre, hoy está nerviosa, pero no tanto por el operativo de seguridad que se está desplegando en su restaurante, como por la tarea que tendrá que desempeñar en unas pocas horas: recibir, presentar y alimentar a Kamala Harris, la primera y única mujer que ha logrado pisar el penúltimo escalón de poder del imperio norteamericano.

Lorena (derecha) con Lorenza, la primera empleada.

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En un día común, María Empanada podría ser otro restaurante chic del barrio porteño de Palermo: mesas comunales de madera rústica, una barra repleta de canillas de cervezas artesanales, una máquina de expreso italiano que emite vapor y rebuznos. El primer detalle que delata su ubicación es el dispensador de gaseosa, el del famoso refill.

Si las hackean, pueden determinar la ubicación de la vicepresidenta y dispararle”, explica uno, con la misma naturalidad de un plomero que explica la funcionalidad de un anillo para grifos.

En la vitrina se ven muchas empanadas conocidas para el paladar argentino —carne, pollo, jamón y queso, cortada a cuchillo— y otras que claramente buscan saciar los gustos yanquis: una empanada “de desayuno” lleva chorizo, queso y huevo revuelto.

La historia de Lorena fácilmente podría servir para llenar los casilleros de una nota modelo del diario conservador La Nación: con nada más que un puñado de plata, un argentino se va a probar la suerte en algún país del primer mundo, pone un negocio, y se vuelve rico.

De hecho, ya sucedió, Lorena recibió su glosa “nacionesca” en una nota de 2017, que decía más o menos que se fue con 300 dólares a Estados Unidos, montó María Empanada e ingresó al club de los millonarios. 

 En el suelo fértil de la tierra del billete verde, donde los dólares siempre están dando vuelta, hasta la semilla más modesta fácilmente rinde cosechas repentinas y exorbitantes. 

Pero el camino de Lorena no ha sido tan fácil, ni su cosecha tan repentina.

Vitrina de empanadas, en el local de la calle Broadway.

Nacida en Once, Lorena crece en la Capital argentina con su madre soltera. Las dos se reubican mucho, en torno a los vaivenes de la economía familiar. “Habré tocado los cien barrios porteños. A mi mamá no le iba bien económicamente, en nada. Siempre debíamos alquiler y cada dos años, cuando terminaba el contrato, nos teníamos que mudar. Nos mudábamos, nos mudábamos y nos mudábamos”.

Al egresar de la secundaria, se anota en la carrera de Contabilidad en la Universidad de Buenos Aires y consigue trabajo en un banco. Acostumbrada a mudanzas, no duda cuando le llega una oferta laboral en México. “Es lo último que falta” le dice su madre entre lágrimas cuando escucha la noticia. Saca de su billetera una lista de sucesos que una vidente le vaticinó años antes; el único que queda por cumplirse es que su hija se vaya del país.

Habré tocado los cien barrios porteños. A mi mamá no le iba bien económicamente, en nada. Siempre debíamos alquiler y cada dos años, cuando terminaba el contrato, nos teníamos que mudar. Nos mudábamos, nos mudábamos y nos mudábamos”.

“México fue un shock que no pensaba”, recuerda Lorena. “Muy sencillitos no somos los argentinos. Pensamos que todo el mundo nos debe un favor a nosotros. Me costó acostumbrarme. Pero aprendí a dar vuelta a las cosas y terminé con un mundo de amistades”.

Cuando se cumplen los dos años de su contrato laboral, en vez de volverse para tierras australes, Lorena sigue con su mirada hacia el norte. Con el contacto de la hermana de un amigo, cruza al otro lado del río Bravo y llega a la ciudad de Denver, en el estado de Colorado, con la idea de juntar algo de plata y aprender un poco de inglés. Se quedaría unos seis meses, a lo sumo un año.

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Lorenza, Lorena y su familia.

Colorado se ubica en el medio del país, apenas al oeste del centro geográfico y lejos de ambas costas. Parte de México con anterioridad, pasó a manos estadounidenses en 1848, tras una guerra entre ambas naciones provocada por el impulso de los norteamericanos de ampliar sus posesiones territoriales hasta el Pacífico. Durante los tres siglos previos, las tierras de Colorado habían sido parte del Virreinato de Nueva España.

De los 1,2 millones de latinos que allí residen —una quinta parte de la población total— hay desde inmigrantes mexicanos y centroamericanos recién llegados hasta familias centenarias, herederas de títulos de propiedad del siglo XVIII que llevan el sello de la Corona española.

A pesar de su gran colectividad latina, cuando Lorena llega a Denver no encuentra la misma calidez que definió su tiempo en México. En el país de la producción en cadena, le impresionan las calles desprovistas de peatones y colmadas de autos, donde las únicas interacciones espontáneas se dan entre bocinazos y puteadas. Las temperaturas gélidas de sus inviernos, que pueden tocar los -30°, parecen reflejar la frialdad de sus habitantes. Se anota en un gimnasio para conocer gente, tal vez un primer amigo lugareño, pero no funciona. “La gente llegaba a la hora de la clase, tomaba la clase y se iba. Nadie hablaba con nadie”.

En el país de la producción en cadena, le impresionan las calles desprovistas de peatones y colmadas de autos, donde las únicas interacciones espontáneas se dan entre bocinazos y puteadas.

Frustrada por las trabas a la vida social, busca a sus compatriotas y empieza a organizar fiestas para los pocos argentinos que viven en la ciudad. En una de esas conoce a Daniel, nacido en EE.UU. pero hijo de argentinos. Empiezan a salir. Transcurren los años, se casan y tienen hijos. Mientras, Lorena consigue trabajo en un restaurante mexicano, donde encuentra un poco de cariño latino y donde puede resolver confusiones con comensales no hispanoparlantes apuntando a las fotografías que lleva la carta. 

Al momento de vender su primera empanada, la joven aventurera ya está asentada en la adultez: esposa, madre, propietaria de una casa.

Lorena durante la apertura de su primer local.

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María Empanada empieza como emprendimiento humilde, de empanadas hechas a mano por Lorena en su casa. Con el gradual aumento de los pedidos y el aliento de amigos y familiares, Lorena decide poner un local que da a la calle. Va a necesitar plata. Pero, a pesar de estar en la tierra de los dólares, los dólares no le son tan fáciles de conseguir. Quince bancos le rechazan su solicitud de préstamo.

—¿Pensás realmente que hay suficientes argentinos en la ciudad como para que el restaurante sea rentable?”— le cuestiona un bancario.

—Bueno, ¿y qué pasa con las decenas de locales de comida italiana?” —responde—. ¿Creés que hay tantos italianos?.

No lo logra convencer; un rechazo más.

Pero, a pesar de estar en la tierra de los dólares, los dólares no le son tan fáciles de conseguir. Quince bancos le rechazan su solicitud de préstamo.

“Las mujeres inmigrantes son consideradas ‘inviables’ por los bancos”, explica Victor Arango, el encargado de comunicación de María Empanada. “No reciben los préstamos que merecen”. Detalla que, de los 80 mil millones de dólares de capital de inversión que intercambian manos en EE.UU. cada año, sólo el 2% va a mujeres. “Y de ese 2%, menos del 0,25% va a mujeres de grupos minoritarios”. 

Los dólares siempre están dando vuelta. Pero por circuitos reducidos y exclusivos. Es solo después de muchas negativas que, por medio de una agencia estatal que apoya a las pymes, Lorena logra acceder a un préstamo inicial para abrir sus puertas. Después, durante buena parte de una década, con tiempo, esfuerzo y mucho repulgue (pliegue con el que se cierra la masa), María Empanada se convierte en un negocio exitoso. En la víspera de la pandemia, sus cinco locales preparan 6000 empanadas a diario.

Detalla que, de los 80 mil millones de dólares de capital de inversión que intercambian manos en EE.UU. cada año, sólo el 2% va a mujeres. “Y de ese 2%, menos del 0,25% va a mujeres de grupos minoritarios”. 

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Celebrando con sus artesanas.

Pasando por el Sol de Mayo que adorna la fachada de María Empanada, los agentes del Servicio Secreto entran con banderas estadounidenses para adornar el fondo de la rueda de prensa. Llega la vicepresidenta. De saco negro, barbijo negro, pelo negro alisado y brilloso, las cámaras no paran de dispararle mientras toma su lugar en la mesa al lado de Lorena. Los demás funcionarios de su séquito también ingresan y se sientan.

Lorena respira hondo antes de dar las palabras introductorias. Siente una tensión que describe como la fuerza de dos imanes de polos opuestos que se enfrentan. Durante las dos décadas que ella lleva en el país extranjero, los inmigrantes latinos han sido blanco de algunas de las políticas más crueles. El gobierno de Bush deportó a más de dos millones de inmigrantes y Obama, su sucesor, subió la vara a tres. Después Trump inauguró el secuestro de menores de edad que llegaban a la frontera, muchas veces separándolos de sus padres, para encerrarlos en jaulas provisorias en supermercados abandonados, una política que aún continúa tras su derrota electoral. Cuando Lorena se sienta en la mesa con Kamala Harris —ella misma hija de una madre hindú y un padre jamaiquino— su gobierno aún tiene a más 20.000 niños migrantes en cautiverio.

Se intercambian bienvenidas y gracias. La vicepresidenta comienza hablando del último desembolso de subsidios y préstamos que el gobierno nacional está preparando en el marco de la pandemia, unos $28 mil millones, una cifra cuyos ceros son tantos que parecen arbitrarios.

Cuando Lorena se sienta en la mesa con Kamala Harris —ella misma hija de una madre hindú y un padre jamaiquino— su gobierno aún tiene a más 20.000 niños migrantes en cautiverio.

Luego Lorena relata algunos hitos de su vida personal, la historia de su restaurante, los rechazos que recibió de los bancos. La pandemia le pegó como a muchos restaurantes a ambos lados del Ecuador: fuerte, con despidos, cierre de locales, pagos vencidos y cuentas en rojo. Expresa su entusiasmo ante la posibilidad de recibir un puchito, por más mínimo que sea, de todos esos ceros.

“Por 30 minutos la vicepresidenta estuvo mirándome a los ojos de una forma tan intensa”, relata Lorena después. “Fue muy poderoso. Lo que yo decía en ese momento podía quedar capturado para que ella pueda hacer algún cambio”.

Visita de Kamala Harris a María Empanada.

Acompañan a Lorena otras mujeres inmigrantes que también relatan sus situaciones: la dueña de un local de artesanías, una vendedora de vajillas al por mayor. Luego la palabra pasa a los otros funcionarios y las charlas cierran con una risa general que se escucha por detrás de los barbijos, una exhalación de alivio de que el acto se haya realizado ordenada y cortésmente.

Por 30 minutos la vicepresidenta estuvo mirándome a los ojos de una forma tan intensa”.

El séquito presidencial se levanta flanqueado por los agentes de seguridad. Las cámaras reinician sus disparos y la vicepresidenta se dirige al mostrador para hacer su pedido.

“Sobre otro tema, ¿le podría hacer una pregunta?”, interrumpe la vendedora de vajillas. Pero la vicepresidenta ignora el interrogante. Ya no es tan fácil captar su atención. Ha llegado la hora de comer.

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