Emilia Pérez llega revestida de la polémica y antipatía latinoamericanas recogidas por las redes sociales y los medios que le han dado cobertura, más aún ahora que aspira al Óscar representando a Francia debido a la nacionalidad de sus casas productoras y de su director, Jaques Audiard, un multipremiado realizador y, sobre todo, guionista (11 créditos como director, 25 como guionista, 10 como ambos). Es un filme con méritos pero de ninguna manera merecedor de la catarata de lauros y nominaciones que viene recibiendo (13 al Óscar, tantas como Lo que el viento se llevó o El señor de los anillos: El retorno del rey; más que Ben-Hur, La lista de Schindler con 12 o El padrino II y Amadeus con 11). La situación es delirante pero intentaré explicar.
Un filme amado y laureado en occidente como El tigre y el dragón de 2000, hablado en chino mandarín, rodado en China y con lo mejor del despliegue del cine de kung fu fue un fracaso en esa misma China, donde se le tiene como un título mediocre. ¿Qué pasó? La estrella Chow Yun-fat era hongkonés y hablaba chino cantonés, Michelle Yeoh era malaya, la entonces novel Zhang Ziyi era la hablante nativa de mandarín por ser de Beijing, y su pareja en la ficción, el actor Chang Chen, era taiwanés y hablaba con su acento local. El director Ang Lee quiso filmar en chino mandarín –por así decirlo, el “chino estándar”– y ordenó que Yeoh, Chow y Chang lo aprendan fonéticamente. El resultado: cuando se estrenó, el público chino no entendía nada. Amigos con contactos chinos me contaban en aquella época que los fuertes acentos dispares de Yeoh, Chow, Chang y de otros miembros del elenco hacían imposible disfrutar del filme, generando un enorme rechazo. Asimismo, la China mostrada era –en palabras de Lee– una ‘China de la imaginación’, mezclando vestuarios y circunstancias históricas libremente.
De estos detalles, el resto del mundo no se dio cuenta.
Algo de eso ocurre con Emilia Pérez. El denso acento gringo de Selena Gómez queriendo pasar por una mexicana “criada en Estados Unidos” es objeto de burla continental, lo mismo que el acento caribeño-estadounidense de Zoe Saldaña queriendo pasar por mexicana nativa, o acaso el texto mismo de un guion escrito en un castellano irreconocible, un castellano que nadie habla en ninguna parte de Latinoamérica nos desorientan y crean una barrera constante entre espectador y película. El asunto empeora cuando oímos las letras de las canciones, que a todas luces se sienten escritas en otro idioma (¿francés? ¿inglés?) y traducidas a la fuerza –quizá con Inteligencia Artificial–, resultando en palabras que no calzan en los compases, en frases sin rima o melodía alguna a océanos de distancia de la perfección, gracia y entonaciones armoniosas de lo que puede verse en Wicked, parte 1. “Sé amable, saluda, querida / a tu tía matrona, Emilia / a tus nuevas custodias, primita / de tu jaula dorada, bienvenida”, escuchamos ¿cantar? a Gómez en “Bienvenida”, mientras nos preguntamos quién fue el animal que escribió la letra. “Medio yo, medio ella / medio dos, medio sola, medio abajo / arriba, al principio y al final / ¿quién soy? No lo sé, nací hace un instante”, canta de forma críptica Karla Sofía Gascón en “El amor”.
Emilia Pérez nos muestra a una gran Gascón primero como el “Manitas”, un temido y sanguinario narco casado con la guapa Jessi (Gómez), y luego convertido en la Emilia Pérez del título tras una cirugía de cambio de sexo, posible por los oficios de Rita (Zoe Saldaña), una abogada de Ciudad de México que, medio por fuerza, medio por necesidad, se vuelve la mano derecha de Manitas/Emilia y le ayuda en sus planes, entre ellos desaparecer del mapa unos años. Cuando Emilia extrañe a sus hijos comenzarán los problemas, ya que Rita deberá conseguir que Jessi vuelva a México con los hijos de Emilia, la otrora “Manitas”.
Audiard presenta estos hechos dentro de un ‘México de la imaginación’, para seguir con el ejemplo de Ang Lee, ubicando los hechos de Emilia Pérez en un espacio donde conviven lo tangible con lo surreal, un musical anti-Hollywood donde el sentido expresivo de las canciones tiene más de catarsis anárquica que de goce entusiasta. Recuerda más al cine de un Léos Carax (por ejemplo, Annette de 2021) que un La La Land de 2016; Emilia Pérez luce más emparentada musicalmente incluso con referentes tipo The Rocky Horror Picture Show de 1975. En esta línea, el efecto del pobre acento tiene el efecto, para el espectador latinoamericano, de darle a las actuaciones un acabado farsesco, impostado, mediocre. Donde el resto del mundo ve proezas actorales, nosotros vemos desgracias.
Así como desde Latinoamérica no percibimos acentos o inexactitudes en las cintas habladas en chino, indio o ruso, del mismo modo el resto del mundo valora a Emilia Pérez por su sí, originalidad, por las performances esforzadas de canto y baile (sobre todo de Saldaña), por su innegable carga dramática y por las virtudes de su cinematografía y montaje atrevidos. Lo inexplicable es la carta libre que se le da a esos alaridos que pasan por “canto” –en especial las caprichosas notas agudas en varias canciones– y esas mismas canciones aberrantes que pides que por favor terminen pronto para que se acabe el martirio. Resumiendo: como historia, cautivante; como realización para un mercado latino, un desastre.
Esta tortura continuará la noche del Óscar 2025, cuando Emilia Pérez le arrebate premios a otras películas que más lo merecían. Es la tormenta que se asoma a lo lejos.
CALIFICACIÓN: 2/5