Relatto | El cuento de la realidad

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Yo vi el inconcebible misterio de un alma que no conocía la moderación, ni la fe, ni el miedo, y que sin embargo había luchado a ciegas consigo misma. Conservé la cabeza bastante bien, pero cuando lo tendí al fin en su lecho, y me sequé la frente, mis piernas temblaron como si acabara de arrastrar media tonelada sobre la espalda por una cuesta. Y sin embargo, yo solo había sostenido su brazo huesudo alrededor de mi cuello; nada que fuera más pesado que un niño.

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

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Junio de 2017. Pasan las tres de la tarde de un viernes en una de las salas del pabellón de tuberculosis y VIH Sida del Hospital Pediátrico de Kimbondo, un empobrecido barrio agrícola de Mont Ngafula, a treinta kilómetros al sureste de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo.

Evenecer Badingila, un muchacho de dieciocho años que parece de doce, respira con dificultad. Está tendido en una cama desastrosa: un catre de madera, un colchón envejecido, sábanas que parecen mortajas. Su cuerpo, apenas cubierto por una larga camiseta raída, se contrae como si quisiera hacerse un ovillo y desaparecer. Su piel —que alguna vez fue reluciente— hoy tiene un matiz mortecino y recubre un esqueleto de huesos endebles. Evenecer tiene los ojos abiertos, pero su mirada está vacía. Su cabeza reposa en un bulto que intenta ser una almohada y por la comisura de su boca escurre el agua que su abuelo trata de darle, pero que Evenecer no puede tragar.

"Está grave. Llegó ayer. No sabemos si pasará de esta noche… Nació con VIH, lo heredó de sus padres. Ellos murieron hace unos años y a él solo le queda su abuelo. Había estado bien, pero dejó de tomar sus medicamentos y huyó de su casa. El abuelo lo encontró desnutrido y lo trajo al hospital".

Así me resumió la historia de Evenecer hace dos días el médico Patrik Nkoyintashi, el jefe de esta área del hospital.

Nkoyintashi, al igual que los dos enfermeros que lo asisten en este pabellón, Françoise Mafuke y Marie Jane Kongolo, no conocen solo clínicamente los efectos del Sida: a los tres el virus les ha arrebatado parte de sus familias. El médico, quien además se crió en el orfanato que tiene este recinto hos­pitalario, perdió a su hermano mayor en 1996. A Françoise, un hombre de edad indefinida y movimientos medrosos, se le murieron dos sobrinas. Marie Jane, una mujer delgada y de sonrisa congelada, enterró a su hermano en 2003 y a varias de sus amigas de infancia. "En todas las familias hay muertos, incluso hay poblados enteros que fueron arrasados por la enfermedad", me dice Françoise.

Los tres hablan con recelo.

El Sida, me confiesan, es un tema que molesta en África. Es un mal que los estigmatiza y que, además, los ha herido.

Un empobrecido pabellón infantil, en un hospital en la República Democrática del Congo.

El África subsahariana es la región del mundo donde el Sida ha cercenado más vidas. Según la Organización Mundial de la Salud, en 2015, de los 36,7 millones de personas viviendo con VIH en el mundo, 26,5 millones vivían en los países de esta región. Pero en los últimos años, en África Central y Occidental, el número de VIH positivos con acceso a tratamientos antirretrovirales se ha duplicado: de 905.700 en 2010 a 1.830.700 en 2015. Aun así, las muertes siguen inalterables: en 2010 fueron trescientas setenta mil, y en 2015, trescientas treinta mil, según el programa mundial conjunto de Naciones Unidas para el Sida (Onusida).

A pesar de ello, la República Democrática del Congo (RDC) no está entre los países de África central y occidental más afectados por el VIH: el listado lo encabezan Camerún (4,5 por ciento de la población diagnosticada) o Gabón (3,8 por ciento). Y se mantiene a gran distancia de países del África austral como Sudáfrica, donde el 19,2 por ciento de la población de entre quince y cuarenta y nueve años es seropositiva.

En RDC, al igual que en gran parte de los países de este continente golpeados por el virus el Sida es considerado una maldición. Lo fue así desde que a comienzos de los ochenta empezó a mermar a su población gradual y vorazmente hasta convertirse en una bestia insaciable y desbocada.

"Cuando el Sida empezó a hacerse notar fue tomado como una maldición, solo así podían explicarse tantas muertes, porque hubo un momento en que los cementerios colapsaron", me dirá el médico y sacerdote chileno Hugo Ríos, quien llegó a África en 1981.

Ríos está aburrido de sacar cuentas de los muertos que ha enterrado.

"Era cavar fosa tras fosa. Sida, malaria, desnutrición, parecía que todos los males del mundo estuvieran concentrados en este lugar del planeta".

El África subsahariana es la región del mundo donde el Sida ha cercenado más vidas. Según la Organización Mundial de la Salud, en 2015, de los 36,7 millones de personas viviendo con VIH en el mundo, 26,5 millones vivían en los países de esta región.

Hugo Ríos es el fundador y director del Hospital Pediátrico de Kimbondo. Este hombre, que se ordenó como sacerdote en Córdoba, Argentina —donde también estudió medicina—, recibió la orden para irse a África a mediados de 1980, mientras estaba a cargo de la formación de seminaristas en Gran Avenida y era cura de la parroquia Inmaculada Concepción de Maipo. Su primera destinación fue Camerún. En medio de la selva, sus misiones fueron varias: trabajar con enfermos de lepra y malaria, y capacitar a sacerdotes y misioneros europeos y africanos que se destinarían a África Central. Durante casi una década formó misioneros en países como Nigeria o Guinea Ecuatorial, pero siempre se centralizó en RDC, que entonces se llamaba Zaire. Además, viajó a Italia, donde tomó un curso de especialización en enfermedades tropicales. En la Universidad de Siena conoció a la neumonóloga Laura Perna, quien en 1989, a los sesenta años, luego de jubilarse, vendió todas sus pertenencias y se fue a lo que entonces era un sitio descampado en las afueras de Kinshasa para acompañarlo en la creación del Hospital Pediátrico de Kimbondo. En el sitio baldío ahora está el hospital. El recinto, que ocupa un enorme terreno custodiado por policías, tiene un laboratorio de exámenes, un banco de sangre, servicio de radiología, una farmacia y sectores para cardiología, tuberculosis y VIH Sida. También tiene un sector donde las personas son internadas para seguir tratamientos o darles mejor muerte. El padre Hugo trata de acompañar a los niños cuando llega ese momento: "No me gusta que mueran en soledad. Los médicos saben que tienen que avisarme. No importa la hora, yo salgo y los acompaño hasta que llega el momento".

Cuando el Sida empezó a hacerse notar fue tomado como una maldición, solo así podían explicarse tantas muertes, porque hubo un momento en que los cementerios colapsaron".

Ese viernes por la tarde Evenecer Bandingila, el muchacho que agonizaba en el pabellón de tuberculosis y Sida, se unió a ese listado. Después de tres días que duró su agonía, mientras su abuelo lo vigilaba y dormía en el patio del hospital para no dejar de cuidarlo, su sistema inmunológico sucumbió. El abuelo, me dirán después, no lloró. Consiguió una destartalada camioneta, tomó el cuerpo de Evenecer y lo llevó al cementerio que queda cerca de Aupé, el barrio cercano al aeropuerto de Kinshasa donde vivían, para enterrarlo junto a sus padres.

"Al menos él tuvo un familiar que lo acompañó. A otros niños con Sida —y de tantas otras enfermedades, que van desde trastornos degenerativos hasta problemas mentales o mi­ nusvalías—, se los considera malditos y los arrojan a la calle, a su suerte", me explica esa noche el padre Hugo Ríos.

A esos niños se los llama ndoki, "niños brujos". Aquí, como en algunos otros sectores de África Central, hay familias que acusan a la brujería de las enfermedades o culpan al hijo menor del grupo si sobreviene una muerte, un problema económico o cualquier otra crisis.

La mayoría de los más de cuatrocientos niños que están internados en la Pediatría de Kimbondo fueron acusados de ser ndoki. Entre ellos hay muchos VIH positivos o sobrevivientes de familias completas que murieron de Sida.

La mayoría de los más de cuatrocientos niños que están internados en la Pediatría de Kimbondo fueron acusados de ser niños brujos. / Foto: Curtis Loy / Pexels.

Aunque en RDC hoy los tratamientos antirretrovirales son relativamente fáciles de conseguir por la acción de organismos de cooperación internacional, hay niños con VIH que siguen llegando en condiciones lamentables al hospital, porque sus padres acostumbran a llevarlos con pastores de sectas religiosas para que les practiquen exorcismos a cambio del poco dinero que tienen. En las últimas décadas en esta región ha aumentado la presencia de grupos religiosos, en su mayoría subderivaciones de las Iglesias protestantes y otros cultos. Se los conoce como églises de réveil y potencian el animismo y el temor a la brujería. Muchos creen que las enfermedades o las muertes son producto de un mal, de un hechizo que les come el espíritu. En una nación donde la pobreza y la ignorancia se enraman, la religiosidad tiene una importancia desmedida. Y esa influencia es perniciosa cuando los líderes de las Iglesias sacan partido de la precariedad, de la desesperación y del temor a lo desconocido.

Esas mismas iglesias aseguran a los VIH positivos y a sus familiares que las terapias antirretrovirales son inútiles. Las acusan de contaminar el organismo y de que no sirven para contrarrestar un maleficio. El demonio de la enfermedad hay que expulsarlo con oraciones, rituales mágicos o incluso con «exorcismos».

Evenecer, el muchacho que murió en el camastro en el pabellón de tuberculosis, fue convencido por el pastor de uno de esos cultos. Joseph, su abuelo, me lo contó mientras lo cuidaba. El adolescente estaba en el último año de secundaria y llegó, por medio de un compañero de escuela, a una iglesia de su barrio. Al poco tiempo abandonó los medicamentos. Cuando su abuelo lo enfrentó, Evenecer dejó la casa.

Tres meses después, unas mujeres del vecindario llegaron a decirle que el muchacho estaba agonizando en la calle. Joseph lo fue a buscar. Evenecer, dice su abuelo, tenía la misma mirada que había observado en su hijo y su nuera antes de que murieran.

El hombre, curtido por el padecimiento que ya había visto a su alrededor, supo que había poco que hacer.

En una nación donde la pobreza y la ignorancia se enraman, la religiosidad tiene una importancia desmedida. Y esa influencia es perniciosa cuando los líderes de las Iglesias sacan partido de la precariedad, de la desesperación y del temor a lo desconocido.

A República Democrática del Congo viajé para responder una pregunta que me han repetido —y me la he formulado yo mismo— innumerables veces desde que supe que era VIH positivo.

¿Cómo te contagiaste?

Mi respuesta física y verbal —una cuestión así siempre inquieta— durante estos quince años ha sido la misma: un incómodo silencio al que sigue un rápido y evasivo "no lo sé".

Asumo que ese "no lo sé" es una mala respuesta: no solo resulta vaga, además es algo cortante o puede parecer poco creíble. Pero no tengo otra. Es una media verdad que me acomoda y que me parece la más adecuada para una pregunta en apariencia inofensiva, pero que la mayoría del tiempo deriva en un cuestionario que irremediablemente barrena la intimidad. Cuando recién me diagnosticaron, debí confesar cada detalle de mi vida personal con los médicos y luego con mi psiquiatra. En ese momento me pareció lo correcto. Incluso lo necesité para entender lo que había ocurrido. También para perdonarme. La culpa, al igual que el temor, es un nubarrón que encapota la cabeza, que fustiga y que paraliza.

Mirar atrás, entender cómo y por qué ocurrió todo, fue importante en ese momento. Después decidí guardar silencio, contestar con el anodino "no lo sé" cuando alguien cruza la barrera de la privacidad. Prefiero dejar que mis interlocutores saquen sus conclusiones. No es muy complejo: las formas de transmisión del virus son pocas. Nunca me inyecté drogas intravenosas. Nunca tuve transfusiones de sangre antes de que me atropellaran en la Alameda, cuando escuché el primer diagnóstico de VIH que nunca me fue confirmado y que preferí olvidar. Como es obvio, no adquirí el virus de mi madre.

Solo me queda la forma por la cual el virus extendió su dominio en el mundo: el contagio sexual.

A República Democrática del Congo viajé para responder una pregunta que me han repetido —y me la he formulado yo mismo— innumerables veces desde que supe que era VIH positivo. / Foto: Archivo particular.

Pero escarbar en el quién, el cómo, el cuándo o el dónde, no tiene importancia. No cambia nada.

Ya ocurrió. Fui responsable. Nunca escondí mi enfermedad y tomé el resguardo con mis antiguas parejas. Apenas salí del hospital, llamé a quienes creí importante que supieran todo. Les sugerí que se hicieran el examen. Algunos lo entendieron, otros me colgaron, un par nunca contestó y uno me insultó, pero cumplí.

En ese momento cerré el tema.

Cuando decidí escribir este libro, sabía que la pregunta reaparecería. Asumía que nuevamente invocaría la media verdad del «no lo sé», pero podría agregarle la contrapregunta: ¿eso tiene alguna importancia?

Mientras investigo, me cuestiono y escribo, también he comprendido que hay datos que van más allá de las circunstancias personales, de las características científicas del virus o de las estadísticas de transmisión o de mortalidad. Interrogantes no del todo claras ni definitorias. Renglones incompletos o confusos. Teorías en las que las medias verdades se conjuran; en las que la incerteza trastabilla con la falta de información histórica. Una de ellas, quizás la más enigmática, es el origen del virus.

¿Cuál es la huella desde su aparición hasta que se convirtió en una de las infecciones más mortíferas de la historia?

Nunca me inyecté drogas intravenosas. Nunca tuve transfusiones de sangre antes de que me atropellaran en la Alameda, cuando escuché el primer diagnóstico de VIH que nunca me fue confirmado y que preferí olvidar. Como es obvio, no adquirí el virus de mi madre. Solo me queda la forma por la cual el virus extendió su dominio en el mundo: el contagio sexual.

Las teorías más reconocidas por la comunidades científicas que han intentado trazar la genealogía del virus —olvidemos por ahora especulaciones conspirativas de un virus creado por el hombre— ineludiblemente han fijado como punto cero el África subsahariana, específicamente un lugar entre los ríos Sanaga (que recorre cuatro provincias del centro de Camerún) y el río Congo (que cruza cuatro países: Zambia, República Democrática del Congo —RDC—, República del Congo y Angola). En ese epicentro indeterminado del África Central habría ocurrido la zoonosis: el traspaso de un virus animal, en este caso de una variante de inmunodeficiencia propia de algunas variedades de chimpancés, al ser humano. Y esas mismas teorías han apuntado a la capital de RDC como el lugar donde se conservan las muestras más antiguas del VIH en seres humanos, desde donde el virus supuestamente habría saltado a Occidente y donde, al mismo tiempo que los primeros casos aparecían en Los Ángeles y Nueva York, un mal sin nombre ya segaba la vida de centenares de congoleños.

En la medida en que fui interiorizando la historia del virus, Kinshasa se transformó en un lugar omnipresente. Aparecía en todos los relatos que encontraba sobre el germen de la epidemia y me convencí de que debía viajar a ese lugar de África para entenderla. También así podría evitar la media verdad, el "no lo sé". Trasladar el interés que provocaba mi propia infección para hablar de la zona clave de la genealogía de la epidemia

Todo se confabuló sorprendentemente para llegar a RDC. En una conversación con un amigo supe de Evelyn Romero, una chilena que desde 2012 trabajaba como voluntaria en un hospital de niños en Kinshasa, quien curiosamente era hermana de otra conocida. Conseguí su correo y le escribí. Evelyn me habló del padre Hugo Ríos, de los huérfanos del Sida, de la enfermedad como maldición y ofreció contactarme con testigos que habían visto cómo el virus empezó a cercenar África. El acuerdo fue el siguiente: a RDC yo ingresé como voluntario humanitario, no como periodista. Nada de entrevistas con organismos oficiales, solo con médicos cercanos a la Pediatría de Kimbondo.

En RDC, y más aún en Kinshasa, no se puede hablar libremente de políticas de salud. Menos escudriñar los entresijos del VIH.

Hospital de niños en Kinshasa. Llegué como voluntario, no como periodista. / Foto: Archivo particular.

Pero Kinshasa, lo supe allá, es un lugar donde tampoco hay respuestas definitivas; en parte por la ignorancia o porque, anestesiados por un pasado cargado de atrocidad, para sus habitantes la muerte parece tener la ligereza de lo cotidiano. En RDC el VIH no es un asunto que desvele al gobierno: aunque la versión oficial es que las autoridades de salud lo tienen entre sus prioridades y los médicos así lo confirman en las entrevistas formales, cuando la grabadora deja de funcionar reconocen que este virus, como tantas otras enfermedades, es ignorado.

"Cómo va a importarles este virus si hay tantas otras epidemias. Malaria, tuberculosis, hambre.. . Aquí ni siquiera hay dinero para recolectar la basura, menos habrá para tratamientos ni campañas contra el Sida", me responderá un médico del Hospital General de Kinshasa, Mama Yemo, que prefiere mantener en reserva su nombre.

En efecto, las calles de la ciudad dan prueba de ello. La ciudad, que antiguamente era conocida como Kin La Belle («Kinshasa la bella»), ahora es tratada despectivamente como Kin La Poubelle («Kin la sucia»). El pavimento de la avenida del hospital, calle principal que enfrenta su entrada, está recubierto por una capa pardusca. Es una película húmeda, con la textura de una gamuza gastada, que al mirarla de cerca revela una costra de basura adherida a lo que alguna vez fue asfalto.

El hospital Mama Yemo fue creado por los colonos belgas en 1924 para atender a los pacientes africanos (los europeos siempre recurrieron a hospitales privados). El Mama Yemo —bautizado así después de la independencia del país por el dictador Mobutu Sese Seko en honor a su madre, hoy conocido como Hospital General de Kinshasa— tuvo una fugaz época de esplendor: al finalizar la primera mitad del siglo XX era reconocido como uno de los centros de referencia en el estudio de enfermedades tropicales y centro de formación de médicos locales. En los años ochenta, cuando la crisis del país ya era inminente, en Mama Yemo se diagnosticaron los primeros casos de Sida en África.

El hospital es una sucesión de pabellones de concreto que en algún instante fue un coloso, pero ahora parece una bestia moribunda. Se extiende en un enorme terreno en el centro de Kinshasa, está cerca del zoológico y de varias embajadas. En su interior, la precariedad lo define todo. La postal en sus diferentes pabellones es la misma: salas con camas de fierro ruinosas y colchones de espuma consumidos y amarillentos. Ventanas sin vidrios. Pasadizos oscuros. Murallas desgastadas. Enjambres de mosquitos que revolotean. En los grandes patios que hay entre los pabellones crece la maleza y los familiares de los enfermos instalan carpas donde se quedan a pernoctar y donde cocinan y lavan ropa (la comida, al igual que algunos insumos como sábanas o gasas, son costeados por ellos mismos).

Cómo va a importarles este virus si hay tantas otras epidemias. Malaria, tuberculosis, hambre.. . Aquí ni siquiera hay dinero para recolectar la basura, menos habrá para tratamientos ni campañas contra el Sida".

El jefe de los guardias del recinto —un hombre de unos sesenta años y actitud de policía— me dejó recorrer el lugar porque le comenté que venía a visitar a un paciente que había sido derivado desde la Pediatría de Kimbondo. No preguntó demasiado. Luego comprendí que su preocupación era controlar la entrada de los predicadores. Es cierto: dentro del hospital se puede ver cómo transitan predicadores de los distintos cultos o Iglesias que proliferan en el país, quienes, Biblia en mano, visitan a los pacientes. En algunos sectores del hospital, estos improvisados evangelistas abundan más que el personal médico.

"Son una amenaza. Se aprovechan. Piden dinero para orar por los enfermos", explica el guardia.

Ese día de junio de 2017, el ambiente entre los funcionarios del hospital estaba tenso. La devaluación del franco congoleño los había puesto en conflicto y amenazaban con parar sus actividades, medida que, finalmente, tomaron en agosto de ese año.

"Este hospital está más enfermo que la gente que llega a morir aquí", me dice el guardia en un curioso arranque de honestidad.

Cuando le pregunto por el mítico pabellón donde a comienzos de los ochenta empezaron a aislarse los primeros casos de Sida, responde que no sabe de eso, pero como si se arrepintiera de su respuesta, de inmediato, agrega: "Llevo treinta años trabajando aquí. Todas las muertes para mí son iguales".

Paciente con VIH Sida / Foto: Shutterstock.

La República Democrática del Congo es inescrutable. Un territorio gigantesco: es la segunda nación más extensa de África. Aquí, las palabras «pobreza», «inseguridad» y «miedo» aparecen con recurrencia. Este país —que fue colonia belga y que logró su independencia en 1960— ha sorteado gobiernos dictatoriales y guerras. Primero debió liberarse del dominio colonialista belga; en realidad, de su rey, Leopoldo II, quien a fines del siglo XIX tomó esta nación a beneficio personal y es considerado uno de los mayores genocidas de la historia: durante su mandato murieron cerca de quince millones de esclavos a su servicio. Tras la independencia, vino un periodo de inestabilidad política hasta que en 1965 el gobierno del entonces Congo belga pasó a manos de Mobutu, un dictador que cambió el nombre del país por el de Zaire y estuvo tres décadas en el poder. En 1996 estalló la primera guerra del Congo y un año más tarde las fuerzas rebeldes, lideradas por Laurent-Desiré Kabila (quien asumió como presidente), derrocaron el antiguo régimen. Luego vino la segunda guerra del Congo, una de las más violentas del siglo XX: los muertos se calculan entre 6,5 y 9 millones de personas. En este conflicto intervinieron otras naciones africanas: unas, apoyando al nuevo gobierno; otras, a los grupos rebeldes.

En 2001 el gobierno pasó a manos de Joseph Kabila, quien heredó el cargo de su padre, asesinado en un atentado. La inestabilidad se ha mantenido. Por una parte, está el deseo del presidente de perpetuarse en el poder; por otra, los focos de guerras en las provincias del este, que son ricas en minerales. En esas zonas hay grupos de guerrilleros que se pueden dividir en los que utilizan el sector como base para atacar a los países vecinos (Uganda, Ruanda y Burundi) y en los que, según la ONU, resguardan la extracción ilegal y el contrabando de minerales.

En 1996 estalló la primera guerra del Congo y un año más tarde las fuerzas rebeldes, lideradas por Laurent-Desiré Kabila (quien asumió como presidente), derrocaron el antiguo régimen. Luego vino la segunda guerra del Congo, una de las más violentas del siglo XX: los muertos se calculan entre 6,5 y 9 millones de personas.

Este país es el mayor productor mundial de cobalto y tiene grandes depósitos de cobre y diamantes. Posee un 80 por ciento de las reservas de coltán del mundo, un elemento imprescindible para dispositivos como celulares, GPS, pantallas de plasma o computadores. Esa riqueza no sirve. Según el Pro­grama de las Naciones Unidas para el Desarrollo, cerca del 90 por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. La esperanza de vida es de cincuenta y un años para las mujeres, y de cuarenta y siete para los hombres. La malnutrición crónica afecta a más de seis millones de niños. La tasa de mortalidad infantil es del 19 por ciento.

La violencia, al igual que la pobreza, es una constante. Dos meses antes de mi viaje, en marzo de 2017, en la región central del Congo fue asesinada por milicianos la abogada chileno-sueca Zaida Catalán, quien investigaba violaciones a los derechos humanos para la ONU. A comienzos de mayo, más de tres mil prisioneros se habían escapado de dos importantes cárceles en la República Democrática del Congo, que habían sido atacadas por grupos rebeldes al gobierno.

República del Congo posee un 80 por ciento de las reservas de coltán del mundo, un elemento imprescindible para dispositivos como celulares, GPS, pantallas de plasma o computadores. Pero esa riqueza no sirve./ Foto: Kuren Works / Pexels.

Las epidemias conforman otra de sus lamentables constantes.

Cuando llegué a Kinshasa, en la provincia de Bas Uele, en el norte del país y cerca de la frontera con la República Centroafricana, todavía no se controlaba un rebrote de ébola que llevaba tres muertos. El nombre de este virus proviene precisamente de que la aldea donde se descubrió este virus en 1976 está situada cerca del río Ébola, en el noroeste de RDC. Desde este país también surgió la cruenta epidemia que entre 2014 y 2016 se extendió por cinco países de África occidental (Guinea, Sierra Leona, Liberia, Malí y Nigeria) y salió del continente africano, con casos registrados en España y Estados Unidos. Entonces murieron más de once mil personas de un total de 28.616 contagiados.

El ébola, al igual que el Sida, es otra zoonosis que surgió en África y que supuestamente tiene como kilómetro cero o punto de origen a RDC.

Pese a su letalidad inmediata, el ébola no ha provocado tanto daño como el VIH. En 2016, Onusida aseguraba que 381.187 congoleños eran seropositivos; es decir, el 1,2 por ciento de la población. Esa estadística, además, indicaba que en el país 20.854 personas habían muerto a causa de enfermedades asociadas con el VIH Sida.

El 20 por ciento aún no superaba los quince años.

La edad promedio de los niños del Hospital Pediátrico de Kimbondo.

La edad a la que Josephine, una niña del orfanato que vagaba por las calles y que es VIH positiva, tuvo al primero de sus dos hijos.

Esa estadística, además, indicaba que en el país 20.854 personas habían muerto a causa de enfermedades asociadas con el VIH Sida. El 20 por ciento aún no superaba los quince años.

Chimpancés y simios. Cazadores en la selva. El río Congo. Ensayos de vacunas contra la poliomielitis. Jeringas reutilizadas. La expansión de las vías de trenes y la navegación comercial en el corazón de un territorio inhóspito y salvaje. El crecimiento de Leopoldville, como se llamaba Kinshasa en la época del dominio belga. Inmigraciones varias.

África.

República Democrática del Congo.

Todas las investigaciones sobre las raíces del VIH llevan a este continente y a este país.

En octubre de 2014 la revista Science publicó un estudio que sugiere que, entre 1920 y 1950, una suma de múltiples y diversos factores demográficos, sociales y sanitarios se combinaron para que el VIH apareciera en Kinshasa y desde ahí se extendiera por todo el mundo. La investigación —liderada por las universidades de Oxford y Lovaina y en la que participaron catorce científicos de diversas instituciones— analizó ochocientas muestras de sangre y tejidos recuperadas de distintos hospitales y servicios médicos de África Central, la más antigua fechada en 1959 y proveniente de un hombre bantú que murió en ese año en la actual República Democrática del Congo. Luego de examinar las muestras, desarrollaron árboles genealógicos y aplicaron un "reloj molecular" (la tasa conocida a la que los retrovirus como el VIH mutan), hasta la fecha de origen de cada uno y sus ramas.

Según su teoría, la epidemia se expandió desde la capital de RDC alrededor de 1920 luego de que un desconocido "paciente cero" llegara, probablemente en barco por el río Congo, desde Camerún. Este primer caso pudo haberse contaminado con la sangre infectada de un chimpancé por el Virus de In­ munodeficiencia Simiano (VIS), la versión del patógeno que afecta a los primates. Antes de que ocurriera la mutación que lo hizo transmisible a los humanos, los investigadores documentaron trece casos de diferentes virus simios que saltaron de los chimpancés, los gorilas y los monos a los humanos, pero solamente uno de ellos pertenece al grupo VIH-1 M que desencadenó la epidemia.

Según su teoría, la epidemia se expandió desde la capital de RDC alrededor de 1920 luego de que un desconocido "paciente cero" llegara, probablemente en barco por el río Congo, desde Camerún.

La primera transmisión debió ocurrir en el sur de Camerún (donde se han localizado las cepas de VIS más similares al grupo M), cuando algún cazador se contaminó con la sangre de un simio. Más adelante, este desconocido vector emigró a Leopoldville —capital del entonces Congo belga, la antigua Kinshasa—, ciudad que a comienzos de 1900 era un pujante polo comercial en el corazón de África gracias la explotación de caucho y marfil. Desde ahí, el virus viajó por las vías ferroviarias; el tren, entonces, era el transporte más habitual en el país: en 1922 lo utilizaban más de trescientos mil pasajeros; a fines de 1948 la cifra superaba el millón de viajeros. Así, el virus habría llegado en 1937 a Lubumbashi (la segunda ciudad más grande del país, al sureste, cerca de la frontera con Zambia) y dos años después a Mbuji-May (capital de la provincia de Kasai Oriental, en el centro-sur de RDC, donde se concentran las grandes minas de diamantes).

A la capacidad expansiva de los trenes y al interés que desataron la minería y el caucho, se unió un tercer factor fundamental para que se propagara la nueva infección: el comercio sexual, un negocio entrelazado con el desplazamiento humano y la prosperidad económica. Esta actividad vino emparejada con la propagación de enfermedades de carácter sexual, que se combatieron con antibióticos suministrados por medio de jeringas no esterilizadas que catalizaron la transmisión del virus.

A fines de los setenta, unos años antes de que el virus comenzara a extenderse por Nueva York y San Francisco, en Europa ya habían ocurrido dos misteriosos casos que décadas después serían diagnosticados con el virus y lo conectarían con África Central: Arvid Noe Røed, un marinero noruego de treinta años, y Grethe Rask, una médica danesa de cuarenta y siete, quienes no tenían relación alguna y murieron en 1976 y 1977, respectivamente.

Durante los setenta, el virus comenzó a extenderse por Nueva York, San Francisco y Europa. / Foto: Tan Fuller / Pexels.

Arvid Noe Røed recorrió África como ayudante de cocina en el buque mercante Hoegh Aronde. Entre 1961 y 1962 viajó por la costa oeste de África hasta Douala, Camerún, donde contrajo gonorrea. En 1964 llegó al puerto de Mombasa, en Kenia. En 1968, ya alejado de su trabajo como marinero y mientras realizaba rutas por Europa como conductor de camiones, Røed empezó a sentir fuertes dolores en sus articulaciones y distintas infecciones pulmonares. Los controló con antibióticos, pero en 1975 su salud colapsó: reaparecieron las infecciones pulmonares, sobrevinieron dificultades de control motriz y un cuadro de demencia. Murió el 24 de abril de 1976 y meses después su esposa falleció con síntomas similares. En enero de 1976, ocurrió lo mismo con su hija menor. Sus autopsias desconcertaron a los médicos: infecciones sistémicas que solo se observan en pacientes gravemente inmunodeprimidos. El patólogo guardó los ganglios linfáticos de Røed, y otros tejidos de su mujer y su hija. En 1988 la revista médica británica The Lancet publicó que unas pruebas realizadas a las muestras de la familia en el Hospital Nacional dieron positivo en todas las pruebas de VIH.

Grethe Rask, por su parte, llegó a Zaire a comienzos de los años sesenta como parte de un grupo de médicos daneses que reemplazó a los belgas, luego de la independencia de Zaire. Era especialista en cirugía del estómago y enfermedades tropicales, y trabajaba en un precario hospital de la aldea Abu­ mombazi, en el norte del país. Sus insumos eran menos que mínimos: no disponía de suficientes guantes de goma que pudiera esterilizar y muchas veces quedaba completamente cubierta de sangre luego de alguna cirugía. En 1976 comenzó a perder peso progresivamente y sus glándulas linfáticas estaban inflamadas. En 1977, con una fuerte infección respiratoria, regresó a Dinamarca, donde descubrieron que había contraído varias infecciones como Staphylococcus aureus (infección por estafilococos), candidiasis (infección por hongos) y neumonía por Pneumocystis jirovecii. Además, comprobaron que su sistema inmune era inexistente. Murió en diciembre de 1977. Estudios posteriores han indicado que murió a causa de enfermedades derivadas del Sida.

África ya estaba en la mira.

En 2008 se publicó un trabajo de arqueología médica de Michael Worobey, profesor de la Universidad de Arizona, en Tucson, que también identificaba el crecimiento urbano y demográfico de Kinshasa a comienzos del siglo XX como el punto expansivo del virus.

La relación entre los virus de la inmunodeficiencia simio y el humano se barajaba desde que empezó a trazarse la cronología epidémica del VIH. En 1999, la viróloga de la Universidad de Alabama Beatrice Hahn identificó la subespecie de chimpancé (Pan troglodytes troglodytes) que alberga el virus primigenio del VIH. Hahn fue una de las primeras investigadoras en comprobar que el virus pudo haber pasado a los humanos en las faenas de caza y descuartizamiento de los chimpancés: una antigua costumbre en ciertos sectores de África que era llamada caza de "la carne de las ramas". El planteamiento de Hahn fue rechazado por varios líderes africanos, porque lo consideraban ofensivo con su cultura.

En 1999, la viróloga de la Universidad de Alabama Beatrice Hahn identificó la subespecie de chimpancé (Pan troglodytes troglodytes) que alberga el virus primigenio del VIH. / Foto: Petr Kanal / Pexels.

Otra teoría polémica fue la que planteó el periodista británico Edward Hooper, quien en su libro The River: A Journey back to the Source of HIV and AIDS realizó una minuciosa investigación sobre los orígenes del Sida y concluyó que el virus saltó al ser humano a través de los ensayos de la vacuna oral de la polio llamada Chat que fue desarrollada por Hilary Koprowski y Stanley Plotkin, del Instituto Wistar de Filadelfia, durante los años cincuenta en el Congo belga.

Edward Hooper, quien trabajó en la ONU y fue corresponsal de la BBC en África, aseguraba que la vacuna se había preparado con tejido renal de chimpancés, que sirvió como canal de entrada del virus hacia los humanos. La Chat fue probada en más de un millón de africanos de 1957 a 1960, en las mismas áreas donde luego se encontraron las primeras trazas del Sida.

En septiembre de 2000, Hooper y Plotkin se enfrentaron en una sesión convocada por la Royal Society en Londres. 

Antes de que expusieran sus argumentos, un investigador de la Universidad de Nueva York presentó una serie de ensayos realizados con los remanentes de aquella vacuna en los que demostraba que había trazas de VIH, de VIS o ADN de chimpancé. Edward Hooper rechazó esa respuesta y argumentó que ya no quedaban remesas de la vacuna original. Pero su teoría ya estaba desacreditada.

Lo que nunca se ha puesto en discusión es que África, la República Democrática del Congo y, específicamente, Kinshasa es el punto en que el virus inició su travesía.

Las preguntas aparecen de inmediato.

¿Cómo el Sida cruzó el océano?

¿Cómo un virus que en 1920 había empezado a circular por África se tomó tanto tiempo para manifestarse en Occidente?

Un estudio dirigido por el investigador de Ecología y Biología Evolucionaria de la Universidad de Arizona Thomas Gilbert, publicado en 2007 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), explicó cómo el virus viajó desde África hasta Norteamérica. La clave, asegura la in­vestigación, fue un grupo de trabajadores haitianos que en la primera mitad de los años sesenta llegó a RDC para trabajar.

La idea de que Haití pudiera haber jugado un papel especial en la propagación del Sida en Estados Unidos apareció apenas los investigadores comenzaron a analizar las primeras piezas del rompecabezas que a comienzos de los ochenta re­presentaba la nueva enfermedad. Casi de inmediato, se detectó entre los primeros casos una alta prevalencia de pacientes provenientes de ese país. Incluso se hablaba del virus de las cuatro H, porque afectaba mayoritariamente a cuatro grupos: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos (algunos, además, agregaban hookers, «prostitutas»).

La teoría de Gilbert y de los otros investigadores que luego la sustentaron fue a las raíces de la conexión haitiana con el virus. Un enlace que resultó clave para trazar una de las rutas posibles del viaje del VIH.

Varias teorías apuntan a que el virus entró a Norteamérica a través de Haití. / Foto: Dazzle Jam / Pexels.

Durante el dominio belga, muy pocos congoleños accedieron a la formación profesional, y después de la independencia en junio de 1960 solo treinta nacionales, no vinculados al clero, tenían estudios universitarios. Tras retirarse la elite de profesionales de la antigua colonia europea, vino una cruenta guerra civil que descalabró aún más el precario orden del país. Todo era caos y no había gente para reconstruir la nueva na­ ción. Entonces el secretario general de la ONU, el sueco Dag Hammarskjöld, creó el programa especial ONUC (Organización de las Unidades Nacionales del Congo) y realizó un llamado para que profesionales francófonos de todas las áreas se instalaran allí para restablecer la infraestructura del país y para complementar la pequeña clase dirigente congoleña. Así, más de cuatro mil inmigrantes haitianos —desde profesores, ingenieros y médicos hasta empleados y obreros calificados— llegaron a esta región de África. En 1962, el grupo constituía el segundo contingente más grande de expertos de la ONU que trabajaban en el Congo.

Lejos de sus familias, estos hombres recurrían al comercio sexual y, sin quererlo, al volver a Haití llevaron el VIH. Desde la época colonial, cuando el crecimiento comercial y minero, se había instaurado el concepto de las "mujeres libres", que además de servicios sexuales también se preocupaban del cui­dado de sus clientes habituales: les preparaban comida, los lavaban y cuidaban su ropa. Aunque el VIH ya había empezado su peregrinaje, como estas "mujeres libres" tenían pocas parejas su diseminación viral probablemente fue lenta. Eso cambió después de la independencia: esta tradición desapareció y la crisis redujo las posibilidades de las "mujeres libres", quienes debieron adaptarse al sexo rápido, a tener numerosos clientes y al aumento de las enfermedades infecciosas.

A esas mujeres, aparentemente, recurrieron los profesionales haitianos.

La crisis redujo las posibilidades de las "mujeres libres", quienes debieron adaptarse al sexo rápido, a tener numerosos clientes y al aumento de las enfermedades infecciosas./ Foto: Lucxama Sylvain / Pexels.

La teoría del factor haitiano es avalada por el doctor Jacques Pépin, especialista en enfermedades infecciosas en la Universidad de Sherbrooke, en Quebec, quien en 2011 publicó el libro The Origins of AIDS. Para Pépin, quien trabajó en un hospital de RDC y que luego formó parte del equipo de científicos que en 2014 determinó que Kinshasa fue el epicentro del virus, los haitianos que llegaron al Congo solo conformaron un eslabón de la cadena de circunstancias que marcaron la ruta del viaje del VIH hacia Estados Unidos. Pero aclara que este contingente inmigrante y la transmisión sexual no eran elementos lo suficientemente poderosos como para gatillar una expansión tan fuerte del virus.

Jacques Pépin postula la existencia de otra situación "amplificadora" que ocurrió en Haití a comienzos de los años setenta: el banco de sangre Hemmo-Caribbean que funcionó en Puerto Príncipe y que recolectaba sangre entre donantes haitianos, a quienes se les pagaba tres dólares por extracción. En enero de 1972 The New York Times aseguraba que Hemmo-Caribbean recibía sangre de más de trescientos donantes diarios, que atendía seis días a la semana y había exportado más de seis mil litros de plasma a Estados Unidos. Uno de los propietarios de esta empresa fue Luckner Cambronne, ministro de Interior de las dictaduras de François Duvalier y su hijo Jean-Claude y uno de los promotores de los Tontons Macoutes («hombres del saco» en creole), policía paramilitar que apoyaba al régimen. Los procedimientos de esta empresa estaban por debajo de los estándares permitidos: sin agujas desechables ni cuidados higiénicos mínimos. Un caldo de cultivo perfecto para el estallido de la infección.

Lejos de sus familias, estos hombres recurrían al comercio sexual y, sin quererlo, al volver a Haití llevaron el VIH. Desde la época colonial, cuando el crecimiento comercial y minero, se había instaurado el concepto de las "mujeres libres", que además de servicios sexuales también se preocupaban del cui­dado de sus clientes habituales: les preparaban comida, los lavaban y cuidaban su ropa.

Un segundo "amplificador»" del virus fue que en esa época Haití se transformó en un destino de turismo sexual para grupos de gays norteamericanos. Adquirió la reputación de ser una especie de Bangkok gay del Caribe: un lugar donde el sexo se podía comprar fácilmente, donde la policía hacía la vista gorda y donde crecía una acogedora industria hotelera.

En 1971 Haití fue destacado por la guía Spartakus, una publicación alemana con los mejores lugares de ambiente gay-lésbico de los cinco continentes. En su texto describió a los hombres de ese país como "muy hermosos y muy bien dotados", y con "una gran capacidad de satisfacción, sea lo que sea que esté buscando". Puerto Príncipe se convirtió en un destino popular para los turistas y cruceros homosexuales.

En 1981, diez años después de esa publicación, el virus hacía su debut en Estados Unidos.

Adquirió la reputación de ser una especie de Bangkok gay del Caribe: un lugar donde el sexo se podía comprar fácilmente, donde la policía hacía la vista gorda y donde crecía una acogedora industria hotelera.

Gaëtan Dugas, el polémico paciente cero, un sobrecargo a quien se presentó inicialmente como uno de los difusores del Sida por Estados Unidos, reconoció que uno de sus lugares favoritos para practicar turismo sexual era Puerto Príncipe.

Pero también existe otra teoría, la cual asegura que Haití no fue un amplificador del virus. Paul Farme, médico e investigador de la Universidad de Harvard, desechó la posibilidad de que los migrantes haitianos introdujeran el virus en Estados Unidos. Farme afirma que fue gracias al turismo sexual norteamericano en el país caribeño, junto a las condiciones económicas y so­ciales del país, que el Sida se hiciera endémico en esta nación.10

Una tarde, a fines de abril de 2017, una monja llegó con una niña que parecía esqueleto al Hospital Pediátrico de Kimbondo. La niña, a la que llamaron Tamara, tenía dos años, pero su cuerpo era el una criatura de diez meses. La desnutrición, la anemia, los parásitos y las llagas habían roído su ánimo. No sostenía la mirada. No lloraba. Respiraba apenas. La religiosa congoleña la traía desde un orfanato para entregarla: su familia la había abandonado y dejado de alimentar. Y en su institución, explicaba la mujer, ya no podían cuidarla ni alimentarla. Los médicos de inmediato llamaron al director de Pediatría para que se hiciera cargo. Todos conocían el proceso: recibir niños abandonados es algo que hacen desde hace décadas. En las semanas previas a la llegada de Tamara, la Pediatría de Kimbondo había recibido a cuatro niños en similares condiciones. A Cristina y Marc los habían traído desde orfanatos de otros sectores de Kinshasa. Emanuelle y Menge fueron dejados por sus padres en las salas del hospital.

Pero la situación de Tamara era la más compleja.

Esa tarde el sacerdote claretiano Hugo Ríos tomó a la niña y la llevó al sector de neonatología. La bautizó como Tamara (las monjas del otro orfanato la llamaban Life) y la inscribió ante las autoridades locales con su apellido. "Era la única forma para que existiera dentro del sistema. Los niños llegan sin papeles, muchos ni siquiera han sido inscritos y buscar sus orígenes es una pérdida de tiempo, lo que importa es salvarlos".

Eso fue hace dos meses. Tamara ya ha controlado todas sus infecciones, pero su carga viral y su conteo de CD4 aún están en línea de riesgo.

En la misma época en que llegó Tamara, en la Pediatría nació Isabella: la segunda hija de Josephine, la adolescente que vagaba por las calles de Kinshasa y que adquirió el virus antes de cumplir los quince años. Josephine, quien tiene severos problemas de aprendizaje y desórdenes mentales, acostumbra a escaparse de la Pediatría por semanas. Varias veces la han encontrado en barrios muy alejados de Kimbondo: cerca de las líneas del expreso Kinshasa-Matadi, el único tren de pasajeros que circula desde la ciudad (un sector donde abundan los prostíbulos), o por la ruta que lleva al aeropuerto. Su primer hijo está en otro sector de la Pediatría y nació sin VIH. Pero cuando quedó embarazada de Isabella, descubrieron que Josephine era seropositiva en uno de sus controles de rutina. Iniciaron la terapia para evitar que la niña lo contrajera de su madre. Hoy Isabella, que nació con tuberculosis y múltiples infecciones, está tomando su terapia retroviral.

A diferencia de los otros niños VIH positivos de la Pediatría de Kimbondo, quienes siguen su tratamiento en el mismo servicio hospitalario, la complejidad de Isabella obligó a pedir ayuda a una especialista de un centro médico especializado: la infectóloga Patricia Lelo, del Hospital Pediátrico Kalembe Lembe, que recibe a niños de toda la RDC y de países cercanos como Angola y trata todo tipo de enfermedades infantiles. Su programa de VIH pediátrico es el más efectivo y completo de RDC.

"Este hospital solo atiende niños, pero tenemos pacientes de todas las edades. Mujeres que son portadoras del VIH desde hace décadas, que han enterrado a sus maridos, a varios de sus hijos y siguen sobreviviendo", me dice Patricia Lelo.

El Hospital Pediátrico Kalembe Lembe recibe a niños de toda la RDC y de países cercanos como Angola y trata todo tipo de enfermedades infantiles. Su programa de VIH pediátrico es el más efectivo y completo de RDC. / Foto: Shutterstock.

Es viernes. Falta poco para el mediodía. En mis brazos está Isabella. Con Evelyn Romero, la voluntaria chilena de la Pediatría de Kimbondo, trajimos a la niña al control para ver cómo están funcionando los antirretrovirales que deberían neutralizar el virus en su cuerpo.

"En RDC el Sida tiene un comportamiento diferente al resto del mundo. Aquí es una enfermedad que ha crecido entre los heterosexuales, pero que ha sido especialmente fuerte con las mujeres", explica Patricia Lelo después de controlar a Isabella.

Su comentario no es una gran revelación. La transmisión del VIH en el África subsahariana es heterosexual y la incidencia de infecciones nuevas es mayor en mujeres que en hombres. Las mujeres tienen la doble carga de ser las cuidadoras primarias de sus maridos y sus hijos. Actualmente en la República Democrática del Congo, tres de cada cinco mujeres em­ barazadas con VIH tienen acceso a un tratamiento que reduce el riesgo de transmisión a sus recién nacidos.

En RDC el virus se transmite actualmente a edades más tempranas. En agosto de 2018, la ONG Nouvel espoir («Nueva esperanza») publicó los datos de un estudio que asegura que en RDC cada treinta minutos alguien de entre catorce y diecinueve años contrae VIH. En su mayoría, dice el informe, se trata de niñas.

En la sala de espera del sector de VIH del Hospital Pediátrico Kalembe Lembe hay cuatro mujeres con sus hijos en brazos y una niña de cuatro años acompañada de una mujer mayor. Es angoleña, sus padres llegaron a Kinshasa buscando tratamiento para el Sida que los consumía y murieron en el in­ tento. La niña mira un capítulo de Dora la exploradora en una televisión vieja, mientras la mujer que la acompaña dormita. Es la cuidadora que la trae desde el orfanato en donde vive.

"Esa niña llegó casi muerta", me dice Patricia Lelo.

Le digo que esa frase ya me la han repetido varias veces.

La doctora responde:

"Si usted viviera aquí, sabría que eso es un triunfo".

Un viernes, una semana antes de regresar de República Democrática del Congo, salí a recorrer el barrio cercano a la Pediatría. Pasaban las dos de la tarde. A esa hora algunos de los niños regresaban de sus escuelas, unas construcciones de concreto con pizarrones desteñidos y mesas y sillas destartaladas. Iban por un camino de tierra y arena, murallas derruidas, cañaverales sin verde y callejuelas con casas pintadas de colores brillantes pero mustios. En una de estas casas había una especie de farmacia en la que vendían medicamentos básicos, pero que en su mayoría estaban adulterados y vencidos.

En RDC el Sida tiene un comportamiento diferente al resto del mundo. Aquí es una enfermedad que ha crecido entre los heterosexuales, pero que ha sido especialmente fuerte con las mujeres.

Esa tarde, de la farmacia salió un hombre muy delgado.

Parecía un anciano, pero era joven. Caminaba apenas.

Algunos niños lo siguieron.

Una mujer que venía en sentido contrario lo miró y se alejó.

Murmuró una palabra que entonces no entendí, pero que luego, me explicaron, era nzambi.

Pregunté lo que quería decir. No tuve respuestas.

En el avión de vuelta de Kinshasa, le pregunté a un profesor universitario que iba a mi lado. Era congoleño, pero había crecido en París.

"Nzambi significa «espíritu de una persona muerta» en lengua bantú, es una palabra que viene de la santería. Ya casi nadie la usa. ¿Dónde la escuchó?"

Le respondí que en una película de terror.


  • Este texto fue publicado originalmente en el libro El peso de la sangre, viaje personal al Sida (Editorial Debate), de Juan Luis Salinas Toledo.


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