Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Una vez leí que el mundo está hecho de múltiples aldeas. Y que, aunque estemos todos conectados y podamos viajar a la otra punta, la única manera realmente de vivir y disfrutar es estando en el presente.

Un presente local, definido espacialmente como cinco, máximo diez cuadras a la redonda de donde vives, trabajas o realizas alguna actividad.

El año 2020 nos hizo un curso acelerado del valor de lo esencial y también de lo local. Durante mucho tiempo ese valor estaba puesto en saber el origen de los productos que consumía, pero post confinamiento lo local me llevo a preguntarme también por quién, cómo y dónde se vende. ¿Quiénes son las personas que eligen los productos, los acomodan y los venden en sus pequeñas tiendas?

Me imagino cómo hubiese sido nuestro confinamiento si las compras las hubiésemos hecho a una máquina expendedora. No tengo nada en contra de la tecnología, pero cómo es posible conectar con una máquina que es incapaz de transmitirnos con su tono de voz la confianza de que, aún en el escenario más incierto, todo saldrá bien. O llenarnos de preocupación también.

Así, en el intento de no volverme loca, fue como fui abriéndome a conocer a mis vecinos y pequeños comerciantes de barrio, durante la cuarentana —y en Argentina fue la más larga del mundo—. Desconocidos que dejan de serlo, de pronto, porque te encontrás con una mirada amable, una sonrisa amorosa, un chiste, una recomendación.

Un presente local, definido espacialmente como cinco, máximo diez cuadras a la redonda de donde vives, trabajas o realizas alguna actividad.

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Buscando mi primer pequeña gran historia fui a conocer a Luis, un señor amoroso, conocido por todos los personajes del barrio Y ¡qué barrio! 

Porque para mí, hablar de la realidad es hablar de las personas que la componen, que la construyen y también de quienes la transforman. Y hablar de las personas es hablar de sus historias, de sus creencias, de esa estructura mental con la que entienden el mundo y lo valoran.

El almacén de Luis está en una calle situada en la unión entre Colegiales con Belgrano y un pedacito de Palermo Hollywood. Es decir, en la intersección de una de las zona residenciales, comerciales y empresariales más importantes de Buenos Aires. Así que, de una u otra manera, todo el mundo lo conoce. Su tienda lleva allí más de 40 años, sus clientes han crecido con él, al ritmo de más edificios y oficinas. 

Su reputación también ha crecido, la gente viene desde lejos por sus sándwiches de milanesa famosos y por esa amabilidad con la que recibe a todos. Luis es el último almacenero de la calle Ciudad de La Paz. 

¿Qué lleva a una persona a sostener en el año 2021 un almacén? Y digo sostener porque encontrarlos no es fácil y podríamos advertir incluso que, en las grandes ciudades, los almacenes están en vía de extinción. Al menos esos espacios pequeños, en los que la transacción económica mediante dos o más personas construye comunidad, fomenta la confianza y multiplica la alegría.

Su reputación también ha crecido, la gente viene desde lejos por sus sándwiches de milanesa famosos y por esa amabilidad con la que recibe a todos. Luis es el último almacenero de la calle Ciudad de La Paz.

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Es jueves y he decidido que hoy es el día para conocerlo. Luis abre el negocio a las nueve de la mañana regularmente. Según Maps llego en 20 minutos. Busco una libreta y una lapicera —que sé que no usaré— y mi celular con 78% de batería. Agarro la bici, me pongo el casco y salgo a pedalear. Conozco el camino de memoria. De los 10 años que llevo viviendo en Buenos Aires, cinco viví en la zona. Cruzo el puente que une Belgrano con Ciudad de la Paz y me bajo de la bicicleta. Miro a los costados y pienso, sonriendo, que el almacén tiene que ser el que no tiene cartel. Me asomo a la puerta y veo un señor que prepara un sándwich y una mujer atenta que lo asiste. 

Mi amiga Lenny, a la que estoy esperando para que me lo presente, llega un poco más tarde y entramos. Después de una introducción de confianza, Luis bromea y me dice que su vida en este país tiene muchos tomos. Su ternura es evidente.

Su tono de voz y ese hábito de no tutear a quien entra a su local, ni siquiera a su compañera, Concepción, es cosa de otro tiempo, de otra forma. Mi abuelo me hablaba así, mi abuela habla así y a veces yo hablo así.

Luis está casado con Concepción hace 38 años. Trabajan y viven juntos. 

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“Tengo 78 años, llegué cuando tenía tres a la Argentina con mi familia y a los ocho ya estaba ayudando a mis padres detrás de un mostrador”, dice Luis. Su familia llegó desde Italia a Buenos Aires en los años posteriores a la segunda guerra mundial y se instaló en la zona de San Isidro. Sus padres son su principal ejemplo de vida y quienes le enseñaron todo lo que sabe sobre su trabajo.

“Mi madre trabajaba a destajo”, dice. Eso significa, de lunes a lunes, de 12 a 12, sin vacaciones y sin descansos. Lo que una treintañera como yo conoce como 24/7. 

“Mi padre no hablaba mucho y no le gustaba decir las cosas dos veces. Trabajaba de noche y de día para darnos educación. Fuimos a colegios privados”, recuerda Luis. Su madre trabajaba en una fábrica textil en la que “si usted tenía hijos no lo contrataban”. Pero ella supo hacerse muy amiga de una encargada de la fábrica Buco Textil que estaba en la localidad de Beccar y que fabricaba las mejores piezas de cachemir que se exportaban a Inglaterra. “Allá le ponían la bandera inglesa y volvían y te lo vendían acá como producto extranjero”, dice Luis. 

Y así fue, con esa misma filosofía, a destajo, cómo decidieron poner un negocio en su casa, una suerte de pequeño supermercado con panadería, carnicería, almacén y verdulería.

Allí fue donde Luis aprendió todo lo que sabe. Y lo que sabe es hacer las cosas bien: “Todos nos dedicamos a trabajar, fuimos aprendiendo lo que hacía falta”.

Luis es honesto, se atreve a hablar desde lo que yo reconozco es pura y hermosa vulnerabilidad y que él registra simplemente como quién es. No quiere venderme nada más que su experiencia. A lo largo de los 45 minutos de entrevista repite ocasionalmente: “esto es lo que yo viví”. Y me queda claro que vivió mucho.

Y así fue, con esa misma filosofía, a destajo, cómo decidieron poner un negocio en su casa, una suerte de pequeño supermercado con panadería, carnicería, almacén y verdulería.

La hiperinflación hizo que perdiera un local y unos vehículos. “Tenía que elegir salvar uno y salvé este”. Se refiere al lugar dónde estamos parados ahora, un barrio que no sabe si es Colegiales o Belgrano, pero en el que —de eso sí está seguro— hace 40 años cuando llegó, no había nada.

La charla se da en una jornada habitual de trabajo. Yo estoy a un costado de la mesa por la que ya han pasado tres personas y pasarán dos más. Lo más pedido es el sándwich. Lenny, mi amiga, me había contado que son los más ricos y famosos del barrio. Así que aprovecho mientras corta el queso y le pregunto: “¿Qué tienen estos sándwiches que los hace tan especiales?”. “Nada”, responde con total sinceridad y determinación. Yo río y él continúa: “En serio nada. El secreto está en hacer las cosas bien”.

En su pequeño almacén hablan de la vida, pero sobre todo de la pasión y responsabilidad que siente por su trabajo.

Y aunque todo comenzó con un sándwich, hace rato que estamos hablando de algo más importante, que es su manera de ser y hacer.

Le pregunto que si ser almacenero es una vocación, y me asegura que no. “¿Es entonces una elección?”, pregunto de nuevo. “No sé si lo elegí, es lo que aprendí. Es lo que hice siempre. Yo estaba en el comercio, murió mi papá y seguí con el comercio. Murió mi mamá y seguí con el comercio. O sea que no fui cambiando de rubro ni me interesó hacerlo”.

Seguimos charlando durante unos 20 minutos más, mientras atiende a otro cliente. Luis lo saluda como si lo conociera de toda la vida. Le hago referencia a la importancia de tener clientes fieles en esta época. “¿Fieles cómo?”, indaga. “De los que vuelven, apuestan a su economía”, le respondo.

Y entonces me suelta otra de sus máximas, porque la charla con él resultó clase magistral de oficio y humanidad: “Para mí son todos clientes, el que viene una vez, el que viene siempre. El que estaba de paso, el que sabe lo que quiere. Todos son clientes y a todos los atiendo igual, porque no conozco otra manera de atender. Incluso los que entran y ni siquiera saludan”.

Se me escapa un “¿Cómo lo hace? ¿No tiene días malos, días en los que no quiere atender a nadie?”. Por primera vez levanta el tono de voz y repite: “¡No, no, no! Eso no es así. El negocio es el negocio y si usted no está dispuesto para atender el negocio déjelo cerrado, tómese un día, tómese lo que quiera, pero la gente no tiene la culpa, no tiene por qué ser atendida como la atienden en algunos lados, que no le dan ni bolilla, que lo miran mal, que lo tratan mal”.

Luis está casado con Concepción hace 38 años. Trabajan y viven juntos. Y se han adaptado a los cambios, como en este tiempo de pandemia en el que siguen trabajando igual. “Así cómo me ve, con la misma responsabilidad”.

Para mí son todos clientes, el que viene una vez, el que viene siempre. El que estaba de paso, el que sabe lo que quiere. Todos son clientes y a todos los atiendo igual, porque no conozco otra manera de atender. Incluso los que entran y ni siquiera saludan”.

Me dice que está cansado, pero no vencido. Todos los días abre su tienda tal cómo lo aprendió. “Si todos hiciéramos las cosas bien, cada uno en su rubro, aunque sea en un 80%, las cosas serían muy diferentes”.

Le agradezco haber conversado conmigo y le pido un repaso a través de esos valores que conforman la columna vertebral que lo sostiene. Entonces sentencia sin dilación: “Cultura, trabajo y ¡no hablemos más!”

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