Hay algo en Juan José Majolli que me genera curiosidad. Lo conocí hace unos años. Por azar, en una sobremesa, me enteré de que la disciplina de carreras de palomas seguía activa en la provincia, me hablaron de su sentido de ubicación, de que recorrían casi mil kilómetros sin perderse. Algo en ese relato debe haberme conmovido porque a los días llegué a su casa preguntando por palomas mensajeras. Y desde ese primer encuentro, la escena parece repetirse: conversamos sentados en la galería, miramos de lejos a las palomas. En algún momento aparece su esposa y nos pregunta si queremos café. Y cada vez pienso, ¿cuántos años le llevará a ella?, ¿treinta? Todavía no me animo a preguntar. Eso y otras cosas, aún no.
Entonces le digo, vamos a verlas. Caminamos hasta el palomar. Nos reciben posando y arrullan un sonido gutural; amaderado. El movimiento de la cabeza es para orientarse; la mueven con repetición de rito. Sorprende lo limpio de las jaulas. Majolli me pregunta si las quiero ver volar. Estaría lindo, siempre respondo lo mismo.
Él abre las jaulas. Dan vueltas en círculos alrededor del patio. Es una coreografía sincronizada. Planean gráciles. Vuelan y pareciera que no se esfuerzan.
La vida se condensa aquí, en este momento
Son las cuatro de la tarde cuando desde el patio de su casa, en un barrio de Yerba Buena ve un punto en el cielo. Acaso podría ser una confusión, un error de la retina. Pero él ve algo y la reconoce. Allá, lejos, donde un ave todavía tiene el tamaño de una moneda.
La paloma, un misil de medio kilo, se lanza con las alas cerradas en caída libre. Desde hace dos días que no come, su criador ajustó eso para que llegue más rápido. Es una línea muy delgada. No hay que pasarse para que no esté débil, pero sí hambrienta. Ese animal exasperado no vuela, regresa.
Entonces Juan José Majolli junta las manos atrás de la espalda y mira al cielo. Es que el ave atravesó provincias. ¿Habrá volado en bandada la primera parte de la carrera? ¿Atravesó sola los campos de soja de Santiago? Y así, volver. Esa capacidad no deja de sorprenderlo. Está más grande, sí. Los años no vienen solos, pero ahora jubilado puede dedicarse tiempo completo a las aves. Afinar la mano. Ya no les pone nombre, prefiere identificarlas con números; por su documento. Ese anillo con la cifra que llevan en la pata.
Juan José Majolli, con una de sus palomas preferidas en la mano, observa si sus alas y plumaje están en buen estado.
Es sábado, y a esta hora de la tarde, reconoce que la que acaba de entrar al palomar hecha una fiera es la 464. Deberá revisar en la computadora los registros. Aún no sabe si ganó la carrera, pero tiene una intuición. Y una felicidad le recorre el cuerpo. Una felicidad calmada. Eso siente Majolli.
Suelta 06:50. Gran Premio Federal de Adultas
Horas antes, un camión que salió de Tucumán y recorrió 800 kilómetros con 153 palomas a bordo, se para en la banquina de la Ruta Provincial Número 80. Es sábado y el sol está recién por anunciarse en Gálvez.
Para el mediodía se prometen vientos fuertes. Pero a esta hora de la mañana todo parece suave y calmo en esta localidad del sur de Santa Fe. Este hombre, que hace quince años maneja el mismo camión transportando palomas de carreras, estaciona al costado de la ruta; debe esperar. Dentro del capó lleva un GPS pero él no lo sabe. Desde hace unos meses lo controlan. Los colombófilos prefieren así; para que no queden dudas de sus recorridos. Sobre todo, para evitar conflictos entre ellos; viejas tensiones.
Cuando el sol muestra sus primeras líneas, se baja y mientras fuma un cigarro y masca hojas de coca se escucha fugaz el ruido de dos camionetas que pasan por la ruta; rompen el viento. Después, solo se oye el gorjeo de las aves rebotar dentro del camión.
Cuando el reloj de su celular marca las 06:50 abre, de golpe y para todas, la jaula que las contiene. El ruido ensordecedor es de las alas chocando. Parece el ruido de la lluvia, pero son alas. Salen juntas. Trazan un ocho en el cielo y ahí recién se separan.
Es curioso, no sé por qué me atraen, si tengo miedo a volar.
***
Mucha, muchísima vegetación, las casas suelen tener tres veces el tamaño que las de otros barrios y por las avenidas se ven cientos de ciclistas. Yerba Buena es un municipio tranquilo —y el más caro— a los pies de los cerros tucumanos. Aquí, en el patio de su casa, Majolli hizo construir su palomar, una estructura a medida que parece un dos ambientes de lujo. Aquí tiene ciento treinta palomas que salen a volar dos horas por día.
Todas las mensajeras llevan un anillo con un número que es único. Así, en caso de perderse, pueden ser identificadas para regresar con su criador.
Encastrados en la madera del techo se ven parlantes Pioneer grises. Un sistema de audio conectado a una radio que reproduce música y las noticias del día. Les gusta escuchar, sobre todo cumbia, se sienten acompañadas cuando yo no estoy, me cuenta Majolli.
El sonido es envolvente.
Las primeras
Debió haber estado ventoso ese día. Ese domingo, el 15 de agosto de 1886 cuando bajaron del barco con las jaulas. Eran los belgas Emilio Dudivier y Pedro Van den Zander. Eran dos rubios, uno más alto que el otro. Habían atravesado el Atlántico en el vapor Senegal. Venían para trabajar en una celulosa de la ciudad de Zárate, Buenos Aires. Traían el cuerpo sucio y cansado de tanto mar. Entre sus pertenencias fue que se les ocurrió traerlas. Y así arrancó todo.
Causaron sensación, iban hasta la casa de los belgas en Zárate. Eran un grupo de hombres mirando el cielo, la forma en que volaban, la forma en que volvían. Y ellos también quisieron tener las suyas. Y así comenzaron a criar, todo fue muy rápido.
En la década del sesenta existían cinco mil criadores en Argentina y se anillaban cuatrocientos pichones al día. En esa época, cuando Majolli era adolescente, las bandadas de los distintos criadores se juntaban en el cielo; formaban una sola. Era una masa de alas volando por los barrios de Tucumán. Cada tanto algún vecino encontraba una perdida en su patio, la reconocía por el anillo de su pata, entonces la llevaba a la sede de la Sociedad para que volviera con su dueño. Un colombófilo en particular, Félix Cabrera, vivía a cuadras de su casa. Un día, con once años, Majolli fue hasta ahí y se volvió caminando con su primera paloma en brazos; le inventó un nombre: Boncizo.
Mueven las alas
Primero desde el piso. Ya a los veinte días de haber nacido suben, bajan. Como mucho llegan al techo. Y ya en el techo, prueban. Y se dan cuenta de que ese revoloteo es importante; que les permite volar. Pero todavía no saben. Mueven el ala, mueven el ala. De repente sienten que están suspendidas y zurean: a ver, probemos.
Luego de que las mensajeras salgan a volar, Majolli les indica que es hora de volver al palomar.
Majolli trae la notebook y el conecta un disco extraíble. Me hace que lea en voz alta. Son los registros de cada nacimiento en su palomar. Guarda cientos de Excels. El de la 464 fue en noviembre de 2021. Padre, un macho que un criador de Bell Ville le regaló. Madre, una hembra jaspeada que tiene origen en otro palomar de Córdoba.
Tomamos más café y comemos tarta de limón. Usa sandalias y camisa de mangas cortas. El pelo siempre prolijo, todo tomado por tonos que van del gris plata al blanco nieve.
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Cuando una paloma en carrera ingresa a su palomar, el chip que lleva en la pata, acciona una señal. El sistema registra que la 464 demoró nueve horas con cuarenta y dos minutos.
Él enciende apurado su computadora. El ave toma agua a cántaros; es la más rápida de todas.
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Le pregunto a Majolli, de curioso nomás. ¿Qué se necesita para tener palomas?
Muchas horas al día. Por eso también es una disciplina que se le da mejor a las personas jubiladas o a los niños. Está por cumplir setenta y recién ahora puede hacerlo como a él le gusta; tiene plata y tiene tiempo.
En Tucumán hay doce activos, el último en incorporarse fue Guo Huang. Llegó de China y puso un supermercado en el departamento de Yerba Buena. Parece que en su tierra criaba mensajeras, o algo sabía; vino con sus técnicas.
Rutas impresas
Las sueltas de las fechas del torneo son sobre la línea que sigue al antiguo ferrocarril Mitre que conecta Tucumán con Buenos Aires. A las palomas, por las características geográficas, les queda más cómoda esa ubicación. Es una tradición, antes las mandaban en un vagón de tren hasta su destino donde un trabajador ferroviario les abría las jaulas para que regresaran. Hoy eso se reemplazó con el camión.
Las planillas son la forma de controlar la evolución de cada ave durante el tiempo de carreras.
Vuelvo a lo de Majolli y el ritual se repite. El verano ya se acerca y después del Torneo Federal las palomas descansan. La 464 ya recuperó peso, durante la temporada de altas temperaturas no saldrán a volar.
Conversamos hasta el atardecer; él les abre la jaula y salen un ratito.
La 464 cierra las alas y da un giro en el cielo. Parece que baila para nosotros que la vemos desde tierra firme. Su dueño soltó un pequeño silbido; hora de entrar al palomar.
Me despido de él, pero voy a unas cuadras. Patricia Capllonch me abre la puerta de su casa. Suena la segunda sinfonía de Beethoven y en la mesa del living humean dos budines de naranjitas japonesas. Tomamos café.
Tiene la misma edad que Majolli, su casa entre los árboles parece metida en el medio de las yungas. Hace más de cuarenta años que estudia sus migraciones. También se pregunta por qué vuelven. Sobre las mensajeras todavía no hay respuestas. Puede que sean las magnetitas que llevan detrás de sus ojos lo que las convierte en brújulas con alas. O quizá es la ruta que las aves llevan impresa; cómo un mapa y brújula que las magnetitas en su cerebro reconocen, todas tienen una. Pero todavía es un misterio, no se sabe por qué.
¿Tendremos nosotros rutas impresas?
Los últimos descubrimientos suponen que tienen más de un sistema de orientación. Lo que es seguro es que se ubican con el sol. Pero que sean tan precisas… no se entiende.
Patricia está convencida, como cualquier actividad con animales, de que en unos años ya se dejarán de criar mensajeras, por lo menos se prohibirán las carreras. Aunque en Argentina, existen leyes que no solo promueven la actividad, incluso especifican que en situaciones especiales pueden requerir a las asociaciones para poner a disposición sus palomas, ya sea el gobierno nacional o provincial.
En su baño, un cuadro gigante con un guacamayo cuelga a la par del espejo; se lee: macrocercus aracanga.
La mayoría no regresa
Palomas de otros dos colombófilos marcan cuarenta segundos después que la 464. Seguro volaron juntas.
A la hora llegan cinco más. Durante la tarde seguirán llegando así, de a miguitas.
La 464 cierra las alas y da un giro en el aire mientras sus compañeras planean a lo lejos.
Anochece y de las ciento cincuenta y tres, llegaron sólo cuarenta. Faltan muchas, faltan demasiadas. Se sabe que, si no vuelven al otro día, hay pocas chances de que regresen. Entonces en dónde andarán, ahora, convertidas en salvajes. Porque a la noche no vuelan, y el campo así, a cielo abierto, no tiene nada de romántico. Más bien, mete miedo. Con qué viento cruzado se habrán topado. Aguantar hasta el amanecer. Aguantar y buscar agua. Hay mucho campo interminable, sobra glifosato. Los halcones dando vueltas las cazan al vuelo.
O quizá les atraen otros paisajes, y andan así a campo libre. Puede que en algún tiempo regresen, ha pasado. Pero no se sabe.
***
Para cuando pasen unas semanas ya voy a estar decidido. Me voy a animar a pedirle unos pichones a Majolli, un hijito de la jaspeada con marrón, esa que siempre le pido que haga volar.
Aunque todavía falta hablar con mi padre; espero que me diga que sí. Volver. Criar palomas en su casa. Si en el patio de papá hay espacio para un palomar; uno chico aunque sea.
Vuelvo a llamar a Patricia para pedirle que me explique sobre el cuidado que requiere un ave, le sugiero pasar a tomar un café. Pienso que estaría bien después ir por lo de Majolli. Entonces, de que me inviten a entrar a sus casas, puede que también se trate de eso.