Relatto | El cuento de la realidad
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Iniciando la mañana llego a mi oficina en la Carrera 18 con Calle 40, en Bogotá, en el barrio de La Magdalena. La jornada de trabajo es larga y amerita un descanso: salir por una bebida fría o por un tinto (café) y algo de refrigerio es pertinente.

De igual manera salen otros veteranos vecinos del barrio, los pocos que quedan hoy, y visitan la tienda Perros Ardientes, de Óscar Papalini. Allí recibimos una atención amable y rápida, con posibilidades de emparedados, pasteles de yuca, empanadas, torta de queso y ponqué, entre otras opciones.

Nos sentamos a degustar todo lo que Óscar ofrece y vende con su calidez habitual. Él nos trata como amigos y el lugar permite que, en una especia de tertulia no premeditada, entablemos conversación con compañeros de tienda que de otra manera no conoceríamos. 

El pequeño local tiene una nevera–mostrador y una vitrina de dulces y pasabocas, pero también un horno microondas, en el que Óscar da la opción de calentar el almuerzo que gente trabajadora del sector trae desde su casa y que no tiene otro sitio en dónde preparárselo. 

Llevo casi cuatro años laborando cerca a la tienda y cuando entro Óscar me atiende junto a su madre, que ya se acerca a los ochenta años de edad. También hacen su entrada algunos profesores del venerable colegio Champagnat, que ha estado en la zona casi los mismos años que tiene la madre de Óscar Papalini. Poco después, aparecen unos ruidosos alumnos del colegio, que saludan alegremente al propietario y piden refrescos, agua y algunos tentempiés para comer.

El pequeño local tiene una nevera–mostrador y una vitrina de dulces y pasabocas, pero también un horno microondas, en el que Óscar da la opción de calentar el almuerzo que gente trabajadora del sector.

Óscar comparte el espacio de su negocio con su madre, la señora Helda, quien no representa mucha ayuda para atender a los clientes, pero sí una entrañable compañía para él y la imagen de un ser tierno y hogareño para habituales y nuevos compradores. 

Papalini nació en 1970 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre colombiana. Su padre, quien murió en 1985, era el dueño de un restaurante. Un año después de su fallecimiento, Óscar y su madre, debido a su inexperiencia, decidieron vender el negocio y se vinieron para Colombia donde tenían familia materna. 

Él nos trata como amigos y el lugar permite que, en una especia de tertulia no premeditada, entablemos conversación con compañeros de tienda que de otra manera no conoceríamos. 

Sin embargo, su intención de viajar a Colombia, no fue inmediata. En Argentina, sus amigos y familiares les pedían que no lo hicieran “porque los iban a matar”. Les hablaban de la guerrilla, de narcotráfico. Incluso, alcanzaron a enterarse de la toma del Palacio de Justicia que los guerrilleros del movimiento M-19 realizaron en noviembre de 1985. 

Pero, la decisión estaba tomada, y el adolescente Óscar abandonó sus estudios de secundaria para no retomarlos nunca más, aunque ese hecho no ha impedido que sea inquieto, tenga cultura, y se informe de las realidades nacional y mundial, que comenta y analiza con un criterio serio.

“Durante los primeros días en Bogotá —dice Óscar, quien hoy tiene 51 años— yo deseaba mucho regresarme para la Argentina. Pero una voz dentro de mí me decía: ‘Usted no puede dejar sola a su mamá’. Aunque también tuve alegrías que me conectaron con mi país natal. Poco tiempo después de que llegamos ocurrió el auge del rock en español, y aquí en Colombia fue donde lo disfruté”.

Papalini nació en 1970 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre colombiana.

A los pocos meses de vivir en Bogotá, un conocido les informó que había un negocio que estaban vendiendo en el barrio La Magdalena. Les gustó como posiblidad de reiniciar su nueva vida, y pronto juntaron sus pocos ahorros que, sumados a la ayuda de la familia de su madre, les permitieron hacer la compra. 

El barrio La Magdalena de hoy es una bulliciosa área de clase media, mezcla de oficinas, residencias y comercios. Pero en el pasado, quizás hasta mediados del siglo XX, tuvo su esplendor al albergar a variados personajes importantes del país: expresidentes, políticos y en general, miembros de la alta sociedad capitalina.  

A pesar de que Óscar Papalini, no alcanzó a conocer esa época gloriosa en plenitud, su tienda todavía recibe vestigios de ella a través de algunos vecinos y sus descendientes que sí la vivieron y que sienten el viejo barrio en su corazón. Él ya forma parte de esa historia.

Desde enero de 1987 ha estado atendiendo el negocio que llamó Perros Ardientes, porque en un principio vendía los consabidos Hot Dogs. Sin embargo, dejó de venderlos porque era más rentable la demanda de otro tipo de productos. También contrató una empleada en sus comienzos, pero el costo de tenerla hizo que el negocio no fuera sostenible. Ahora él es el único encargado del local, y cuando debe hacer alguna diligencia para el cuidado de su madre, lo cierra sin que se afecte su funcionamiento, porque todos sus habituales entendemos que será por poco tiempo, y que no dejaremos de ser fieles a esa especie de segundo hogar.

El barrio La Magdalena de hoy es una bulliciosa área de clase media, mezcla de oficinas, residencias y comercios. Pero en el pasado, quizás hasta mediados del siglo XX, tuvo su esplendor al albergar a variados personajes importantes del país: expresidentes, políticos y en general, miembros de la alta sociedad capitalina.  

Según la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), los pequeños negocios como la tienda de barrio de Óscar Papalini, fueron afectados significativamente por la pandemia y las recientes manifestaciones sociales en Colombia. 

Al respecto, el gremio considera que cerca de once mil de estos comercios podrían desaparecer trayendo consigo efectos nocivos sobre la economía, pues generan cerca de 1.750.000 empleos en los más de 450.000 establecimientos que existen en el país, los cuales venden, en promedio, 350.756 pesos diarios (100 dólares aprox.)

Con respecto a la cantidad de tiendas de barrio que operan en Colombia, es difícil tener un consenso debido a que no todas trabajan legalmente. Especialmente, porque la documentación exigida y los costos de ésta, dificultan la formalización de los negocios. 

Una encuesta de Fenalco indica que el 32 por ciento de las tiendas de barrio no cerró desde el principio de la pandemia, el 41 por ciento cerró entre una y cuatro semanas y el 27 por ciento cerró, al menos, durante un mes.

La misma fuente informa que el 95,75 por ciento de estos negocios pertenecen a los estratos uno, dos y tres (40,85 por ciento, 41,68 por ciento y 13,22 por ciento respectivamente) y el 52 por ciento es atendido por mujeres. Igualmente concluye que el ingreso generado por la operación de las tiendas de barrio es proporcional al estrato social: “A mayor estrato, mayor ingreso”.

El gremio considera que cerca de once mil de estos comercios podrían desaparecer trayendo consigo efectos nocivos sobre la economía, pues generan cerca de 1.750.000 empleos en los más de 450.000 establecimientos que existen en el país, los cuales venden, en promedio, 350.756 pesos diarios (100 dólares aprox.)

Óscar le da valor a su negocio con la frase: “Esto es tan rico que me da pesar venderlo”. Así se lo dice a clientes y amigos para motivarlos a comprar.

Poco después de estar conversando con Óscar, hay un evento religioso en la Iglesia del Espíritu Santo, ubicada sobre la misma calle de la tienda, unos metros al sur. A la salida de la reunión los feligreses quieren tomarse un descanso, y sin dudarlo se dirigen hacia el conocido remanso de Papalini para refrescarse con una bebida y calentar el paladar con algo de comer.

 “La pandemia me hizo mantener mi negocio cerrado —dice Óscar— aunque pude hacer algo con los domicilios. Pero fue la ayuda de los amigos la que me permitió salir adelante”. 

Así que, para beneficio de quienes la frecuentamos, hoy continua incansable el necesario refugio en la tienda de Óscar Papalini.


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