Hace más o menos un año las calles de Barcelona estaban desiertas diecinueve horas al día en ciertas zonas. Con la crisis sanitaria global recibió dos millones de turistas en 2020, sobre todo durante el verano, en contraposicion al pico histórico del año anterior. Pero entre abril y mayo, los primeros meses del aislamiento, la ciudad solo cobijaba a residentes o a los varados que no podían volver a su patria al cerrarse las fronteras y momentáneamente pasaban el encierro en una habitación de hotel. La palabra reserva ya no estaba dedicada al festín de la hotelería o a especuladores de habitaciones en alquiler, sino que se se usaba para repartir alimentos.
Bajando hasta la Plaza de Cataluña de cara al mar, las anchas Ramblas conducen a la ciudad vieja, zona centro-sur de la ciudad. El poeta español Federico García Lorca decía: “Las Ramblas es la única calle del mundo que desearía que no acabara nunca”. En aquellos días, de abril y mayo, ver entero el mosaico de Joan Miró pintado sobre ella, en 1976, era una excepcionalidad. Se sitúa enfrente del Mercat Sant Josep (Boquería), cuyos puesteros donan desde hace un año y tres meses carnes, pescado y verduras a la Red Popular de alimentos del barrio del Raval cada martes y sábado al mediodía antes de cerrar. El mercado que antes recibía cincuenta mil visitas diarias, hoy diez mil, en el inicio de la pandemia volvió a ejercer su función social regalando productos para su entorno en un contexto de emergencia alimentaria.
Al principio la red popular recibía también muchas donaciones de particulares, pero a lo largo del año fueron cambiando las cosas y las tiendas empezaron a darles productos de primera necesidad. También acordaron con los ambulatorios (centros de atención primaria) colocar cajones con productos para que los vecinos y los trabajadores del barrio se involucren y desde marzo de este año los activistas van a la puerta de los supermercados y esperan alimentos secos para después entregarlos a quienes los necesitan.
Al principio la Red Popular de Alimentos recibía también muchas donaciones de particulares, pero a lo largo del año fueron cambiando las cosas y las tiendas empezaron a darles productos de primera necesidad.
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Era el nueve de mayo de 2020 y Marta López, estudiante de educación primaria, camarera y miembro de una organización vecinal del Raval, había pasado por aquel famoso mercado a las dos de la tarde luego de recoger con el coche las frutas y verduras que no aguantarían el fin de semana. “La crisis rápidamente se ha vuelto socioeconómica y ningún estamento estatal ha podido hacerle frente hasta ahora. Hemos comenzado por repartir la comida que le quedaba a los colegios y a los restaurantes esa semana”, me había dicho. Era promotora de la red de alimentación del Raval que proporcionaba alimentos a setecientas cincuenta familias desde que comenzó la crisis sanitaria y tenían una lista de espera de cincuenta. A mediados de 2020 llegaron a ser mil y un año después son cien por semana.
El poeta español Federico García Lorca decía: “Las Ramblas es la única calle del mundo que desearía que no acabara nunca”.
“Desde el primer sábado de confinamiento (15 de marzo de 2020) nos empezamos a juntar todas las organizaciones para impulsar esta red”. Marta contaba el proceso en volumen elevado y claro. Era alta, de cabello castaño; se notaba por los furcios y lapsus del castellano que su lengua materna era el catalán. Algunas palabras solo salen en el idioma de esta comunidad autónoma cuyo casi cincuenta por ciento desea independizarse del estado español.
En esta zona, donde las calles se van angostando y el laberinto lleva a callejuelas y callejones, la fotografía es siempre sepia y solo contrastan las sábanas celestes que cuelgan desde el piso cuarto de un edificio. Así como el barrio transcurre en todos los tonos posibles de marrones de una comunidad cosmopolita, así mismo, en esas fechas, dejaba de ser ruidoso para transformarse en taciturno.
Febi es una inmigrante filipina vecina del Raval que aquel día salió de su casa del Carrer de la Fusteria y se cruzó con dos paquistaníes que salían de su negocio de alimentación y otras yerbas y que tenía la persiana abierta a tres cuartos para hacer horario reducido. Los paquistaníes son la comunidad inmigrante más grande del barrio —dentro del cincuenta y seis por ciento que representan las nacionalidades distintas a las española—, según el ayuntamiento. También se escuchaba a los gitanos tocar desde alguna ventana: ellos no tienen horarios para sus cantes.
Las calles se van angostando y el laberinto lleva a callejuelas y callejones, la fotografía es siempre sepia y solo contrastan las sábanas celestes que cuelgan desde el piso cuarto de un edificio.
Al doblar la esquina se veía compartiendo vereda con varias mujeres musulmanas vistiendo burka de seda color pastel hasta los tobillos y notó que, por primera vez, no iban empujando carros de bebé. Más adelante había dos hombres que vivían en la calle con bártulos alrededor, estaban despeinados y pedían limosna a todo el que pasaba. Febi avanzaba con la mascarilla celeste que daba gratis la Generalitat (gobierno autonómico) y vistiendo una chaqueta liviana de media estación. La luz de la siesta alumbraba más que la del medio día que cae en picada; a las tres de la tarde rebotaba en el suelo empedrado, en las ventanas y en los grafitis pintados en las paredes y portones.
Aquí no hay un ilustrador famoso como el británico Bansky pero muchos dicen que Barcelona se convirtió en La Meca del mundo grafitero después de las Olimpiadas de 1992 cuando tomó el cariz de ser moderna y abierta a la vez que libre y receptiva. Sinpapeles, Diversity is Hope (al lado del dibujo de una mujer africana), Escolta la natura és savia i és dona (escucha a la naturaleza, es sabia y es mujer), son algunas de las frases que se pueden leer en sus paredes. En castellano, inglés o catalán hay muchos stencils con consignas de los grupos y asociaciones que dan al intercultural barrio cierta homogeneidad.
Al doblar la esquina se veía compartiendo vereda con varias mujeres musulmanas vistiendo burka de seda color pastel hasta los tobillos y notó que, por primera vez, no iban empujando carros de bebé.
En este barrio bohemio de Barcelona, diez minutos de caminata separaban la casa de Febi de La Galera, un centro social ocupado hacía poco más de un año y medio y situado en el Carrer del Regomir. La recibió un pasacalles “Prou, especulació inmobiliaria ens fa fora del barri” (suficiente, especulación inmobiliaria nos echa del barrio). El local de La Galera estaba a mano derecha al final de la calle. En el número 28 comenzaba la fila de gente que venía por ayuda, pegada a la pared de enfrente, larga por el distanciamiento reglamentario de un metro y medio.
Según la portavoz de la red, Joana, aquel día le tocaba el torno de recibir los alimentos a la comunidad de Bangladesh y a las familias monoparentales. Bueno, en realidad monomarentales ya que las beneficiarias eran mujeres solas porque a los hombres les daba vergüenza decir que perdieron el trabajo o no se animaban a pedir comida. “Si ves las llamadas o mensajes de gente que necesita comida, son casi todas mujeres, ellas hacen la gestión de la situación y después, si hay suerte el hombre ejecuta”, me comentaba Marta López. Pero en realidad era el día de la comunidad filipina que se encuentra mayoritariamente en el Raval Norte.
En este barrio bohemio de Barcelona, un centro social ocupado hacía poco más de un año y medio y situado en el Carrer del Regomir.
Febi se paraba en el medio de la calle peatonal.
—¿Estás ayudando a organizar la cola o eres beneficiaria? —le pregunto.
—No, sí, estoy ayudando —me respondió Fabi en inglés—. O sea, me dieron la semana pasada y hoy quise venir a ayudar.
—¿Cómo sientes este desconfinamiento?
—Es difícil todavía porque estaba trabajando, tengo dos niños, que están bien porque vivo con ellos. La crisis afecta muchas cosas, financieramente, los estudios. Después de esto mucha gente no va a tener dinero y no va a gastar, solo para lo esencial.
Aquí no hay un ilustrador famoso como el británico Bansky pero muchos dicen que Barcelona se convirtió en La Meca del mundo grafitero después de las Olimpiadas de 1992 cuando tomó el cariz de ser moderna y abierta a la vez que libre y receptiva.
Febi trabajaba en una casa de familia en un barrio acomodado del norte de la ciudad, Sant Cugat. Su marido era beneficiario del ERTE (expediente de regulación temporal de empleo), pero ella no porque no estaba contratada en blanco. “Mi jefa me dijo que no volveré antes de fin de junio de 2020, por eso fui a los servicios sociales, algunos están cerrados pero otros abiertos y puedes aplicar. Yo recibo trescientos euros para alimentación. Este centro ayuda mucho para los que no pueden comprar”.
Por su parte Marta me explica con énfasis que su trabajo y el de sus compañeras no es el de voluntarias, sino que se trata de una colaboración en equipo, sin jerarquías, ni caridad, que más bien es la labor conjunta de todo el vecindario. “Acá no hacemos beneficencia, es nuestra forma de cuidarnos entre vecinos, de autoproveernos de lo más básico entre quienes estamos en una situación de precariedad sea la que sea laboralmente y que necesitamos cuidarnos y conseguir comida entre todos”.
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La Galera era pequeño por dentro y tenía banderas reivindicativas incluso de presos vascos. Su insignia tenía una figura con puño alzado y una estrella violeta, que decía “Casal independentista i popular de Ciutat Vella”. Desde la puerta hasta la pared había un pasillo circundado de hileras y pilas de cajones con lechugas, cebollas, leches, cereales, huevos, fideos y legumbres. Los facilitadores estaban detrás de ellos organizando el abastecimiento. La promotora de la red de alimentación del Raval, Marta López acomodaba un cajón mientras me hablaba: “Hemos querido que la gente venga y lleve lo que necesite en lugar de nosotros darle las cosas”. Entre ellos hablan en catalán, lengua que, aseguran desde el Consorcio de la Normalización Lingüística del gobierno comunal, se está perdiendo cada vez más rápidamente.
El local de La Galera fue desahuciado. Ahora, accionan en la Antigua Massana, que supo ser una escuela de artes y oficios, y hoy es un lugar emblematico de resistencia del barrio también “okupado” por varias organizaciones.
En el Raval se registraban índices de contagios y fallecimientos que estaban entre los más bajos de la ciudad, así y todo Febi tenía miedo aunque sus ojos orientales bien abiertos no lo demostraran. “Salgo solo a comprar, pero no paseo. Si no es importante prefiero no salir. Los chicos salieron solo una vez y me dijeron “mami, volvamos”, que era mejor no estar afuera”.
Febi trabajaba en una casa de familia en un barrio acomodado del norte de la ciudad, Sant Cugat. Su marido era beneficiario del ERTE (expediente de regulación temporal de empleo). Recibe trescientos euros para alimentación.
A cualquiera hubiera desalentado ver el panorama desolador de la ciudad silenciada, sin niños ni perros en los parques o con los juegos y aparatos de gimnasia encintados y prohibidos. Todo transeunte tenía cara de sospechoso en los momentos más tensos. Cualquiera podía ser víctima de un llamado de atención desde algún balcón con alma policíaca.
—¿Cómo viviste la relación con el barrio? —le pregunto a Fabi. —Yo me he comunicado con mi familia en Filipinas, pero el distanciamiento aquí sí afectó porque no salimos más.
Febi no tenía el peor pasar posible pero entiende que construir una vida en otro país no puede hacerse en solitario.
En este sentido, Marta ponía en palabras lo que se refleja en el portal web de la red de solidaridad: “contra l’alliament” (contra el aislamiento). “Desde hace tiempo en el Raval se ve este proceso de quitarle lo barrio, lo pueblo y transformarlo en un lugar para venir a consumir arte, comida, fiesta —dice Marta—. Quieren que deje de ser un lugar donde relacionarse y hacer vida cotidiana. El aislamiento acelera este proceso que tiene muchas consecuencias y algunas las veremos más adelante. Hoy se siente la paranoia como de que estas solo contra el mundo y tienes que luchar para sobrevivir. Eso no es lo que queremos, eso es lo que el capitalismo quiere, pensar que tenemos que luchar contra la gente que nos rodea. Lo que creemos es que todos los trabajadores de este barrio tenemos que estar unidos. Ya sea, en los sindicatos de vivienda o en cualquier colectivo que aglutine a las personas con las mismas necesidades. El aislamiento le va super bien al sistema pero no lo vamos a poner fàcil”.
Desde hace tiempo en el Raval se ve este proceso de quitarle lo barrio, lo pueblo y transformarlo en un lugar para venir a consumir arte, comida, fiesta —dice Marta—. Quieren que deje de ser un lugar donde relacionarse y hacer vida cotidiana.
Sigilosamente por la esquina contraria al pasacalles, aparecieron dos mossos d'esquadra (policía catalana) en un Seat Leon blanco. Exhibían su protocolo haciendo preguntas con tono benevolente y alargando la mirada, con el ojo paneando hacia adentro de La Galera. La gente de la cola se dispersó, se alejó, algunos dieron vuelta la esquina. Marta miraba de reojo mientras me decía: “por suerte no nos ha pasado nada con ellos, pero igual causan una cierta incomodidad. Sabemos que ha habido multas al sindicato de manteros, a la red de cuidados antirracistas, a personas migradas. Estamos acostumbrados a que haya policía en nuestras calles, pero las primeras semanas del confinamiento hubo un repunte bestial”.
Al cabo de unos minutos, pusieron en marcha el coche y se fueron por el lado que vino Febi, pasando por debajo del pasacalles.
Febi hace señas para que avancen en la fila. El tapabocas impedía ver su sonrisa, tal vez la tenía. En la fila dos hombres marroquíes esperaban pacientes su ración.
—El otro día solo recibí dos litros de leche —dice uno de ellos.
—Sí, pero no estás en la lista — le responde una de las facilitadoras del centro.
—Me apuntaste el otro día —dice él.
—Ah si disculpa, tu cajón está reservado no te preocupes —responde ella.
Fila en La Galera, vigilada en ocasiones por la policía catalana.
A partir del 9 de mayo de 2021 se acabó el estado de alarma en todo el territorio nacional. El gobierno autonómico catalán fue quitando paulatinamente las restricciones perimetrales, de aforos y horarios hasta que, a la fecha, solo quedan unas pocas normas.
La proximidad del puerto y la proliferación de bares y salas de fiesta hizo que la parte sur del Raval se conociera como el “barrio chino”, paraíso de bohemios y de la vida nocturna. Pero el año pasado, significaba sumergirse en una maqueta prolija y solitaria.
A pesar de la pandemia o quizás por ella, el barrio ostenta una fraternidad comunitaria organizada. Ojalá nunca pierda ese espíritu, ojalá no le quiten lo pueblo.