Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Década de los sesenta en Lecce, Italia. Un pequeño pueblo donde habitan pescadores y trabajadores agrícolas. Nicola vive ahí junto a su familia. La guerra ha devastado Europa y, lentamente, la región ha vuelto a ordenarse. Ubicada al sureste, entre el Mar Adriático y el Mar Jonio, Lecce es conocida como la “capital del Barroco” y “la Florencia del sur”, por tener una gran cantidad de monumentos importantes y majestuosos en el país. Nicola es un niño que desconoce el mundo de los adultos y las obligaciones. Tampoco sabe que la miseria no da tiempo y que, en las economías de miles de familias italianas, las esquirlas de la guerra todavía lastiman.

Pasquale Antonicelli, el padre de Nicola, nació en 1929 en Casamassima, a unos pocos kilómetros de Bari. Una zona que se conoce como “la universidad de los quesos” porque ahí se elabora una de las mejores mozzarellas del mundo. La familia Antonicelli era muy pobre y, en la realidad áspera del sur, todo lo malo podía ser peor. Nicola fue el nombre del padre de Pasquale y el que luego eligió para su hijo. El abuelo Nicola trabajó como carpintero y toda su vida la pasó entre el taller y la taberna. Aprender a ganarse el pan era una necesidad pero, sobre todo, una obligación para resistir los embates del tiempo. Así se lo transmitió el abuelo a Pasquale y él así lo hizo con su hijo, Nicola.

Cocina ubicada en Lecce, la ciudad natal de Nicola. El proceso de elaboración de este tipo de queso de masa hilada le permite estirarlo y convertirlo en algo maleable. 

Fotografía de Nicola Antonicelli

Pasquale forjó su carácter severo en el trabajo y el perfeccionamiento del arte de la masa hilada un alimento característico del sur de Italia que se crea estirando cuajada caliente hasta alcanzar el punto exacto para moldearla. Y, buscando lugares para crecer en su trabajo, encontró en Lecce la posibilidad de ser un pionero haciendo lo que sabía. Tenía una ventaja: nadie conocía cómo trabajar la masa hilada. La lección del pan ganado, que recordaba del abuelo Nicola, fue la fábrica de quesos que levantó con sus manos en Lecce. Comenzó a dedicarse completamente al rubro en 1973, cuando Nicola tenía 13 años. Pasquale trabajaba de noche y salía cerca de la tarde. No se recluía en una taberna, pero le gustaba recorrer la ciudad e ir al cine. Ver películas era su manera de terminar la jornada laboral. La quesería era un trabajo insalubre y duro, pero era un negocio familiar. Nicola todavía era un niño cuando su padre lo llevó por primera vez a aprender el oficio. De otra manera, ¿cómo exorcizarían la miseria? 

Nicola es un niño que desconoce el mundo de los adultos y las obligaciones. Tampoco sabe que la miseria no da tiempo y que, en las economías de miles de familias italianas, las esquirlas de la guerra todavía lastiman.

“Esto es todo”, dijo Pasquale dentro de la fábrica. Se refería a la vida, al trabajo, al futuro. Y, para Nicola, las palabras de su padre se sintieron como el peso exacto del mandato. Como espinas penetrando la carne. Una cueva oscura de higiene rudimentaria, humedad y mal olor; así recuerda Nicola el negocio de Pasquale: “A mí me llevaban a la quesería y yo la odiaba”. La tarea era trabajar hasta que duela. Como su abuelo, como su padre. A la madrugada, Pasquale sacaba a Nicola de la cama y lo llevaba dormido a la quesería. Esa cueva habitada por mosquitos y ratas, tenía un olor ácido tan intenso que podía percibirse en una dimensión física. Torcía las entrañas. Eso le quebraba el ánimo. Dormido de pie, Nicola revolvía un mar de leche en una tina a la espera de alguna trabajadora que le acercara un pan con tomate y rúcula para atravesar la noche. “Yo no quería tocar ningún queso”, dice Nicola. Pero en Italia, en el sur, en ese pequeño pueblo llamado Lecce, el modelo de familia era patriarcal. Eso significaba responder al llamado del mandato, un territorio inobjetable. Lo dice un padre, se hace. Y él, que en plena adolescencia empezaba a vivir con más intensidad su mundo de poesía, leyendo obras de escritores lejanos y escribiendo, chocó con esa imposición.

Ahí fue cuando comenzó a planear su escape.

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El acto de cocinar es mucho más complejo que encender fuego o picar verduras y lanzarlas a una sartén. Cuenta con múltiples operaciones que — según la historiadora Rachel Laudan— pueden clasificarse en cuatro grupos: modificar la temperatura (calentar y enfriar); alentar la actividad bioquímica (fermentar); transformar las características químicas mediante el agua, ácidos y alcalinos (sancochar y marinar), y cambiar el tamaño y la forma de las materias primas usando la fuerza mecánica (cortar, moler, aplastar y rallar). El calor puede ser seco, si se cocina algo a la parrilla; o puede ser húmedo, si se hierve o se cocina al vapor. 


A mí me llevaban a la quesería y yo la odiaba”. La tarea era trabajar hasta que duela. 

Según la mitología griega, el queso fue inventado por Aristeo, hijo del dios Apolo y la ninfa Cirene. Y fue Aristeo quién predicó por cielo y tierra la manera de prepararlo. La palabra queso proviene del latín caseus, y su raíz primitiva (kaiso) significa fermentar. La palabra tiene sentido porque su descubrimiento está directamente relacionado a la fermentación. Fue cuando los humanos dejaron de ser nómadas y se instalaron en un territorio fijo donde nació el pastoreo, la cría de animales, la siembra, y eso posibilitó la aparición del queso como un alimento nacido de la fermentación. Casi por accidente. 

Sentir el queso es esencial para su preparación. Las manos moldean, compactan y se unen en la etapa final del proceso. 

No hay datos precisos, ni registros sobre el primer queso. Alguna aproximación dice que su origen data del año 8.000 a.C., aunque hay personas que sugieren que el primer queso se elaboró en la región de la Mesopotamia en el 6.000 a.C., donde hoy se encuentra Irak. Por esos días transportaban leche en órganos de rumiantes como cabras, ovejas y vacas. Utilizar sus estómagos a modo de bolsa para mantener la temperatura era la única manera de viajar con leche y que esta llegara fresca. Algunos textos hablan de un pastor árabe como la primera persona en haber descubierto la leche fresca ya solidificada. También sabemos que el queso existía porque aparece en historias y leyendas. En la Odisea de Homero, en textos de Hipócrates, en la Biblia. Y también lo sabemos porque apareció en hallazgos arqueológicos de construcciones egipcias. En algunas pinturas realizadas por el pueblo egipcio es posible encontrar imágenes de quesos y el detalle de que contaban con seis variedades diferentes, incluso la de uno que contenía olivas. 

El cuajo (una sustancia que contiene enzimas y que habita en la mucosa del estómago de los rumiantes) funciona como un elemento que coagula la caseína, una proteína que se encuentra en la leche y que, en animales como las vacas, puede llegar a representar el 80% del total proteico del cuerpo. El calor del estómago de los animales, sumado a la leche y el cuajo fue lo que produjo de manera natural el primer queso. 

Alguna aproximación dice que su origen data del año 8.000 a.C., aunque hay personas que sugieren que el primer queso se elaboró en la región de la Mesopotamia en el 6.000 a.C., donde hoy se encuentra Irak.

En Grecia se consumía un tipo de queso blanco que era duro y fue considerado uno de los alimentos esenciales de esa civilización. Aún así, nunca nadie amó tanto los quesos como los ciudadanos de Roma. Ahí aprendieron a consumirlo fresco pero también a darle valor al queso añejo y al queso con especias. En Roma la guerra era central para la economía de la ciudad. También lo eran el servicio militar y la alimentación. Pero estar bien alimentado no se traducía en comer mucho. Defendían la cocina simple aunque restringida, lo que evitaba caer en la gula. El apetito abierto sin ningún control era considerado antinatural. 

Cicerón, filósofo y estilista de la prosa latina, decía que la comida era el combustible del cuerpo. Y estableció una categoría de comidas “fuertes”, entendidas como aquellas que eran difíciles de preparar o de digerir, pero que podían otorgar la energía suficiente para un guerrero durante mucho tiempo. Eran las mejores para fortalecer el cuerpo. En esa categoría se consideraba al pan, las habas, las lentejas, la carne de animales domesticados, la miel, las ballenas y el queso. 

Si la leche es cruda el queso será mejor. El tono amarillento de la leche de campo se diferencia del blanco puro de un producto de supermercado.

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— Yo soy un volcán. Un volcán lleno de magma. Y el magma que da vueltas adentro mío es una historia que viene a mí, como si viniera de muchas vidas — dice Nicola.

Una boina con visera cubre la mitad de su frente. Tiene una bufanda alrededor del cuello y un abrigo que exhibe la formalidad de otro tiempo. De muchos tiempos. Nicola mira con ojos cómplices. Su boca ancha infla los pómulos apenas cubiertos por una barba blanca. Sonríe, con una sonrisa amplia de labios cerrados, como quien sabe que ha encontrado lo que se busca una vida entera.

Nicola habla con paciencia, porque la vida se saborea mejor en la lentitud. En la luz dorada del sol de la tarde. En la palabra escrita. En las películas de Giuseppe Tornatore. En la leche que se trabaja durante horas para convertirse en queso. Una manera de concebir la vida que el escritor, Roberto Arlt, comparó con ver el universo en las calles. 

Ese trabajo artístico, esa intervención química en lo natural, lo convierte en lo que nunca había querido ser: un quesero. Para Nicola, la vida se convirtió en poesía. Y la poesía es un hecho inesperado. Él dice que no busca nada porque es un mal buscador. Lo responde cada vez que le preguntan cómo llegó hasta aquí, después de escapar de su padre. 

“Me escapé, me fui a marcar un destino”, dice. Nicola quería vivir una parte de la vida a su manera, con otra fuerza. Y la fuerza que empuja a la poesía no es racional. Cuando se escapó del mandato de su padre, no sabía adonde ir, así que viajó hasta Francia y se quedó en París. Era 1978 y París era una de las ciudades más hermosas del mundo. Cinematográfica, encandilante. Él, que venía de un pueblo olvidado al sur de Italia, estaba fascinado. Tenía 18 años y empezaba a salpicarse de la belleza del exterior luego de haberse sentido prisionero de un mundo cerrado. No existían las autopistas, ni los trenes eléctricos, por eso el arribo a París fue toda una aventura. Esa experiencia le marcó la vida y lo alentó a escribir poemas y novelas para sí mismo.

Para Nicola, la vida se convirtió en poesía. Y la poesía es un hecho inesperado.

Una tarde, sentado junto a un amigo en un bar del barrio de Montparnasse, comenzó a escribir en un cuaderno. 

— ¿Qué haces?— le preguntó su amigo.

— No sé qué hago— respondió.

— ¿Quiéres ser escritor? ¿Un poeta?

En ese momento entró al bar un hombre de traje oscuro, corbata y maletín. Parecía llevar el peso del día en sus hombros. Nicola lo miró en silencio, volvió la mirada a su amigo y le dijo:

— No sé que quiero. Pero estoy seguro de que no quiero ser esa persona.

Los quesos se exhiben en sus múltiples variedades y se venden en talleres, ferias y muestras.

La Leva, así se le llamó al servicio militar obligatorio en Italia desde 1862 hasta su derogación total en enero del 2005. Nicola estaba en edad de realizarlo, pero se encontraba en otro país. “Yo no quería volver, pero me obligaban a hacerlo”, recuerda. Si no regresaba podía ser acusado de cometer el delito de deserción y afrontar siete años de cárcel. No sabía mucho de su familia en Lecce porque no tenía contacto desde su partida. No quería volver, pero no tenía otra opción.

Regresó. 

Hizo el servicio militar y volvió a la casa de su familia.

—En mi regreso ya era más grande y no quería pelear con mi padre. Pasé mucho tiempo afuera y nunca le escribí nada. La idea siempre había sido no volver nunca más — dice Nicola.

Al regreso se enfrentó de nuevo a la cueva oscura y húmeda de su infancia, donde su padre preparaba los quesos. No quería volver a escapar. Se dijo a sí mismo que podía intentar y pensó en la naturaleza, en la poesía. ¿Por qué la mozzarella no podía ser un instrumento o una obra? ¿Por qué no hacer algo mejor? Pasquale Antonicelli había fundado su comercio con la intención de hacer dinero para sobrevivir a la miseria. Nicola quería hacer otra cosa. 

Quería hacer poesía.

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Los poetas de la antigüedad creían en la teoría del cosmos culinario, la cual rescata la historiadora Rachel Laudan en su libro Gastronomía e Imperio. Esa teoría asociaba al universo con los alimentos bajo el dominio de los cuatro elementos (fuego, tierra, agua y aire) y los procesos químicos dentro de la cocina. Poetas y cocineros de la antigüedad elucubraban sobre estas teorías con frecuencia. Creían que el aceite era fuego coagulado, o que las uvas pisadas y fermentadas en tinajas se convertían en fuego líquido. También creían que todos los alimentos ingeridos completaban su cocción en nuestro cuerpo porque el estómago era un caldero ardiente y humeante. Las teorías griegas, indias y chinas también permitían estas reflexiones. Decían que la sangre obtenida de la comida alimentaba los fuegos del cuerpo y avivaba el semen, y que esto a su vez contenía las semillas de la vida humana. La cocción de la comida en el caldero del cuerpo era lo que producía saliva, sudor, jugos gástricos y sangre.

Si no regresaba podía ser acusado de cometer el delito de deserción y afrontar siete años de cárcel.

Para los poetas antiguos la fermentación era un enigma, ¿qué pasaba ahí, cuando la comida se convertía en algo aparentemente podrido y corrupto? Como no estaban seguros del peligro, a las mujeres embarazadas se las excluía de la cocina cuando se gestaba un fermento, ya que temían que “la semilla que se cocinaba en su vientre” interfiriera. En China, se estableció un sistema de correspondencias cosmológicas que asociaba los elementos con las estaciones y los puntos cardinales, además del sabor, el olor, el color de los alimentos y el clima de la región. 

Las especias desafiaban a la muerte. Las hierbas aromáticas propiciaban que pudiera flotar lo vivo. Los alimentos verdes eran los que invocaban a la vida, los rojos eran los alimentos de la sangre y el alcohol, los blancos eran los de la leche y el semen, los amarillos los del poder del sol.

Dice Nicola que un producto es una búsqueda constante, y también un encuentro. Una armonía entre los elementos para abrazar el misterio, percibir la fuerza del fuego, saber que todo necesita un tiempo y que cada queso es distinto. Las estaciones, el calor del verano, el frío del invierno, las lluvias y los estados de ánimo inciden. 

—El queso, la horma de queso, es la memoria en un corazón, en una piel. Una vez abierto se desparraman aromas y colores. Ahí es donde nuestro paladar se traslada. Es tierra cruda, fauna salvaje, frío, calor, ternura, decisión y delicadeza — explica Nicola. 

Secretos heredados, incorporados durante años a fuerza de errores, decepciones, placeres y satisfacciones, que permiten llegar a un elemento con una complejidad organoléptica única e irrepetible. “La leche manda”, dice Nicola.  

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— La poesía siempre me ha dicho que me saque todo. Uno se siente parado sobre una roca alta, mirando abajo. El mar te da miedo y piensas ¿por qué me voy a tirar? Los dedos están entre la roca y el vacío. Y en ese momento hay un punto donde no lo manejas vos, lo maneja el destino. El lanzamiento es la vida y después viene el mar. Es una metáfora de lo que he vivido. Yo me he lanzado al mundo — dice Nicola.

En Lecce existe un lugar llamado La cueva de la poesía, una gran laguna a la que uno puede lanzarse desde una roca. A los 47 años, Nicola había convertido la cueva oscura de su padre en una gran industria de quesos, y se encontró en una encrucijada. Sentía que su vida se convertía en todo eso que lo inducía a escapar y que estaba parado en una roca, mirando al vacío, al mar. Nicola sentía que tenía que irse, y que eso solo era posible con otro salto al vacío, el segundo de su vida.

Le habían regalado Confieso que he vivido cuando era un adolescente. Un libro póstumo que recopila las memorias de Pablo Neruda, el reconocido poeta chileno. Lo leía en voz alta, pronunciando el español con dificultad y sin entender mucho de lo que decía. Su interés por Latinoamérica creció con los años y sus lecturas lo llevaron a encontrarla en documentales y canciones. Algo profundo lo llamaba, pero no tenía idea de que era. 


Dice Nicola que un producto es una búsqueda constante, y también un encuentro. Una armonía entre los elementos para abrazar el misterio, percibir la fuerza del fuego, saber que todo necesita un tiempo y que cada queso es distinto.

Su conexión con Latinoamérica también incluía a su padre. La guerra no solo había llevado a Pasquale a dedicarse a los quesos para salir de la miseria, también hizo que sus hermanos y hermanas se fueran a vivir a Buenos Aires. Allí nació la otra parte de la familia de Nicola. Él insistía a su padre para que viajara a conocerla, pero nunca quiso. Cuando Pasquale murió, Nicola sintió la necesidad de reunir la familia, aunque fuera de manera póstuma. Por eso viajó hasta Argentina en 2006, llevando hasta el cementerio una foto de su padre para colocarla en la lápida donde descansaba su hermana. 

Durante su estadía en Argentina se le ocurrió que podía conocer la ciudad de ese poeta chileno que había despertado su hambre por la poesía en la adolescencia. Se acercó hasta una agencia de viajes y pidió un boleto para Santiago (de Chile). La persona detrás de la ventanilla le dio su pasaje a Santiago, Nicola pagó y se subió al transporte sin percatarse de la confusión: el boleto decía Santiago del Estero. No ser un buen buscador lo llevó a un rincón inesperado del mundo. 

Así, terminó su viaje en una provincia ubicada al norte de Argentina de la que nunca había escuchado hablar. La vida en Santiago del Estero era tranquila. El español no le costó, ya lo leía, lo recitaba y lo utilizaba como insumo para nutrir su imaginario poético. La gramática no estaba muy lejos del italiano. 

Conoció a su futura esposa y con el tiempo consiguió trabajo en Chaco, una provincia en la frontera con Santiago. En el norte los días de verano pueden llegar hasta los cincuenta grados de temperatura. Nicola recuerda el lugar: Pampa del Infierno. Todo era desierto, polvo y calor. La localidad recibió ese nombre a fines del Siglo XIX cuando un regimiento llegó al lugar para erradicar por la fuerza a los pueblos indígenas de la zona. Al encontrarse con el escenario desolador, alguien gritó: “¡esto es el infierno!”, y alguien lo anotó. 

La persona detrás de la ventanilla le dio su pasaje a Santiago, Nicola pagó y se subió al transporte sin percatarse de la confusión: el boleto decía Santiago del Estero.

En 2010 le llegó una propuesta para viajar a Ginebra, Suiza. Una quesería llamada Casa Mozzarella inauguraba un local en el centro de la ciudad y quería posicionarse como un espacio de creación artesanal entre el ruido. Buscaban a maestros queseros de primer nivel en la vidriera del comercio, con la intención de que la gente que pasaba caminando los viera. Por esos años la mozzarella no era muy utilizada en Ginebra y Nicola se entusiasmó con la idea. Ser un pionero, como Pasquale. “Suiza es uno de los mejores países del mundo en la producción de queso”, dice Nicola. El microclima del país favorece los emprendimientos de este tipo, especialmente en la zona de Alta Saboya. Durante ocho años Nicola se dedicó a la producción de queso en ese lugar y, con el tiempo, el espacio se fue convirtiendo en algo más grande. Sin embargo, la adaptación al lugar no resultó tan fácil. Para 2018, un familiar de su esposa le propuso un proyecto nuevo. Le dijo que en Córdoba, Argentina, podían tener vacas y tierras. No lo pensaron dos veces. Querían volver a Argentina. 

***

Es verano en Santiago del Estero y las temperaturas por encima de los 40 grados obligan al cuerpo a asumir la condición de lo extremo como lo cotidiano. En un salón acondicionado, al final del edificio de la Casa D’Italia (un espacio educativo sostenido por familias con ascendencia italiana) Nicola está dictando un taller de elaboración de quesos artesanales. Parado frente a un grupo de personas que lo mira con atención, Nicola explica el proceso mientras da unos sorbos de mate. Se lo ve distendido y sonriente. Hace dos meses volvió de Europa y está entusiasmado. Mariana, su esposa, lo acompaña en el dictado del curso, el control de la temperatura en las ollas y la venta de los productos. Detrás de Nicola se despliega una mesa larga cubierta con un mantel colorido. Sobre ella se ubican quesos de distintas variedades, vinos y jugos. En el lado izquierdo la cocina es un laboratorio. Adentro hay conservadoras con quesos, guantes, ollas enormes y termómetros. Nicola abre una de las heladeras y saca un bidón de leche de vaca. La sirve en una jarra de vidrio y, mientras lo hace, dice que hay que fijarse en el color. Lo que pasa de un recipiente a otro es un líquido de un tono amarillento, sólido, muy lejano a la pureza blanca, inmaculada y transparente de la leche de supermercado. “Esto es leche cruda”, dice, “de vaca de campo, de una vaca que no conoce la industria”. Para Nicola es todo lo que augura un buen queso.

Un sábado de verano en Santiago del Estero. Nicola dicta uno de sus talleres mientras toma mate.

Al principio del curso, reparte una hoja con las instrucciones para crear un queso. Se llama “Diagrama de flujo para el queso fresco” y está dividida en nueve pasos. Después de horas de indicaciones y visitas a la cocina, vendrá el momento de las degustaciones y el armado de los quesos en sus moldes. Sobre la mesa ahora reposan dos porciones de ricota, una fresca y una curada. La ricota es lo que se consigue una vez que se recicla el suero del queso, su excedente. La degustación se acompaña con vino rosado, y en el primer bocado se puede apreciar la diferencia: lo fresco y lo salado, un sabor percibido como una inundación que llena todos los espacios de la boca. Para explicar el proceso de curado de la ricota, Nicola se aleja y vuelve con una caja azul. Cuando la abre, un olor ácido y potente se siente como un golpe que desorienta el olfato. Adentro, sobre un colchón de ramas, descansa una ricota con más de dos meses de maduración. Los hongos sobre su corteza están tan vivos que su color es cada vez más oscuro. Nicola exhibe su experimento personal con orgullo y luego lo guarda para seguir con el taller.

Ya sobre el final, cada uno de los participantes ha ido dando forma a su propio queso. Aunque todos siguieron la misma receta, cocinaron en las mismas ollas y con los mismos elementos, cada queso es diferente, porque cada uno fue moldeado por manos y por historias distintas. Nicola está sentado en un extremo de la mesa, controlando el proceso, mientras Mariana vende productos desde el otro lado. Nicola siente que ha descubierto una nueva aventura en esta etapa de su vida: la transmisión del conocimiento. Llevar el mensaje de que el queso está vivo y tiene algo para decirnos sobre nuestras maneras de consumir y de ver el mundo. Aun en el rol de maestro, Nicola todavía se siente un cocinero que experimenta en las ollas, entre sabores ácidos, arenosos, cremosos, bruscos y suaves. En este nuevo escenario, donde ha podido lanzarse y sobrevivir, las ideas siguen latiendo con la fuerza de la poesía y, mientras se cuecen a fuego lento, se cuentan como un secreto que alguien te pide que no cuentes: “Estoy produciendo un queso especial que aquí todavía no conocen”. 

Nicola revuelve el suero que se deposita en el fondo de una de las enormes ollas donde prepara sus quesos. 

***

Todavía no conocía las historias detrás de Nicola cuando pensé en escribir este perfil. Probé su queso sin conocer su vida, y quise saber más. La curiosidad me hizo llegar hasta aquí. No tenía idea de su viaje a París, no conocía la historia de su padre, ni el error de su pasaje a Chile, ni su gusto por Neruda, ni el amor por su nueva vida. Fui a buscarlo hasta una feria donde vendían artesanías y tocaban bandas. Lo encontré a los pocos pasos. Tenía algunos quesos colocados sobre el mantel, arriba de una tabla de madera. Llegué con la intención de comprarle una horma y preguntarle si podía entrevistarlo. Me dijo que sí. 

El día del encuentro hacía mucho frío. Conocí su casa, la pequeña cocina donde fabricaba sus quesos, la heladera en la que los conservaba y donde aguardaba por la reacción química de sus experimentos. Fuimos a un bar al costado de la ruta y ya sentados me preguntó por qué quería escribir sobre él. Qué podía tener de interesante su vida, algo que seguramente podría preguntar cualquier editor. Un motivo que yo consideraba evidente era el sabor de sus quesos, pero también le dije que la tarde en la que fui a comprarle me llamó la atención su manera de hablar. No hablaba como un vendedor, ni como un productor. Nicola hablaba como un poeta. El queso que tenía en mi mesa se sentía como un pedazo de historia que me invitaba a conocer más. ¿Una textura sensorial o un alimento? ¿Un mero atractivo visual o el intento de extraer su más profundo secreto? La evocación de un momento, de un lugar, a través del sabor. No sabría cómo describir la sensación, aunque en palabras de Nicola podría sintetizarse en lo último que me dijo antes de despedirme: “Toda una vida cabe en una horma de queso". 

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