Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Ilustrado y certero, Jorge Valdano fue quien mejor describió lo que para los ojos de Occidente representaba el juego de ese genio rebelde que iluminó el fútbol mundial en los 90 llamado Romario: «Es un jugador de dibujitos animados», dijo el analítico ex delantero argentino, hoy devenido manager motivacional de empresarios. Bajo, ancho, casi atómico, el brasileño Enzo Leonel Vai (Romario) fue el mejor futbolista del planeta a comienzos de aquella década, época en la que defensas y arqueros de las ligas más importantes del mundo sucumbían ante su sorprendente e impredecible estilo: un depredador serial tan descomunal como simpático. Romario corría –volaba– dando pequeños saltos, prometiendo con su gestualidad una cosa y resolviendo con sus piernas otra. Era una suerte de ilusionista en el cuerpo de un pequeño pilar de rugby. En el área, era el duque en sus dominios, un acelerador de las partículas del tiempo.

Desde su debut en la primera de Independiente, a la temprana edad de quince años, sobre Sergio Agüero (Avellaneda, 1988) no han dejado de caer, además de expectativas, parangones de todo tipo. De todas las comparaciones formuladas, la más ajustada es aquella que lo relaciona con el crack brasileño. «Agüero es una fotocopia de Romario. Es el mismo jugador», señaló su ex director técnico Roberto Mancini, luego del debut del delantero argentino en su equipo actual, el Manchester City de Inglaterra.

Ver jugar a Agüero es evocar las mejores imágenes de aquel brasileño descomunal. También bajo y ancho, las piernas cortas y macizas de Agüero comulgan con un torso convincente que le dan un aspecto de héroe de cartoon. Pero sobre todo, lo que termina de cincelar ese aire de dibujo animado son sus movimientos gráciles y repentinos que se disparan a velocidad de rayo. Como Romario, cuando Agüero corre su cuerpo parece ir por detrás de sus piernas. Para completar la alegoría televisiva, en todo el mundo a Agüero se lo conoce como el «Kun», apodo que se ganó a los tres años por su fanatismo por el animé japonés de nombre Kum-Kum. Con 25 años, el delantero surgido en Independiente de Avellaneda es una estrella mundial que, en Brasil 2014, aspira a alcanzar la cumbre.

Desde su debut en la primera de Independiente, a la temprana edad de quince años, sobre Sergio Agüero (Avellaneda, 1988) no han dejado de caer, además de expectativas, parangones de todo tipo.

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Villa Los Eucaliptos, Quilmes, conurbano de Buenos Aires, comienzos de los años noventa. Un niño de siete años juega en el «potrero», una cancha de tierra salpicada con piedras y arbustos informes que, de acuerdo al día, puede albergar doce o treinta futbolistas. Las reglas son imprecisas en ese borde marginal de la Argentina profunda, pero Sergio Agüero se las ingenia siempre para jugar, correr y saltar. Llega del colegio, almuerza poco y rápido y se lanza a la aventura de patear una pelota rodeado de casas precarias,desempleo y marginalidad.

Es una postal que resuena en la mitología nacional. A pocos kilómetros de allí, en Lanús, treinta años antes, otro pequeño proyecto de crack fatigó la misma tierra en condiciones similares. Diego Maradona creció en Villa Fiorito, a apenas veinte minutos de donde Sergio Agüero, durante el menemismo, empezó a escribir su propia historia. Paradojas de la vida, con el tiempo, Agüero y el legendario 10 terminarían estrechamente relacionados.

El Kun llegó al Manchester City en 2011. / Foto: @kunaguero

Al igual que los de Maradona (oriundos de Corrientes), los padres de Agüero habían llegado de una provincia norteña y pobre, Tucumán, a 1000 kilómetros de la Capital Federal. En 1987, la pareja integrada por Leonel del Castillo y Adriana Agüero migraron desde las afueras de la capital de esa provincia norteña hacia Buenos Aires. Se instalaron en La Matanza, a unos treinta kilómetros de la capital, con una hija de once meses. Poco tiempo después, con tan solo 18 años, el 2 de junio de 1988, Adriana dio a luz al primer hijo varón de la familia, Sergio. Al ser menor de 21 años, Leonel no pudo anotarlo en el Registro Civil con su apellido. Por eso Sergio Del Castillo fue siempre Sergio Agüero.

Tras errar por distritos colindantes –González Catán, Florencia Varela–, los Agüero (Del Castillo) se instalaron en Los Eucaliptos en 1991. No fue sencilla la vida en ese asentamiento popular conformado por casas con techo de chapa, escasas comodidades edilicias y calles de tierra atravesadas por el peligro. Aún hoy, el progreso no ha llegado a ese barrio: según el Censo 2010, más del 75% de los hogares de Los Eucaliptos no posee inodoro con descarga de agua. Con matices de acuerdo a la época, el lugar, conocido como la capital de la pasta base –un derivado de la cocaína de alto consumo entre las clases bajas–, conserva la misma cantidad de habitantes (1000, Censo 2010) desde comienzos de los noventa.

En esas condiciones creció el «Kun». A las deficiencias sanitarias y estructurales debía añadirse también la amenaza latente de los robos y las vendettas. Eran usuales –lo siguen siendo– los operativos policiales en busca de cocinas de drogas o los ajustes de cuentas entre dealers narcos. "Nos dijimos que teníamos que salir de ahí por su peligrosidad. Andaban a los tiros y mis hermanitos siempre afuera. Por suerte, el club nos compró una casa en Don Bosco. Nos sacó", recordaría el crack años más tarde.

A los 15 años debutó en el fútbol profesional. / foto: @kunaguero

Pero desde los tres hasta los once años los Agüero (Del Castillo) no se fueron de allí. Y en ese contexto es donde Sergio comenzó a desplegar sus primeras fantasías futbolísticas. Con solo nueve años jugaba por plata en la cancha del barrio contra jugadores dos o tres años mayores. Los partidos eran durísimos: el dinero convertía esos duelos en verdaderas batallas campales. No había árbitro, de manera que, salvo las que eran escandalosas, las infracciones no se cobraban. Allí se maceró el temple del futuro crack del Manchester y de la selección Argentina, porque aun siendo escurridizo, casi volátil, aún provocando dislates con sus frenos, enganches y gambetas, a Agüero lo cocían a patadas. "Una tarde, uno se me tiró con los dos pies para adelante y me dejó la marca en el pecho. Ahí me empezó a agarrar un poquito de susto. Desde esa vez, toco rápido y salto cuando veo que me vienen de atrás", comentaría tiempo después. Para evitar ser lastimado, por ese entonces comenzó a desarrollar una metodología particular: jugar con el sol. Al ser delantero de área, ya desde chico Agüero solía pararse de espaldas al arco. Harto de que le pegaran desde atrás, en días de sol –la mayoría– se fijaba si a los costados aparecía alguna sombra. Era un golpe de vista nomás, pero lo suficientemente efectivo como para darse cuenta si debía desprenderse de inmediato del balón o si podía, de acuerdo a la ubicación de la sombra (sobre la derecha o sobre la izquierda), darse vuelta para el otro lado y engañar al rival. «Siempre me ayudé con el sol –diría más tarde–. En el Mundial sub 20 de Holanda la sombra era clarita. Y me sirvió mucho".

Nos dijimos que teníamos que salir de ahí por su peligrosidad. Andaban a los tiros y mis hermanitos siempre afuera. Por suerte, el club nos compró una casa en Don Bosco. Nos sacó»

Esa picardía de matices lúdicos es lo que parece haber acompañado siempre a Agüero, que aún creciendo en el contexto en el que lo hizo, siempre exhaló un soplo de optimismo, como si, aún hoy, no hubiera dejado escapar la infancia.

Haber hecho de la dificultad una virtud en un deporte de alta competencia como el fútbol, donde los detalles suelen ser decisivos, es lo que ayudó a convertir a Agüero en un fuera de serie pese a que, para destacarse en la posición en la que juega, no tenga las mejores condiciones físicas: mide apenas 1,72 metros.

Siendo jugador del Atlético, Agüero comenzó a ser convocado para la selección argentina. / Foto: Shutterstock

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Todavía en Los Eucaliptos, el joven Sergio comenzó a jugar en clubes de barrio –primero en Loma Alegre, de Quilmes y luego en Los Primos, en Berazategui–, en los que descolló de inmediato. Conocedor del ambiente del fútbol –un ambiente complejo atravesado por los intereses y las mezquindades–, Agüero padre, que había jugado hasta la tercera división en el club San Martín de Tucumán, supo desde muy temprano que su primer hijo varón era una joya en potencia. A mediados de los noventa, Leonel jugaba como pasatiempo en un club humilde y amateur, el Dardo Rocha de Avellaneda. Su propietario y presidente era Eduardo González, un hombre históricamente vinculado con Independiente, una de las instituciones más prestigiosas del país. Leonel le insistió a González para que viera jugar a su hijo. Cuando lo vio, González quedó impresionado. "Tomaba la pelota y eludía a todos sus rivales. Era algo extraordinario." González llevó al pequeño Sergio a que se probara en las divisiones inferiores del club de Avellaneda. A punto de cumplir nueve años, el joven Agüero maravilló a los reclutadores de forma instantánea. Su irrupción fue meteórica.

La vida de los Agüero cambió para siempre. Mientras el pequeño Sergio se destacaba y salía campeón de las categorías prenovena, novena y octava con Independiente, González se convertía en una suerte de protector de la familia, sosteniendo económicamente el hogar (la pareja había tenido cinco hijos más) y comprándole a Leonel un auto para que trabajara de chofer.

El crack se transformó de inmediato en un patrimonio invaluable para el club. En un ambiente en el que el talento es recompensado con millones de dólares, el joven Agüero representaba una promesa cuyas dimensiones parecían fabulosas. Fue por eso que, tan solo dos años después de comenzar a jugar en las divisiones inferiores, un empresario contactado por González le adquirió una casa a los Agüero en el sector más urbano de Quilmes. Después de ocho años, la familia dejaba atrás el barrio y la pobreza.

Siempre precoz, tal era la magnitud de su talento que con solo 15 años y un mes disputó su primer partido en primera división, convirtiéndose en el futbolista más joven en debutar profesionalmente en el fútbol argentino. "A pesar de que tenía 15, físicamente, cuando lo iban a chocar, era muy difícil que lo tumbaran. Eso me llevó a ponerlo", recuerda Oscar Ruggeri, el entrenador que posibilitó el récord. Fue en el año 2003 y, hasta ese momento, el jugador con menos edad en debutar había sido Diego Maradona, con quince años y diez meses. Otra vez los destinos volvían a cruzarse.

Por entonces, los diarios deportivos de la Argentina aludían a la presencia de dos estrellas emergentes: Agüero y otro joven esmirriado y tímido que había emigrado a Barcelona a los once años: Lionel Messi.

Mientras el pequeño Sergio se destacaba y salía campeón de las categorías prenovena, novena y octava con Independiente, González se convertía en una suerte de protector de la familia, sosteniendo económicamente el hogar (la pareja había tenido cinco hijos más) y comprándole a Leonel un auto para que trabajara de chofer.

Eran el futuro del fútbol argentino.

Tras alternar entre el plantel superior y el equipo de reserva, después de cumplir los 16 años, el «Kun» se asentó en la alineación titular y comenzó a destacarse y a hacer goles. En poco tiempo transformó el estado de ánimo de los hinchas de Independiente, que vieron en él la posibilidad de revivir la gloria pasada. Una temporada más tarde, con dulces 17, Agüero se convertía en ídolo del club de Avellaneda.

En la mayoría de los equipos importantes, los métodos de consagración popular son diversos, pero hay uno que es inapelable: las grandes actuaciones contra los rivales clásicos. Fue así como en febrero de 2006, Sergio «Kun» Agüero hizo un despliegue deslumbrante de su genio y de su capacidad goleadora para anotar los dos tantos con los que Independiente derrotó a Racing, su archirrival. En aquella tarde estival, a la vez que se hundía para siempre en las emociones de los hinchas, el «Kun» también le daba a conocer al mundo su particular estilo: chaplinesco, irreverente, orlado con la gracia de los artistas. El segundo gol fue, de todos, una verdadera pieza: recorrió en zigzag casi 50 metros del campo rival, ridiculizando a su marcador y definiendo ante la salida del arquero. Fue un compendio de velocidad, habilidad, engaño y precisión, la clase de goles que acercan al fútbol a una manifestación sin tiempo, bella y, mejor aún, espontánea. Su cuerpo dibujaba piruetas, mientras su rival se desesperaba por tratar de adivinar alguno de sus movimientos. Todo el país hablaba de ese chiquilín descarado y algo retacón que parecía flotar sobre el césped y que festejaba los goles bailoteando y sonriendo, como si estuviera gozando. Su edad temprana era otro elemento de conmoción: siendo un adolescente, Agüero lograba jugar prescindiendo del entorno y las presiones, lo que hablaba de alguien amueblado con la madera de los campeones.

El Kun co su hermano Gastón. / Foto: @kunaguero

Si hay dos materias primas que ha sabido exportar la Argentina durante el kirchnerismo, esas fueron la soja y sus futbolistas. Con la primera sustentó un crecimiento económico inédito en su historia, a la par de varios países latinoamericanos. Con sus atletas pobló las canchas de las mejores ligas de Europa. Desde los años ochenta, los campeonatos españoles e italianos se han alimentado de la savia de los jugadores argentinos. Era inevitable entonces que Agüero no recalara en el fútbol europeo. Fue el Atlético Madrid quien desembolsó más de 20 millones de euros para adquirir el pase del joven delantero. En agosto de 2006, apenas seis meses después de aquella actuación consagratoria ante Racing, Agüero armó las valijas y se instaló en la capital española. Tenía 18 años y su futuro, los límites del cielo. Con el dinero recaudado por la venta, su club construyó una buena parte de su nuevo estadio.

De las plataformas de validación y movilidad social –pensemos en la música, las finanzas o los medios de comunicación–, el deporte de alta competencia y profesional es la más vertiginosa y empinada de todas. Y de esa galaxia deportiva, es el planeta fútbol el que mayor cantidad de estrellas ofrece cada temporada. Héroe contemporáneo, el sujeto que se destaca asume un rol de una importancia social preferencial, y a la par que obtiene privilegios de astro se convierte en ídolo de multitudes. Fue el caso de Agüero, quien pasó a ser de forma inmediata un referente de la afición madridista. Siendo una de las ligas más competitivas del mundo, tanto él como Messi se posicionaron como las dos figuras emergentes y no hicieron más que plasmar una tendencia ya usual en un fútbol económicamente de segundo orden como el sudamericano: sus talentos emigran cada vez más jóvenes, asegurándose rápidamente un futuro holgado, ya que en Europa se convierten en exitosos y millonarios. Agüero, por ejemplo, firmó un contrato que le aseguraba ingresos por cinco millones de euros anuales.

Mientras conquistaba la mitad de Madrid –el otro grande de la capital española, el Real, también había querido comprarlo–, Agüero era convocado para integrar la selección sub 20 de su país. Dos años antes ya había integrado el equipo –cuya figura fue Messi–, pero con solo quince años apenas jugó unos minutos. Esta vez –2007– era distinto: Agüero sería el capitán y el baluarte. En otra muestra de su temperamento, el delantero soportó las presiones que lo sindicaban como el nuevo crack y dio la cara por el equipo albiceleste: resultó el goleador, fue elegido mejor jugador del torneo y Argentina ganó el título mundial. "Fue el momento más feliz de mi vida. Y me dio la confianza para lo que vino despué"», recordaría varios años más tarde.

Siempre precoz, tal era la magnitud de su talento que con solo 15 años y un mes disputó su primer partido en primera división, convirtiéndose en el futbolista más joven en debutar profesionalmente en el fútbol argentino.

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Antes de convertirse, gracias al mundial juvenil, en una promesa planetaria, Agüero había iniciado un romance con Gianinna Maradona, la hija menor del legendario jugador. Lo que parecía ser apenas un affaire de verano se convirtió en una familia: en febrero de 2009 nació Benjamín, hijo de ambos. Hasta entonces, entre el ex futbolista del Napoli y Agüero había un puñado de similitudes vinculadas al origen –una vida de apremios económicos–, la precocidad y el talento. A partir de entonces, la conexión entre ambos se alejó del campo de lo simbólico para acercarse al terreno de lo tangible: el hijo de Sergio era el primer nieto de Maradona. Edípico o no, también había un pliegue de la personalidad de ambos –cierta picaresca callejera que en el caso de Maradona con los años se convirtió en un humor sostenido en un neolunfardo– que, amén de las comparaciones, es innegable que no pasó inadvertido para Gianinna a la hora de encontrar una pareja. De algún modo, fue la segunda vez que Agüero eclipsó al exastro argentino: la primera cuando quebró su récord de ser el jugador más joven en debutar en la primera. La segunda, cuando desposó a su hija menor.

Siendo jugador del Atlético, Agüero comenzó a ser convocado para la selección argentina, lo que exacerbó, en cierto sentido, la sensación de endogamia familiar: el entrenador del equipo albiceleste no era otro que Diego Maradona. Desmesurado, volcánico, más pasional que táctico, el paso del mítico futbolista por la dirección técnica de Argentina dejó un regusto amargo entre sus jugadores e hinchas. Aun siendo su suegro, y luego de la decepcionante eliminación a manos de Alemania por 4 a 0 en el Mundial de Sudáfrica 2010, Agüero apenas balbuceó una defensa del técnico, quien abandonó su cargo luego de la debacle.

Benjamín, hijo del Kun y Giannina Maradona. / Foto: @kunaguero.

Dueño de un vocabulario mucho más acotado que los ilimitados recursos de su cuerpo, Agüero también conserva un eco adolescente al momento de declarar. No es provocador con lo que dice sino con cómo lo dice, quitándole, en ocasiones, la cuota de agonía y solemnidad que tiene la narrativa futbolística. Ese desenfado inocente –parecido a una ausencia de los mecanismos de autocontrol– es el que le permite caer simpático en los grupos humanos que integra, aun cuando pueda decir o preguntar cosas no del todo adecuadas.

«Cuando lo conocí, allá por el 2005, me miraba y me miraba –recordaría Lionel Messi años más tarde–, me veía que hablaba con otros chicos. En un momento no se aguantó más y me preguntó: ‘¿Vos quién sos?’. Hoy, lo comentamos y nos matamos de risa.»

Hasta entonces, entre el ex futbolista del Napoli y Agüero había un puñado de similitudes vinculadas al origen –una vida de apremios económicos–, la precocidad y el talento.

Al igual que el boxeo, el fútbol, se demuestra domingo tras domingo, posibilita el ascenso al pináculo social de los hijos del proletariado y de las capas bajas, lo que genera, a fin de cuentas, que muchas veces esos héroes adquieran con sus piernas una dimensión cultural que no es necesario o no les interesa sostener con sus palabras.

Y en ese mundo atravesado por los intereses económicos y las pasiones, donde un saque lateral mal hecho adquiere la relevancia de una crisis de gabinete, que aparezca un jugador que, sin ser brillante o particularmente iluminador con sus declaraciones, a veces aporte una mirada lateral de los temas y que, además, esa mirada esté subrayada con una sonrisa, resulta aliviador. "¿Quiénes son los tres mejores jugadores del mundo?", le preguntaron al «Kun» en un reportaje televisivo reciente. «"Messi, Messi y Messi", dijo, con una sonrisa.

En Madrid, Agüero alcanzó la estatura de jugador internacional, midiéndose con –y superando a– algunos de los mejores defensores del mundo como Gerard Piqué y Dani Alvez (Barcelona) o Sergio Ramos y Pepe (Real Madrid). En el conjunto colchonero –así llaman al club–, Agüero provocó una mini revolución. Tras años de alinear equipos cuyas consignas estaban más ligadas a la lucha, el rastrillaje, el músculo y el arrebato, la llegada del crack argentino supuso un cambio de paradigma: lo que hizo Agüero apenas puso un pie en Manzanares fue colocar la pelota debajo de su suela, levantar la cabeza, lanzarle un guiño a la hinchada y apuntar de lleno al arco rival. Si delante había defensores, los eludía; si había arqueros, los sometía.

¿Quiénes son los tres mejores jugadores del mundo?", le preguntaron al «Kun» en un reportaje televisivo reciente. «"Messi, Messi y Messi", dijo, con una sonrisa.

A diferencia de su compatriota Lionel Messi en el Barcelona, Agüero no jugaba en un equipo que se destacara por su juego coral –una suerte de orquesta sinfónica–, sino que debió desplegar su talento en un club, como el Atlético de Madrid, mucho más limitado y menos ambicioso que los dos grandes de España. Aún así, Agüero se las arregló para ser considerado el mejor jugador de la liga española durante la temporada 2007-08, galardón que consiguió con tan solo 20 años de edad. Esa misma temporada, Agüero obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008 con la selección Argentina, un equipo que estaba integrado, entre otros, por Lionel Messi, Angel Di María y Ever Banega, todos ellos también jugadores de la liga española.

Al tiempo que llevaba a su equipo a posiciones de vanguardia, Agüero se metía en los corazones de la gente hasta pergeñar una idolatría casi inédita tratándose de un futbolista extranjero. En el aspecto futbolístico, el argentino integró una dupla de ataque maravillosa con el delantero uruguayo Diego Forlán, con quien se entendía a la perfección, como si entre ambos conformaran las partes complementarias de una maquinaria aceitada. Mientras Agüero se destacaba, como lo había hecho desde niño, por sus gambetas, su imprevisibilidad y el disparo al arco con ambas piernas, Forlán descollaba por su verticalidad, su tiro de zurda y su cabezazo.

Lo que hizo Agüero apenas puso un pie en Manzanares fue colocar la pelota debajo de su suela, levantar la cabeza, lanzarle un guiño a la hinchada y apuntar de lleno al arco rival. Si delante había defensores, los eludía; si había arqueros, los sometía.

Esa notable complicidad fue la que hizo posible que el Atlético obtuviera, en mayo de 2010, la primera edición de la Europa League, el segundo torneo en importancia del continente. En la final, el equipo madrileño derrotó al Fulham de Inglaterra por 2 a 1 con dos goles de Forlán. Para todos los medios especializados, Agüero resultó la figura de la cancha. Fue el primer título internacional para el equipo español en 48 años, lo que potenció aún más el idilio entre el joven delantero argentino y los seguidores de su club.

"Messi hace lo imposible, Agüero lo inesperado", precisa el escritor y ensayista argentino Fabián Casas. A diferencia del delantero del Barcelona, que parece un futbolista sintético, preparado en un laboratorio de alta tecnología, Agüero es un jugador sanguíneo, terrenal, incluso más sensible. En Messi no hay duda, en Agüero sí, lo que lo convierte en un deportista más cercano, acaso más querible. Cada vez que Agüero toma la pelota una corriente de electricidad invade el terreno. Hay una sensación de que cualquier cosa puede ocurrir, como si todo lo inventado hasta allí pudiera ser refutado o redefinido. El hincha argentino, que todavía convive con el murmullo de la resaca maradoniana, está acostumbrado a jugadores más agónicos, atravesados por cierta tragedia personal, esos héroes que tienen un costado tanguero o histriónico y que se imponen sobre el resto pero también sobre sus propias dificultades. Inescrutable y apenas audible, Messi es la genialidad silenciosa, perfecta. Agüero es el talento con ritmo azucarado.

Ya desde los tiempos en los que hacía goles y era figura en Independiente, Agüero se mostraba como un aficionado al baile y un cultor de la música, en especial de la cumbia o de la versión nativa de ese ritmo colombiano. Cada vez que marcaba un gol, ensayaba unos simpáticos pasos de ese no menos simpático baile. Con el tiempo, el delantero se hizo amigo de los integrantes del grupo «Los leales», quienes le compusieron un tema, «Kun Agüero», de cuya grabación participó, cantando parte de la letra. Hoy, separado de Gianinna Maradona, Agüero está en pareja con Karina Tejeda, una cantante de música tropical de Argentina, dos años mayor que él.

"Messi hace lo imposible, Agüero lo inesperado", precisa el escritor y ensayista argentino Fabián Casas. / Foto: @kunaguero

Tras un olvidable paso por el Mundial de Sudáfrica –jugó tres partidos y no hizo goles–, el «Kun» volvió a obtener un título con el Atlético, luego de derrotar al Inter de Milán y levantar la Supercopa europea. Agüero marcó el segundo tanto de un equipo que, con Forlán, Simao y José Antonio Reyes, se había convertido en un plantel competitivo.

Todavía joven y con capacidades ilimitadas para seguir creciendo, a comienzos de década el argentino era uno de los jugadores más buscados por las mayores potencias del mercado europeo. Equipos de la liga inglesa –cada vez más fuerte–, de la liga italiana y los grandes de España sonaban siempre como posibles interesados en adquirir sus goles. Agüero declaraba que se sentía muy cómodo en el Madrid, lo que no hacía más que potenciar el cariño de la gente para con él. Sin embargo, la temporada 2010-2011 fue la última del «Kun» en el Atlético. Luego de una negociación kafkiana, Agüero llegó al Manchester City de Inglaterra a cambio de 45 millones de euros. La transferencia hundió en la tristeza a los aficionados del Atlético, que de esta manera, y a pesar de todos los esfuerzos que habían hecho –un sueldo millonario y muchas comodidades–, veían cómo se marchaba el último gran ídolo del club.

Tras años convulsionados y de bajas performances, desde hacía un tiempo el Manchester City, que ya contaba con los argentinos Carlos Tévez y Pablo Zabaleta entre sus filas, se había vuelto a trepar a los primeros puestos de la Premier League, gracias a los muchos millones de libras que aportaban sus nuevos propietarios, un conglomerado de accionistas de los Emiratos Árabes cuya cabeza, el Jeque Mansour bin Zayed Al Nahyan, integra la familia gobernante de Abu Dhabi, la capital.

Destemplada y gris, pero competitiva e intensa, Manchester y sus hinchas recibieron a Agüero casi como un mesías, con la pretensión –la esperanza ardiente– de que los condujera a cortar la abrumadora hegemonía que había ejercido sobre ellos, y sobre casi toda la liga inglesa, el otro equipo de la ciudad, el glamoroso, señorial y arrogante Manchester United. En los años ‘90 y 2000, mientras el City reptaba por el suelo del fútbol inglés –llegó a descender dos categorías–, el United se convertía en una de las joyas de su majestad: además de ganar todo tipo de títulos en Gran Bretaña y el mundo, gracias a una dinastía de jugadores brillantes comandados por el técnico Sir Alex Fegurson, los diablos rojos se habían transformado en el club más cotizado del planeta, siendo sus futbolistas verdaderas estrellas universales. Agüero venía a tratar de atemperar semejante dominio y a intentar alcanzar un campeonato en la Premier League, privilegio que se le venía negando al club desde hacía más de cuarenta años.

Luego de una negociación kafkiana, Agüero llegó al Manchester City de Inglaterra a cambio de 45 millones de euros. La transferencia hundió en la tristeza a los aficionados del Atlético, que de esta manera, y a pesar de todos los esfuerzos que habían hecho –un sueldo millonario y muchas comodidades–, veían cómo se marchaba el último gran ídolo del club.

Sin saberlo, Agüero llegaba a una de las ciudades más apasionadas por la pelota, una ciudad cuyo pulso vital late de acuerdo a la performance de sus dos grandes equipos. Durante años el campeonato británico estuvo dominado por un fútbol de potencia, temperamentos y conexiones aéreas, pero a partir de los noventa, y mucho más intensamente desde la década pasada, se fue despojando de esa pátina física y algo rudimentaria para convertirse en una liga mucho más ecléctica y, por ende, más excitante. Al igual que Agüero, un puñado de jugadores finos, como los españoles Cesc Fabregas –hoy en Barcelona–, David Silva o Sergio Cazorla recalaron en la isla y ayudaron a transformar la cultura del pelotazo por un fútbol con un poco más de toque, circulación y gambetas, sin dejar de ser atlético y veloz.

Manchester City celebrando como campeón de la Premier League 2018-2019./ Foto: @kunaguero

La presentación del «Kun» no pudo ser mejor. Debutó en agosto de 2011, ingresando a los 60 minutos del segundo tiempo del partido en que su equipo enfrentó al Swansea por la liga local. En menos de media hora, el ex delantero de Independiente anotó dos goles y dio un pase gol, ayudando a que su equipo ganara 4 a 0. En los primeros cuatros partidos, Agüero marcó 6 goles, lo que lo convirtió en la gran sensación de ese verano manchesteriano. ¿Podría finalmente el City obtener un campeonato y acabar con la larga noche iniciada en 1968? Los hinchas y la opinión pública en general consideraban que estaban ante una oportunidad histórica, máxime cuando, con el correr del torneo, el City, con buenas actuaciones de su nueva estre- lla, se entreveraba en los primeros puestos de la tabla de posiciones, compitiendo hasta último momento con algunos de los equipos que venían dominando la liga en los últimos años como el Manchester United y el Arsenal de Londres.

Finalmente, los años de frustración quedaron atrás y los deseos se cumplieron. Pero la conquista ocurrió en forma dramática, aportándole un soplo aún más pasional al hito. El domingo 13 de mayo de 2011, día histórico para la afición del City, un golazo de Sergio Agüero en tiempo de descuento posibilitó que su equipo se consagrara campeón tras cuatro décadas de sequía. Con la victoria por 3 a 2 ante el Queens Park Rangers, el Manchester igualó en la primera posición al Manchester United y de esa manera, por mejor diferencia de goles, obtuvo el campeonato. El gol del «Kun» fue de antología, no solo por lo agónico sino por la forma: una incursión eléctrica en el corazón del aérea contraria y un disparo bajo y seco –su marca de fábrica– que desató la locura en la mitad celeste de Manchester.

Como era de esperar, Agüero se transformó en una celebridad en la ciudad. "'La gente se volvió loca. Me agarraban la cara y me gritaban "I love you, I love you’'", contaría entre risas un tiempo después.

La obtención del campeonato relajó los ánimos del club y de sus hinchas: se habían sacado de encima una enorme cantidad de estrés y ansiedad acumulados. Llegó, tanto para Agüero como para el equipo, el tiempo de la consolidación, la adaptación a la nueva realidad de convertirse en un equipo importante de Inglaterra, capaz de pelear cada año por el título. Futbolistas como Yaya Touré, David Silva o Álvaro Negredo le aportaron aún más jerarquía a un equipo que, con Agüero en un nivel superlativo, intentaría lanzarse a la aventura europea con buenas expectativas.

El gol del «Kun» fue de antología, no solo por lo agónico sino por la forma: una incursión eléctrica en el corazón del aérea contraria y un disparo bajo y seco –su marca de fábrica– que desató la locura en la mitad celeste de Manchester.

En el plano individual, en simultáneo al reinado universal de su amigo Messi –fue elegido mejor jugador del mundo cuatro años consecutivos–, Agüero era considerado por las encuestas y los especialistas como uno de los diez futbolistas más destacados del planeta. Ya afianzado como figura del equipo, el «Kun» fue decisivo para que la selección Argentina obtuviera la clasificación para el Mundial de Brasil 2014. Agüero marcó cinco goles que sumados a los de Messi y Gonzalo Higuaín posicionaron a Argentina como un equipo con serias pretensiones de llegar a lo más alto del torneo que comienza en Brasil. Suele decirse que después de la pasión, y la muerte, de un dios pagano como lo fue Maradona, lo que sigue es un tiempo de vacío parecido al silencio que sucede al big bang. Pasaron casi treinta años. Dos generaciones después, Agüero, Messi y compañía creen que ya es tiempo de acabar con el duelo.


Este retrato de la vida y logros de Sergio Agüero, llega hasta su aporte para la clasificación de Argentina al Mundial de 2014 que se jugaría en Brasil y en la que el equipo albiceleste sería subcampeón. En la actualidad, tras una brillante trayectoria de 10 años en el equipo Manchester City, Sergio “Kun” Agüero, fichó por el Fútbol Club Barcelona, el pasado mayo de 2021.



*Este texto forma parte del libro “LOS MEJORES DE AMÉRICA. Historias inéditas de los grandes jugadores del mundial”, (uqbar editores), editado por Bárbara Fuentes y publicado en 2014.


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