Relatto | El cuento de la realidad
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Las ganas de quitarme el encierro del cuerpo me sacan de casa un sábado a la hora de la siesta. La térmica marca veinte grados, a más no puedo aspirar en este noviembre intermitente. 

En la calle hay mucha basura y poca gente porque Buenos Aires continúa de cuarentena. Ni bien salgo, veo que una rata se cruza de vereda a plena luz del día y no le importa. Los patrulleros estrenan bocinas agudas, parecidas a las que vienen en los autos de juguete a pilas. Están en cada esquina de mi barrio. Parece una escena de cine clase B con una escenografía reutilizada y con la posibilidad de que cualquier cosa pase a cualquier hora. No sé si soy yo, o todo está horrible hoy. Siento ganas de volverme a casa, pero me insisto. 

El Cementerio de Chacarita, el más grande de Argentina.

Camino con auriculares, le entrego mi cara al sol para que me entibie. Pienso que voy sin rumbo, pero intuyo que me miento. Cuando empiezo a encontrarme con las florerías, las casas de sepelios y las marmolerías de la Avenida Federico Lacroze, me doy cuenta de que estoy cerca del Cementerio de la Chacarita. Un lugar que sé que está abierto, que está al aire libre y que siempre me genera una curiosidad enorme. 

Chacarita es el cementerio más grande de Argentina y está cerca de mi casa. Tiene 95 hectáreas y unos 30 nuevos ingresos por día. La historia de este lugar replica el caos de la planificación urbana porteña. El cementerio lo crearon de emergencia, en 1871, cuando una epidemia de fiebre amarilla arrasó con más del diez por ciento de la población. No había lugar para los quinientos muertos diarios de aquella época y se decidió usar un predio deportivo, la Chacrita de los Colegiales, como necrópolis.

Me gusta el plan que este supuesto azar me propone: venir en plena pandemia a un lugar que se creó en un contexto similar. Además, se puede caminar sin barbijo (tapabocas) y con la certeza de que no te vas a encontrar con mucha gente. Una vez que cruzo las columnas color rosa de la entrada, todo es bronce, mármol y cemento. Me pierdo en minutos. Por suerte en algunas esquinas hay mapas que indican dónde estás. Deambulo en las diagonales entre las estatuas, las flores de plástico quemadas por el sol y los textos labrados en metal y piedra. Me sorprenden las imágenes de yeso, esas materializaciones del imaginario del más allá. Porque nada de lo representado en un cementerio tiene un espejo con la realidad palpable. Toda esta arquitectura funeraria es solo un puente, el hilo, entre torpe y solemne, que inventamos para conectar nuestro mundo con el próximo escalón. 

Una de las poetisas que más admiro vino a parar a este lugar y la emoción de encontrarla me genera una felicidad que no sabía que podía sentir en el cementerio.

Paso por los mausoleos de familias que no conozco y espío por los vidrios. El polvo les gana la pelea a los packagings brillosos donde ponen a los muertos. El polvo también les gana la pelea a las fotografías amarillentas, al lustre del bronce, a la pulcritud del mármol. Los hongos verdes hacen lo suyo contra el concreto. Todo acá es competencia y tiempo. Pasan los apellidos. Muchos me suenan por los nombres de las calles o por marcas. Dicen que en este cementerio está el pueblo, pero creo que hay de todo. Capas enteras de la vida de esta ciudad que nunca voy a conocer. 

Hay muy poca gente, pero estoy nerviosa. Siento miedo por los vivos y bronca por lo que siento. El predio es tan enorme y complejo para ubicarse que todo el tiempo estoy imaginando que alguien se oculta en los recovecos. Es imposible encontrar un lugar en la ciudad donde las mujeres no tengamos miedo. Voy hacia sectores bien iluminados, busco algunas tumbas de famosos y para encontrarlas hago lo mejor que sé hacer cuando estoy perdida: pongo Google Maps. Sí, acá adentro también trabaja esa gallega bendita. 

De pronto me detengo ante una escultura de tres metros tallada en granito. Una mujer desnuda emerge de la piedra con los ojos cerrados, con su pecho al frente, con la confianza de la entrega. Estoy frente al mausoleo de la escritora Alfonsina Storni: la poetisa feminista más moderna del siglo XX. 


Mausoleo de la poetisa Alfonsina Storni.

Se cuenta que para construir este monumento sus amigos tuvieron que reunir mucho dinero, que incluso vendieron el piano Steinway que animaba las noches del grupo. Me gusta pensar que ahora Alfonsina guarda esa parte de la música de la ciudad que se fue con su vida. Una de las poetisas que más admiro vino a parar a este lugar y la emoción de encontrarla me genera una felicidad que no sabía que podía sentir en el cementerio. 

Alfonsina nació en Suiza cuando el siglo XIX se extinguía, pero vivió casi toda su vida en Argentina. Acá fue maestra, actriz, dramaturga, periodista y una de las primeras escritoras feministas que tuvo el país. En sus poemas circula la savia de esa lucha sin descanso por poner en evidencia el lugar social que ocupaban las mujeres. Habló del amor, de las imágenes preestablecidas que lo encorsetaban. Fue activista, militante de los derechos de las mujeres y nos dejó poemas indelebles como “Tú me quieres alba, me quieres de espumas, me quieres de nácar”, que muestran esa asimetría que todavía no extinguimos del todo. Hay poemas, como Hombre pequeñito, que perfectamente podrían haber sido el himno de la emancipación del momento.

Hombre pequeñito, hombre pequeñito,
Suelta a tu canario que quiere volar...
Yo soy el canario, hombre pequeñito,
Déjame saltar.

Cartel sobre la tumba de Alfonsina Storni.

Sin embargo, en la primera mitad del siglo veinte el clima social no tenía espacio para mujeres independientes y Storni era, según sus propias palabras, una oveja descarriada. Cuentan que era común encontrarla en las peñas del Café Tortoni o del Hotel Castelar de Buenos Aires rodeada de colegas, escribiendo con horas el clima de una época nueva. Fue la primera mujer en formar parte de la comunidad de escritores de Argentina. Abrió puertas que estaban disfrazadas de pared.

A los cuarenta y seis años, un cáncer avanzado la condenó a muerte. Una tarde de primavera, en 1938, su hijo la llevó hasta la estación de trenes y la despidió con un abrazo. Viajó sola a Mar del Plata y se hospedó en una pensión donde escribió el poema Me voy a dormir que, dos días más tarde, envió al diario La Nación. Una mañana quiso comprar un revólver pero no pudo. El día que el diario publicó ese poema, también se conoció la noticia de su partida. Alfonsina Storni había saltado de la escollera del Club Argentino de Mujeres dejando su vida en ese mar con el que tantas veces se había sentido fascinada.

Fue la primera mujer en formar parte de la comunidad de escritores de Argentina. Abrió puertas que estaban disfrazadas de pared.

Su último poema se funde en la primavera: con dientes de flores, con sábanas terrosas, con brotes que se oyen romper. Una primavera Storni, de unidad con la naturaleza, transformadora, tan anclada en la vida. Paso mi mano por el granito áspero de su mausoleo. Me llena de orgullo esta mujer que decidió abrirnos camino a todas las que vinimos después. Me pregunto qué cosas estoy haciendo por las que van a llegar. Vuelvo a casa caminando y el recorrido es distinto: veo especies de árboles, ciclistas que pasean, escucho ese silencio nuevo que le nació a la ciudad. La fuerza, sí, hoy Alfonsina me prestó un poco de eso. 

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