En el club Tortugas Tenis Ranch se ríen mientras miran el noticiero de la noche en la única televisión del club, porque acaban de anunciar que Aníbal Horacio Manent contrató al jardinero para asesinar a su esposa; y para ellos Aníbal siempre fue el vecino de las pelotitas, el hombre que una vez se había trepado al tanque de agua con un arma, para advertirles que si volvía a ver a un tenista en su jardín arbolado de 3.000 metros con un inmaculado cerco de santa ritas, iba a volarlo de la faz de la Tierra.
Renato, que vive frente a la casa de Manent, viene para jugar un doble, y traza un dibujo en el aire con la raqueta para captar la atención de los demás. Es calvo, igual que Aníbal. Y tiene la barba candado igual que Aníbal. Pero su mujer goza de espléndida salud y al jardinero sólo le pide que le cuide las acacias: “¡Mi señora sabía! —exclama Renato—. Ella me dijo: Fue el jardinero. ¿Pueden creerlo? Yo lo ví ese mismo fin de semana. Iba a ayudar a Aníbal a cortar las santa ritas y las cañas de la vereda. El tipo tenía una cara de sospechoso increíble. Si lo ves te cruzás de vereda”. Suena el teléfono del bar. Es para Renato. “Hola… Sí mi amor, quedate tranquila: están todos presos. Sí, yo juego un partido y vuelvo. Pobre: mi señora está muerta de miedo”.
El jardinero que terminó siendo asesino se llama Rubén Oscar Schettels, y en el barrio de Manuel Alberti lo conocen como el “Colo”. Cobra 25 pesos por cuidar el jardín, y un par de armas y 2.000 pesos más por exterminar esposas y fingir que ha sido un robo. En el primer oficio es un experto; en el segundo, peligrosamente novato.
En el club Tortugas Tenis Ranch se ríen mientras miran el noticiero de la noche en la única televisión del club, porque acaban de anunciar que Aníbal Horacio Manent contrató al jardinero para asesinar a su esposa.
Cuando fue citado por la fiscalía para contar si había visto algo raro en casa de los Manent el día que mataron a Roxana Rocca, esposa de Aníbal, el “Colo” se cubrió la cara y se echó a llorar. “Yo sabía que iba a pasar esto —dijo—. No puedo más con la culpa. Aníbal me mandó a matarla”.
El fiscal Enrique Ferrari y su secretario quedaron mudos. Desde hacía dos semanas acumulaban indicios para intentar probar que Manent había asesinado a su esposa, pero jamás habían reparado en el jardinero. Aníbal y Roxana dormían en piezas separadas desde 1993, habían confiscado una agenda donde ella se confesaba lesbiana, y descubrieron que pensaba instalar un bar en el mes de abril y mudarse con su profesora de canto —su novia desde 1998—. Ahora, con el “Colo” arrepentido llorando en el despacho del fiscal, los hechos podían verse con nitidez como en una pecera con tiburones adentro.
“La señora era buen persona. Pero yo necesitaba la plata”. El jardinero extendió las manos y le ajustaron las esposas. “Entiéndame: con mi novia queríamos alquilar una casita e irnos a vivir juntos. Necesitaba los 2.000 pesos”.
El jardinero que terminó siendo asesino se llama Rubén Oscar Schettels. Cobra 25 pesos por cuidar el jardín, y un par de armas y 2.000 pesos más por exterminar esposas y fingir que ha sido un robo.
Desde que regresó de la concesionaria de autos donde estaba empleado como vendedor y vio el cuerpo de su mujer, Aníbal aseguró que Roxana había sido víctima de un robo. Confiaba en que el jardinero hubiese hecho un revuelo en toda la casa, pero cuando empezó a recorrer el lugar con la policía vio que el “Colo” había cometido algunos descuidos: vació dos cajones en el dormitorio pero olvidó llevarse las alhajas, la videocasetera, los teléfonos celulares, las tarjetas de crédito, una carabina, un equipo de audio, las llaves del Fiat Palio de Roxana, y 100 pesos más 30 dólares.
Pocas horas después del crimen, como aseguraba que se sentía mal, un bombero le tomó la presión a Aníbal y llegó a la conclusión de que estaba tan calmo como alguien que acabara de salir de un sauna. A través de decenas de testimonios, el fiscal determinó que el único pico emotivo de Aníbal se registró en la primavera de 2002, fecha de deceso de Ronda. Su perra Ronda. Un día excepcional en el que, según testigos, a Manent le rodó una lágrima, la última que le quedaba.
Cae la tarde en el club Tortugas. Hay más de veinte personas entre las que juegan tenis y las que miran el noticiero. “Ojalá que el ‘Colo’ salga en libertad —dice un tenista con un pie en la cancha—. Necesito que atienda a mi suegra”.
Desde que regresó de la concesionaria de autos donde estaba empleado como vendedor y vio el cuerpo de su mujer, Aníbal aseguró que Roxana había sido víctima de un robo.
La estampida de las raquetas se escucha con claridad, y haciendo un esfuerzo es posible captar el murmullo de los autos que ingresan por Los Álamos, la calle de tierra donde vivían Manent y su mujer. Resulta difícil creer que el último 10 de marzo, a las dos de la tarde, nadie haya escuchado los alaridos de Roxana mientras se defendía del jardinero que la apuñalaba tres veces en el tórax con unas tijeras y recibía otras 43 heridas, entre golpes, raspones y mordeduras de perro. El perro era el nuevo pastor alemán de Aníbal. Y al parecer, estaba con él en las buenas y en las malas.
Ese día, Roxana había dado clases de inglés a un empleado de la empresa Rocche, en Tigre, y para la tarde, había pautado más lecciones con las propietarias del aeropuerto internacional de Don Torcuato. Pero el jardinero tenía otros planes para ella.
Terminada la faena, el “Colo” recogió un revólver y una pistola Taurus, su parte del trato, y pasó al lavadero donde habría intentado quitarse la sangre de la ropa. Salió al jardín y se escabulló por el alambre lindero con el club.
Sebastián acaba de ganar un single en el Tortugas Ranch y tiene la remera empapada de sudor. Estudia psicología y vive al lado de la quinta de Manent. Dice que Aníbal pagaba de su bolsillo la poda del césped de su vereda porque no soportaba ver las plantas crecidas. “Él sabe que los lunes yo no estoy en casa y que cuando llueve me quedo en la Capital. Este día empezaban las clases y todos habían salido a ver a sus hijos. Y el club cierra cuando llueve. Es natural que nadie haya escuchado los gritos de Roxana”. Sebastián se seca la transpiración de la cara. “Un tipo raro, Aníbal. Nunca lo visitaba nadie. Y jamás lo veías con su esposa. Y eso que desde mi casa veo todo”.
Roxana, la esposa de Aníbal, había pautadlo lecciones de inglés esa tarde. Pero el jardinero tenía otros planes para ella. / Pexels.
Para que no se le vuelen los expedientes, Enrique Ferrari, el fiscal de la causa, los aplasta con un busto de Sherlock Holmes. Trabajó doce horas seguidas durante dos semanas para cercar al homicida, y ahora tiene pegada la oreja a la radio porque está por salir al aire en el programa de Chiche Gelblung donde contará sus logros. “Roxana se había ido de vacaciones a Brasil, a la casa de un amigo, y este le dijo que sabía que ella era lesbiana por una sobrina de Aníbal. Así que lo más probable era que Aníbal también lo supiera. La pareja sólo compartía los gastos del alquiler y el alimento de los perros. Tenían horarios distintos, y cada uno se cocinaba lo suyo. Por otro lado, él no vendía un auto desde hace un año y estaba mal de dinero. Si Roxana se iba a vivir con su amiga, Aníbal no habría podido costear la casa. Además, Manent estaba empecinado en mantener la fachada de un matrimonio que ya no daba para más. ¿Sabés quién nos dijo que investigáramos al jardinero?”. El fiscal sacude la cabeza. Como en la radio Gelblung sigue hablando de otra cosa, continúa: “¡El propio Aníbal! Dijo que el ‘Colo’ conocía los movimientos de la casa y que cualquier cosa le preguntáramos a él. ¡Se enterró solo!”.
Manent solía decir que un matrimonio es para toda la vida; un lazo que sólo la muerte podía cortar. Le gustaba ver las carreras en la estación de servicio del barrio, y cada vez que veía en los noticieros a alguna persona medianamente repudiable, exclamaba: “¡A estos hay que matarlos!”.
El lunes por la noche, cuando llegaron los policías, él se ocupó de mostrarles la cortina cerrada del living. “Es muy raro. Nunca está cerrada”, dijo. Luego los llevó a la cocina. “Deben haber entrado por acá”. Entró al dormitorio y empezó a pasearse entre el cadáver y la sangre como si esquivara tarros de pintura. En cierto momento, levantó dos cajas vacías: “Ven: los chorros me robaron mis dos armas Taurus”.
¡El propio Aníbal! Dijo que el ‘Colo’ conocía los movimientos de la casa y que cualquier cosa le preguntáramos a él. ¡Se enterró solo!”.
Al terminar la recorrida, Aníbal dijo, al pasar, que seguramente se habrían escapado por el alambre del fondo, y se fue a tomar un café a la casa de enfrente.
Antes de cruzar, volvió sobre sus pasos. Había recordado algo. Les dijo a los oficiales que tomaran las fotos que quisieran, que dieran vuelta la casa si era necesario, pero que por favor no se les ocurriera arrojar cenizas ni colillas al césped.
Él siempre lo decía: no había sensación más repugnante que contemplar esos cilindros apestosos en su precioso jardín arbolado de 3.000 metros con el inmaculado cerco de santa ritas. Un espacio de un verde espléndido que ni él ni el “Colo” podrán cuidar más durante mucho mucho tiempo.
(A pocos días de publicada esta nota, en 2003, Manent murió de un síncope en la comisaría.)