Relatto | El cuento de la realidad

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Es cualquier día en 1968. Los ríos de niños pequeños me arrastran hacia la salida en donde están estacionados los buses del colegio que nos aliviarán del tedio. En la esquina opuesta del establecimiento hay un tumulto de estudiantes más grandes alrededor de una carreta. Falta un año para que yo pueda pasar de la zona de primaria a la de secundaria. Dos años después estoy allí, en la carreta, preguntándome de dónde salieron esos manjares.

Otro día y otro año, 1971, en la zona 5 de la Ciudad de Guatemala. Salida de la jornada matutina en el Liceo Guatemala. En esos tiempos aún íbamos a comer a nuestras casas algunos privilegiados pero antes teníamos que pasar a comer el shuco de ley donde El Chino y la respectiva Coca-Cola a la tienda de la esquina.  

En ese mismo instante, sucedían cosas dentro y fuera de este pequeño rincón del Macondo latinoamericano. Aquí todavía gobernaba el extraño sujeto civil Julio César Méndez Montenegro, que entregaría al coronel Carlos Arana Osorio “el chacal de oriente”, las llaves del Palacio Nacional de Gobierno —llamado popularmente EL GUACAMOLÓN por grande y verde—. Así empezaba uno de los capítulos más oscuros y espantosos en este nuestro país en construcción, o, “este hermoso y horrendo país” como lo llamó el poeta revolucionario Otto René Castillo.  

El Guacamolón. Palacio Nacional y plaza central.

Pocas cosas, y a destiempo, escuchábamos de lo que pasaba afuera, como el regreso del Apolo 13 o el asesinato del líder guerrillero guatemalteco Marco Antonio Yon Sosa en México, pero sí sabíamos, por ejemplo, cuándo salía o había salido el último disco de Creedence Clearwater Revival, Cosmos Factory, o el Chicago II (uno de los mejores discos de la banda, el segundo por esos años) o la trágica muerte de Jimmy Hendrix.  

Así empezaba uno de los capítulos más oscuros y espantosos en este nuestro país en construcción, o, “este hermoso y horrendo país” como lo llamó el poeta revolucionario Otto René Castillo.  

También teníamos idea de que en Guatemala se libraba una guerra del ejército contra la guerrilla dividida en varios grupos, que llevaba ya diez años y que se prolongaría veinte más. Esta guerra se cobró alrededor de doscientos mil muertos y desaparecidos, la mayoría civiles. Para entonces, nosotros aún comíamos shucos con refresco como un aperitivo al almuerzo para algunos, y para otros como almuerzo antes de empezar la letárgica jornada de la tarde. 

Según los cronistas de la ciudad, el shuco tiene sus orígenes en las carretas de comida callejera abundantes sobre todo en el centro de la Ciudad de Guatemala, de las cuales la más famosa era “Humo en tus ojos” de la Avenida Elena. Poco a poco esos aventurados comerciantes informales extendieron sus territorios hacia calles estratégicas, en esquinas donde se congregaban oficinistas, estudiantes, peatones y uno que otro automovilista. 

Los shucos del Liceo Guatemala. / aprende.guatemala.com.

Una de esas esquinas era, y sigue siendo, la de la Iglesia Yurrita en la zona 4 de Ciudad de Guatemala, en cuyo callejón se dirimían conflictos escueleros en los que regularmente solo salían heridos los egos y vencedora la honra personal. Allí llegó don Juan Pablo Gómez, originario de la población de San Pedro Ayampuc, municipio del departamento de Guatemala. Don Juan Pablo, un emprendedor avezado, detectó que había potencial negocio en un colegio a pocas cuadras de Yurrita y así fue como se instaló en la esquina opuesta a la puerta de salida. Y allí empezó la leyenda. Almorzábamos allí un shuco con todo, cuando teníamos el billete de a quetzal de esos entonces, o bien uno sin salchicha a 25 centavos …sin gaseosa.

Pero, ¿qué es el shuco? ¿Por qué llegó a llamarse así? Es raro encontrar un capitalino de las generaciones prepandémicas que no haya probado alguna vez un hot dog pero al estilo guatemalteco. Rastrear el origen de ese pan —con la forma tradicional pero más esponjoso— puede ser una tarea exhaustiva, pero probablemente esté en alguna de las abundantes panaderías de barrio, hoy en vías de extinción. 

Es raro encontrar un capitalino de las generaciones prepandémicas que no haya probado alguna vez un hot dog pero al estilo guatemalteco.

El shuco se contruye sobre un pan a medio tostar a la brasa, una cama de guacamol guatemalteco (espeso no aguado como el mexicano) con sábana de repollo medio cocido y una salchicha de las más baratas partida por el medio (todo los ingredientes dispuestos en ollas de peltre tradicionalmente azules) y aderezado el menjurje con mostaza, mayonesa y/o salsa de tomate, al gusto del cliente.  

Ahora, el nombre. Hay tres versiones complementarias e imposibles de comprobar. Una es, que por ser comida callejera se cree que debe ser sucia, aunque no necesariamente. La segunda, se atribuye al tipo de pan y sus componentes que pierden la batalla contra la gravedad y embarran las ropas de los comensales. Y la última dice que un maestro del colegio advirtió a sus alumnos que no comieran allí por la falta de higiene, y el gracioso que nunca falta, gritó desde atrás: «¡Sí muchá, no sean shucos!», palabra que, en el español guatemalteco, significa sucio. 

Don Juan Pablo, un emprendedor avezado, empezó la leyenda.

El negocio floreció tanto que ahora hay una pequeña calle dedicada exclusivamente a la venta de los shucos con pequeños espacios para comer en mesa o bien, servidos por los “jaladores” en los vehículos. 

En tiempos de pandemia imagino que habrán cerrado algunos locales, pero las ubicuas carretas han proliferado. En las tempranas horas de la Ciudad de Guatemala, es común ver al experto shuquero empujar su carreta hasta su esquina estratégica, lavando la parrilla, juntando el carbón del fuego o preparando los ingredientes, mientras algunos comensales matutinos esperan por su desayuno.

La segunda, se atribuye al tipo de pan y sus componentes que pierden la batalla contra la gravedad y embarran las ropas de los comensales.

El mercado es tan bueno que se ha sofisticado y han aparecido, como hongos en invierno, varios locales “formales” en diferentes partes de la ciudad en donde se ofrecen variantes gourmet del tradicional manjar callejero. Incluso se han llegado a internacionalizar gracias a los inmigrantes que sostienen buena parte del presupuesto nacional. 

Al final no hay nada como comerse un shuco al pie de la carreta. Ningún local con música y decoración espectacular puede reemplazar a la experiencia de comerse uno de estos manjares locales a la brasa de carbón, calientito, servido en papel blanco de envolver, y ensuciarse un poco con la mostaza, a la salida del colegio, acompañado por la Coca-Cola y los cuates de siempre. 

La carreta de Shúkos so+10 en Nueva York. / La Hora.gt.

Mientras en las calles de Nueva York los vendedores de pretzels y hot dogs, casi siempre en las esquinas, empiezan a abrir su negocio, la vendedora de arepas y salchipapas en Bogotá agita frenética el aire para avivar los carbones y el don de las empanadas y choripanes en Buenos Aires despacha las primeras a los madrugadores, un experto shuquero en la ciudad de Guatemala está vendiendo sus shucos recargados con chorizo, carne asada o el tradicional con salchicha.  

 El shuco es algo atemporal en el imaginario guatemalteco: dicen que ya existía en tiempos del Big Bang y que no desaparecerá ni siquiera después del Big Crunch.

¡Nunca imaginó el alemán Charles Feltman, en Coney Island, hasta qué altura de refinamiento llegarían sus panes con salchicha!.


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