Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Un mediodía cuando mi madre regresó del trabajo, me encontró distinta: quizá por el pelo todavía húmedo y bien peinado, por el perfume intenso de la colonia a la hora del estofado; o tal vez porque mis ojos de niña de dos años delataban las aguas turbias y asquerosas donde había caído apenas un rato antes. 

Tía Elvira, que me cuidaba mientras mi madre daba clases, dice que aquel día, ni bien mermó la lluvia, me dejó salir al patio con el barquito de papel que –me gusta pensar– el abuelo había hecho. No recordó que estaba la cámara séptica abierta, la tapa a un costado porque debían desagotarla. Imagino la alegría que sentí al encontrar esa pequeña ciénaga, al estirar el brazo para depositar la embarcación y luego… el susto. 

Cuando mi tía miró por la ventana para saber con qué estaba tan entretenida, vio mi cabeza hundida en la inmundicia y el cuerpo a las sacudidas, buscando un punto donde hacer palanca para salir de allí.

No tengo recuerdos de ese acontecimiento, pero la vez que me lo contaron supe que volverlo anécdota significaba ganarle a la muerte. 

En 2014 empecé a trabajar en una novela. Como está basada en mi historia, atravesada por un tiempo de enfermedad, al principio escribía y lloraba. O dejaba la computadora para correr al baño porque sentía náuseas. Sin embargo, una fuerza me atraía de nuevo al escritorio, y el dolor de estómago se entreveraba con mi carácter empecinado en encontrar el tono de cada capítulo, en darle en la tecla al comienzo, en cerrarlo como quien da vuelta a una llave; me obsesionaba por contar sin explicar, por decir lindo lo que había sido horrible. Hasta que el llanto volvía con toda su potencia. Escribir era como estar cayendo al vacío. A veces cerraba el archivo jurándome que no lo volvería a abrir. 

Como está basada en mi historia, atravesada por un tiempo de enfermedad, al principio escribía y lloraba. O dejaba la computadora para correr al baño porque sentía náuseas.

Un par de años después, en una visita que hice a un colegio por mi trabajo en el Plan de Lectura, mientras esperaba a las docentes en la biblioteca, me topé con un lomo rosa: El idioma materno, de Fabio Morábito. Lo abrí al azar y leí apenas dos páginas, me bastaron para pedirlo en préstamo.

Al regresar a casa lo dejé sobre la mesa del living, en un caos que para mí siempre es descifrable y ahí quedó olvidado hasta que a la semana me puse a limpiar. Barrí, les pasé una gamuza a los muebles, lavé el piso. Sólo me faltaba despejar la mesa. Hice una pila con las carpetas, las fotocopias y los libros y cuando giré para llevarlos hacia la repisa algo patinó y cayó dentro del balde lleno de agua sucia. 

¿Es estúpido pensar que los libros nos eligen? ¿Es ridículo decir que Morábito fue el arnés para no temer al precipicio que se abría cuando me sentaba a escribir?

Era El idioma materno. Lo rescaté por la esquina que no estaba sumergida. El libro ya estaba hinchado, deforme, las hojas ondulaban como los vestidos amplios. Corrí al patio y lo tendí en el alambre donde cuelgo la ropa. 

Cuando se secó, y ya había comprado otro ejemplar para devolver, lo leí. ¿Es estúpido pensar que los libros nos eligen? ¿Es ridículo decir que Morábito fue el arnés para no temer al precipicio que se abría cuando me sentaba a escribir? Sus textos rascan con las uñas todas las láminas que se superponen en la construcción de un relato hasta dar con el estilo, hasta destapar las arterias para que la sangre de las historias fluya. En uno, titulado El justificante perfecto habla de quienes se enfrentan al fracaso de escribir e imagina a aquel que intentó dejar una nota antes de suicidarse y le salvó la vida el querer narrar bien esas últimas palabras: se obstinó tanto en decir adiós con una redacción impecable que se olvidó de la soga con la que pensaba ahorcarse.

Unos meses después terminé mi novela, Rally de santos. No sé por qué escribo. Pero escribo. Escribo con las manos de aquella tía rescatándome en la caída.

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