Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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En la selva todo suena. Pero ese ruido venía de sus fauces, como un monstruoso viento lejano que anuncia la hecatombe, cavernoso. Su origen estaba cerca, ¡estaba encima nuestro! Se le podía ver balanceándose en una rama, sosteniéndose con sus brazos, piernas y cola fuertes, con su pelaje colorado y su hocico salido, por donde emitía ese ruido totalizador, dictatorial: Aquí mando yo; y seguiré gritando hasta que salgan de mi radio de acción, o revienten sus oídos, intrusos, parecía decir el mono aullador que nos recibió en el Inkaterra Hacienda Concepción, ubicado en pleno bosque amazónico de Madre de Dios, momentos después de haber bajado de la embarcación que nos había dejado en el pequeño muelle desde donde se podía ver, a los lejos, el puente colgante que forma parte de la Carretera Interoceánica del Sur, que conecta a Brasil y Perú, con sus 722 metros, el más largo del país; y algunos caimanes. Un cielo azul, rojo, amarillo, morado, parecía abrazar al puente, al infinito verdor a nuestro alrededor, que contiene uno de los mayores registros de vida en el mundo. 

En la selva todo suena. Pero ese ruido venía de sus fauces, como un monstruoso viento lejano que anuncia la hecatombe, cavernoso.

Madre de Dios cruza el corredor Vilcabamba-Amboró, el corazón de la biodiversidad. Según el Dr. Francisco Dallmeier, Director del Centro para la Conservación y la Sostenibilidad de Smithsonian, la mayor biodiversidad del mundo está en el Perú, incluye áreas protegidas de Vilcabamba, el Manu y sigue hasta Bolivia. Madre de Dios, para Dallmeier, es como su segunda casa, pues ya lleva varios años haciendo un mapeo de su diversidad. “Entre 2010 y 2013, cuando la carretera Interoceánica fue pavimentada, hubo un cambio acelerado. Lo que preocupa es que esa carretera corta el corredor, lo deja desconectado”, dijo el biólogo de Smithsonian a un medio local, en una entrevista que el jefe de prensa de Inkaterra me había alcanzado y que había podido leer en el avión, en el trayecto de Lima a Puerto Maldonado. Pensaba en lo que había dicho Dallmeier cuando oíamos al mono aullador, que ahora zarandeaba los inmensos árboles, encima de mi cabeza. 

Monos aulladores gobiernan desde los árboles.

Terminada la cena, nos dirigimos, Iván, el fotógrafo español con el que estaba trabajando, y yo, a la delgada y alargada lancha que nos esperaba abajo, atada al muelle que nos conectaba con el río Madre de Dios. Los dos teníamos una sonrisa plácida en el rostro, y nuestro andar era ligero, por el vino blanco, en parte, pero más por el hecho de estar en medio de la selva salvaje; los ronsocos se paseaban orondos en los alrededores del hotel, y algunos caimanes se asomaron, horas antes, cuando surcábamos el río, en la misma embarcación que ahora nos llevaría al otro hotel, de la misma empresa, un poco más modesto en relación al que estábamos dejando, cuya prioridad era alojar a investigadores científicos. 

La lancha era angosta, metálica, techada, y el motor ruidoso. La manejaba un hombre joven y robusto, con el corto cuello algo estirado hacia adelante, intentando ver entre la niebla que ocultaba aún más el verde, cogiendo el pequeño timón, como atravesando un sueño, a las diez y treinta de la noche. A su lado, de copiloto, estaba otro hombre joven, macizo como el conductor, también empleado de la cadena hotelera y selvático. Delante de mí, a la izquierda, estaba Iván, flexible, sonriente, levitante; un asiento más allá, también a mi izquierda, Gabriel, el jefe de comunicaciones de la empresa, gigante, atento, educado y risueño. ¡Ah! Esto sí que no tiene precio, pensé. En diez minutos estaré echado en una hamaca viendo las estrellas, con el universo balanceándose encima de mí. Había elegido la profesión correcta, sin duda; aunque no se ganase mucho dinero… Acababa de cenar con un buen amigo de Mick Jagger y de Werner Herzog, con un discurso interesantísimo en torno a la conservación natural… ¡Además había visto caimanes y monos! Y ahora navegábamos entre la niebla, de noche… ¡Esto es vida!, pensé. 

Iván, el fotógrafo español, y yo, nos dirigimos en una las delgadas y alargadas lanchas a través del río Madre de Dios.

Horas más tarde, la oscuridad reinaba en el bosque y los ruidos eran otros; la marea sonora de bichos era distinta, como si se hubieran cambiado de trajes, los insectos, e interpretasen otros personajes, más burlones y chirriantes. Pero ahora los escuchaba a los lejos; estaba dentro de una inmensa y sofisticada maloca, en el ambiente reservado para los comensales del Inkaterra Hacienda Concepción, cenando con José (más conocido como Joe) Koechlin Von Stein, Fundador y Presidente de Inkaterra, empresa pionera del ecoturismo y desarrollo sostenible, como base económica para la conservación de la biodiversidad, fundada en 1975. 

Joe llegó a Puerto Maldonado, la capital de Madre de Dios, en 1973, cuando la basura, según sus palabras, en esa ciudad, se recogía en bueyes. ¿Por qué ir a la selva? Joe respondió: “En 1971, conocí a Herzog (Werner), el director de cine, en el colegio Champagnat, en Lima; se estaba presentando una retrospectiva de su obra, un cine muy difícil de entender… Yo era un simple espectador, tenía 25, 26 años, pero me acerqué a él, le di mi opinión y conversamos sobre la posibilidad de hacer una película para un público más abierto. Había terminado de estudiar Administración de Empresas en la Universidad del Pacifico. Trabajaba mucho. Había comprado 43 hectáreas de tierras, durante la reforma agraria, y las estaba vendiendo, así que empecé a recibir dinero. Entonces le propuse producir ‘Aguirre. La ira de Dios’, sin motivación mercantilista, y así exponer su arte a un público masivo, no tan selecto. Él acepto, de acuerdo, dijo, me has convencido. Estuve en la filmación, por momentos, pero mi labor tenía que ver con el producto final; tenía que encargarme de que Werner haga lo que era capaz de hacer. Cuando terminó la grabación de la película en la selva peruana, quedó un estupendo grupo humano y se nos ocurrió que podríamos seguir trabajando juntos, pero en otra actividad. El turismo nos resultó una buena idea. ¿Por qué todos los turistas que iban a Cusco tenían que regresar a Lima en la mañana para tomar un vuelo nocturno a la selva perdiendo todo un día? ¿Por qué no seguir la ruta de viaje hacia la Amazonía directamente desde el Cusco? Primero buscamos la ruta por tierra, desde Paucartambo hasta el Alto Madre de Dios; luego, establecimos la ruta por avión; eran aviones de hélice, sin presurización, el piso del aeropuerto era de tierra; si llovía en Puerto Maldonado, los aviones no entraban, ni salían; decidimos construir el primer hotel Inkaterra; lo nombramos ‘Cusco Amazónico’; hoy se llama Inkaterra Reserva Amazónica; lo construimos con hachas, machetes, serruchos, martillos… Nuestros primeros clientes eran alemanes y franceses que querían vivir la ‘experiencia verde’. El Perú estaba fuera del ámbito internacional. El Perú no existía en el mundo”.

Horas más tarde, la oscuridad reinaba en el bosque y los ruidos eran otros; la marea sonora de bichos era distinta, como si se hubieran cambiado de trajes, los insectos, e interpretasen otros personajes, más burlones y chirriantes.

Íbamos en silencio, los que conformábamos la tripulación, aunque hubiese sido imposible hablar, por el ruido del motor, anfetamínico, delirante, ambicioso, quijotesco, dispuesto a llegar a la luna, rabioso, como un abejorro-robot. ¡Ah! Pronto llegaremos al pequeño hotel, al científico, y ahí podré encender un tabaco, o un poco de hierba. Perfecto. Todo está bien. Es bueno tener tiempo para uno. Poner en el congelador los tormentos de la mente. Descansar del celular; no había señal en Tambopata… Mañana seguiré la entrevista con el dueño y fundador de la cadena hotelera y almorzaremos paiche. ¿Habría paiches ahora mismo en el río Madre de Dios? Caimanes sí; los habíamos visto horas antes… 

El conductor, vestido como para ir a un safari, cogía el timón como Donkey Kong de Mario Kart; me lo imaginé sacando la quijada, con el labio inferior hacia adelante, atolondrado, como el motor, a toda máquina. 

¡Splash, splash, splash! La embarcación dio tres tumbos, como si un gigante hubiese juntado el dedo índice con el pulgar para, ¡plim!, darle, como jugando, riendo como un niño, el gigante. ¿POR QUÉ NOS ESTAMOS INCLINANDO TANTO?, pensé. Gabriel, el jefe de comunicaciones, saltó hacia el lado derecho, y cayó delante de mí, con toda su inmensa humanidad, pero no fue suficiente para hacer balance: ¡LA LANCHA SE SIGUE INCLINANDO! Y da saltos, como una piedra plana lanzada a una superficie de agua, ¡Splash, splash, splash! Otros tres saltos de costado. ¡Esto no puede estar pasando! En un segundo, por reflejo, cogí mi mochila, con mi ropa, libretas y grabadora reportera dentro, me abracé a ella, a la mochila, nuevecita, de mochilero, recién adquirida para aquella comisión, flotante, luego comprobé, cuando la embarcación finalmente se volteó… 

Werner Herzog, el director de cine (izquierda), Joe Koechlin Von Stein, Fundador y Presidente de Inkaterra (centro) y Saxer.

CNN y The Sunday Telegraph, han escrito sobre el Inkaterra Guides Field Station, el tercer albergue de Inkaterra en la Amazonía, tras abrir sus puertas a viajeros, el pasado 26 de junio. CNN lo ubica en la lista “Vacaciones verdes: 10 lugares sostenibles que no dañan a la Tierra”. “Este refugio en el bosque lluvioso cuenta con proyectos de conservación dirigidos por la ONG Inkaterra Asociación, incluyendo el estudio de flora y fauna”, escribe Chris Dwyer. Por su parte, Andrew Purvis, corresponsal de viajes de The Sunday Telegraph, presentó una extensa crónica donde define su estadía como “lo más cerca que estarás de convertirte en David Attenborough (científico inglés, uno de los pioneros en documentales sobre naturaleza en el mundo)”. 

En el Inkaterra Guides Field Station, poco antes de ser inaugurado, se llevó a cabo el primer curso del Smithsonian Institution en el Perú: “Monitoreo de Biodiversidad para Profesionales en Conservación y Sostenibilidad”. El taller fue liderado por el Dr. Francisco Dallmeier, Director del Centro para la Conservación y Sostenibilidad del Smithsonian. El Dr. Thomas Lovejoy, enviado científico del gobierno de EE.UU., compartió su proyecto de investigación a lo largo de cinco décadas para estudiar los efectos de la fragmentación de bosque en la Amazonia brasileña. Un trabajo fundacional para la biología de la conservación. Participaron científicos, estudiantes, voluntarios y viajeros comprometidos con el medioambiente. 

Este refugio en el bosque lluvioso cuenta con proyectos de conservación dirigidos por la ONG Inkaterra Asociación, incluyendo el estudio de flora y fauna”, escribe Chris Dwyer.

Entre las excursiones interactivas que destacan en el Inkaterra Guides Field Station, se encuentran el Palmetum, que ofrece la muestra más completa de palmeras nativas; un bio-huerto con insumos locales, cultivados con técnicas ancestrales de agricultura; una estación de anillamiento de aves; y un sistema de cámaras trampa para estudiar la vida silvestre dentro de la propiedad, como ocelotes, armadillos gigantes, tapires, pecaríes y tamandúas. Con alojamiento en cuatro cabañas y dos pabellones, la propiedad cuenta con un Eco-Centro y un laboratorio para analizar muestras de flora y fauna nativa. 

En el Inkaterra Guides Field Station se llevó a cabo el primer curso del Smithsonian Institution en el Perú.

Luego del impacto final, estuve unos cinco segundos debajo del agua oscura, congelada, a esa hora de la noche, en el río Madre de Dios. Al salir a flote, me encontré con la embarcación encima mío, como de sombrero, podía ver los asientos volteados; me volví a zambullir, sin soltar la mochila, para poder salir de ahí. Conseguí cogerme del borde de la embarcación volteada, como el resto de la tripulación, el corazón me latía con fuerza, la respiración agitada, había tragado agua. ¿Iván? ¿Estás bien?, pregunté. El fotógrafo, al otro extremo, respondió, jocosamente: ¡Sí, señor! Su entusiasmo resultaba sorprendente. A mi lado estaba el jefe de comunicaciones de la empresa, Gabriel, sin despegar la mirada del bote, con una sonrisa trémula. El piloto y el copiloto estaban flotando en el río; el primero cogía una soga gruesa y decía: Ya nos jodimos, chuchasumadre. El copiloto se zambulló, luego de decir: ¡Voy por la linterna! 

Había cierta paz ahí, flotando en el inmenso río, en medio de la selva. La corriente era lenta, inmensa, y nos íbamos desplazando imperceptiblemente; la parte de abajo de la embarcación, normalmente en contacto con el agua, ahora nos servía de plataforma para mantenernos a flote. Pronto vendría una lancha y nos recogería, pensé. Mientras, podíamos ver la crema de estrellas en el firmamento. Hacía frío; la temperatura había bajado muchísimo, y empezábamos a tiritar. Ahora todos estábamos completamente encima de la embarcación volteada, resguardados de los caimanes o cualquier otro animal que pudiese transitar por el río. ¿Una serpiente podría subir también a la ahora volteada embarcación y morderme el rostro? El conductor y su compañero, eran los únicos con medio cuerpo en el río; de cuando en cuando gritaban pidiendo auxilio, mientras alumbraban sobre el curso del río, al bosque, de un lado, del otro… El piloto, con el rostro compungido, contrito, volvió a dirigirse a su compañero: Ya nos jodimos, chuchasumadre. 

El río Madre Dios y sus aguas frías.

Se escuchó lo que pareció ser el zumbido de un insecto volador; poco a poco se hizo evidente que era el ruido de un motor, ¿del motor de la lancha que nos rescataría? Salimos del letargo, nos incorporamos como pudimos, y empezamos a gritar, intercaladamente, intentando no cruzar nuestras súplicas: ¡Auxilio!, ¡Estamos en el río!, ¡Aquí!, ¡Ayuda!, ¡Por favor! Pero la lancha no se acercó demasiado; alguien de su tripulación hizo parpadear una linterna y, al ratito, se dio media vuelta, lentamente, y regresó por donde había venido, con su motor chirriante y espasmódico. ¡Conchetumadre!, dijo el piloto, cuando todos habíamos guardado silencio, resignados; su voz sonó como si estuviésemos dentro de una cueva gigantesca. 

Habían pasado ya cuarenta minutos desde que la lancha se había volteado; temblábamos de frío; se veían algunos remolinos, flotábamos lentamente, danzando con la masa inmensa de agua. Sentí un gran vacío en el pecho cuando pensé en la posibilidad de que mi hijo pequeño estuviese aquí conmigo, atado a esta pesadilla, a esta situación irreal, aunque el peso de la ropa mojada nos dijese lo contrario. 

Otro moscardón hizo notar su presencia a lo lejos. ¡Otra lancha!, ¡Auxilio!, ¡Estamos en el río!, ¡Aquí!, ¡Ayuda!, ¡Por favor! Pero, como la anterior, no se acercó demasiado; alguien de su tripulación, a unos diez metros, alumbró hacia nosotros con una linterna y, al ratito, se dio media vuelta, lentamente, y regresó por donde había venido, con su motor cochambroso. Esta vez, todos gritamos de manera caótica y desgarradora: ¡Conchetumadre!, ¡Hijos de puta!, ¡Tenemos plata! Era como estar dentro de una cueva gigantesca. 

El centro cuenta con una estación de anillamiento de aves; y un sistema de cámaras trampa para estudiar la vida silvestre dentro de la propiedad.

La investigación científica en Inkaterra no es nueva; como precisa Joe Koechlin, las inversiones en ese sentido, gracias a las ganancias que otorgan los hoteles de la empresa, se dan desde 1978. “Somos autosostenibles, y eso nos da libertad de acción”, advirtió. Se han registrado 903 especies de aves (equivalentes a la diversidad total de aves de Costa Rica) en las áreas de Inkaterra, así como 362 especies de hormigas (récord mundial patrocinado por el biólogo Evo Wilson de Harvard), 313 especies de mariposas, 100 especies de mamíferos y 1266 especies de plantas vasculares. 

En esa entrevista que el Dr. Francisco Dallmeier, Director del Centro para la Conservación y la Sostenibilidad de Smithsonian, dio a un medio local, dijo otra cosa que me retumbó en la cabeza, casi como los gritos del mono aullador: “Si no tienes conectividad, empiezas a crear islas de bosques menos viables a largo plazo. Si tienes un parche de cien o mil hectáreas, en quince o veinte años pierdes al menos el cincuenta por ciento de la biodiversidad; seguirá verde, pero sin diversidad. La conectividad permitió que la vida evolucionara. Haciendo una analogía entre los bosques y el cuerpo humano, podríamos decir que, si analizamos un cerebro normal, veremos cómo se conectan las neuronas impulsando al cuerpo a hacer diferentes cosas. A medida que el cerebro empieza a perder conectividad se ven islas funcionales que no coordinan entre sí. Cuando toda conectividad se pierde en el cerebro se genera el Alzheimer. Ahora podemos decir que estamos al borde de un Alzheimer de biodiversidad”. 

Se han registrado 903 especies de aves (equivalentes a la diversidad total de aves de Costa Rica) en las áreas de Inkaterra, así como 362 especies de hormigas (récord mundial patrocinado por el biólogo Evo Wilson de Harvard), 313 especies de mariposas, 100 especies de mamíferos y 1266 especies de plantas vasculares. 

Me acordé de los caimanes cuando la embarcación se empezó a hundir, inclinándose hasta ponerse en vertical, haciendo un ruido metálico, quejumbroso, desapareciendo dentro del río; ahora estábamos desamparados, como microbios en el cosmos. ¡Júntense!, dijo el copiloto. ¡Vamos a la orilla! Al jefe de comunicaciones se la había borrado la sonrisa, cuando lo vi haciendo el ademán de quitarse los zapatos y soltar su mochila para nadar más ligero; Iván se adelantó, braseando, ágil, y yo me pregunté si alguien estaría dispuesto a ayudarme en caso de que me hundiera, pues era el único que no se había puesto chaleco salvavidas, por un exceso de despreocupación y vanidad. 

Había llegado el momento de dejar que el río se llevase mi mochila, había que nadar a la orilla… ¿Y al llegar qué pasaría? ¿Esperaríamos a que se haga de día para encontrar el camino de regreso? ¿Nos comerían los jaguares? ¿Y los caimanes? ¿Nos moriríamos de hipotermia? ¿Por qué no paraban las lanchas para ayudarnos? ¿Serían narcotraficantes? ¿Madereros ilegales? ¿Tendrían miedo a la posibilidad de que seamos asaltantes? ¿Qué lección nos estaba dando la selva amazónica, las plantas, sus espíritus?

Caimán negro.

Lo vi de lejos, fumando su pipa de quinilla en la orilla, parado, fuerte como un roble, rodeado de humo… ¿Es usted, Don Aquilino? Me empecé a quitar la mochila, cuando llegó una tercera embarcación. ¡Auxilio!, ¡Estamos en el río!, ¡Aquí!, ¡Ayuda!, ¡Por favor! La lancha se acercó y el sonido de su motor fue celestial. 

Los primeros en abalanzarse a la nave salvadora fueron los dos empleados de la empresa, el piloto y el copiloto, que estuvieron a punto de hundirla; fueron rápidamente tranquilizados por los gritos determinados de la tripulación a bordo, gente humilde, avispada y compasiva de uno de los pueblos cercanos. Para mí no fue fácil subir; hace un año había sido víctima de un desgarro muscular en el hombro derecho y aun sufría las secuelas; tenía que medirme con los movimientos que hacía con el brazo, así como con las cosas que cargaba; ni la urgencia que tenía de subir al bote hizo que me olvide del desgarro y sus secuelas, que me llenaban de culpa cuando sobrevenían con sus dolores, al no ser lo suficientemente prudente, en cualquier situación que implicase despliegue físico. 

¡Tome mi mochila, por favor!, le dije al hombre flaco que había estado ayudando a subir a su lancha de madera a los que habíamos naufragado; yo fui el último; cuando llegó mi turno pensé: Lo único que falta es que se me joda más el brazo. Pero eso no sucedió. Le estiré mi brazo izquierdo al hombre flaco, como si fuese un niño pequeño pidiendo los brazos de su madre, y él, fibroso, alerta como una mantis religiosa, vistiendo un short viejo de futbol, sin polo, me subió como un trapecista y, ¡plop!, ya estaba sentado en una banca de madera, surcando nuevamente el río Madre de Dios, dentro de otro bote alargado con motor, esta vez con ocho personas a bordo, pues no solo estábamos los que habíamos sido rescatados, sino también la gente del pueblo que nos había salvado; maravillosa gente, que ahora reía y bromeaba con nosotros, que parecíamos trapos mojados; estuve a punto de echarme a llorar…

Los primeros en abalanzarse a la nave salvadora fueron los dos empleados de la empresa, el piloto y el copiloto, que estuvieron a punto de hundirla; fueron rápidamente tranquilizados por los gritos determinados de la tripulación a bordo, gente humilde, avispada y compasiva de uno de los pueblos cercanos.

Al llegar al muelle que daba al gran hotel de madera donde habíamos cenado, la mantis religiosa me ayudó, nuevamente, pero esta vez a salir del bote; mis zapatillas de cuero estaban llenas de agua y sonaban como si estuviese pisando sapos. Era extraño; por un lado, me sentía abatido, pero por otro estaba excitado, tanto por el hecho de haber sobrevivido, como por la frívola e infantil sensación de sentirme el héroe de alguna película de aventuras. Al llegar a la sala donde habíamos compartido mesa con Joe, el dueño y fundador de la cadena hotelera científica, horas antes, nos empezamos a quitar la ropa, Iván, Gabriel, y yo; dos empleados del hotel, vestidos de safari, como los que naufragaron con nosotros, nos alcanzaron unas toallas, y nosotros les dimos nuestra ropa. 

Con las toallas amarradas al cuerpo, nos dirigimos a la tienda del hotel, que vendía ropa para hacer excursiones en el bosque amazónico; pantalones tipo militar del desierto, sombreros de ala ancha o con protector de cuello, camisas llenas de bolsillos, polos con un caimán o felino en la parte de adelante; yo elegí el del caimán. Parecíamos protagonizar la típica escena divertida de una película hollywoodense, donde se prueban ropa incesantemente ante la mirada impaciente y jocosa de un cómplice. Pero fue breve, nuestra escena, aunque no exenta de risas y bromas. Enseguida ya estábamos vestidos; parecíamos empleados del hotel, aunque las medias blancas y las slaps negras (no tenían botas disponibles) desentonaban, y nos hacían ver como unos desadaptados.

Joe Koechlin junto a Mick Jagger.

Joe Koechlin, a través de la ONG Inkaterra Asociación, lidera una iniciativa que busca crear un corredor de paisaje sostenible. Trabaja con Smithsonian, Usaid (La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) y otras empresas privadas. La propuesta para la creación de este corredor de conservación de 78,756 hectáreas en la Reserva Nacional Tambopata –desde el río Bajo Madre de Dios hasta la frontera con Bolivia– ya fue presentada a las autoridades locales.

Joe, ahora de 71 años, da más detalles: “La carretera interoceánica ha traído mayor migración hacia Madre Dios, y con ello mucha tala ilegal pues los migrantes quieren tener un terreno limpio para la agricultura o la minería ilegal. Ya hemos sembrado varios kilómetros de árboles bolaina y capirona; le estamos dando un patrimonio al migrante, pues esos árboles pueden llegar a sumar 50 mil dólares, cuando estén maduros. Esos árboles pasan a ser de su propiedad, pero con un compromiso de compra a futuro. Nuestra forma de trabajar siempre ha tenido que ver con el desarrollo sostenible; haz negocio, pero hazlo bien; y haz lo que puedas por el mundo”.  

Eran las diez y veinte de la noche en el Inkaterra Hacienda Concepción, hotel que tuvo como primer huésped al mismísimo Mick Jagger. Ahora las únicas estrellas eran las que estaban esparcidas ahí arriba, en el infinito; el cielo era tan luminoso que parecía que se fuese a descascarar, revelando un amanecer. Pero aún quedaban muchas horas de oscuridad, ahí, en el inmenso río Madre de Dios; en el verde convertido en inmensas sombras.   

La carretera interoceánica ha traído mayor migración hacia Madre Dios, y con ello mucha tala ilegal pues los migrantes quieren tener un terreno limpio para la agricultura o la minería ilegal.

Nos desparramamos en los sillones en un rincón de la sala de la inmensa y sofisticada maloca de madera. Gabriel le pidió, como un lord inglés, al empleado del hotel que estaba cerca por si necesitábamos algo, una botella de pisco. El hombre del personal casi se tropezó consigo mismo cuando salió disparado hacia la barra para cumplir con el pedido del jefe de comunicaciones. Claro que sí, señor, ahora mismo, dijo el empleado antes de que Gabriel hubiese terminado de hablar. Gabriel se mostró igual de solícito cuando le pedí un cigarro; le habían dado una cajetilla en el hotel y mis mapachos se habían caído al río; hace dos años que no fumaba cigarros pues me empezaron a caer mal; me daban vómitos y nauseas; por eso elegí fumar el tabaco puro de la selva, sin aditivos y toda la mierda que le meten al cigarro para enviciarte y destruirte. Pero ahora no tenía mapachos. Ya vengo, voy a salir a fumar, le dije a Iván y Gabriel. 

La carretera interoceánica ha traído mucha tala ilegal.

Me senté en las escaleras de madera de la entrada de la monumental maloca, hotel principal de la cadena hotelera, en medio de la selva de Madre de Dios. Tenía una manta encima y la primera calada no estuvo mal, para ser un cigarro; calada a calada, sentí como las revoluciones aminoraban en mi interior y mi respiración se empezó a normalizar. Entonces el rostro de Leonor, con su piercing en la nariz, su mechón verde, irrumpió de pronto en mi mente, en mi pecho, en mi estómago… Habíamos sobrevivido a ser devorados por los caimanes y yo pensando en una joven que había visto una vez en mi vida, cuando fui a comprar el pan. A veces pienso que mis obsesiones terminarán por volverme loco. ¿Era normal “enamorarse” de una persona por su sonrisa, por su halo de misterio, con tan solo verla una vez durante unos pocos minutos? ¡Cuánta dulzura, ternura, picardía y sensualidad había en su mirada, de luz y oscuridad! ¿Ella se mostraría así con todo el mundo o ese fulgor fue consecuencia de mi presencia? Un mostrador nos separó en la panadería, pero ahora me podía ver al otro lado del mismo, junto a ella, abrazándola, besándola en las comisuras de los labios, caminando hacia la sala oscura del fondo, donde estaba el horno para los panes y pasteles; entonces le desataba el mandil blanco… 

Tenía una manta encima y la primera calada no estuvo mal, para ser un cigarro; calada a calada, sentí como las revoluciones aminoraban en mi interior y mi respiración se empezó a normalizar.

¡Hey, chaval! Que ya vamos a hacer el brindis, ¡el brindis de los sobrevivientes! La entusiasta voz del fotógrafo español me sacó de la ensoñación. Me agaché para apagar el cigarro en el piso de barro de la selva, pero al hacerlo me arrepentí de dejar la colilla ahí, en medio de la naturaleza, con todos sus químicos y su mierda adictiva; guardé la colilla mojada en uno de los enormes bolsillos del pantalón estilo militar y fui a reunirme con mis compañeros de aventura.

En la pequeña mesa redonda había un vasito lleno de pisco para mí. Lo levanté y bebí de un solo trago, como los demás. Casi al mismo tiempo, los tres soltamos un sonoro, aaahhh, a la vez que nos estremecimos por la intensidad del licor. Nos quedamos unos segundos en silencio; el jefe de comunicaciones y el fotógrafo tenían un brillo nuevo en la mirada. Aquella noche, sentados a la mesa, una iluminación tenue pintaba de naranja algunos puntos del salón principal; los ojos de Iván y Gabriel parecían estar viendo un mundo desconocido, deslumbrados, eufóricos. ¿Tendría yo la misma expresión? Había una sensación de amplitud, de reconciliación, en el ambiente…  

Entre las excursiones interactivas se encuentran el Palmetum, que ofrece la muestra más completa de palmeras nativas; un bio-huerto con insumos locales, cultivados con técnicas ancestrales de agricultura.

Hablamos de nuestras experiencias extremas; de accidentes, de viajes, de amores imposibles… Yo conté cómo Segundo Aquilino Chujandama me había salvado la vida, en muchas ocasiones, en mis viajes a Chazuta... Cuando Gabriel propuso tomar otra botella de pisco, acepté. Mientras el empleado del hotel traía la siguiente botella de la barra del bar del gran salón, pensé en que yo era muy fácil de convencer; era sensible, ingenuo, estricto conmigo mismo, pero a la vez sin límites… Quizá sean aspectos de mi personalidad con los que tenga que convivir toda la vida. Pero no permitiría que me destruyan... La selva nos había dado una lección aquella noche… 

Pienso que no se puede jalar la cadena y esperar que se vaya toda tu mierda por el wáter; creo que tus demonios siempre estarán ahí… En todo caso, se pueden ecualizar, mantener a raya, bajar su volumen, dije, antes de darle un largo sorbo al siguiente vaso de pisco. Iván y Gabriel se me quedaron mirando con una sonrisa compasiva y estática; yo bajé la mirada, avergonzado. Esta era una noche especial; el pisco estaba permitido para mí… ¡Salud!, dijo Iván, y los tres chocamos nuestros vasos. Entonces empezamos a hablar de mujeres y yo les conté, achispado por el alcohol, cómo fue mi primera vez. 

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