Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Un gringo, rubio y bien parecido, llega al museo de Bellas Artes de Santiago de Chile. Poco aseado, un poco torpe, sabe misteriosamente hablar en castellano. Conoce, también misteriosamente, el nombre del director de museo, Nemesio Antúnez. Es 1972 y no es el primer y único extranjero que viene a ver de primera mano la revolución sin barbudos ni metralletas que Allende está intentando en este país a comienzos de los años setenta. Pero este visitante tiene además otra misión más privada y particular.

“Gordon (Matta Clark)—cuenta el periodista de La Tercera Rodrigo Miranda— llegó a Santiago para encontrarse con su padre, que había asistido a la asunción del mando de Salvador Allende, pero éste ya no estaba. Nemesio Antúnez, director del Bellas Artes, lo invitó a realizar una obra. A metros de donde se construye una gran sala subterránea que llevaría el nombre de Roberto Matta, su hijo decidió montar un dispositivo óptico que reflejaba el cielo estrellado de Santiago sobre un urinario roto, en homenaje a Duchamp, su padrino”.

Marcel Duchamp no era, por cierto, el padrino de bautismo de Gordon Matta-Clark, el misterioso hijo que vino a buscar a su padre donde ya no estaba. Sus padrinos eran su tío Mario y su tía Mercedes Matta Echaurren, dos elegantes personalidades de Santiago de Chile. Marcel Duchamp, el viejo dadaísta, padre del arte conceptual, era un amigo cercano al padre de Gordon Matta-Clark, el pintor surrealista chileno Roberto Matta. Quizás al asegurar que Duchamp era su padrino, Gordon Matta-Clark quería dejar en claro su verdadera filiación: 

A Gordon Matta-Clark, el hombre que partía casas en dos, que trazaba mediana lunas de sol en medio de los hangares podridos del puerto de Nueva York, el gran demoledor, el implacable constructor de su propio mito, no le quedaba otra que elegir a Duchamp para reemplazar el padre que no lo esperó en Santiago. Duchamp había sido después de todo el único maestro que Roberto Matta admitía sin reserva como tal. Aunque fue su hijo, Gordon, el que llevó más allá todas las lecciones del maestro, convirtiendo el menú de un restaurante, el proceso de asar un cerdo o dispararle a las ventanas de un instituto de arquitectura, en tantas formas de arte. 

Gordon Matta-Clark, lejos del padre, pero siempre tan cerca —arquitectos los dos, artistas los dos, obsesionados los dos por el espacio—, se inventó una nueva familia deslumbrada por la generosidad de esa presencia rubia que no descansaba nunca, exponiendo pedazos de muros, calcando papeles murales, inventando con basura muros de viviendas sociales, o cavando en el suelo de París una tumba para su hermano. 

Marcel Duchamp, el viejo dadaísta, padre del arte conceptual, era un amigo cercano al padre de Gordon Matta-Clark, el pintor surrealista chileno Roberto Matta. Quizás al asegurar que Duchamp era su padrino, Gordon Matta-Clark quería dejar en claro su verdadera filiación.

Un fantasma perfecto, ese joven perpetuamente joven, en movimiento incesante, que volvió a inventar Nueva York. Haciendo y deshaciendo sin fin ni comienzo para no dejar casi nada, porque no hay en pie actualmente ninguna de las casas partidas en dos, ninguno de los edificios intervenidos por Gordon Matta-Clark, nada más que fotos, videos, imágenes de una historia milagrosamente apurada, volcada a la muerte siempre próxima. 

¿Qué llevó Matta-Clark a explorar lo que hay adentro de un muro para encontrar el espacio más inaccesible siempre? En Duchamp está quizás una de las primeras claves del conjuro. El artista, que prefería al ajedrez al arte, interpreta un misterioso mago en Witch´s Cradle (Cuna de brujas) de la pionera del cine surrealista, la ucraniana Mayra Deren. En la película de 1943 un hilo sale de la chaqueta de Duchamp, que fascina y espanta a una joven muy rubia que interpreta Anne Clark, la madre de Gordon Matta-Clark. En la ficha de la película Anne se llama “Paquarito Matta”, porque así la llamaba su marido chileno, “pajarito” por su nariz respingada, y también por sus ademanes tímidos de canario enjaulado. 

Marcel Duchamp. / Wikipedia.

Delgada y rubia, con las facciones muy regulares, Anne Clark, una perfecta belleza de Lincoln, Iowa, donde nació en 1917, camina bailando ligeramente siempre, más joven aún de los 28 años que acaba de cumplir. Cara de asombro, cara de miedo, cara de sorpresa, ni un diálogo, ni un texto solo imágenes descocidas de un maleficio posible: en su frente aparece y desaparece una estrella de ocho puntas a la que rodea un texto que dice This Is The End  en círculo, para simbolizar que el comienzo es también el fin y el fin es también el comienzo. 

Hay en su inocencia algo que disturba, sobre todo, si se la contrasta con la cara de pergamino de Duchamp que parece haberlo vivido todo y no creer en nada. Anne Clark es en la película, y quizás no sólo en la película, una virgen sacrificada en nombre del arte moderno. Se mueve delante de la cámara entre cuadros, esculturas y fotografías surrealistas que hacen parte de la muestra First Papers of surrealism, realizada en la Whitelaw Reid Mansion, en el segundo piso del 451 de Madison Avenue. La exposición se llama así porque la mayor parte de los artistas no han conseguido todavía sus papeles de identidad. Son exiliados europeos que exponen por primera vez al otro lado del Atlántico y necesitan desesperadamente vender sus cuadros para sobrevivir. Pero Duchamp no está dispuesto a facilitarles el trabajo. A cargo del montaje, el más puro de los surrealistas en estado puro, teje entre los cuadros una complicada tela de araña que no permite acercarse a ninguno de ellos. Las obras de arte así no se pueden ver por separado, sino como parte de una sola instalación que Duchamp llama His Twine.

"His Twine", famosa instalación de Duchamp. / Pinterest.

Es imposible no ver la película como una especie de conjuro cuando se sabe que Anne, la joven sacrificada, está esperando ya a los gemelos Gordon y Batán, que vendrán al mundo el 23 de junio de ese mismo año 43. ¿Cuál es el mayor, cuál es el menor de esos niños rubios totalmente idénticos? Las versiones de cual de los dos nació unos minutos antes que el otro son contradictorias. Gordon, como la tradición chilena indica, se llama también Roberto como su padre. Juan Sebastián, se llama como Bach y también como el padre de Matta, Roberto Sebastián Matta Tagle. A lo largo de su corta y excesivamente discreta vida, Juan Sebastián, preso de toda suerte de fobias que lo llevaron de su pieza a distintas clínicas psiquiátricas, será rebautizado como Batán. Casi nadie lo llamará de otra manera. 

A Gordon y Batán, Matta padre les puso, sin embargo, nombres que riman más con su afiliación surrealista: XBac y Nubac. 

Así al menos lo anota en su cuaderno de notas y dibujos de 1943:

        “XIBAL AND NUBAC

        “The Pookies.”

        The Pookies, que vendría a ser “los minúsculos” en inglés. En el resto del cuaderno estallan incendio en el vientre y la vulva de una mujer recostada en la cama. 

        “Encontrar”—anota en una página del cuaderno.

        “(en) sí mismo

        “el porque

        “de la elección

        “EGOíSMO

        “(belleza de indiferencia)

        “Wilson

        “Lincoln

        “Encontrar en si mismo el porque de la elección.”

Wilson y Lincoln son presidentes norteamericanos a través de los que intenta entender el individualismo esencia del espíritu norteamericano. Se pregunta también por su propio deseo desenfrenado de independencia. Su necesidad de irse siempre. De Chile, que abandonó en 1935 sin motivo aparente. De Francia, desde donde huyó con la llegada del nazismo, pero también de ese departamento en el West Village en donde lloran esos dos niños que nacieron no contra su voluntad, pero sí paralelo a su voluntad; nacidos del deseo de Anne Clark, como una solución de compromiso de la pareja en vía de disolución. 

“Ella quiso tenerlos cuando tuvimos a los mellizos—explica el propio Matta —mis primeros hijos... Nacieron el cuarenta y tres y nosotros ya estábamos separados desde fines del cuarenta y dos...”.

Matta, que con un poco más de treinta años se había convertido en unos de los artistas más influyentes de Nueva York, se había enamorado de Patricia Kane Connolly, una despampanante coleccionista norteamericana. Hayden Herrera, en su biografía del pintor Arshille Gorky, uno de los amigos más cercano de Matta, describe la impresión que se lleva la sociedad norteamericana antes estos inesperados hábitos amorosos de los europeos, hábitos a los que se incorpora sin dificultad el chileno Roberto Matta: 

“…en un período en el que el divorcio era mal visto, el grupo surrealista se emparejaba y separaba con absoluta impunidad. En 1943, por ejemplo, Jacqueline Lamba dejó a Breton por David Hare, mientras éste dejó a Susanna Wilson por Jacqueline. Max Ernst dejó a Peggy Guggenheim por Dorothea Tanning, y cuando Anne, la esposa de Matta dio a luz los gemelos, Matta la dejó para unirse con Patricia Kane, quien más tarde lo dejó por Pierre Matisse, y Noguchi se comenzó a involucrar con Anne, la ex esposa de Matta.”

Gordon Matta Clark, por Carol Goodden.

Isamu Noguchi, escultor y diseñador americano de origen japonés se convertiría en unos de los artistas más importantes en su área. Hoy tiene para él solo un museo en Queens. Su refinada mezcla de conceptos orientales y surrealismo occidental lo hará decorar ballets, teatros y plazas. Pero en 1943 tiene apenas dinero para sobrevivir. Menos puede pensar en hacerlo con los dos hijos de Matta, que éste tampoco puede alimentar. 

“A mediados de los cuarentas—cuenta Mercedes Matta, la hermana menor de Roberto—, mi hermano Sergio visitó en Nueva York a Anne Clark...Constatando su difícil situación, convenció a nuestros padres de traerlos a Chile a los tres”.

Al poco tiempo de llegar los bautizaron en la Iglesia de La Veracruz, ubicada en la calle José Victorino Lastarria, una cuadra más al oriente del Cerro Santa Lucía, en el centro de Santiago. Les arrendaron un departamento en la Avenida Santa María, pero los niños pasaban la mayor parte del tiempo en la chacra de la familia en Las Condes que habían bautizado Las Mercedes en honor a la madre y a la hermana menor de Matta. De esa época proviene una foto de los niños rubios vestidos con un poncho de huaso, el atuendo típico de los hacendados chilenos, una de las pocas pruebas de la chilenidad de Gordon Matta-Clark que seguirá, sin embargo, ayudando y frecuentado a la mayor parte de los artistas chilenos residente o de paso por Nueva York.

Desde esa misma Nueva York, Noguchi le escribe desesperado a Anne para que vuelva a su lado. Promete ordenar sus finanzas, hacer algo útil, cualquier cosa para poder financiar a la familia que azarosamente le toca ahora alimentar. Anne vuelve a Nueva York, pero termina con Noguchi. Se casa con Hollis Alpert, uno de los primeros críticos de cine que podía vivir de escribir regularmente sobre películas en The New York Times y en el Saturday Review. La situación de Roberto Matta, que ha abandonado Nueva York y ha sido expulsado del surrealismo y de su círculo de amigos, termina por encontrar un cierto equilibrio entre París y Roma. Tiene cuatro hijos más, uno con Angela Faranda, una actriz italiana; dos con Malitte Pope, norteamericana que huye del macartismo; y una última hija con Germana Ferrari, su esposa de los últimos treinta años de su vida. Esta familia compuesta y complicada se reúne como puede en distintas partes del mundo. Los gemelos estudian unos meses en Francia, en donde vive de manera intermitente su padre. Vuelven a Nueva York, crecen y estudian en el West Village, en la orilla sur del Washington Square Park. Pasan los veranos en Italia donde su padre se apasiona por ellos por minutos, días, horas, una semana a lo más, para después volver a su obra infinita, obsesiva, gigantesca y pasar días y más días en el estudio corrigiendo una pincelada por ahí, un rasguño por allá, una esfera o un plano en otro cuadro, que son otros tantos enigmas por resolver.

Roberto Matta, célebre pintor chileno, padre de Gordon Matta Clar. / Pinterest.

Datos de un origen que son también los de un destino, porque uno no termina quizás nunca de nacer. Cuando lo haces, cuando ya naciste, te mueres. La obra de Gordon Matta-Clark se puede leer como un comentario a ese accidentado parto doble que separó en vez de unir a sus padres. Es lo que sugiere su obra más famosa, Splitting (1974): una casa de un suburbio de New Jersey que el artista partió en dos de manera simétrica. Separada la casa, como su hermano y él separados al nacer. Separada la casa también como el hogar imposible al que no tuvieron nunca derecho los gemelos Matta-Clark. La casa abierta en dos, abriéndose como esas casas de muñecas que su padre les regalaba de niños. Entera girando sobre sus cimientos, bailando su último baile, la casa desnuda de su ilusión de hogar que muestra a la luz del sol todo lo que había nacido para esconder: la intimidad de una familia que se dispersó, su escalera, su baño de los niños y el de los adultos, su papel mural que es ahora, a la luz de sol, una declaración pública. 

Espacio dentro del espacio. Lo obsesionaban desde los dientes postizos en un vaso, hasta una fábrica de Amberes, o el útero, ese útero, donde se alojaron él y su hermano, antes de nacer. Ya una sociedad en el vientre de su madre, una comunidad, un mundo aparte de los adultos. Y la hendidura de la vagina, como esas grietas en los muros por lo que el interior se hacía exterior y viceversa en tantas de las intervenciones de Gordon Matta-Clark. Como en los cuadros de su padre, el huevo y el polluelo, la semilla en el árbol, todo representado en el momento mismo de la metamorfosis, cuando las cosas son al mismo tiempo lo que eran y lo que serán. 

Ese ser doble, escindido, dividido se convertirá en una de la obsesiones de Gordon, el único de los dos hermanos que salió a la luz pública. Gordon que le dice a todos los que quieren escuchar, que siente que es depositario de la energía de los dos hermanos, el encargado de hacer la obra que el hermano Batán no es capaz de intentar, pero que él no podría hacer sin la fuerza de su otra mitad.

La obra más famosa de Gordon Matta Clark, "Splitting" (1974). / Wikipedia.

PENSANDO EN CAROL APRENDIENDO DE SÍ MISMO A TRAVÉS DEL DIBUJO”, escribe Gordon en las tarjetas que le sirven de ayuda memoria escrita en su extraña ortografía perfectamente disléxica.

“DÁNDOME CUENTA QUE TAN AISLADO DEL AMOR DE LOS “DEMAS EL AMOR DE MI HERMANO EL AMOR DE CAROL—NECESITANDO “SER MAS INTELIGENTE Y MAS ABIERTO COM CONMIGO MISMO “AYUDANDO---

 “AYUDÁNDOME A MI MISMO--.”

Ayudar a los demás, ayudarse a sí mismo. Siempre en camisa de leñador y pantalones llenos de bolsillos de carpintero, a este arquitecto que nunca construirá ni una casa (pero destruirá muchas), le obsesiona ayudar, colaborar, hacer algo por lo demás. Porque para él, el arte es una forma de intervenir positivamente en la vida de los demás: “Un acto humano esencialmente generoso, un intento individualmente positivo de encontrar el mundo real a través de la interpretación expresiva”.

Tratará de unir en una sola materia la omnipresente basura de Nueva York para construir muros que podrían, pensaba él, solucionar el déficit de viviendas para la también creciente población de homeless de Nueva York. En Pig Roast, de mayo de 1971, rostizará un cerdo entero debajo del puente de Brooklyn acompañado de la música de Philip Glass (que por entonces trabajaba de taxista) y del montaje de una obra de Samuel Beckett por la recién formada Mabou Mines, una compañía de teatro de vanguardia. Luego de horas de asar el cerdo repartirá 500 sándwiches entre los presentes terminando así la performance en un acto comunitario. 

Siguiendo con la idea de que alimentar es un arte, con un grupo de amigos bailarines, músicos, pintores, convertirá un restaurante semiabandonado de comida criolla, en una obra de arte en si misma: FOOD, en el 127 de Prince Street, en pleno SoHo, por entonces un barrio desierto de bodegas abandonadas, que Gordon Matta-Clark iba convirtiendo, transformando sus tuberías de luz y agua en lofts para sus amigos. FOOD un restaurante que es también una forma de mejorarle la vida a sus amigos, porque los que comen sus raciones generosas y baratas y los que las cocinan son artistas desempleados. 

Siempre en camisa de leñador y pantalones llenos de bolsillos de carpintero, a este arquitecto que nunca construirá ni una casa (pero destruirá muchas), le obsesiona ayudar, colaborar, hacer algo por lo demás. Porque para él, el arte es una forma de intervenir positivamente en la vida de los demás

Algunos con mejor suerte se hacían también parte de la experiencia. Así, los domingos en FOOD, Robert Rauschenberg, el asombroso maestro del collage, cocinaba su Gumbo Cajun Special que servía junto con el sushi japonés que introdujo Takahachi, ayudante de Rauschenberg, por primera vez a los paladares neoyorquinos. Gordon Matta-Clark, por su parte, cocinaba sus famosos Matta Bones Dinner. Todo un menú que, por 4 dólares, te ofrecía ensalada verde, sopa de rabo de buey, huesos con médulas, huesos rellenos, patas de rana a la provenzal, cacerola de huesos, durazno en rodajas de postre, te o café. Luego se retiraban los platos, se limpiaban los huesos y en la cocina, Takahachi los perforaba para formar collares para los mismos comensales. 

La comida como un arte, la gastronomía como una forma de coleccionismo, eso que ahora en Nueva York es una verdadera religión. Aunque a Matta-Clark seguramente le hubiera horrorizado en lo que derivó el culto de la comida como arte, el Nueva York convertido en un enorme escaparte para millonarios que quieren sentirse artistas por un rato. Matta-Clark que vio antes que nadie cómo la especulación inmobiliaria se tragaría la ciudad, pero que para denunciarla prefirió hacerse parte de esa especulación y convertirse en lo único que los neoyorquinos respetan: un propietario. 

Así, por veinte dólares o menos, se hará dueño de una serie de espacios que la ciudad vendía sin esperar compradores: accesos a garajes, patios de desagüe y basuras de edificios, rincones de pavimento entre un edificio y otro. Perfectamente inútiles pedazos de propiedad que solo tenía sentido comprar para impedir que se construyeran edificios nuevos ahí. Reality Properties: Fake Estates (1973), como se llamaba esa obra que era arte no solo sin pintura ni tela, sino sin ningún otro soporte visual más que los recibos de las compras de esas tierra y fotos de esos lugares sin lugar, que él fue acumulando, obsesionado por encontrar un lugar de silencio y paz perfecto a donde salvarse de la ciudad que amaba de manera inmoderada.

“Y yo vivía en la esquina—recuerda cuando vivió en el sangriento y ruidoso Meatpacking, hoy uno de los barrios más elegantes de Nueva York—, una esquina con mucha actividad, mucho bullicio, y me sentí tan oprimido por la plenitud y la actividad en la calle, el ruido y los pensamientos de todo ese ajetreo callejero, que me ponía a soñar y especular sobre el espacio que había entre el muro contra el que estaba yo y los otros edificios de la manzana. Había espacios entre los muros en donde podía escaparme”. 

Reality Properties: Fake Estates. / Socks.Studio.com

Buscando siempre un lugar a donde trasladarse con sus amigos, que eran parte misma de su cuerpo, encontrará en 112 Greene Street, en pleno SoHo, su cuartel general: una galería de arte en la que bastaba decir en voz alta que querías exponer para hacerlo ahí. Galería de arte es mucho decir, porque a comienzos de los años setenta no era más que una bodega sin dueño en la que Gordon Matta-Clark, en una de sus acciones de arte, plantó un cerezo en el medio. Stella McCartney, la hija de un artista que prefirió la alta costura a ser músico como su padre, tiene ahora ahí una de sus tiendas. Todo lo que Gordon hubiese detestado, la moda, los turistas llenando sus bolsas de cosas caras, la heredera de un artista (como él) que explota, justo como el evitó hacer, las resonancias de su nombre. 

Para Gordon Matta-Clark la galería es más una trinchera que una tienda de ningún tipo. A ella trasladaba pedazos de muros y escaleras recortados de edificios en vías de demolición en el Bronx, para que estos hablaran de las vidas rotas y las familias sin hogar que estaba dejando la especulación inmobiliaria en el norte de la ciudad. 

Nunca será comunista militante como su padre, pero su arte siempre será una forma de posicionarse ante la pobreza y la marginación de las que la arquitectura moderna era cómplice. Organizará un boicot a la Bienal de Arquitectura de Sao Paulo de 1971, en protesta por la llegada de una nueva junta militar al país. En 1976, disparará sobre las ventanas del IUAS (Instituto de Arquitectura y Estudios Urbanos de New York), para que los arquitectos que asistían a un congreso conocieran de cerca la situación en la que vivían los habitantes de las viviendas sociales que diseñaban.

Todo lo que Gordon hubiese detestado, la moda, los turistas llenando sus bolsas de cosas caras, la heredera de un artista (como él) que explota, justo como el evitó hacer, las resonancias de su nombre. 

A las tres de la mañana de esa noche, “Gordon hizo una declaración —recuerda el curador Andrew McNaire— muy conceptual y política, pero a nadie le gustó dicha declaración… Tal como lo recuerdo, le hizo pensar a Peter Eisenman en la Kristallnacht… El instituto era espacio sagrado. ¿Cómo podría alguien romper las ventanas?”.

Quedó excluido de la exposición donde se supone iba a intervenir un muro interior. Las fotos de su acto de sabotaje a la arquitectura oficial las llamó "Blow Out" y muestra su único quiebre con la actitud no violenta que había sido la suya hasta ahora. 

“ME SIENTO MAS COMO —escribe en otra de sus tarjetas de anotaciones—.

“GORILAGAR 

“URBANO SOLO UTILIZANDO

“PALABRAS EN LUGAR DE BALAS

 “EN MEDIO

“PERO MEDIO DE ESTAS DUDAS

“ME ATENGO A LA IDEA DE

“CUÁN VULNERABLE ES EL SISTEMA”

Las fotos de su acto de sabotaje a la arquitectura oficial las llamó "Blow Out". / https://gordonmattaclark.tumblr.com

Después sigue, a un ritmo incesante, denunciando la destrucción de los barrios obreros de la ciudad. En Greene 112, regala, a los visitantes de la galería, metros y metros de papel mural en los que ha impreso la imagen de cientos de papeles murales que han quedado a la vista de todos en los edificios demolidos del suburbio norte. En Graffiti scroll, de 1973, Gordon Matta-Clark, fotografía en blanco y negro los grafitis que empiezan a proliferar en los muros y en el metro del Bronx para pintar el resultado con pintura fosforescente, roja, azul o naranja. Así, al volver a darle color a esas fotografías en blanco y negro, convierte los grafitis anónimos en dibujos propios. Es una de las pocas obras suyas en las que su mano interviene a la vieja usanza, pintando. 

El trabajo del padre, pintar, ese que justamente le estaba prohibido por eso mismo, porque era a lo que su padre se dedicaba. Aunque todas juntas, las siglas de los grafitis y los signos flotan en un plasma sonriente y gris. Se parecen milagrosamente, o no, a los cuadros de Roberto Matta de los sesenta y setenta. Los años en que Matta padre trabajará en Chile con la brigada Ramona Parra, especializada en dar la batalla ideológica de la Unidad Popular en los muros de la ciudad de Santiago. O más bien los muros de una piscina en La Granja en la que pinta junto a los brigadistas cercanos al partido comunista El primer gol del pueblo chileno. Un interminable mural que es también una enorme tira cómica precolombina.

Buscando siempre un lugar a donde trasladarse con sus amigos, que eran parte misma de su cuerpo, encontrará en 112 Greene Street, en pleno SoHo, su cuartel general: una galería de arte en la que bastaba decir en voz alta que querías exponer para hacerlo ahí.

Como a Matta-Clark, a Matta padre le fascina ser confundido con un obrero más, alguien entre los otros muralistas, en overol azul de obrero de la construcción trabajando sobre un espacio dado para sacar de ello su historia secreta, como las figuras que Leonardo da Vinci encontraba en las manchas de la pared.

“Déjame explicar—dice Gordon Matta-Clark— esto un poco más: mis preocupaciones tienen que ver con la creación de profundas incisiones metamórficas en el espacio, o en cualquier sistema existente, sea político o físico. No quiero crear un nuevo campo de visión o cognición de apoyo. Quiero re-utilizar el campo viejo, el marco existente de pensamiento y visión”.

El arte no es hacer sino deshacer, es decir “ver” de nuevo lo ya visto cien mil veces visto. “Ver” la obsesión perpetua del padre, Roberto Matta, que decía que pintaba para aprender a usar de nuevo el verbo “ver”. Matta padre que se llamaba a sí mismo un “no pintor”, un arquitecto que se hacía a través de la pintura preguntas sobre el espacio y sobre ese espacio más infinito aún que es el lenguaje. Su hijo Gordon, que convertirá los materiales de la arquitectura, o la anarquitectura como la llamaba él (mezcla de anarquismo y arquitectura) su forma de arte. El padre, entonces, que pintaba planos de casas, espacios improbables, lugares imposibles, el hijo que usó el martillo, la sierra eléctrica, la retroexcavadora como quien usa el pincel o cincel para encontrar formas nuevas en las estructuras caducas de edificios, hangares y casas que vivieron con él su ultima reencarnación antes de quedar demolida y olvidadas para siempre. 

El arte no es hacer sino deshacer, es decir “ver” de nuevo lo ya visto cien mil veces visto.

Abrir el cubo para encontrar la vida se llama un cuadro de Matta de 1969. Podría ser el resumen de la obra de Matta-Clark. El padre y el hijo, Nueva York que expulsa a Roberto Matta, la misma Nueva York que se convierte en la materia de la que su hijo hace gran parte de su obra. Padre e hijo, una continuidad que juega a estar rota, aunque está intacta, como quien deja en la ciudad que se va una variante posible de sí mismo. La magia extraña de herencia que te permite vivir la vida que no se vivió, quedarse en la ciudad que abandonaste, que te abandonó. 

Aunque la continuidad entre las ideas del padre y las prácticas del hijo no les parecieron evidentes a ninguno de los dos. En 1975, Matta padre intentó incluso reenfocar a su hijo. Lo hizo después de que el diario L´Humanite, el órgano oficial del Partido Comunista Francés, criticara por burgués y decadente su Conical Intersect (1975), unas espirales concéntricas de intervenciones en una casa vieja cercana al Centro Georges Pompidou, el nuevo museo de arte de moderno de la ciudad que por entonces estaba en construcción. Los comunistas franceses no entendieron que la obra era una crítica evidente al nuevo museo diseñado por Renzo Piano, que arrasaba sin preocupación alguno unos de los barrios más antiguos y paupérrimos del París de siempre para hacer un edificio en el que lo de adentro, las tuberías, está afuera. Matta padre, no vio en la obra del hijo la continuación en cemento, ladrillo y acero de su propia obra, sino una furia infantil de destrucción sin fin. Se reunió con su hijo y la esposa de éste y le ofreció trabajo con un arquitecto famoso amigo suyo que estaba construyendo edificios en el sur de París.

“Gordon es un artista, tú no entiendes nada”, intervino Jane Crawford, la esposa de Matta-Clark, como cuenta ella misma en el documental de Matías Cardone Palabras Cruzadas.

“Americana, mujer norteamericana”, dice Jane, que suspiró Roberto Matta cuando ella intentó parar el reto del padre al hijo.

“Debería conocerlas, te has casado con tres de ellas”, replicó Jane Crawford.

“Sí, pero no me gustó ninguna de la tres”, dice Jane que respondió Matta y dio por concluido el tema.

El padre, entonces, que pintaba planos de casas, espacios improbables, lugares imposibles, el hijo que usó el martillo, la sierra eléctrica, la retroexcavadora como quien usa el pincel o cincel para encontrar formas nuevas en las estructuras caducas de edificios, hangares y casas que vivieron con él su ultima reencarnación antes de quedar demolida y olvidadas para siempre. 

Gordon Matta-Clark había llegado a París ese otoño de 1975 huyendo de la policía. Le obsesionaban los lugares inaccesibles, y nada era más inaccesible que el muelle 52 que, como a la mayor parte de los otros muelles del oeste de Manhattan, había quedado separada de la ciudad por una carretera derrumbada. Solo se podía llegar a este sin ser asaltado o violado en bote, que es como llegó Matta-Clark, arrendando unas embarcaciones a remo en el Central Park. Los otros habitantes del lugar eran drogadictos y sadomasoquistas que aprovechaban la oscuridad de la enorme barraca de zinc abandonada para dedicarse a sus placeres ocultos. 

“Además, dado su evidente estado de abandono, sería difícil imaginar que el propietario tuviera algún interés en estos lugares, que requieren limpieza y orden para su mejor aprovechamiento”, les explica a los funcionarios de la municipalidad su proyecto, buscando siempre apoyo para su trabajo que siempre pensó que era un trabajo de bien público.

“Dadas las condiciones actuales y circunstancias especificas de un lugar como Pier 52, solo puedo ver algo positivo en la conversión de la estructura en una obra de arte, un escultural festival de luz y agua, un parque cerrado, cuidadosamente asegurado y solamente abierto al público para el ocio, en vez de la decadencia y el desperdicio”.

No recibió dinero ni permisos para este proyecto de la municipalidad ni de ninguna otra institución publica. Colgado del techo de la enorme barraca trazó solo con el soplete en el zinc industrial la forma de una medialuna, una de vela, un rosetón, fijándose siempre en cómo la luz del verano jugaba con las sombras del interior. Llamó al resultado Day´s End  (1975). 

Vista del Central Park de Nueva York. / Jerome Dominici / Pexels.

Retirada la carretera derrumbada muy cerca de donde Matta-Clark intentó su instalación se levantó el nuevo museo Whitney donde se expone habitualmente su obra. En el Pier 55, como homenaje a su esfuerzo, un grupo de billonarios comisionaron al diseñador inglés Thomas Heatherwick construir la Little Island, un isla artificial con un parque encima que se levanta sobre los pilares de concreto parecidos a los de la carretera que impedía el paso en la época de Gordon Matta-Clark. También en homenaje a Matta-Clark, el artista David Hammons reconstruyó la estructura del hangar en el Pier 52, sin sus muros de zinc ni su suelo de jeringas y condones.

Nadie más que Gordon Matta-Clark entendió, a mediados de los setenta, la potencialidad del lugar. Él pensó que era su deber como neoyorquino mejorar la vida de los demás ciudadanos de su ciudad. El municipio de Nueva York no pensó lo mismo. Descubrió que el embarcadero abandonado era de su propiedad y acusaron al artista de que los había “saqueado”. Matta-Clark tuvo que recurrir por primera vez en muchos años a su padre y huir lo más rápido que pudo a París a donde él vivía.

En París, en Bélgica y Holanda intentó intervenir edificios e industrias, pero volvió a Nueva York, su dominio natural, donde estaban sus amigos, sus novias, y su hermano Batan, la otra parte de sí mismo:

“TRABAJANDO EN VARIAS DEMENSIONES:” —escribe en otra tarjeta en que va fijando su programa artístico—.

 “TRABAJANDO EN MEMORIA DE MI 

“HERMANO—…..

“DIBUJANDO SOBRE MI ÚNICA RELACIÓN MÁS IMPORTANTE.”

Whitney Museum of American Art. / Wikipedia.

Porque Batán era para Gordon el otro lado del espejo, un espejo que se quebró el 14 de junio de 1976. Un día cualquiera de primavera, Gordon invitó a Batán a visitar su estudio en el sexto piso de un edificio situado en el barrio de SoHo, en el bajo Manhattan. Gordon fue a comprar comida, Batán se quedó solo. A pesar de su miedo a la altura miró por la ventana. Cayó. ¿Se lanzó? Nunca se sabrá. 

Sólo se sabe que cayó. Que irresistiblemente cayó y murió a los 33 años, la edad de Cristo.

“…EL BOSQUE ES 

COMPLETAMENTE TEJIDO BAJO LA TIERRA.”

Escribe en otra tarjeta Gordon Matta-Clark. Lo que vemos del bosque es lo que no vemos, el tejido debajo de la tierra que quiere Gordon, como todo lo que se esconde, mostrar. Así busca a su hermano cavando en la galería Yvon Lambert un agujero interminable. Descending Steps for Batan (1977), una performance ritual que consistía en ir escarbando, durante los días que duró la exposición, un pozo en suelo del sótano de la galería. Ir al fondo de la caída de su hermano, construir un espacio en que no tocaría nunca el suelo, mientras va reconociendo capas y más capas de historia en el subsuelo parisino. 

Gordon fue a comprar comida, Batán se quedó solo. A pesar de su miedo a la altura miró por la ventana. Cayó. ¿Se lanzó? Nunca se sabrá. 

Otras casas sobre esta casa, cadáveres, arcilla, piedras, como si el pasado en el fondo del abismo pudiera alargar el vuelo interminable de su hermano que quiere que nunca se encuentre con la superficie del presente, para que siga volando en el agujero que cava y cava para que la raíz misma en la que son un solo y mismo árbol los salve de morir como nacieron, como un accidente, como un milagro, como un signo.

No se vive solo cuando se nacen juntos. Gordon Matta-Clark sabe que no tiene derecho a sobrepasar el misterio de su nacimiento. Porque eso les toca a algunos, nacer solamente, no parar de nacer nunca. Un par de exámenes y la condena inapelable que sorprende a todos menos a Gordon Matta-Clark: le quedan seis meses de vida, a lo más un año. Un cáncer al páncreas lo condena de manera irremediable. Gordon Matta-Clark no se rebela. Los gemelos como un presagio, como una milagro, como una maldición, como una tormenta, como un equilibrio, ya habían cumplido su función. Les tocaba ser lo que siempre fueron: leyenda. 

Gordon Matta-Clark supo que le tocaba un cuerpo propio, pero no un destino propio y se dedicó el ultimo año de su vida a preparar con una energía, con un cuidado, con una concentración su propia irremediable muerte. En Loisaida, el Lower East Side, al sur de Manhattan, mantuvo una escuela de autoconstrucción para jóvenes latinos. Pensaba enseñarles a rehabilitar edificios viejos para hacerlos propietarios de eso que la ciudad quería que fuesen solo ruinas. 

Un cáncer al páncreas lo condena de manera irremediable. Gordon Matta-Clark no se rebela. Los gemelos como un presagio, como una milagro, como una maldición, como una tormenta, como un equilibrio, ya habían cumplido su función. Les tocaba ser lo que siempre fueron: leyenda. 

“Creo que es importante —explicaba— que algo te pertenezca, que tu tiempo te pertenezca: energía, imaginación. Debo admitir que no soy totalmente un socialista colectivista. Hay una clase de moralidad en la que está basada que no creo funcione. No se lo que sea. Tal vez soy demasiado estadounidense. No compro el dogma”, recoge sus palabra la especialista en su obra Corinne Diserens.

Al mismo tiempo ofreció su última cena para los amigos, mientras paralelamente abría círculos en forma de naranja en un edificio abandonado de Chicago. Se casó también por entonces. El cáncer en el páncreas, como esas escisiones que provocaba dentro de las casas, modeló en sus órganos su propio espacio dentro del espacio. Pero las intervenciones de Matta-Clark tenían siempre el cuidado de conseguir que el público pudiera, sin peligro, recorrer la nueva arquitectura nacida de la demolición, de la remodelación, de la desestructuración, de la reestructuración, del espacio. El cáncer no tuvo esa piedad y fue inmovilizando uno a uno los órganos que fue habitando. Gordon no intentó otro tratamiento que su salvaje ritmo de trabajo. Cuando no pudo sostenerlo, descansó por primera vez en su corta y alucinada vida:

“Cuando Gordon se enfermó —cuenta su amiga la música Laurie Anderson en su disco The Heart of the a Dog—, decidió hacer de su muerte algo muy social. Así que invitó a sus amigos a venir al hospital. Y sólo le quedaban 24 horas de vida, el tiempo en que su organismo se iba a descomponer. Y decidió pasar este tiempo leyéndole a sus amigos. Y cuando murió había dos Lamas a cada lado de él. Y cuando dejó de respirar comenzaron a gritarle al oído. Ahora bien, los tibetanos creen que el oído es el último sentido en desaparecer. Entonces, después de que el corazón se detiene, y tu cerebro se desactiva, y los ojos se van a negro, los martillos en los oídos siguen funcionando. Y por eso gritan instrucciones del Libro Tibetano de los Muertos, también llamado La Gran Liberación a través del Oído.

Y gritaron: ¡Gordon! ¡Estás muerto! Estás muerto ahora! Y le dicen: Ves dos luces, y una está cerca de ti, y otra está lejos. No vayas a la que está cerca, ve hacia la que está lejos...”.

Tenía 35 años. Sólo tres años más que la edad en que Roberto Matta se permitió tenerlo en Nueva York una primavera de 1943.

Matta padre no fue al entierro de ninguno de sus dos primeros hijos, pero fabricó en su casa de Tarquinia, cerca de Roma, un altar que visitaba todos los días.


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