Relatto | El cuento de la realidad
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En Sicilia el maná no cae del cielo, sino que brota de los árboles. 

Gota a gota, un líquido blanquecino desciende por troncos y ramas como la cera derretida sobre las velas durante una larga sobremesa.

Esta escena —anómala, desconcertante— sucede en Pollina, un pueblo de la provincia de Palermo encaramado en la montaña. 

Esta escena empieza en julio y continuará, si este año hay suerte, durante al menos otros cuarenta días del abrasador verano que promete esta isla. 

Esta escena sucede aquí, solo aquí, en el único lugar del mundo donde puede suceder. Sucede aquí, solo aquí, en el único lugar del mundo donde aún se sabe cómo producir maná.

Sí, porque el maná existe.

Maná brotando.

Y verlo brotar, además de desconcierto, solo provoca preguntas. La primera, la esencial, está escondida en su nombre. Fue la que, cuenta el Éxodo, los judíos le hicieron a Dios durante su travesía por el desierto: “¿Man-hù?”, le preguntaron, hambrientos, al ver cómo caía sobre sus cabezas esa sustancia desconocida: “¿Qué es esto?”. 

Moisés contestó que era el pan del cielo enviado por Dios y, durante cuarenta años, esa sustancia dulce bautizada como maná, fue el único alimento de su pueblo. 

El intento de dar una respuesta más allá del relato bíblico ha atravesado el tiempo tomando formas poco comunes. Para los griegos era miel del rocío y sudor de las estrellas, tal y como nos lo describen Plinio y Galeno, mucho más líricos. 

Avicena, filósofo y médico medieval, comparte la hipótesis del origen celestial y la dulzura, añadiendo que ese rocío se posa sobre plantas y piedras. Este acertijo también intentaron resolverlo decenas de artistas. Ante la duda optaron, o bien por obviar el maná y pintar solo las vasijas que lo contenían mientras los judíos alzaban sus brazos al cielo, o bien por arriesgar y pintar algo que podría ser pochoclo, granos de pimienta blanca o algodón. Algunos de ellos como Tintoretto en el Renacimiento y Tiepolo en el Barroco, fueron un paso más allá y, además, pintaron árboles y hombres que los rodeaban y tocaban. Se acercaban de este modo a la teoría de botánicos y médicos posteriores a Avicena que empezaban a relacionar el maná con algunas especies de plantas.

Así, enredado entre los hilos del milagro y la leyenda, el maná ha ido sorteando los siglos, sembrando la duda sobre su existencia, alimentando el misterio de su aspecto y sin poder quitarse de encima su proveniencia divina. ¿Y si, después de todo, no es más que una invención?

No, porque el maná existe. 

Existe, de nuevo, gracias a un milagro. El que hizo Giulio Gelardi cuando decidió volver a Pollina para salvarlo. 

¿Qué es esto?”. Moisés contestó que era el pan del cielo enviado por Dios y, durante cuarenta años, esa sustancia dulce bautizada como maná, fue el único alimento de su pueblo. 

Giulio Gelardi me espera en la plaza del Duomo de Pollina. Tiene la espalda encorvada y unas manos con dedos rectísimos que aprietan la mía con fortaleza. Me pregunto de dónde sale esa fuerza en un cuerpo de 72 años que parece un alfiler a punto de quebrarse en el próximo paso. Si llevase una túnica blanca, sería un filósofo. Con una granate, un monje budista. Si llevase una bata, podría ser un científico. Pero no es necesario que elija, porque a Giulio le basta su chaleco beige de explorador, su paquete de Camel y su esponjosa barba blanca para ser todo eso. Porque Giulio Gelardi es todo eso. Lo es cuando habla de tratados médicos medievales, cuando prepara ungüentos con maná en el alambique de su cocina y, sobre todo, cuando sus músculos se tensan para cortar sus fresnos.

Giulio Gelardi es fresnocultor y el hombre que más sabe de maná del mundo.

Subiendo a Pollina.  

En verano Giulio se traslada a su fresneda para estar cerca de sus quinientos fresnos. Allí conviven, desde hace unos tres siglos, dos especies, el Fraxinus Orniello y el Fraxinus Angustifolia. De su savia se extrae el maná. “El maná es la savia del fresno. Se le hacen unos cortes en la corteza y la savia va goteando por el tronco formando una estalactita. Cuando se solidifica, se recoge y se deja secar al sol”, me dice. Luego apaga su segundo cigarrillo y añade: “Pero el maná no existe”.

Cuando Giulio habla de maná, usa el verbo hacer: “Volví a Pollina para hacer maná”. Es un verbo extraño para hablar de un árbol. Pero Giulio sabe bien lo que dice. Usa las palabras con la misma precisión que usa el mannaluoro, una hoz especial para hacer las incisiones. “El mannaluoro está reservado al fresno y no se puede usar para ningún otro trabajo. No es un arma para herir, sino un medio para entrar dentro de la planta”. 

Giulio se mueve de un fresno a otro como un grillo ágil. Empuña el mannaluoro con sus dedos rectísimos, donde ni un solo signo de artrosis se ha atrevido a aparecer. Gira la muñeca y hace un corte vertical sobre la corteza; gira la muñeca y hace otro corte lateral. Y sigue a por el siguiente. 

Las incisiones son decididas, rápidas. Como si hubiese una señal que solo él ve.

El maná es la savia del fresno. Se le hacen unos cortes en la corteza y la savia va goteando por el tronco formando una estalactita. Cuando se solidifica, se recoge y se deja secar al sol”.

De hecho, esa señal existe y recibe el mismo nombre que el anillo de pedida de mano en la tradición siciliana: a ‘nzinga. Es la primera incisión que se le hace al fresno. “Hacer a ‘nzinga significa marcar la planta, elegirla. Yo le hago la propuesta y le ofrezco el anillo”. Pero aún no se sabe si la novia aceptará. Hay que esperar. 

“Los ancianos del pueblo me contaron que de la primera incisión no tiene que salir maná. Por eso ella no responde aún a mi propuesta, porque como todas las sicilianas necesita tiempo para pensárselo”, bromea Giulio. Así se inicia la relación del hombre con el fresno. Una relación especial, “simbiótica”, que se irá estrechando del noviazgo al matrimonio.

Con las incisiones, ‘ntacce en siciliano, el fresnocultor intercepta, con mucho cuidado, las dos savias del fresno: la que baja y se crea en las hojas, rica en azúcares, y la que sube y se fabrica en las raíces, rica en sales minerales. Ambas se mezclan y se forma el maná. Porque el maná no está dentro del fresno, sino que se forma fuera de él, en contacto con el exterior y, sobre todo, con la intervención del ser humano. 

“El fresno por sí mismo no sabe hacer maná, yo tampoco lo sé hacer, pero si trabajamos juntos, sí. Soy su colaborador. Por eso digo que el maná no existe —repite Giulio—. No existe en la naturaleza, si por naturaleza entendemos algo que está separado de nosotros. Sin la intervención humana, el maná no existe”. 

Después de la ‘nzinga se deja descansar a la planta un par de días y tras ellos se hace la segunda incisión. De esta tampoco saldrá nada. “Todavía estoy hablando con la planta. Le estoy diciendo: oye, esta vez trabajaré aquí, en esta parte de tu tronco. ¿Puedo? ¿Me dejas?”. 

Giulio estudiando uno de sus fresnos. 

La profundidad del corte la decide la experiencia del fresnocultor: tiene que ser lo bastante profundo para capturar las dos savias, pero no demasiado porque la planta podría tener dificultad en cicatrizar las incisiones y alluparsi, o sea, secarse y provocar la muerte de esa parte del tronco.

Hacer las incisiones no es una tarea sencilla. Hay que saber cómo hacerlas, dónde, cuándo y durante cuánto tiempo. Por eso, los campesinos sicilianos no llamaban al fresnocultor recolector de maná, sino incisor, ‘ntaccaluoro, porque el trabajo fundamental no era la cosecha, sino saber hacer la incisión, a ‘ntacca. Pero el fresno no viene con un manual de instrucciones.

El fresno por sí mismo no sabe hacer maná, yo tampoco lo sé hacer, pero si trabajamos juntos, sí. Soy su colaborador.

El fresnocultor tiene que ser capaz de percibir cotidianamente cualquier vibración que le transmita el fresno a través del mannaluoro y descifrar si está disponible para hacer maná. Es un trabajo de escucha. Y de tacto. 

A la tercera incisión, la planta empieza a dar maná. “El fresno consiente. Ahora empieza nuestro matrimonio”. La planta está madura y desde ese momento se procederá a ‘ntaccare, a cortar, todos los días durante, al menos, cuarenta más.

Sin embargo, no conviene fiarse ni despistarse porque el fresno, le decía su padre a Giulio, es tradimintusu, traicionero, y hay que convencerlo día a día. La relación que se crea con el fresno es como la que se puede crear con una persona. Se lo considera un compañero, una pareja. Se lo ama, se lo odia, se le calma, se le cura. También se conocen sus aficiones. La preferida de los fresnos es la música.

Tradicionalmente todos los ‘ntaccaluori cantaban mientras hacían las incisiones y también durante la cosecha para ablandar a la planta, enternecerla. “Se sabe que el fresno adora la música. Yo personalmente, cautivado por esto, todos los años al inicio de la cosecha, organizo a mis fresnos una serenata”, aclara Giulio. 

Hay una música que les gusta por encima de todas: el canto de las cigarras. I cicali cantini, i frassini si priparini a fari manna: las cigarras cantan y los fresnos se preparan para hacer maná. Este proverbio siciliano evidencia que es el calor estival, la estación de las cigarras, el momento adecuado para recolectar el maná. Igual que la primera lluvia de agosto es el temido signo que pondrá fin a la cosecha. 

Giulio Gelardi no sabía nada de todo esto cuando se marchó de Pollina para recorrer el mundo. Era 1968 y tenía 18 años. 

También tenía una máquina de fotos que compró con el dinero de una beca para estudiar Medicina y la idea de que la revolución solo se podía hacer lejos de casa. 

No tenía, sin embargo, ningún motivo para pensar que quince años después la revolución la haría en el lugar del que se estaba despidiendo.

Tampoco sabía aún que la razón por la que estaba huyendo sería la misma que más tarde le haría regresar. 

La relación que se crea con el fresno es como la que se puede crear con una persona. Se lo considera un compañero, una pareja. Se lo ama, se lo odia, se le calma, se le cura. También se conocen sus aficiones. La preferida de los fresnos es la música.

Porque Giulio Gelardi antes de ser el hombre que más sabe de maná en el mundo, fue el hombre que más lo odió. “Yo crecí con el maná, pero odiaba con toda mi alma esa sustancia pegajosa, tan laboriosa de producir y, además, bajo el sol infernal del verano siciliano”.

El maná corría el riesgo de desaparecer porque, aparte de unos pocos ancianos casi centenarios, ya casi nadie sabía cómo extraerlo. Y no había libros a los que ir a buscar esos conocimientos porque se transmiten oralmente y a ‘ntaccare se enseña con el cuerpo. 

Cuando se dice que algo se transmite de padres a hijos se dan al menos tres cosas por supuestas: una, que hay hijos a los que transmitir ese conocimiento; dos, que quieran escucharlo; y tres, que quieran aplicarlo. 

¿Dónde guardamos las cosas que sabemos? ¿Dónde se guarda el conocimiento que no está escrito? ¿Qué se hace cuando no se tiene a quién contarlo?

“Volví por una razón afectiva: porque el maná estaba muriendo y la cultura de mi padre y de mi abuelo iba a desaparecer con él. Todo lo que sabían hacer y podían transmitir como conocimiento de la naturaleza, como relación con la tierra, se perdería. Era como si hubieran vivido inútilmente y yo no podía permitirlo”.

Así que Giulio se puso al servicio del mejor maestro que podía tener: su padre Francesco, al que llamaban Ciccio. Todas las mañanas durante el verano iba a la misma fresneda donde está ahora para ser la sombra de su padre, imitar sus gestos y hacerle preguntas. “Aunque él me respondía: Quédate ahí y mira, que el fresno te enseña”.

Lo que Giulio aprendió de su padre fueron sobre todo gestos. A usar las manos y el mannaluoro. A hacer las incisiones. A que los movimientos pasaran de torpes a armoniosos. También le enseñó a observar. A reconocer cuándo un fresno está maduro, a entender el color de sus hojas, o la razón por la que se acercan al tronco primero las hormigas y luego los abejorros. 

La fresneda de Giulio y su particular sistema de recolección con hilos de nylon.

Durante el invierno se encerraba en la Biblioteca y el Archivo Regional de Palermo, estudiando y hurgando en el pasado del maná. Todo lo que encontraba lo leía y durante años lo fue recogiendo en cientos de microfilms que custodia bien organizados. A Giulio no le bastaba solo con aprender a hacer maná, como hizo su padre y antes que él su abuelo, también quería entender la historia que llevaba a cuestas. Quería saberlo todo del maná. 

Rebuscando en los archivos descubrió que el maná también se había cultivado en Calabria. Y también en las regiones de Campania y en el Lacio. Y en Molise y en los Abruzos. Y en otras zonas de Palermo. Giulio fue a visitarlas, pero allí nadie sabía ni qué era el maná ni mucho menos que allí se había cultivado unos cien años antes. No quedaba un solo rastro. Entonces entendió algo fundamental. 

“Me di cuenta de que producir maná no es un privilegio del clima siciliano o de nuestros fresnos, como afirmaban muchos, sino que era un conocimiento exclusivo de nuestros campesinos. Mientras en el resto del mundo se han perdido (o se ha dejado que se pierdan) esos conocimientos y técnicas para extraer la savia del fresno, nuestros campesinos los han conservado. Ahora somos los últimos guardianes de esta cultura”.

Volví por una razón afectiva: porque el maná estaba muriendo y la cultura de mi padre y de mi abuelo iba a desaparecer con él. Todo lo que sabían hacer y podían trasmitir como conocimiento de la naturaleza, como relación con la tierra, se perdería".

Giulio se había propuesto tres objetivos para su regreso a Pollina: aprender a hacer maná, estudiar su historia y vivir de su comercialización. Los dos primeros los estaba consiguiendo. El tercero no tanto. 

Hasta que unos cuatro años después de su regreso, una tarde cualquiera de un día cualquiera, ocurrió el milagro. Esa tarde Giulio Gelardi bajaba al pueblo a tomar una cerveza, como muchas otras tardes. Se despidió de su madre que, como muchas otras tardes, estaba remendando unos pantalones. 

Al salir de la fresneda se fijó en una rama de la que estaba goteando maná. Y algo encajó en su cabeza. Volvió atrás, agitado por el descubrimiento, y le robó a su madre una bobina de hilo. Cortó un trozo y lo ató a la rama haciéndolo coincidir con la gota de tal modo que fuera descendiendo a lo largo del hilo. A la mañana siguiente, tenía una estalactita perfectamente formada de un metro de longitud. 

“Llevaba un tiempo buscando una solución para evitar que el maná se condensase en el tronco. Se mezclaba con la corteza, insectos y otras impurezas. No era un maná limpio y estaba obligado a venderlo a un precio inferior”. La solución del hilo supuso una revolución en Pollina. Giulio comunicó su descubrimiento al resto de campesinos y actualmente continúa siendo el único método para cosechar el maná limpio. 

“Hacer maná es un trabajo de prueba y error continuos. No hay teorías ni presunciones, lo tienes que ver y vivir como experiencia. Cada año, cada cosecha, es un descubrimiento”.

—¿Cómo crees que será este año?, le pregunto. 

—Excepcional. No creo en las previsiones, así que ¿por qué me las voy a hacer en mi contra? La única certeza es la incertidumbre.

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