Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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 En 2011, un muchacho de Mysore, en el sur de la India, del que estaba perdidamente enamorada, me propuso un negocio. No habíamos podido tener una relación por ser él brahmín y yo occidental, unos años mayor que él y no ser virgen. Los brahmines, la casta sacerdotal de la India, son los más exigentes a la hora de elegir pareja para el matrimonio. Corrección: elegir pareja para sus hijos para el matrimonio. Los prejuicios sobre los habitantes de las tierras al occidente de Asia son muy fuertes y los padres, cuando es hora de buscarle cónyuge a sus hijos o hijas, prefieren que sea dentro de su casta. 

Así pues, con el corazón roto, decidí dejar el romance en amistad, aunque la promesa de conocernos en persona algún día se mantuvo. Esa era, en los comienzos de este milenio, la ventaja del internet y de las primeras plataformas de interacción social: que uno podía conocer gente de las culturas más distantes y distintas. Yo, que entonces creía en la reencarnación, le pregunté si podríamos habernos conocido él y yo en otra vida. Alguna vez, un vidente me dijo que yo había sido una sacerdotisa india en una era pasada. Mi amado me dijo, no, la cosa fue así: yo debí haber sido el rey de un país y tú, una de las campesinas de mis tierras. Su comentario al comienzo me ofendió, pero después dije... claro. He aquí el primer malentendido con las reencarnaciones. Pues entre los hindúes, nadie reencarna fuera de su casta. Y no sé si ellos se han hecho abiertamente la pregunta acerca del origen espiritual de todo Occidente, pero claramente este chico de 23 años tenía una respuesta muy personal y muy categórica al respecto. Yo para él siempre sería su inferior. Y sin embargo, me decía que me amaba. Incluso cuando nos casamos, cada cual con una pareja y con miles de kilómetros de separación, él me lo siguió diciendo.  

 En 2011, un muchacho de Mysore, en el sur de la India, del que estaba perdidamente enamorada, me propuso un negocio. No habíamos podido tener una relación por ser él brahmín y yo occidental, unos años mayor que él y no ser virgen.

Y así, casados ambos, los astros se alinearon. Él creó una agencia turística que se especializaría en recorridos por el mundo espiritual de su país: templos, monumentos, lugares geográficos relativos al tema. El primer recorrido sería por una zona que muy pocos occidentales conocen: el sur del subcontinente asiático. De hecho, además de los turistas occidentales y de los ingleses durante su corto imperio, todas las culturas que invadieron o conquistaron el territorio, como los musulmanes, se concentraron siempre en el centro y el norte. Yo, totalmente a ciegas, sin entender aún lo pionera que sería en ese periplo, acepté. El primer obstáculo fue reclutar un grupo que quisiera lanzarse a la aventura conmigo.

A. creó una agencia turística que se especializaría en recorridos por el mundo espiritual de su país: templos, monumentos, lugares geográficos relativos al tema. / Roxanne Shewch / Pexels.

Me encontré con que casi todos los que visitan este espiritual territorio van con sus gurús, se confinan en áshrams y practican la piedad entre ellos. Nunca se atreven a salir a la calle, a vivir la verdadera cultura o culturas indias, que, valga decirlo, son quince, asociadas a diferentes religiones: judíos, cristianos, católicos, harekrishnas, hindúes, jainitas, sikhs, musulmanes, budistas, mormones, entre otros, comparten el extenso territorio. La misma constitución india reconoce el país como laico y sin religión oficial. Pero ese primer grupo nunca lo sabrá. El segundo grupo, temeroso de leyendas de insalubridad en hoteles y restaurantes, va de la mano de maternales agencias turísticas que los suben a lujosos buses con aire acondicionado, les muestran el Taj Mahal, el Triángulo dorado y los resguardan en hoteles cinco-estrellas, y a ese grupo no le interesa ver templos ni áshrams, prefiere fotografiar tigres, montar en elefante y ver palacios. El tercer grupo es el más aventurero, compuesto de mochileros que no temen interactuar con insectos chupasangre y bacterias comecarne en hostales, restaurantes y losdiosessabránquémás. Este grupo ha ahorrado por diez años para ir a la India, paga su pasaje de avión con monedas hasta Amsterdam y el resto del viaje lo hace en balsas, avionetas, buses plenos de sudor multicultural, y a punta de sandalia ecológica. Por supuesto, este grupo le huye del todo a la palabra “tour”. El resto de los mortales prefiere ir a Miami antes que a la India por el difundido mito de que todo aquel que va allá, regresa en un ataúd. 

La misma constitución india reconoce el país como laico y sin religión oficial. Pero ese primer grupo nunca lo sabrá.

Sin embargo, la obstinación me hizo luchar hasta conseguir la sudada cifra de cuatro personas cuyos nombres me reservo. La primera fue una médica bioenergética cuyo consultorio olía a sándalo y sonaba a New Age, luego estaban una matemática profesora de un colegio distrital y la directora de dicho colegio. Y finalmente, un hombre dedicado a la política. Este último, hay que aclarar, porque de otro modo su presencia sería digna de una narración de realismo mágico, estaba allí por la médica y le había dicho a su esposa que se iba a la India a un congreso. La médica le había dicho a su novio que iba sola a un retiro espiritual. La matemática se había ido sin que su esposo ni sus hijas la fueran a despedir al aeropuerto. La directora del colegio le había dicho a su esposo que cuando ella volviera, hablarían de separarse. Yo misma pasaba mi propio calvario. Y para completar el cuadro, yo había invitado a un amigo que era profesor de yoga. Con las comisiones que gané por juntar a este grupo tan heterogéneo, le di ese regalo a mi amigo, quien nunca había visitado la India. El día que ese amigo me acompañó a llevarle a la médica el formulario de inscripción, se enamoró perdidamente de ella. Éramos como una versión postmoderna de El Mago de Oz. Pero nadie sabía qué era lo que le faltaba. 

El guía veterano, el cocinero y A. comparten en la mesa. / Archivo particular.

Mi amigo indio, a quien llamaré A., había preparado, por otro lado, un grupo de acompañantes locales muy especial. Teníamos, contándolo a él, a cuatro hombres con nosotros. El primero era un cocinero que nos acompañó durante diez de los diecisiete días. Al parecer es de común conocimiento para los indios el que los turistas no resisten la comida local, así que la propuesta era que el paquete ofrecía el servicio de tres comidas al día. Para ello, yo personalmente serví de conejillo de indias en una cata de posibles menús, y ante el insistente “no spicy, no spicy” de doña U., la madre de A., y ante mis insistentes ughs y arghs y copiosas lágrimas después de cada bocado, la conclusión de ella fue que los occidentales éramos muy desabridos para comer, pues tuvieron que quitarnos el 70 (quizá el 80) por ciento de los ingredientes que conformarían nuestra dieta. La primera queja de los huéspedes fue que solo se les estaba ofreciendo arroz blanco. Como sea y en consecuencia de ese deseo de nuestros anfitriones, de proteger nuestra integridad digestiva, en el minúsculo y viejo microbus que nos transportaba, viajábamos con un bidón de gas, a saltos por las carreteras, y varios sacos de arroz como parte de nuestro equipaje. 

El segundo personaje local que nos acompañaba era, por supuesto, A., quien me suscitaba las más sucias fantasías del Kamasutra porque era el hombre más bello que hubiera visto, longilíneo como un fakir, como un Krishna, como el mismísimo ígneo Shiva o como un genio que se alzara con sus 1.90 de estatura por encima de su lámpara (ya sé que los genios son árabes pero sé que entienden la comparación), de cabellos levemente dorados, vestigio de sus ancestros arios, con una mirada que me costaba evitar y que entorpecía mi labor de intérprete. Él hablaba y yo me quedaba perdida en sus iris color panela, que a propósito es un elemento crucial en la dieta india y del que este país es el principal exportador. Panela en hindi es “bella”, suena como “bella” en italiano, como una ele prolongada. Bella. Así, como la mirada de A. Cuando yo caía en la realidad era porque los huéspedes me estaban gritando, “¿pero qué dijo?”. Y yo no podía evitar sonrojarme.

El tercer hombre era el conductor del microbus, quien además merece él solo un artículo, y el cuarto hombre era quizá el más interesante. Era el mayor de todos nosotros. Estaba en sus cincuenta y tantos o sesenta años. Era nuestro guía y asesor de rutas, dueño él mismo de una agencia turística veterana.  

El segundo personaje local que nos acompañaba era, por supuesto, A., quien me suscitaba las más sucias fantasías del Kamasutra porque era el hombre más bello que hubiera visto, longilíneo como un fakir, como un Krishna, como el mismísimo ígneo Shiva o como un genio que se alzara con sus 1.90 de estatura por encima de su lámpara (ya sé que los genios son árabes pero sé que entienden la comparación), de cabellos levemente dorados, vestigio de sus ancestros arios, con una mirada que me costaba evitar y que entorpecía mi labor de intérprete.

El tour había sido pensado para quien quisiera recorrer templos. Templos hindúes. Shivaítas, lo cual es otra particularidad de la religión hindú propiamente tal. Que en la zona centro (Nueva Delhi) son vaishnavitas, y Vishnu es quien ocupa la mayor cantidad de templos, y en el sur son mayormente shivaitas, y es Shiva quien se lleva los atributos de bondad, omnipotencia, omnipresencia y omnisapiencia. 

Lo que yo no sabía era que algunos de estos templos, los más grandes, los más antiguos y que además estaban todavía funcionando desde la Edad Media (siglo X, XII) hasta hoy, estaban ubicados en lugares remotos, rurales, lejos de las grandes ciudades y de los resorts cinco-estrellas. Era irónico porque la gente que puede pagar un viaje a la India, la gente que tendría acceso a estos lugares tan increíbles, tan espirituales y llenos de historia, es la que más siente repelús por hoteles como los que A. y su equipo habían conseguido para nosotros. De hecho, en el segundo hotel al que llegamos, estando ya lejos de Bangalore, internados en la agreste vegetación del este de Karnátaka y colindando ya con el estado de Tamil, nuestros cuatro huéspedes se rebelaron. Contra el olor a naftalina de los sifones, contra la humedad de las paredes, contra la vegetación que se devoraba lentamente la arquitectura. Contra la bienvenida que nos habían dado: mi longilíneo amigo era músico y nos reunió en la habitación más grande, la de la médica y su político consorte, y nos dio un concierto de música india acompañado de algunos refrigerios. Reconocí que era una forma un poco folklórica de comenzar nuestra aventura, pero me pareció dulce que llevaran la música de su país a la misma cama de los huéspedes. ¿Dónde más harían algo así? Pero ellos no apreciaron el detalle. La profesora, la médica y el funcionario hablaron. Amenazaron con dejar el tour y pedir reembolso. Se sentían estafados. No los culpo. Quizá si yo no hubiera estado tan obnubilada por esa mirada “bella”, también me hubiera rebelado. Pero, como empleada con contrato verbal, defendí a mi jefe. No solté los insultos que tenía pensados para ellos, los solté con él. Sentados A. y yo en el muro de una fuente sucia y abandonada, me desahogué. Nunca he sido buena para mandar. Yo, que temblaba y sudaba, quedé perpleja por la forma como A. me observaba, no molesto, no confundido, pensativo. En mi alteración, en su calma, sentí, sin embargo, una complicidad que no había sentido antes con él. 

La autora posa frente a uno de los monumentos indios. / Archivo Particular.

Reunimos a los huéspedes en la cima de una escalera desvencijada, en una pérgola elevada como a tres metros del suelo, mal iluminada, alrededor de una vieja mesa salpicada de semillas y pétalos y hojas secas. Los huéspedes expusieron sus motivos, yo los transmití limpiándolos lo más que pude de calificativos ofensivos, A. lloró, muy calmadamente a pesar de que eso dejaba translucir su inexperiencia con los tours, y prometió que reembolsaría el dinero si al menos veían parte de lo que se había incluido en el recorrido. En ese momento de máxima vulnerabilidad, se fue la luz, que era algo muy común en toda la India. A oscuras, buscándonos las caras mientras traían una linterna, rodeados de esa exuberancia vegetal, una de las huéspedes, la directora de colegio, que no había hablado en todo el rato, pidió la palabra. A mí me recorrió un escalofrío. El apagón podía ser la gota que derramaba el vaso. Temí que su comentario fuera el más devastador de todos. Pero ella salió en nuestra defensa: “A mí no me importa cómo estén los hoteles, ni la alimentación, yo quiero continuar hasta el final”, dijo. El profesor de yoga y yo nos miramos y miramos a A. Éramos tres extranjeros en contra de seguir el viaje (a mí tampoco me importaba el alojamiento, estaba en una de las cunas de la civilización humana) y tres a favor. A. prometió cambiar un poco la dieta, aunque lo segundo sin picante además del arroz con sal y aceite, y el yogurt, era las frutas. Sorpresivamente, siendo un país tan tropical, las frutas se salían del presupuesto. Pero a A. no le importaba, dijo, perder dinero, con tal de reivindicarse con sus clientes. También logró convencer a los tres inconformes de hacer la mitad del recorrido, ver los lugares programados a lo largo de la costa sureste, y al llegar a Kanyakumari, que es el extremo más austral de la India, a pocos kilómetros subiendo por la costa oeste, frente al mar Arábigo, pagarles su estadía en un hotel lujoso y darles un pasaje a Bangalore. En un principio, los tres en cuestión aceptaron. Los acompañamos a buscar un lugar donde hacer el cambio de pasajes, pues el hotel no tenía ni wifi ni servicio de llamadas a larga distancia, y todos los locales del pueblo estaban cerrados a esa hora de la noche (eran como las ocho). Después de lo que fue una larga y agotadora caminata en descenso por la única calle del lugar, por fin encontramos un café internet. La pareja logró solucionar su situación con el cambio de pasajes. Pero la profesora no logró localizar a su familia para que ellos le ayudaran a contactar a la agencia con la que había comprado su tiquete. Lo peor era que, de todos nosotros, ella era la que menos inglés hablaba y aunque podíamos ayudarle a llegar a Bangalore, tendría que estar una semana entera allí, incomunicada y sola, antes de poder abandonar el país. A. se tomó el tiempo de pensar qué hacer con ella, pues pasaban los días y cada vez se veía más deprimida y descontenta con las actividades que hacíamos. Yo me dediqué a resentirla. Ella conocía el itinerario y había accedido a él en un comienzo. Ahora, hasta amenazaba con demandarnos. A., sin embargo, cuando lo supo, reaccionó sin una pizca de ira. Le preocupó más el estado anímico de la mujer que sus palabras. Decidió que era más importante hacerla feliz que responder a sus amenazas con más amenazas. Me pidió que lo ayudara a indagar lo que a ella le gustaba. Vimos que se llevaba bien con los niños y que había ido a la India con la ilusión de ver animales. Con base en esa información, A. cambió la mitad del itinerario para que ella permaneciera con nosotros hasta el final. A cambio de los templos que veríamos en Kerala (cosa que aún resiento) programó que la última semana del tour nos quedáramos en Mysore, cerca de Bangalore. Allí vivían sus padres y como de todos modos dicha ciudad estaba en el recorrido, sería solo cuestión de extender la estadía allí y concentrar esos días en hacer visitas a reservas y santuarios animales.

Contra el olor a naftalina de los sifones, contra la humedad de las paredes, contra la vegetación que se devoraba lentamente la arquitectura. Contra la bienvenida que nos habían dado: mi longilíneo amigo era músico y nos reunió en la habitación más grande, la de la médica y su político consorte, y nos dio un concierto de música india acompañado de algunos refrigerios.

Al continuar el recorrido hasta el lugar convenido para que la pareja nos dejara, la dieta cambió, como A. había prometido. El primer día después de dicha promesa, fue el más duro porque durante varias horas de camino no encontramos dónde abastecernos. El sur de la India es absolutamente rural. A diferencia de los estados del centro, se puede pasar fácilmente medio día sin ver más que campo: extensos cultivos de girasoles, de té, campos eólicos o pura selva. Ese día, debo decir, nos salvó un vendedor de cocos que vimos, solitario en medio de la carretera. Llevábamos como cuatro horas sin comer ni tomar nada en el calor húmedo que arrastraban los monzones por esos días, y recordé que el agua de coco tiene electrolitos, es un Gatorade natural, y además, la pulpa del coco llena bastante. Eso y unas sandías nos mantuvieron en pie hasta que pudimos encontrar un mercado.

A. prometió cambiar un poco la dieta, aunque lo segundo sin picante además del arroz con sal y aceite, y el yogurt, era las frutas. Sorpresivamente, siendo un país tan tropical, las frutas se salían del presupuesto. / Yogendra Singh / Pexels.

Así pues, comíamos mucha fruta, pero los hoteles no pudieron cambiar. A pocos días de haber salido de Bangalore, estando ya en Tamil, al llegar al pueblo de Tiruvannamalai para visitar uno de los templos más importantes de la cultura dravídica y shivaíta, A. me dijo: “Ojalá que el grupo no se rebele ahora, pues no encontraremos otro hotel en kilómetros”. Para mí, para la directora de la escuela, que con los días se convertiría en mi gran amiga, y para mi amigo el profesor de yoga, era claro que dormir en hoteles con olor a naftalina y a selva tropical era un sacrificio menor que nos permitía disfrutar de la maravilla de esos templos antiguos donde, la mayoría de veces, éramos los únicos visitantes extranjeros. Sin embargo, los otros tres comensales no veían las cosas como nosotros. El político buscaba dónde comprar ropa de marca. La profesora preguntaba dónde podía hacerse el manicure. La médica buscaba comprar malas (rosarios budistas) siempre que fueran de piedras preciosas o semipreciosas para regalar a sus amigos en casa. Solo la directora del colegio estaba dispuesta a gozarse la aventura como venía.

En cuanto a mi trabajo, si como organizadora había sido un fracaso desde un comienzo, hacer de intérprete no fue muy diferente. No solo por la constante tentación que presentaba el que ahora era mi jefe, sino porque, como me di cuenta entonces, la lengua inglesa en el sur de este ancestral territorio, se mezcla con fonéticas tan definitivas como las del español, como lo son el cannada, el tamil y el malayalam (lengua oficial de Kerala) y el resultado es que cuando un habitante tamil, keralita o cannada, habla, lo que sale por su boca es un constante concierto de jazz. Muchas veces no me enteraba de lo que este peculiar grupo de turistas coterráneos conversaba, porque, cuando no me ocupaba de hacer de intermediaria lingüística entre los dos grupos de viajeros, estaba luchando por entender, y así transmitir, la información de los guías de los templos, que entre la centena de lenguas que sabían, no estaba el español, a veces, ni siquiera el inglés, o debía asistir a los huéspedes en sus compras. Sin embargo, translucía entre todo ese marasmo de imágenes, de asombros, de sonidos, de olor a naftalina y a cúrcuma, ciertos ademanes, risas, frases, venidas de mis tres compatriotas. Comenzó a torturarme. Dichos ademanes y frases se hacían más constantes a medida que descendíamos por las remotas carreteras del antiguo continente y la piel de las gentes se hacía cada vez más oscura, sus cabelleras más azuladas y los ojos más grandes, pues mientras más hacia el sur viajábamos, más se acentuaban los rasgos dravidianos pre-arios y ancestrales de las gentes, y esto, en los tres iniciales disidentes, parecía acentuar un sentimiento de superioridad infundada y una progresiva sensación de que los otros tres, nosotros, los tres que habíamos firmado al comienzo ese callado contrato con la aventura, nos íbamos perdiendo en atavismos cavernarios. Porque queríamos aprender a comer con las manos como los locales, porque cuando entrábamos a un templo seguíamos las instrucciones que nos indicaba A., porque se nos aguaban los ojos con cada piedra que nos ponían frente a los ojos, cada hoja, cada gota de agua.

El primer día después de dicha promesa, fue el más duro porque durante varias horas de camino no encontramos dónde abastecernos. El sur de la India es absolutamente rural. A diferencia de los estados del centro, se puede pasar fácilmente medio día sin ver más que campo: extensos cultivos de girasoles, de té, campos eólicos o pura selva

La profesora de matemáticas, una mujer blanquísima, de contextura gruesa, pómulos prominentes y ojos hundidos en autocompasión perpetua, con el pelo siempre agarrado en una cola, aunque cambiamos la dieta, no probó ningún bocado preparado para el grupo en casi todo el viaje, y se limitaba a comer Coca-Cola con galletas, porque no quería que ellos “tocaran su comida”. Sorprendería lo escasas que eran tanto la Coca-Cola como los paquetes de galletas de marca en esa zona de Asia que parecía haberse quedado en la época en que habían construido los templos. El político, un hombrecillo bajo y de dedos regordetes con aspecto de campesino del frío altiplano cundiboyacense en Colombia, se mostraba reticente a entrar a los templos. La médica, por su parte, una mujer de belleza impostada, de nalgas demasiado redondas para ser humanas, sonreía con unos labios prestados, envuelta en un sari que compró en una de las primeras paradas, y andaba como flotando mientras las cuentas de su mala golpeteaban sobre su pecho. Al subirse a la camioneta todas las mañanas soltaba una risita burlona y llena de asco ante el “olor” que encontraba dentro del vehículo. A veces la actitud de estas tres personas construía arquitecturas tan densas en el aire que en las mañanas yo me premiaba por haber invitado a un profesor de yoga. Al estirar los músculos e inhalar el verde aire, se desanudaban nuestros aporreados chakras y los comentarios burlones de la tríada perversa perdían peso. Las 6 de la mañana era la hora en que la bandera blanca se desplegaba en un patio del hotel y las dos facciones nos hermanábamos en un respirar que, por una hora, nos mantenía en el aquí y el ahora. Cuando terminábamos el último asana, tal como a la salida de la misa católica, los espesos y laberínticos fuertes volvían a formarse entre nosotros.

Sorprendería lo escasas que eran tanto la Coca-Cola como los paquetes de galletas de marca en esa zona de Asia que parecía haberse quedado en la época en que habían construido los templos.

Así, entre el desprecio de los unos y el disfrute de los otros, llegamos casi a la parte más austral del ancestral continente, para toparnos de frente con la dieciochesca arquitectura de Pondicherry, la ciudad más francesa que podía haber en todo el mundo, antigua colonia de dicho país, y si no fuera por el calor húmedo y selvático, se sentiría uno allí. La ciudad es la única de la India donde el alcohol es libre de impuestos y, en contraste, es la ciudad que alberga uno de los áshrams más hermosos y visitados del país, el áshram de Aurobindo. 

A la entrada nos encontramos con una estatua del fundador elevada sobre una fuente donde todos aquellos que entraban, se arrodillaban. Y como dicen que “adonde fueres, haz lo que vieres”, mi amiga la directora, el profesor de yoga y yo, hicimos lo mismo. A. nos indicó que nos podíamos sentar a meditar un rato bajo un árbol gigantesco y florecido que había a un lado, y así lo hicimos. En ese momento escuché lo que hasta entonces solo se me presentaba como fragmentos: oí cómo la médica, la matemática y el político se acercaban a mi amiga, la directora de escuela, y la acusaban de idolatría, de herejía. La amenazaron con pedir su excomunión directamente al Vaticano. Y agregaron que “esos indios”, y el profesor de yoga y esa tal traductora, seguro eran brujos. Pensé en lo curioso que es que la religión cristiana guarde tanta capacidad de repudio y de desprecio, aun siendo tan nueva respecto de otras como el hinduismo; cuando, en contraste, ésta, que es la más antigua religión que se encuentre vigente (si se incluyen sus tiempos de oralidad, podría calcularse que tiene unos ocho mil años de existencia), admira las enseñanzas de Jesús, tanto como las de Buddha o las de Mahoma. Incluso me permití tomar durante ese viaje una foto de un señor que vendía, al pie de uno de los templos, estampas de Buda, de Shiva y de Jesús, todas con el mismo respeto.

Son quince culturas indias, asociadas a diferentes religiones: judíos, cristianos, católicos, harekrishnas, hindúes, jainitas, sikhs, musulmanes, budistas, mormones, entre otros, comparten el extenso territorio. / Archivo Particular.

Y Satish, durante todo el tiempo, nos observaba. Ya hablé de él: era el dueño de la antigua agencia de viajes, nos asistía con las mejores rutas y era quien en últimas había orientado a A. sobre el itinerario de viaje. Satish siempre me había inquietado. Su apariencia se mostraba siempre humilde, sus ropas gastadas y viejas, siempre estaba callado, escuchando. Excuchándonos. Aunque no nos entendiera. Mientras viajábamos acompañados por el pito incesante de nuestro vehículo, como se acostumbra en esos lares (costumbre que, debo confesar, resulta bastante exasperante, pues pitan hasta cuando van solos por la carretera), Satish, de vez en cuando, soltaba un comentario en cannada, comentario que A. no tenía empacho en traducirme al inglés: que los occidentales son muy ruidosos, que las parejas se hacen demasiadas demostraciones de cariño, que cuando queremos demostrar que entendimos algo, hacemos un “aahh” demasiado largo y que les resulta erótico a los locales. Me hacía observarme a mí misma, como occidental, como latina, como colombiana. 

Satish, humilde como aparecía, demostraba ser tremendamente analítico. Y tenía una mirada con una intensidad pasmosa. Alguna vez quise preguntarle a A. el significado de un mantra que sabía de oído, y él inmediatamente le pasó mi inquietud a Satish. Este se mostró extrañado. No pareció reconocer el texto que le escribí, porque yo no conocía la exacta fonética ni la romanización de sus palabras, pero identificó algunos vocablos y me los explicó. Me dio a entender que sabía mucho de la espiritualidad hindú, cosa que, irónicamente, no es muy común entre la gente de ese inmenso país. A. me explicó que Satish era muy amigo de su familia, y que era por eso que él lo había llamado para que nos acompañara en el tour, para que nos prestara sus conocimientos y su experiencia. Satish era brahmín, como A. Esta casta es identificable a ojos foráneos por un cordón blanco con nudos que va siempre del hombro derecho y cruza bajo el brazo izquierdo. Dicho cordón, llamado yagnyopavita, janeu, o punal, es colocado en el niño varón durante un ritual de iniciación, y permanece sin ser retirado durante toda la vida del miembro de esta casta. Antiguamente, este elemento era común entre las tres castas superiores, brahmines, chatryas y vaishyas, pero en el presente solo lo ostenta la primera, la casta sacerdotal. 

Satish, de vez en cuando, soltaba un comentario en cannada, comentario que A. no tenía empacho en traducirme al inglés: que los occidentales son muy ruidosos, que las parejas se hacen demasiadas demostraciones de cariño, que cuando queremos demostrar que entendimos algo, hacemos un “aahh” demasiado largo y que les resulta erótico a los locales.

Los brahmines, hoy en día, básicamente manejan el país junto con los musulmanes, y tienen una tremenda influencia económica. Muchos de ellos son comerciantes. Satish ha estudiado mucho y ha viajado mucho, me explica mi amigo. En su casa se viste con ropas finas. Pero para los tours usa ropas sencillas que soporten el trajín y le eviten el exceso de equipaje. Ese señor que ves ahí, con esas ropas que parecen viejas, me explica, se ha rehusado a que le paguemos una habitación para no hacernos incurrir en gastos "innecesarios": ha preferido dormir con el cocinero y el conductor, para quitarse el cansancio del día en los incómodos asientos del vehículo. Todos los días, los tres hombres iban a la recepción del hotel donde estuviéramos, pedían un grifo de agua y un cuenco para darse un duchazo. Si uno madrugaba, podía ver a alguno de los tres, en ropa interior acurrucado al lado de la misma llave que usaba el jardinero para regar las plantas exteriores echándose agua a la antigua. 

Después de ese relato, até cabos y recordé que la primera noche del tour los había visto a los tres acostados en los sofás del lobby del hotel, pero como no los conocía muy bien pensé que simplemente esperaban a que les entregaran su habitación. Pero cuando supe la realidad, sentí indignación con mis compatriotas, pensando cómo en Occidente, y en mi país, a la gente no le importa robarle a su propio hermano, pisotear a quien sea para ascender en un trabajo, aprovecharse del dolor ajeno para ganar cinco minutos de fama, incapaz de hacer un favor sin esperar algo a cambio. Yo veía a estas personas sometiéndose a esas incomodidades por amistad, y lo único que cabía en mí era una profunda reverencia. 

Ese señor que ves ahí, con esas ropas que parecen viejas, me explica, se ha rehusado a que le paguemos una habitación para no hacernos incurrir en gastos "innecesarios": ha preferido dormir con el cocinero y el conductor, para quitarse el cansancio del día en los incómodos asientos del vehículo.

Cuando regresé a Colombia después de un mes de haber compartido con estas personas (el tour había durado diecisiete días pero yo permanecí dos semanas más), la gente me preguntaba qué opinaba del clasismo y las castas en India. Yo recordaba cómo el conductor, el cocinero y el guía, que se podía notar que eran de diferentes estratos sociales, se hermanaban durmiendo de la misma e incómoda manera, duchándose en los jardines de los hoteles. Cada vez que encontraban algún precario kiosko de venta de té y golosinas en medio del camino, nos invitaban a bajar y compartían alegres con nosotros un vaso de té caliente, aunque no habláramos la misma lengua. Nunca vi en ellos una mueca de descontento o de rencor hacia nosotros, aunque sin duda nos encontraran tan extraños como nosotros a ellos. 

Mis huéspedes, claro, no sabían lo que A. me había contado sobre Satish, pero no necesitaban esa información para darse cuenta de quiénes son los indios, de la calidad humana con la que nos atendían. Y me pregunto si para ellos, aunque no entendieran los comentarios de mis coterráneos, el lenguaje corporal, universal por sobre cualquier idioma, resultaba tan delator como lo era para mí. Si era así, nunca lo dejaron translucir. No niego que en India el sistema de castas dé pie para la corrupción, la desigualdad, las injusticias, y en esto no es diferente a los sistemas socioeconómicos de muchos países del mundo, pero viajes como este, tan ligado como estuvo a la generosidad de nuestros guías, nos dieron una insospechada lección acerca de nuestros prejuicios y de cómo sí es posible desplegar una auténtica tolerancia y una amistad entre seres humanos, sin importar nacionalidad ni condición social. 

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