Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

 Capítulo 11

 

Este tío es de todas partes. No tenemos puta idea de quién es”

 Con el paso del tiempo Juan Carlos se tomó confianza. Si bien las circunstancias se prestaron para que en los robos que venía cometiendo se conjugaran de algún modo la suerte y la osadía, era de reconocer también la agudeza que tenía para enfrentar cada situación conforme se le presentaba. La experiencia le había dejado ver de lo que estaba hecho, algo en lo cual contaba de manera considerable la orientación que seguía recibiendo de los peruanos cada tanto. 

En un momento dado, antes de que llegara siquiera a imaginarlo, las cosas se prestaron para que pudiera atestar su primer golpe fuerte. A su parecer, fue el primero que en realidad valió la pena. Ocurrió en París, en el año 2000, poco después de haber sido deportado de Estados Unidos a España.

Según testimonios de Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Mi primer trabajo grande fue a finales de agosto del año 2000. Sucedió en el hotel Le Bristol, cerca de la Plaza de la Republique, en París. Fue algo espontáneo, de verdad. Venía de caminar por los grandes almacenes que hay cerca de allí y cuando pasé frente a ese hotel se me antojó entrar. No hay restricciones de ningún tipo para hacerlo. La mayoría de los hoteles cinco estrellas de Europa y Estados Unidos tienen restaurantes o tiendas finas abiertas al público todo el tiempo. Algunos de ellos, incluso, son patrimonio histórico, así que prácticamente no hay veto para nadie. Cualquiera puede entrar y recorrer las zonas públicas, tomar un café, sacar una foto, en fin. Le Bristol es más bien por ese estilo, y todo en él es de lo más refinado que pueda existir. 

“Lo primero que hice después de cruzar el lobby fue caminar por entre sus jardines, que son como sacados de una postal, y después fui por un hall directo hacia los ascensores. Tomé uno y llegué a uno de los pisos superiores. Cuando ya había recorrido medio pasillo, en el que no había un alma, siento que viene alguien. Entonces me doy vuelta y me acerco a una de las puertas. Hago como si tratara de abrirla mientras me toco los bolsillos, como quien no encuentra la keycard1. De reojo alcanzo a ver que se trata de una mujer del staff del hotel. La vieja me repasa de arriba abajo y se me acerca a toda prisa. '¡Puta!'. Yo hago como si no la hubiera visto, pero ella me busca la cara y me pregunta si esa esa mi suite. Le digo que sí, pero que creo que he dejado la keycard adentro. Se lo digo en francés, sin ponerle mayor misterio al asunto. 

—Usted viene con el resto de la gente, ¿no es verdad? —pregunta.


Con el paso del tiempo Juan Carlos se tomó confianza. Si bien las circunstancias se prestaron para que en los robos que venía cometiendo se conjugaran de algún modo la suerte y la osadía, era de reconocer también la agudeza que tenía para enfrentar cada situación conforme se le presentaba.

“Me quedo desconcertado. No tengo la menor idea de lo que me habla, pero le sigo la corriente, le digo que sí, le repito que acabo de salir de la habitación pero que dejé la keycard adentro. Se ofrece a colaborarme. Busca algo entre los bolsillos de su pantalón, pero parece no encontrarlo. Por algún motivo que yo no entiendo la vieja parece estar desesperada por ayudarme. Me mira como si yo la fuera a regañar. Luego saca un par de keycards agarradas entre sí por un ganchito, escoge una, la pasa por el lector y en un parpadeo la jodida puerta está abierta. Me invita a seguir. 'Adelante, señor', me dice, pero me alcanzo a cabrear. No tengo la menor idea de quién puede estar adentro. Si sale el verdadero huésped sería toda una putada. Lo cierto fue que no tuve ni tiempo de maquinar algo. 'Lo que ha de suceder, que suceda', pensé.

“Seguí hacia adentro de la suite, hasta una inmensa sala decorada con muebles clásicos y con ventanales del piso al techo. Era la suite más lujosa que había visto en mi vida. Me quedé allí un instante, estupefacto. Entonces la vieja me pregunta si todo está bien. Le respondo que sí.

—¿Desea que le colabore en algo más, señor? —pregunta.

“Lo decía con cierta reverencia. Como si yo fuera alguien muy importante. Yo seguía sin entender bien su actitud, como tampoco que me llamara señor. Supuse que era por mi estatura. Para entonces ya medía un metro con ochenta y cuatro y pesaba unos noventa kilos, lo que me hacía parecer de mayor edad. El caso es que le agradecí a la mujer por su colaboración y le dije que no hace falta nada más, que se podía marchar. De hecho, la acompañé hasta la puerta y cuando salió puse el cerrojo.

“Seguía sin tener la menor idea de quién podía estar hospedado en esa suite. Por el lujo que desbordaba el sitio debía ser alguien con mucha pasta encima. La sala conectaba con cuatro habitaciones que empecé a revisar de una en una, procurando no hacer ruido. En la primera de ellas había vestidos de mujer apilados por todas partes, y en la siguiente, carteras en cantidades exhorbitantes. La tercera de las habitaciones estaba llena de zapatos. Supuse entonces que ahí debía estar alojada una estrella de rock o alguien por el estilo. 

A finales de agosto del año 2000 Guzmán Betancur logró engañar a una de las mujeres del staff del hotel Le Bristol, en París, e ingresó a una de las suites más costosas del lugar.

“Sin embargo, nada de lo que allí había me servía para mayor cosa. Si hubiera querido, con todo eso habría montado un bazar o una tienda de disfraces. Lo más provechoso de entrar a la habitación de un hotel es hacerse con dinero o joyas —las cuales revendo a un precio considerable— y, a veces, con tarjetas de crédito. Lo demás, cuando no, es un encarte, y todo en esa suite lo era. A esas alturas sólo me faltaba por revisar el dormitorio. No sabía si alguien podía estar ahí o no. Caminé hacia allá y me encontré con una habitación completamente vacía. En toda la suite no había nadie más que yo.

“Cuando estuve en el dormitorio busqué en los cajones de las mesas de noche, pero no había nada. Revisé el guardarropa, pero tampoco encontré algo. Lo único que había allí era la caja de seguridad. Ese momento era la única chance que tenía para abrirla, lo cual no me resultaba ya tan complicado. Desde que estaba en Londres venía probando una técnica que me había dado buen resultado. Me faltaba pulirla un poco nada más, pero me resultaba bien en todo caso. 

“La base de todo fue lo que me enseñaron los peruanos. La diferencia estaba en que no necesitaba de la complicidad de alguien para llevarla a cabo. Consistía en llamar a Seguridad y enredar con un cuento simple: decir que se me había olvidado la combinación de la caja de seguridad y que necesitaba una persona que me ayudara a abrirla. ¿A quién no le ha pasado eso alguna vez en un hotel? El cuento no tiene pierde. Las veces que había probado esa táctica, el guardia entraba a la suite en la que yo estaba sin siquiera maliciar. Yo mismo le abría la puerta, así que daba por hecho que yo era el huésped. El resto era cuestión de palabrería para mantener el engaño. Los peruanos nunca se equivocaron cuando me dijeron que todo estaba en despertar el don de la palabra. 

“En el caso de Le Bristol, la caja estaba en la parte inferior del guardarropa que había en el dormitorio. Era la típica cajilla que se encuentra en cualquier hotel: blanca, con teclado digital, una combinación de cuatro o seis dígitos y las instrucciones de uso en una pegatina puesta a un lado del teclado. Llamé entonces a la recepción del hotel y pedí que me enviaran un guardia para que la desbloqueara. En un parpadeo, el tío estaba llamando a la puerta. Le hice seguir y le dije que había olvidado la combinación. El tío fue directo al dormitorio, justo al guardarropa. Más que servicial, me pareció indulgente, tanto como la mujer del staff que me facilitó la entrada. Empezó a ensayar con dos llavecitas pequeñas que llevaba en el bolsillo de la camisa,pero no le daba con el chiste a la cosa. Parecía nervioso, pero aún así me decía: 

—Esto no tomará mucho. Suele pasar todo el tiempo. La desbloquearé para que pueda ponerle la clave que desee.

“Yo apenas aguardaba detrás de él. Debían haber pasado unos veinte minutos desde que entré a la suite, pero no llegué a sentirme afanado. Es algo que no sé explicar bien, pero simplemente no me desespero en esas situaciones. Procuro vivir el momento sin llenarme la cabeza con supuestos. Ni siquiera pienso en lo que haré en caso de ser descubierto por el huésped. No tiene sentido ensayar nada. Todo el tiempo se debe improvisar.

La base de todo fue lo que me enseñaron los peruanos. La diferencia estaba en que no necesitaba de la complicidad de alguien para llevarla a cabo. Consistía en llamar a Seguridad y enredar con un cuento simple: decir que se me había olvidado la combinación de la caja de seguridad y que necesitaba una persona que me ayudara a abrirla.

“Luego de un rato, el tipo pudo destrabar la caja. Parecía aliviado después de hacerlo. Se despidió con lo que se asemejaron a un par de reverencias y salió de la suite. Yo seguía si entender la complacencia exagerada por parte de la gente de staff. Supuse que quien fuera que se estuviera quedando allí debía ser muy importante, y estos creían que ese era yo.

“Después de que el sujeto salió de la suite empecé a sacar todo cuanto había dentro de la caja. Lo primero con que me topé fueron unos pasaportes diplomáticos. Eran como de cuatro o cinco niños con nombres árabes, pero los volví a dejar en su lugar. También había un pequeño legajo con una anotación en árabe, pero no le presté mayor cuidado y lo aparté.

“Al fondo de la caja encontré otros tres sobres. Al igual que ése tenían una inscripción en árabe, y al respaldo algo escrito en inglés, así como un sello impreso. Decía: 'Familia Real de Arabia Saudita'. Entonces me llegué a impresionar. '¡¿Con quién carajos me estoy metiendo?!', pensé. Todos los tres sobres tenían fajos de billetes adentro. Se sentían al tacto. Repasé de nuevo la inscripción en árabe —había aprendido algo del idioma en los hostales— y entonces vi que era una cifra: cien mil dólares. ¡Joder! Cada sobre estaba rotulado del mismo modo, así que en cada uno había cien mil dólares. No lo podía creer. ¡Me había hecho con trescientos mil dólares del tacazo! De inmediato cerré la caja de seguridad. Le puse una clave amañada y salí de la suite con los tres sobres escondidos por debajo de la camisa.

“Tomé el ascensor para ir al primer piso. En él había un espejo en el que me vi reflejado todo el tiempo mientras bajaba. Entonces supuse por qué la mujer me trataba de 'señor' a cada momento: mis facciones son de árabe, así que debió pensar que yo era parte de la Familia Real de Arabia. Me reí para mis adentros de esa situación. Cuando llegué al primer piso salí del ascensor, pero ni siquiera aceleré el paso. Eso sin duda me habría delatado. Cuando las cosas se hacen bien no hay por qué correr. Me parece vulgar hacerlo. Los únicos que corren son los carteristas. Así que no corro ni para tomar un taxi o escampar de la lluvia. Creo que eso lo aprendí en Inglaterra. Los gentleman no corren ni agilizan el paso nunca.

“Ahora bien, no era tan estúpido como para andar con aquellos trescientos mil dólares todo el tiempo. Menos aún los dejaría en el hostal. En esos sitios todo suele ser de todos. Así que aparté una cantidad y empecé a comprar varias cosas para mí, nada exagerado en todo caso. Tampoco soy de los que compro una torre Eiffel en miniatura para ponerla encima de la tele. Nada de eso. Compro ropa, gorras y zapatos. Soy fan de Louis Vuitton, Valentino y Dior. Y en zapatos, Fratelli Rossetti y Converse. Si se trata de gafas prefiero Cartier y Prada. Respecto de la otra parte del dinero debo decir que la guardé. La puse en un banco, pero no en una cuenta de ahorros. Era mucha cantidad para depositarla de la noche a la mañana en una cuenta de ahorros, lo que habría despertado dudas. Así que eché mano de lo que aprendí en la cárcel. 

Al fondo de la caja encontré otros tres sobres. Al igual que ése tenían una inscripción en árabe, y al respaldo algo escrito en inglés, así como un sello impreso. Decía: 'Familia Real de Arabia Saudita'. Entonces me llegué a impresionar. '¡¿Con quién carajos me estoy metiendo?!', pensé.

“En el FDC de Miami había conocido un tipo, un financista que estaba allí porque ayudó a cometer fraude. Había transferido dinero a diferentes bancos y abierto no sé cuántas cuentas. En otras palabras, había lavado dinero. Fue una suma importante. Le metieron diez años por eso. El tipo había sido agente bancario de Safra Bank en Nueva York. Nos hicimos amigos y me comentó algo sobre cuentas numeradas. Nunca antes había oído hablar de eso. Creí que era algo que sólo se veía en las películas cuando me lo contó. 

“Se trata de una especie de cuenta de ahorros en la que no se utiliza ningún nombre. Es una combinación de cifras, de modo tal que la cuenta equis se corresponderá con un depositante equis, identificado sólo con un número, sin ninguna identidad. Eso no funciona en todas partes. Es decir, no todos los bancos prestan ese servicio. Hace falta ir entonces a un option bank. Lo malo, también, es que no todos los países cuentan con ellos. Es un sistema muy bien distribuido en paraísos fiscales como Suiza o Mónaco, pero también los hay en Luxemburgo, Reino Unido, Singapur y Jordania, y en varios países más. Ahora bien, es necesario contar con un monto mínimo a depositar. En Jordania, por ejemplo, creo que el monto es de unos cien mil dólares. Así que busqué un par de option banks dentro de algunos países de Europa y fui a uno de ellos. Me pasaron un ordenador portátil con un número de cuenta creado automáticamente, puse mi clave y deposité casi todo ese dinero. Guardé una parte conmigo, lo que se dice para gastos corrientes. Con el tiempo abrí otras cuentas numeradas en países de la entonces Comunidad Económica Europea2.

“Las cuentas numeradas son anónimas del banco para afuera, pero hacia adentro no. Es decir, nadie afuera tiene forma de saber que la cuenta equis corresponde a tal o cual fulano. Adentro, en cambio, la gente del banco puede identificarlo sin problema. Para evitar el blanqueo de capitales, los bancos deben identificar convenientemente a cada uno de sus clientes. Así que como mi identificación española de Juan Carlos Guzmán Betancur estaba limpia, puse todos mis datos reales. No me preguntaron nada del origen del dinero, y si así hubiera sido habría dicho que era parte de una herencia o algo por el estilo. Me resultaba fundamental tener una cuenta por la cantidad de dinero que movía en ese entonces. A decir verdad, creo que todo buen criminal debe tener una cuenta”.

En una de las suites del hotel Le Bristol, en París, Guzmán Betancur encontró documentos y varios fajos de billetes que, según dijo, pertenecían a la Familia Real de Arabia.

***

Guzmán Betancur también mencionó que en aquella suite de Le Bristol había otros sobres con dinero, uno con medio millón de francos franceses3 y otro con cuatro millones de francos suizos4. Asegura que con ellos también se quedó, pero se desconoce si es verdad o si hace parte de alguna de sus mentiras. Lo cierto fue que en París las cosas se convirtieron en un cuento de nunca acabar. Después de aquel robo en Le Bristol vino uno más, luego otro y posteriormente varios más hasta sumar una decena. Durante los siete meses que estuvo en la ciudad, Juan Carlos llegó a entrar a seis de los hoteles más exclusivos de París, entre ellos el Ritz y el Hôtel de Crillon, y en algunos, incluso, repitió sus robos sin que alguien se percatara de ello. 

Una buena parte de ese dinero, así como de los trescientos mil dólares que le sustrajo a la Familia Real de Arabia, lo gastó en viajes. Es algo que disfruta. Puede pasar meses de un lado a otro conociendo lugares, en especial si son fríos. El calor lo desespera. Dice que le produce sarpullido en el cuello y en los brazos, aunque la extravagancia todo lo calma. En ese entonces conoció acerca de un plan turístico que ofrecía toldos de lujo en el desierto con todas las comodidades para el viajero. Eran una suerte de tiendas de campaña en medio de las dunas, unas carpas dispuestas sobre la arena que mantenían una temperatura cómoda en su interior y donde había una alfombra que servía de piso, cojines para descansar, jarras con té y un narguila listo para fumar molasses de menta o de cualquier otro sabor. Pese al sol, el interior de las carpas era fresco durante el día y confortable en las frías noches. Tenían una especie de hornillo que servía para calentar carbón y que podía usarse para cocinar. Algo verdaderamente cómodo. No podía ser menos por los trescientos dólares de la época que costaba cada día.

Durante los siete meses que estuvo en la ciudad, Juan Carlos llegó a entrar a seis de los hoteles más exclusivos de París, entre ellos el Ritz y el Hôtel de Crillon, y en algunos, incluso, repitió sus robos sin que alguien se percatara de ello. 

Aquellas tiendas contaban incluso con un mucamo que iba cada tanto en un campero para dejar las provisiones. Era la única persona que se aparecía por ahí. Como a Juan Carlos le gustan los lugares solitarios y tranquilos, el desierto le venía como anillo al dedo. Podía pasar días descansando o leyendo sin que alguien más que el sirviente supiera que estaba en aquel sitio. Hasta entonces no había tenido que huir de los policías, pero era ingenuo pensar que no estuvieran tras su pista, más aún después de todo el dinero que robó en Le Bristol. 

Juan Carlos despilfarraba cantidades de dinero en lo que fuera, y cuando no, lucía donaires de filántropo regalándolo a cada amigo necesitado que se lo pidiera. Con su pasaporte español como respaldo dejó de viajar en el área de turistas y empezó a volar siempre en primera clase. Aprovechaba ese roce social para conocer gente. Hablaba con las personas durante los vuelos —algunos de un continente a otro—, y al final terminaba intercambiando datos de contacto. Así se hizo a un par de buenos amigos. Con apenas veinticuatro años, los aviones y algunos restaurantes finos pasaron a ser su lobby cada tanto. Sin embargo, con los hoteles cinco estrellas no ocurrió lo mismo. Prefirió seguir alojándose en hostales. De hecho, todo terminó mal cuando en el 2001 se le antojó hospedarse en un hotel de lujo en París. 

Después del robo en el hotel Le Bristol, de París, Guzmán Betancur rentó un toldo de lujo en el desierto con todas las comodidades para el viajero, el cual pagó con el dinero hurtado.

Como recuerda Juan Carlos Guzmán Betancur:

“París resultó ser un buen lugar para mi trabajo. Una buena plaza en todos los sentidos. Me había permitido refinar la técnica y hacerme con bastante dinero debido a la clase de turistas que allí hay. Desde entonces entrar a un hotel para hacer lo mío se me volvió pan comido. Llegaba siempre caminando y a media mañana, que es el momento más propicio para mi trabajo. A esa hora los turistas bajan a comer el desayuno o salen a hacer sus diligencias, y mientras tanto la gente del staff se pone a asear las habitaciones. 

“La primera impresión es la que cuenta, así que andaba siempre muy bien vestido. No hacía falta usar trajes ni corbatas. Me vestía deportivo o casual, pero a la moda, y con eso pasaba como un huésped. El caso es que hay que verse como ellos para generar confianza, de lo contrario irán directo a la recepción para denunciar que hay un extraño con mala facha rondando los pasillos. 

“Me aseguraba de estar siempre cerca de las suites más costosas, no de las habitaciones normales. Ningún asalariado promedio pagaría una suite de dos mil dólares la noche en un hotel cinco estrellas de París. Debes ganar dinero al pastón para hacerlo. Así que en esas suites estaba la gente más adinerada. El trabajo consistía en ver quién salía de una de las suites, dejar que se alejara lo suficiente, que tomara el ascensor o lo que fuera y luego me acercaba a una de las personas de la limpieza. Le decía que yo era el huésped de tal o cual suite —de la que veía salir a la persona— y que había dejado la llave adentro. Toda la gente del aseo tienen una keycard maestra, lo difícil estaba en convencerlas de que yo era quien decía ser para que abrieran la puerta. Aquello se lograba solamente hablando, rompiendo el hielo. Es increíble el efecto que eso tiene. Con el tiempo pasé de ser un chaval tímido a alguien capaz de enredar con sólo unas palabras. Dejé de mirar hacia el piso y comencé a observar de frente, a los ojos de la otra persona. Todo eso cuenta a la hora de engañar. Gracias a esas argucias pude entrar a seis de los hoteles más lujosos de París durante los siete meses que permanecí en la ciudad en el año 2000. En promedio tardaba veinte minutos por suite, desde que entraba hasta que salía.

Desde entonces entrar a un hotel para hacer lo mío se me volvió pan comido. Llegaba siempre caminando y a media mañana, que es el momento más propicio para mi trabajo.

“Todo el tiempo andaba moviéndome de un lugar a otro. Me gusta viajar, así que aprovechaba el dinero con el que me hacía para viajar de una ciudad a otra, de un país a otro. No se trataba de que anduviera huyendo de la policía, nada de eso. Francamente, nunca llegué a sentirme acosado por la policía. En ese entonces, de hecho, nunca llegué a darme cuenta de que me estaban siguiendo la pista. Mantenía desprevenido, sin afanes. Así que tampoco me andaba con escondrijos.

“Luego de estar en París fui por una temporada a Londres. Visité algunos de los hoteles más refinados de allí por cuestiones de trabajo, entre ellos el Mandarin Oriental y el Lanesborough5. Cuando ya me había hecho con suficiente dinero se me antojó volver a París. Era el año 2001 cuando eso. Así que renté un coche para llegar al aeropuerto de Heathrow. Otras veces lo había hecho también para moverme por Londres, pero esa vez fue bien particular porque alquilé un Bentley Arnage con chofer. En la compañía de renta de vehículos me preguntaron qué coche quería. Había desde Mercedes-Benz 600 hasta Rolls Royce Phantom, pero me decidí por el Bentley. Era uno precioso, en tono 'granite', similar al gris humo. Pagué unos cuatrocientos dólares por el servicio, quizás un poco más. Se me antojó alquilar el jodido coche y no vi lío en hacerlo. Lo pagué con una tarjeta que tenía, una prepago. Usaba varias de esas con frecuencia y aquella no era ni siquiera robada. Cuando llegué al aeropuerto, el chofer del Bentley se acomidió a abrirme la puerta. Atravesé Heathrow en jeans y sandalias, como casi siempre mantengo, y compré un billete de un vuelo de Air France que me llevó de nuevo a París6.

“En esa ocasión, a diferencia de las otras veces, no me quedé en un hostal. Preferí hospedarme en un hotel fino. Tenía pasta con qué pagarlo y escogí el Le Grand, frente a la Ópera Garnier. Un par de horas después de estar en la habitación tocaron a mi puerta. No sospeché nada. Abrí desprevenidamente creyendo que se trataba de alguien del hotel, pero resultaron ser unos hombres vestidos de paisano. Uno de ellos me abordó, me dijo que eran de la policía francesa.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó.

—David Soriano Martínez —dije.

—¿De dónde es usted?

—De Valencia, España —respondí sin titubeos.

—¿Qué lo trae a París?

“Era una pregunta tras de otra. No me daba tiempo ni de resollar. Le dije entonces que recién había llegado a la ciudad, que andaba de turismo.

—Turismo... —dijo con malicia— ¿Puedo ver su pasaporte?

—¿Para qué?

—Sospecha de robo.

—¡Vaya gilipollez! —respondí. Supuse que si esos tipos estaban ahí debía ser por algo grande, algo como lo del robo en Le Bristol. Esa era la sospecha de robo a la que debían referirse. 

—Déjenos ver su pasaporte —insistió.

“Llevé las cosas con calma. Era apenas lógico que tras lo de Le Bristol la policía anduviera tras mis pasos, aunque no me lograba explicar cómo coños esos gilipollas habían dado conmigo en esa habitación. Hoy en día no tengo puta idea cómo llegaron hasta allí. 

“Por fortuna, me había encargado de que David Soriano Martinez existiera. Hacía sólo un par de días había mandado a hacer un pasaporte con esa identidad. Lo único original en él era mi foto. No es difícil encontrar quien te haga un pasaporte falso en el bajo mundo, pero tampoco son baratos. Hoy en día pueden valer unos 300 euros. Es un trabajo muy bien hecho. Lo fabrican en cuestión de minutos con los datos que tú quieras. Llevas una foto, y si no, ellos mismos te la sacan. Si estás de afán te pueden vender un pasaporte robado con la foto de un fulano parecido a ti. Así que no es difícil conseguir un pasaporte falso en el mercado negro, sólo hay que saber a dónde ir para comprarlo. En las calles de todo el mundo abundan los tíos que te los ofrecen.

“Ahora bien, el nombre de David Soriano Martínez era otro inventado por mi cuenta. No es bueno andar con el nombre verdadero por ahí con un trabajo como el mío, así que construyo personajes de un modo semejante a como lo hace un actor. Es algo que siempre me ha gustado hacer. Les asigno un título, un rol y una procedencia, pero no me pongo a interpretarlos. Lo mío es cambiar de identidades, no actuar. Sin importar el nombre con el que me identifique, me comporto siempre de la misma forma, como soy yo naturalmente. Me preocupo, más bien, por leer acerca del oficio que le invento a cada identidad. Cuando me presentaba como David Soriano Martínez decía que era ingeniero, así que debí leer varios fascículos de Mecánica Popular para sonar convincente y soportar esa mentira. En este trabajo hay que ser como una geisha, saber de todo un poco para entretener y sacar partido de ello.

“Luego de que el personaje está creado me ocupo de conseguir la documentación, desde el acta de nacimiento hasta el pasaporte. De esa forma me había encargado de crear a David Soriano Martínez como un chico de Valencia (España) que había nacido en agosto de 1981 y quien era estudiante de ingeniería. Sin embargo, me tocó descartar esa identidad luego de que aquellos policías me cayeron al hotel. Después de que una cosa así sucede, hay que olvidarse de todo y empezar de cero con otra identidad. No se puede usar jamás porque queda registrada en la base de datos de la policía. 

“Aquella vez no conté con suerte. Los tipos no se comieron ni una palabra de lo que les dije. Tenían idea de quién podía ser yo, así que retuvieron mi pasaje apenas se los mostré y enseguida me arrestaron. Luego me subieron a un coche y me llevaron a una comisaría. Al llegar allá me dejan ante un tipo, otro policía. El tío me confronta. Me hace varias preguntas pero yo no le respondo nada, apenas lo suficiente. 

—Este David Soriano Martínez no eres tú, ¿verdad? —dice—. No puedes ser tú.

—¿Quién más, pues? —respondo.

—Eso es lo que me tienes que decir.

“Enseguida me dice que todos allí saben de mis robos en la ciudad, que me han arrestado por el asunto en Le Bristol, pero no se pone con detalles. Me pregunta más cosas. Quería saber si yo había robado también en otros países y si me habían arrestado antes. Le digo entonces que quiero un abogado, pero me sale con una putada. Algo lógico viniendo de un policía:

—Para que entiendas —me dice—, esto es Francia. Acá te damos el abogado cuando nosotros digamos que debes tener un abogado, no cuando tú lo pidas. Tenemos hasta un año para dártelo. ¿Estamos?

—Usted no puede hacer eso —le digo.

—¿No? ¿Quieres probar? Puedo tenerte aquí todo el tiempo que me dé la gana.

“El tipo vuelve y me pregunta quién soy. Como ve que me niego a responderle se voltea y le dice a una oficial que estaba ahí, justo detrás de él:

—Ya que este hijo de puta no nos va a decir dónde ha estado ni quién es, vamos a averiguarlo por nuestra cuenta. Reséñalo en la lista de Interpol y que nos ayuden con eso.

“De inmediato me encierran en una pequeña celda de esa comisaría junto con otra gente. Me mantienen como por tres días en ese lugar —con poca comida y sin posibilidad de asearme— y al cabo de ese tiempo me sacan y llevan a un saloncito pequeño, en una especie de sótano. Me hacen parar con las manos al frente, detrás de un pizarrón como de colegio que me llegaba casi hasta el pecho y en el que habían escrito con tiza los únicos datos de los que disponían: el nombre de David Soriano Martínez, el año de nacimiento, la nacionalidad y la estatura. Luego me toman unas fotos que envían a Interpol y me regresan al calabozo. Recuerdo que estaba hecho una piltrafa. Los tres días de encierro habían hecho mella y me veía demacrado, con el cabello alborotado y las faldas de la camisa por fuera. Era una fina camisa gris que de hecho me habían regalado los peruanos, pero para entonces ya parecía un harapo. 

Aquella vez no conté con suerte. Los tipos no se comieron ni una palabra de lo que les dije. Tenían idea de quién podía ser yo, así que retuvieron mi pasaje apenas se los mostré y enseguida me arrestaron. Luego me subieron a un coche y me llevaron a una comisaría.

“Los cotejos de Interpol llegaron más bien pronto, pero de nada les sirvieron a la policía francesa. Interpol había iniciado la búsqueda partiendo de que mi verdadero nombre era David Soriano Martínez, así que todo lo que de allí se derivó fueron supuestos. Mencionaba algo sobre Guillermo Rosales, decía que yo había estado en prisión en el FDC, pero no aseguraba que yo fuera Juan Carlos Guzmán Betancur. El problema estaba en que el gobierno americano no pudo dar certeza de mi identidad porque Colombia nunca la certificó. De tal modo que tampoco se hacía claridad en que yo fuera colombiano. Se trataba de una cadena de vacíos que nunca nadie se ocupó de llenar, lo que a la larga me benefició. 

“La cosa se enredó más porque Interpol suele cruzar las diferentes identidades de la gente a la que busca. Forma varias combinaciones con el nombre verdadero y entre éste y los alias, así que arroja una lista enorme de probables identidades. De modo tal que yo resulté teniendo como diez alias o más: David Soriano Martínez, Juan Carlos Martínez Soriano, Guillermo Rosales Soriano y así, cuantas combinaciones dieran esos nombres. Vaya coñazo el de aquellos tíos de Interpol. No comprobaron nada y en cambio se encargaron de enredarlo todo. Por mi parte, me sostuve en la idea de que yo era David Soriano Martínez. Así que si los policías franceses querían demostrar lo contrario tendrían bastante trabajo por delante. En esencia, nadie sabía quién era yo ni de dónde había salido. 

—Este tío es de todas partes —le escuché decir a un policía en la comisaría—. No tenemos puta idea de quién es. 

“A los días me llevaron a ver a un juez de detención. En Europa no funciona como en Colombia o en otras partes del mundo. Allí hay un juez de detención, otro de investigación y un juez hasta para la madre que los parió. Fui acompañado por un policía y por un fiscal. Ambos le dijeron al juez que yo tenía antecedentes y que me había negado a colaborar con la indagatoria. Se empeñaron en que para ellos era importante que me dictaran una orden de detención porque había una investigación en curso por lo del hotel Le Bristol. Armaron toda una película de terror, así que el juez se previno con todo eso y acabó dictándome detención provisional. 

“Me sacaron de la comisaría en la que había permanecido, un edificio antiguo en París, y me llevaron a una prisión en los extramuros de la zona sur de la ciudad. Se llama Maison de Arret de Fresnes7. Es una edificación muy parecida a La Santé8, pero un poco menos antigua. Para hacerse a una idea, basta con decir que se asemeja a un castillo de aquellos de la época de las cruzadas. Está hecha en piedra, con grandes ventanales atravesados por barrotes y celdas con pesadas puertas pintadas de verde. 

“Me sentía preso en la edad media. Al desayuno debes pasar una taza de loza a través de un hueco que hay en la puerta de tu celda para que te sirvan café. Te lo dan sólo con una rebanada de pan baguette, nada más. Luego, al mediodía, te traen comidas enlatadas. Los tipos de la cocina meten las latas en un horno a vapor y de ese modo las calientan. No tienen reparo en nada. Te la sirven en un plato con las cuerdas, el papel y todo. Te alcanzan una cuchara, un tenedor y un cuchillo, y el que se pueda comer eso, que se lo coma. De lo contrario, se puede morir de hambre o suicidarse con los cubiertos.

Guzmán Betancur fue descubierto por la policía francesa mientras permanecía hospedado en el hotel Le Grand, frente a la Ópera Garnier, en París, en una noche del año 2002.

“Los días fueron pasando y yo ni siquiera tenía un abogado de oficio. Era la primera vez que estaba preso en Europa, así que no sabía bien cómo funcionaba el sistema. Me cuidaba de que nada malo fuera a pasarme. Salí bien librado en comparación con otros. Recuerdo que una vez, frente a la celda donde me encontraba, violaron a un chaval. El compañero de celda lo amarró y abusó de él durante toda la noche. Yo no escuché nada. Tampoco mi compañero, un argelino que estaba allí por clonación de tarjetas de crédito. Lo cierto fue que nos enteramos del asunto porque cuando llegaron los guardias se armó el alboroto. Sacaron al chaval bastante malherido y nunca más volví a saber de él. Era casi imposible saberlo. Permanecíamos encerrados veintitrés horas y media al día. Los otros treinta minutos nos dejaban salir a un pequeño patio de dos por dos metros para tomar el sol.

“Sólo una vez por semana podíamos ducharnos, si es que a aquello se le podía llamar ducha. La verdad es que no había forma de meterse al agua sin despellejarse. El chorro salía como a cien grados centígrados, así que sólo quedaba bañarse con el vapor, como si se estuviera en un baño turco. 

Los tipos de la cocina meten las latas en un horno a vapor y de ese modo las calientan. No tienen reparo en nada. Te la sirven en un plato con las cuerdas, el papel y todo. Te alcanzan una cuchara, un tenedor y un cuchillo, y el que se pueda comer eso, que se lo coma. De lo contrario, se puede morir de hambre o suicidarse con los cubiertos.

“Respecto de mi caso, era poca la evolución que se veía. Cada tres meses debía acudir a los juzgados. Me subían esposado en un autobús junto con otros presos que también iban a audiencia. Ni siquiera podíamos ver el camino porque las ventanas del bus estaban tapadas con gruesas láminas de metal. Los juzgados eran tanto o más viejos que la prisión misma. Funcionaban en una suerte de palacio de justicia lleno de recovecos, el mismo sitio donde decapitaron a María Antonieta9. ¡Qué fineza la de las autoridades parisinas al llevarnos a ese jodido lugar! 

“Nos bajaban del autobús y empezaban a movernos por entre unos túneles subterráneos que comunicaban con las diferentes salas de audiencias. Cada quien era conducido hasta su respectivo juzgado. Nada imponente, como pudiera imaginarse. Me llevaban siempre a una pequeña oficina en la que sólo estaban una secretaria, el fiscal y una jueza de instrucción, que era la que siempre me interrogaba. Nadie más hablaba durante las audiencias, ni siquiera el fiscal. Podía pasar más de una hora sentado frente a esa jueza y siempre me preguntaba lo mismo:

—¿Por qué entró al hotel Le Bristol?

—Se me presentó la oportunidad y la aproveché —le respondía cada vez. 

—¿Y dónde están sus cómplices?

—No hay tales. Yo trabajo solo, ya se lo he dicho antes. 

—¿Espera que crea eso? —me decía.

“Era el mismo cuento siempre. Ella insistía en que lo de Le Bristol fue demasiado inteligente para que lo hubiera cometido sin la ayuda de alguien. Supongo que como yo era bastante joven —y pese a todo seguía siendo algo tímido y callado también— pensaba que no podía haberlo hecho solo. Así que cada tres meses, cuando nos veíamos en la audiencia, volvía y me preguntaba lo mismo. Era un toma y dame que no iba para ningún lado. Mientras tanto los meses iban pasando y yo no tenía un abogado que me representara. La policía evitaba que yo tuviera acceso a uno, tal y como me lo advirtió el oficial aquel que me interrogó en la comisaría.

“La jueza quería citar a todo el mundo con tal de aclarar cómo habían ocurrido los hechos en Le Bristol. Los administradores del hotel me había denunciado con la policía por el robo en la suite, luego de que la persona a quien yo robé los había denunciado a ellos por negligencia. Tal persona resultó ser nada menos que una tipa muy bien emparentada con la Familia Real de Arabia, pero los detalles de su jerarquía o cosas por el estilo no me fueron comentados. Sólo supe que la jueza quería que ella fuera hasta París para declarar, pero cada vez que le enviaban la citación respondía diciendo que tenía inmunidad diplomática y que no pensaba viajar sólo para eso. Dijo, incluso, que así estuviera en París no iría nunca a declarar, porque lo suyo no era contra mí, sino contra el hotel. Su argumento para mantener la querella fue la falta de seguridad en Le Bristol. Decía que si yo hubiera querido asesinarla lo hubiera podido hacer, porque el esquema de seguridad falló. 

“Del dinero robado, extrañamente, no se decía mayor cosa. Parecía como si eso fuera lo que menos les importara. Me preocupaba sí la pena que me pudieran dar, pero tampoco me quebraba la cabeza por eso. Mal que bien había cometido el robo del modo correcto: no violenté ninguna cerradura del hotel y la misma gente del staff fue la que me abrió tanto la puerta de la suite como la caja de seguridad. Visto de ese modo, se puede decir que fueron ellos quienes colocaron el dinero en mis bolsillos. Se convirtieron en cómplices del hecho. Suena cínico de mi parte, pero así es como funciona legalmente. De modo tal que esa situación cambiaba de forma radical las cosas para mí en la Corte. Me favorecía. 

Durante un tiempo Guzmán Betancur permaneció en una prisión de París y durante meses tuvo que asistir a audiencias ante un juez que dudaba de que sus robos fueran individuales.

“Si yo mismo hubiera abierto la puerta de la suite y la caja de seguridad, otro gallo hubiera cantado. En ese caso el delito se habría tipificado de un modo distinto, se considerarían otros agravantes, por lo que me arriesgaría a una pena de hasta diez años en prisión. Así que por la forma en que había hecho las cosas me esperaba una pena más bien corta, quizás de sólo un par de años. Era eso lo que la jueza no lograba resolver en cada audiencia y, de nuevo, me regresaban a la jodida prisión.

“De a poco completé casi un año metido en esa mazmorra sin algún abogado que me representara y sin que se me dictara un veredicto. Era diciembre de 2001 y con las fiestas de Navidad y fin de año las cosas se dilataron aún más. Sólo una monjita española que nos frecuentaba se acordó de nosotros por esos días. Debido a las fiestas de Navidad la penitenciaría permitía el ingreso de hasta treinta kilos de comida por cada interno. Ella fue la única persona que nos llevó a cada uno esa cantidad. Se apareció un día con chocolates, jamones, turrones, tartas y enlatados. De todo. 

“Había conocido a la tal monjita prácticamente desde que fui internado en ese lugar. Como no tenía quién me visitara, la administración de la cárcel me mandó un papel en el que me preguntaba si quería que alguien de servicio social fuera a verme. Acepté para poder tener una persona con quién hablar, entonces a los días llegó la monjita. Era una ancianita. Recuerdo que me dijo que tenía setenta y ocho años, pero era muy lúcida y divertida. Nos veíamos una vez por semana, un promedio de veinte minutos en cada encuentro, aunque eso variaba dependiendo de cuántos internos visitaba. Cuando podía se quedaba hasta una hora charlando conmigo. Ese tiempo era suficiente para subirme el ánimo por el resto de los días. Le gustaba el fútbol. Así que nos poníamos a hablar de la liga española. Al final terminábamos discutiendo porque ella era seguidora del Barça y yo del Real Madrid. Eran discusiones tontas, nada serio en todo caso. 

“El 2001 quedó atrás y comencé el 2002 aún encarcelado. La investigación sobre lo que sucedió en Le Bristol no había avanzado nada en los cerca de doce meses que llevaba detenido, por lo que no pudieron pasarme a la etapa de juicio. En Francia el proceso judicial es diferente que en otros países. Allí un juez se encarga primero de la investigación y se pronuncia sobre ella, después otro dicta la sentencia. En mi caso, la jueza de instrucción no concluyó nada. Y para rematar, al final la cambiaron, colocaron a otra. 

“La ley francesa señala que si al cabo de un año el convicto no es llevado a juicio debe ser liberado. Aún así la investigación no termina y la persona puede ser sentenciada en ausencia. Eso fue lo que ocurrió conmigo. Después de pasar tanto tiempo en esa mazmorra sin que se resolviera nada, llegó el día en que me tuvieron que dejar en libertad. Recuerdo que me condujeron de nuevo al juzgado para una audiencia con la nueva jueza y al vernos la tipa me dice:

—Hoy, a la medianoche, lo vamos a tener que dejar en libertad por vencimiento de términos. Aún así, el juicio continúa, por lo que usted no puede salir de Francia. ¿Entendido?

“A la mañana siguiente abandoné la prisión. Cuando pisé la calle no tenía la más mínima idea de qué me pondría a hacer. No acostumbro acatar la ley, pero la advertencia de que no podía dejar el país me había revuelto la cabeza. Paradójicamente tenía suficiente dinero en el banco como para pagarme un buen hotel, pero con la policía de París respirándome en la nuca lo mejor era no arriesgarse. Pensé en hacer caso omiso a la advertencia de la jueza y largarme del país, pero eso podía ser peor. Se me ocurrió que en cuestión de minutos tendría a todo el departamento de policía detrás de mí. Fue entonces cuando me acordé de la monjita. En una de las charlas me había mencionado el lugar en el que vivía. Era un albergue para mujeres que salen de prisión y no tiene a dónde ir, un sitio administrado por la comunidad católica a la que ella pertenecía. Así que decidí ir a buscarla. 

Mientras permanecía en prisión en Francia, Guzmán Betancur conoció a una monja que hacía labor humanitaria con los reclusos. Después de un tiempo, la mujer le aconsejó que saliera del país.

“Como buena monjita vivía lo más de bien. No conozco a la primera monja que la pase mal, si acaso la Madre Teresa de Calcuta10. Se trataba de una zona muy 'chic' de París. Recuerdo que al frente del albergue, en una mansión, vivía el embajador de Katar. De hecho, el albergue mismo resultó ser un edificio ultramoderno, muy guapo, nada discreto, como me lo había imaginado. Cuando toqué a la puerta ella misma me atendió. Me hizo pasar hacia un comedor y nos sentamos a hablar. Le pregunté si me podía brindar ayuda, pero la verdad fue que no me dio muchas ilusiones:

—Mira a tu alrededor —me dijo—. Aquí sólo hay mujeres. Qué diera yo por ayudarte, hijo, pero aquí no puedes quedarte. Ni tú ni ningún otro hombre. Entiende que es algo que se me escapa de las manos.

“No me llegué a molestar con su respuesta. Aquellos albergues administrados por comunidades católicas suelen ser muy estrictos en sus reglas. Le expliqué con detalle mi situación, algo de lo que ella tenía cierto conocimiento por nuestras charlas en la cárcel. Le dije que con mis antecedentes era seguro que no me dieran trabajo en ninguna parte y que mientras terminaba la investigación debía quedarme en la ciudad.

—¡¿Quién te ha dicho eso?! —me preguntó de modo tajante.

—La jueza de instrucción —le expliqué—. Me advirtió que debía quedarme aquí y esperar a que me dictaran sentencia...

—Venga, pero eso puede tardar años —me interrumpió—. ¿Y mientras tanto qué harás?

—No tengo la menor idea. Es la primera vez que me ocurre algo así.

“Hablamos un rato más sobre semejante gilipollez. Aquello implicaba permanecer en el país por el tiempo que a la 'Justicia' se le diera la gana. Significaba dejar una cárcel en la ciudad para hacer de la ciudad una cárcel. Un verdadero absurdo. Después debería regresar a prisión para pagar la condena que me impusieran. Eso era obvio. No me iban a dictar una pena retroactiva ni dejar en libertad así sin más, sólo estaban buscando de qué pegarse para encerrarme de nuevo otra buena temporada. En medio de la charla la monjita tomó la iniciativa, se me quedó viendo y sin algún reparo me sugirió:

—¿Y por qué no te vas?

—Lo he pensado. Créame que lo he pensado —le respondí, algo atónito por su sugerencia.

—¿Y entonces? ¡¿Qué más da?!

—Pues que no sé qué pueda pasar —admití—. ¿Qué tal que la policía me caiga encima?

—Te puedo asegurar que eso no sucederá —me dijo—. No te pasará absolutamente nada. ¿Que te reporten a Interpol? Ya lo estás. ¿Y que te busquen en otra parte? Menos.

“Me quedé en blanco por un rato, pero entonces la monjita me alentó:

—¡Vamos, hijo! ¡Márchate! Es la mejor recomendación que te puedo dar. ¿Tienes dinero?

—No para viajar, pero en Madrid aún tengo un poco.

—Entonces no lo dudes y vete ya. Conozco a esos jueces muy bien. Para cuando les venga en gana dictarte sentencia estarás tan viejo como yo.

“La monjita me dio algo de dinero para ir a España. Compré un boleto en el aeropuerto Charles de Gaulle y ni siquiera un policía se detuvo a requisarme. Cuando llegué a Madrid fui donde un amigo y le pedí parte de un dinero que le había dado a guardar en moneda local. Esa era otra de las formas que tenía de esconder el dinero con el que me hacía. El cuento es que con las cuentas numeradas no se pueden hacer transacciones entre bancos porque hay que revelar la identidad del titular, así que lo mejor es sacar una parte del dinero y tenerlo regado por todas partes. Es entonces cuando los amigos cuentan. No se trataba de cómplices. La verdad es que la mayoría ignoraba la procedencia de ese dinero. Aún más, ignoraban mi verdadero nombre. 

“Cuando no utilizaba a mis amigos, abría cuentas corrientes con nombres falsos para depositar allí pequeñas cantidades de dinero. Luego podía retirarlo cuando quisiera. Son cosas que se aprenden en la cárcel. En fin... Luego de que mi amigo me entregó el dinero en Madrid fui al aeropuerto de Barajas y escogí un vuelo al azar. No recuerdo bien a dónde me dirigí esa vez, pero creo que fue a Holanda. De ahí en adelante visité una docena de países con el dinero que me había hecho en Le Bristol. La pasé verdaderamente bien.

“Con las autoridades francesas al final no ocurrió nada. Nunca supe de algún reporte o algo por el estilo tras mi salida de Francia, así que en ningún momento llegué a sentirme perseguido. Iba de un lado para otro sin esconderme, sólo con la intención de conocer, de hacer turismo. Fueron tantos los sitios que visité por ese entonces que no paré de viajar durante semanas. Quería darme un respiro, incluso pensé en abandonar mi trabajo en los hoteles. Sin embargo, salirse del hampa no es tan fácil. Te acostumbras a ella. Hay que contar con alguien que te motive a dejarla, y en ese entonces yo no tenía a nadie. En el fondo, empezaba a sentir que no tenía nada”.

 

1 Tarjeta con banda o con chip que funciona como llave.

2 La Comunidad Económica Europea (CEE) fue una organización creada el 25 de mayo de 1957 por algunos países europeos con el fin de establecer un mercado común. Los estados signatarios fueron Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Posteriormente su nombre fue cambiado al de Comunidad Europea (CE).

3 Unos 84.029 dólares estadounidenses para la época en la que se reeditó este libro, en 2022.

4 Unos 4.303.524 dólares estadounidenses para la época en la que se reeditó este libro, en 2022.

5 Según archivos policiales, algunos difundidos por la prensa, en mayo de 2001 Juan Carlos Guzmán Betancur entró y robó en cinco de los hoteles más elegantes de Londres. Los registros indican que en el Mandarin Oriental se hizo con 40.000 libras esterlinas (unos 52.700 dólares para la época en que se reeditó este libro, en 2022) en joyas y efectivo, propiedad de la esposa de un huésped de apellido Reed, y que en otro más -de cuyo nombre no se hace claridad- se alzó con 15.000 libras (unos 19.785 dólares para la época en que se reeditó este libro, en 2022), también en efectivo, joyas y tarjetas de crédito. Las acusaciones señalan, así mismo, que en ese tiempo robó en un hotel de la cadena Intercontinental y en otro más de la línea Four Seasons. En sus declaraciones para este libro Guzmán Betancur negó haber entrado a ese último hotel para robar y aseguró que sólo lo hizo para tomar un trago en el bar.

6 Según algunos registros de prensa, durante su paso por Heathrow, Juan Carlos habría gastado alrededor de diez mil dólares en joyas y ropa de diseñador. Luego, mientras permanencia en París en el 2001, habría entrado a una de las suites del Four Seasons Hotel George V, cerca de los Campos Elíseos, y robado allí una cantidad que no fue revelada de manera pública.

7 Es una de las tres principales cárceles de París y una de las más grandes de Francia. Fue construida entre 1895 y 1898 y cuenta con una capacidad para 1.700 internos, aunque el hacinamiento ha crecido con los años, según registros oficiales.

8 La Santé es una conocida prisión administrada por el ministerio de Justicia francés. Es la única cárcel intramuros ubicada al interior de París y fue construida entre 1861 y 1867.

9 María Antonieta de Austria, nacida el 2 de noviembre de 1775, fue archiduquesa de Austria y reina consorte de Francia y Navarra. Fue guillotinada el 16 de octubre de 1793 -a la edad de 37 años- luego de ser acusada de alta traición.

10 Agnes Gonxha Bojaxhiu (1910-1997), también conocida como Madre Teresa de Calcuta, fue una monja católica de origen albanés naturalizada india. Fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad en Calcuta en 1950.

 

Más de esta categoría

Ver todo >