Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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En la República Dominicana, un colmado es una respuesta. Para la Real Academia, se trata de una tienda de comestibles. Pero para los dominicanos es un sí a las necesidades más extrañas que exige la cotidianidad. En el colmado aparecen desde esmalte de uñas hasta cartulina y lápices de colores… pasando, por su puesto, por el pollo fresco, la chuleta ahumada, las hierbas aromáticas y la cerveza bien fría. 

Yunior Olaberría tiene a su cargo el Supercolmado Vista del Caribe. Comenta que su caballo de batalla para el éxito es nunca utilizar las palabras no hay: “Yo lo que no tengo, lo busco. Nunca se le dice al cliente que uno no tiene una mercancía”. A sus 37 años vive en Santo Domingo en el mismo local en que trabaja. El colmado es su trabajo y su hogar. Allí vive y duerme por doce días, hasta que le toca irse a su natal Baní, por dos días, a compartir con su compañera, Claribel, y sus cuatro hijos. 

Cuando inició la cuarentena, para muchos de nosotros levantarnos de la cama, higienizarnos un poco y sentarnos a trabajar nos parecía un ejercicio surrealista y antinatural. Para los colmaderos de la capital dominicana ya era una realidad tan del día a día que ni valía la pena describirla o explicarla. Decenas de colmaderos banilejos, oriundos del campo y la ciudad, tienen en el colmado su hábitat. 

En la República Dominicana, un colmado es una respuesta. Para la Real Academia, se trata de una tienda de comestibles. Pero para los dominicanos es un sí a las necesidades más extrañas que exige la cotidianidad.

Un día cualquiera de Yunior inicia a las 7:00 a.m.. Recibe a sus proveedores mientras despacha mercancía. Siempre está despachando y atendiendo a alguien. A la señora que llega a saldar y ajustar sus cuentas, al que le faltan algunas monedas para completar el pago, a la joven del servicio doméstico que exige privilegios en la calidad de los productos, velocidad en las entregas y precios bajos. 

El descanso es una ilusión que llega con la hora de dormir. A las 12 de la noche, cuando el portón de aluminio baja ruidosamente, las motocicletas de las entregas se rinden ladeadas ante el trajinar del día y los repartidores se van a sus casas, entonces las latas de vegetales se encuadran en una armonía de color que ya hubiera querido Andy Warhol. El ruido de los refrigeradores exhibe ahora la sinfonía que se escondía bajo las cuerdas de las bachatas que cantaban al desamor: “Yo descanso a eso de las 12 y pico de la noche, cuando me quedo dormido”.

Yunior Olaberría tiene a su cargo el Supercolmado Vista del Caribe.

El rostro de Yunior no adquiere ningún matiz especial cuando habla sobre la pandemia, la cuarentena, el aislamiento y demás términos de significado semejante. “A nosotros no nos afectó la pandemia; por el contrario, vendíamos más. Uno vende comida y eso la gente siempre lo busca”.

En este punto de la conversación, pude notar que Yunior ve la vida a través de principios. Echa mano de ellos cada vez que se le plantea una situación incómoda o una fisura por la que se le quiere colar el desengaño. Si hay muchas peticiones al mismo tiempo o existe inconformidad de una persona con sus cuentas, aplica el principio de la paciencia. Si, por teléfono, una de sus clientas exige un pedido con vehemencia, aplica el buen trato. Y justo en este último caso viene un principio que Yunior no verbaliza, pero que resulta transversal a los dos primeros: conocer a sus clientas, distinguirlas entre el montón, saber de ellos más allá de sus domicilios, sus nombres y gustos personales. ¿Y cómo encaja toda la importancia que le da al dinero en esta humanizadora labor del comercio? En los principios.

El dinero es parte de una identidad colectiva para Yunior. Un símbolo que le hereda su idiosincrasia. Un oriundo de Baní al que no le guste el dinero, puede declararse hereje. Para él lo mejor del colmado es el dinero. Como buen banilejo, el dinero para él pasa de ser la moneda de cambio que mueve al capitalismo. Es un fin en sí mismo. Comprar y vender son dos polos de la realidad que se mueven por la magia de un buen negociante. 

En la capital, decir que el dueño de un colmado es de Baní es como decir que el mar es azul. Esta es una afirmación que traspasa los límites de la obviedad. Ser banilejo es símbolo de comerciante, laborioso y de gusto especial por la posesión del dinero. No necesariamente por lo que la moneda pueda conseguir, sino como una manera de reverencia ante todo el trabajo que cuesta conseguirla. 

“Lo peor de ser colmadero es que uno es esclavo”, considera Yunior. Vivir donde se trabaja no es lo mismo que trabajar desde casa. Dormir en una oficina hecha y pensada para trabajar sería tortuoso. La silla, el escritorio, el zafacón y las cortinas empezarían a aislarte en las noches y a reclamarte sus lugares. En la casa sucede que la sala y el comedor se estiran y sacuden en las horas nocturnas buscando recobrar las funciones para las que nacieron, reincorporarse a la identidad que les dio origen. 

¿Qué sucede en las noches en una tienda? ¿Las latas y botellas bajan cansadas de los estantes y se recuestan en el piso? ¿Se ladean o voltean agotadas de ser vistas siempre rectas? ¿Sueña Yunior con una clientela especialmente abundante y generosa que solo compra en su tienda? 

Independientemente de lo que suceda en un colmado por las noches, Yunior Olaberría debe levantarse a las 6:00 a.m. para que la brisa del mar Caribe inaugure sus mañanas. Julito, quien provee el pan del día, es el que llega primero, como si supiera de la carga simbólica milenaria que este alimento trae a cuestas. Uno de los principios de un buen tendero es tener productos frescos y de calidad. 

Un oriundo de Baní al que no le guste el dinero, puede declararse hereje. Para él lo mejor del colmado es el dinero. Como buen banilejo, el dinero para él pasa de ser la moneda de cambio que mueve al capitalismo. Es un fin en sí mismo. Comprar y vender son dos polos de la realidad que se mueven por la magia de un buen negociante. 

“Para mí lo más importante de un buen colmadero es dar un buen servicio y tratar a la gente amablemente”. Ese criterio va unido a la frase: “Tenerles paciencia a los clientes”, una fórmula ganadora, sin dudas. Recuerdo que justo al momento de yo llegar a hacer la entrevista, salía del colmado una señora a quien le acababan de mostrar el cuaderno donde estaba el inventario de todo lo que había consumido a crédito. Pagó incrédula y, enojada, enfundó sus lentes, dobló los 500 pesos que traía apretados en la mano derecha y se los echó al bolsillo. Miró a ambos lados de la calle y desapareció.

Sospecho que esa paciencia que hay que tener para ser un buen colmadero, acababa de pasar una de sus pruebas de fuego. A pesar de que cuando uno entra al colmado está el teléfono sonando y hay gente agolpada en el mostrador, nunca sientes que pasas desapercibido. La frase “¿en qué te ayudo?” está ahí esperando que abras la boca para que se active la lámpara maravillosa y se cumpla tu petición.

El dinero es parte de una identidad colectiva para Yunior. Un símbolo que le hereda su idiosincrasia.

Si pides café de una marca específica y el colmadero no lo tiene, entra en escena un habilidoso juego del lenguaje que gira la petición de la manera: “Ahora mismo del que tengo es el de la marca tal” y acto seguido la recomendación: “muy bueno también, ¿se lo lleva?”. No se trata solo del trato afable y de salir a buscar aquello que no tiene disponible, es también una danza en la que se deben armonizar ambos intereses. 

La clave del colmadero es estar siempre para el otro, atento a las demandas, deseos y necesidades de la persona en particular, no de la gente en general. Está en saber qué necesita y prefiere cada uno de sus Raysa, María o Celeste. Porque “gente” es una abstracción insostenible para Yunior. Conoce a Julito, quien le lleva el pan todas las mañanas, o al señor de la camioneta de las verduras, o a Germán, a quien le compra el pollo. Se trata de personas atendiendo personas. Una gran red de humanidad en cada visita, en cada llamada y en cada venta. 

En fin, cada día tiene su propio afán, cada tendero su propia estrategia y cada cliente su propia idea de lo que debe ser un buen colmado, lo que debe tener y los precios de la mercancía. Para cada uno hay un Yunior Olaberría dispuesto a convivir día y noche con extrañas sinfonías para que a la puerta de nuestros hogares llegue el punto de sal o la cucharada de azúcar que le hace falta a nuestras vidas. 

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